—¿Y cómo voy a encontrar el camino?
—Vuela simplemente siguiendo los raíles.
—¿Y si me ve alguien?
El vampiro hizo un ademán negativo.
—A estas horas la gente está durmiendo. No te verá nadie.
—¿Y si me encuentro por el camino con Tía Dorothee?
—Entonces pensará que tú eres también un vampiro y te dejará tranquilo.
En ese momento les llegó del establo un fuerte «beee». Sobre el pálido rostro del vampiro apareció una sonrisa hambrienta y sus afilados dientes relucieron a la luz de la luna.
—¿Has oído? —susurró—. ¡Una oveja! ¡Una oveja viva y llena de sangre!
Agarró su ataúd y se dispuso a marcharse.
—¡Hasta mañana! —dijo.
Luego desapareció entre los árboles.
Anton le siguió con la vista. ¡¿Cómo podía haber sido tan crédulo pensando que el vampiro le acompañaría de regreso a casa?! ¡Al fin y al cabo no era la primera vez que el vampiro le dejaba en la estacada!
Lleno de miedo pensó en el largo vuelo de regreso en solitario. Pero no había otra solución: ¡tenía que conseguirlo! Sacó de la bolsa la capa de vampiro y se la puso. Luego extendió los brazos y salió volando con movimientos inseguros…, como una polilla que se ha quemado con una lámpara.
—¡Anton, despierta!
Anton abrió los ojos. Confuso, se preguntó de dónde venía la repentina claridad. ¿No estaba aún volando a través del cielo nocturno?
—¡Anton, date prisa!
Era la voz de su madre.
—Vamos a desayunar.
—¿Desayunar? —murmuró Anton.
Pero él tenía que ir volando a casa, siempre siguiendo los raíles…
Se abrió la puerta de la habitación de Anton y entró su madre.
—¡Anton! —dijo en tono de reproche—. ¡Vamos a partir en seguida y tú aún estás en la cama!
Anton pestañeó. ¡O sea, que entonces ya hacía mucho que estaba en casa!
—Papá ya tiene listo el desayuno, las maletas están en el coche…, sólo te estamos esperando a ti.
—Sí, en seguida.
Anton se incorporó con dificultad. Le dolía todo el cuerpo, pero especialmente los hombros y los brazos. Los sentía como si hubiera sostenido peso durante horas. Gimió en voz baja.
—Una noche de televisión es tremendamente agotadora, ¿verdad? —dijo su madre.
—¿Por qué?
—Nosotros no llegamos a casa hasta las dos, pero sólo estamos la mitad de cansados que tú.
—¿Qué hora es entonces?
—Las nueve y media.
—Las nueve y media… —repitió lentamente Anton, rascándose la cabeza.
—Di la verdad: ¿cuánto tiempo estuviste viendo la televisión?
«Nada en absoluto», hubiera preferido contestar Anton de acuerdo con la verdad. Pero entonces tendría que buscarse otra explicación para su sueño tan largo, y para ello estaba demasiado cansado.
—Hasta las once —dijo por eso.
—¡Tanto tiempo! —exclamó indignada su madre—. ¡Te habíamos dicho expresamente que sólo hasta las diez!
—¿Venís a desayunar? —exclamó el padre desde la cocina.
—¡Anton ha estado viendo la televisión hasta las once! —le gritó como contestación la madre—. ¿Qué te parece eso?
—Es…, estaba tan interesante… —dijo Anton.
—¿Interesante? ¿Qué es lo que había?
Anton se asustó. No tenía ni idea de lo que habían puesto en la televisión la noche anterior.
—Lo he o… olvidado —murmuró.
—¿Venís de una vez? —exclamó el padre de Anton.
—Miraré el programa de televisión —anunció la madre—. ¿Qué canal era?
—Eh…, el segundo.
La madre de Anton se fue. «Ojalá no haya habido ayer una película de miedo!», pensó Anton. ¡Si no, todavía iba a ganarse, inmerecidamente, mala fama entre sus padres!
Se levantó y se vistió. Entonces se acordó de la capa de vampiro que había metido la noche anterior debajo del colchón. Fuera como fuera, tenía que llevarse la capa a Pequeño-Oldenbüttel…, pero, ¿cómo?
Su maleta estaba metida desde hacía mucho tiempo en el coche. Y tampoco se podía llevar la capa puesta. Indeciso, miró por la habitación. Su mirada fue a dar en la cartera del colegio, que estaba junto al escritorio…, y entonces tuvo la idea salvadora.
—Oye, mamá —exclamó—. ¿Puedo llevarme la mochila del colegio? Me gustaría aprender algo más para el colegio.
—¿En vacaciones?
—Sí. Porque ahora voy a hacer un curso superior…
—¡Naturalmente que puedes!
A Anton le pareció que la voz de su madre sonaba algo desconfiada. Y es que tampoco había ocurrido nunca que él quisiera llevarse las cosas del colegio a pasar las vacaciones. Y la desconfianza de ella estaba bastante justificada: ¡él no quería realmente aprender nada para el colegio!
Dobló la capa. La acababa de esconder en la cartera debajo de los libros y los cuadernos cuando entró su madre por segunda vez en la habitación. Observó con recelo la cartera.
—¿Y ahí dentro hay libros escolares?
Anton tuvo que reprimir una risa burlona.
—¡Claro!
—¿Puedo verlo?
—¿Por qué?
—¡Porque tengo la sospecha de que tú quieres llevarte a escondidas de esta manera los libros de vampiros a Pequeño-Oldenbüttel!
—¡Pero, mamá! —protestó Anton.
—¡Sí, sí! Y eso no lo queremos de ningún modo.
Anton meditó. Si ella quería mirar como fuera dentro de la cartera, él, de todas formas, no podría evitarlo. ¡Pero quizá tuviera suerte y no advirtiera la capa!
Con una sensación desagradable le tendió la cartera.
Ella sacó un par de libros y cuadernos, leyó los títulos y luego sacudió incrédula la cabeza.
—Todos libros escolares —dijo a media voz—. Entonces he sido injusta contigo.
Anton se rió satisfecho.
—¡Pero cómo huele tu cartera! —añadió extrañada—. ¡A moho!
Anton se mordió los labios para no reírse.
—¿Tú crees?
Rápidamente echó los cerrojos de su cartera.
—Por cierto —dijo la madre—, por fuerza tengo que sorprenderme mucho de tus gustos televisivos.
—¿Por qué?
—"Sábado: 20.15; «Cóctel de Operetas», 22.10; «Hoy», 22.15; «Los Alegres Músicos de Pueblo», hasta las 23.05" —le leyó del programa de televisión.
Anton notó cómo se ponía colorado.
—Es que tenía ganas de música —dijo apocado.
—¿De operetas y música de pueblo? ¡Esto sí que es nuevo!
—Bueno, es que… —carraspeó—, papá dice que hay que verlo todo.
—Sobre todo digo que los huevos y el café se van a enfriar si no venís en seguida.
—Ya vamos —contestó la madre.
Ella fue delante y Anton la siguió.
Estaba contento de haberse librado de sus atormentadoras preguntas.
Durante el viaje a Pequeño-Oldenbüttel Anton intentó leer un tebeo. Pero pronto empezaron a bailarle las letras delante de sus ojos.
—¡Anton se va a dormir en seguida! —observó su madre, que iba al volante y podía observarle por el espejo retrovisor.
—Eso es por el aire del campo —opinó el padre, que estudiaba el plano de Pequeño-Oldenbüttel y alrededores.
Anton tuvo que aguantarse la risa: ¡apenas hacía un cuarto de hora que habían salido de casa y el supuesto aire «del campo» ya tenía que haberle cansado! Por otra parte, con ello tenía una excusa oportuna para los próximos días.
—Sí, exacto —dijo por eso—. El aire del campo cansa.
Bostezó con detenimiento para reforzar sus palabras.
—Deben ser más bien el cóctel de operetas y los músicos de pueblo —repuso burlona su madre.
Anton prefirió no contestar nada. Leyó aún un par de páginas de su tebeo. Luego se le cerraron los ojos y se durmió.
Era de noche. Anton estaba sentado en la rama de una gran encina descansando un rato antes de seguir volando. Los raíles del ferrocarril brillaban a la luz de la luna. Todo parecía tranquilo y apacible. Anton apoyó su cabeza contra el tronco y cerró los ojos durante un momento.
De pronto le sobresaltó un alto «hip».
Miró asustado a su alrededor. ¿Se había movido algo allí, en el terraplén? Descubrió un conejo que desapareció entre los arbustos. Luego crujió algo, más allá, entre los abedules. El corazón de Anton empezó a latir más de prisa. ¡Alguien andaba por allí! De nuevo se oyó «hip» e inmediatamente después salió de la oscuridad de los árboles una figura con una larga capa negra. ¡A la luz de la luna Anton reconoció a Tía Dorothee!
Le recorrió un pánico helado. ¿Le habría olfateado ya?
Pero Tía Dorothee parecía tener preocupaciones completamente diferentes. Iba tambaleándose de forma extraña, hacía de vez en cuando «hip» y miraba confundida hacia atrás.
Anton oyó cómo soltaba improperios:
—¡Borracho, maldito, por tu culpa tengo que ir ahora a pie!
Su voz sonaba raramente arrastrada.
Entonces Anton supo de pronto por qué se comportaba ella de forma tan particular: había vuelto a estar en un baile de pueblo…, naturalmente no para bailar, sino para acechar fuera delante del local. Al parecer, había ido a dar con un hombre que había bebido mucho…, ¡tanto que ella ahora no podía ni volar!
Anton tuvo que reírse irónicamente.
Él seguía riéndose irónicamente cuando el coche se detuvo.
—¡Anton!
Esa era la voz de su padre.
Anton miró a su alrededor adormilado.
—¿Dónde estamos?
—En Pequeño-Oldenbüttel.
Anton reconoció la casa blanca, el granero grande, y la furgoneta azul claro que estaba delante del granero también la había visto una vez: ¡la noche anterior en la estación de Gran-Oldenbüttel! ¡O sea, que las dos mujeres de los trajes típicos eran, asimismo, huéspedes de la granja!
—¡Lo que faltaba! —se quejó.
—¿Es que hay ya algo que no te gusta? —preguntó enfadada su madre.
Anton se apeó con las piernas tiesas.
—¡No, no! ¡Me parece todo maravilloso!
Echando una mirada al granero añadió:
—¡Además, apostaría algo a que aquí hay un vampiro!
—¡Seguro! —dijo cáustica la madre—. Los vampiros son lo más importante.
[1]
Literalmente, Toten significa «de los muertos», Motten significa «polillas», y uno de los posibles significados de Büttel es «verdugo».
[2]
La palabra
giftig
, que se pronuncia de forma muy parecida a giftich, significa «venenosa».