—Sí, jefe.
—¿Dónde estás ahora?
—En San Sebastián —contestó el Negro.
—¡Estás loco! ¡Lárgate de inmediato! —le gritó con ira el hombre. El Negro quiso decirle que estaba allí por si Lucas Joswiack lo necesitaba, pero el otro no lo dejó articular palabra, le dictó la dirección y se aseguró de que la hubiese tomado correctamente. Le repitió que no hiciera nada y que esperara nuevas órdenes—. ¿Tienes dinero y documentación?
—Sí —contestó el cubano, y el hombre colgó.
¿Quién era ese hombre? Al Negro no le había gustado el tono final de la conversación, pero comprendió que en efecto, fuera quien fuera, había asumido el mando. Miró el papel con la dirección, lo dobló y se lo metió en el bolsillo; después, arrancó el coche. Si conseguía salir de Euskadi, estaría salvado.
E
l Aeropuerto Ben Gurión, en Tel Aviv, se asemejaba más a Fort Knox que a un aeropuerto convencional. Policías con chalecos antibalas, perros y armamento de asalto custodiaban el acceso al país tras el control de pasaportes. Por sus pasillos, paseaban grupos de judíos ultraortodoxos ataviados con trajes de riguroso negro, barbas pobladas y rizos descolgados desde las sienes que el resto de los viajeros, entre los que nos encontrábamos Mars y yo, mirábamos con curiosidad, perplejidad, incluso miedo.
Tras cerca de tres horas de filas y controles, conseguimos alcanzar la nueva terminal del Aeropuerto Ben Gurión (me recordó al Palacio Kursaal de San Sebastián por sus tiras luminosas en plano inclinado). Con una sensación de alivio, seguimos los carteles de
rent a car
por un largo pasillo, hasta que dimos con la agencia donde habíamos alquilado un todoterreno. Nos entregaron un Hyundai Santa Fe negro, preparado con un navegador digital en el que consultar todas las carreteras del país.
Hacía poco más de un par de semanas de nuestra visita a la condesa y muchas cosas habían pasado en ese breve tiempo. Mars y yo habíamos señalado en una ronda de reconocimiento al italiano que entró en mi apartamento, Oriol Nomis me había llamado para vernos urgentemente tras asegurarme que todo estaba aclarado y que era muy importante reconducir la situación. No fui. El fiscal, a petición del comisario, había cambiado nuestras faltas de expolio, tráfico y no sé qué más a daños contra el patrimonio, lo que nos supondría una buena multa, pero que esfumaba la opción de presidio; y Mars y yo parecíamos vivir una luna de miel.
Marie Stewart, una vez recuperada, vino a Barcelona como nos había anticipado para recoger a Azul y, después de un breve almuerzo en el Port Olímpic con Mars y conmigo, se marcharon juntas a París.
Otra de las cosas que dejé lista fue pagar a Martí por su trabajo. Del millón trescientos treinta y siete mil euros de la subasta, solo habíamos recuperado en efectivo el millón de euros, así que la cuenta todavía acreditaba un saldo bastante atractivo. No quise imaginar la cara que se le quedaría, ni cómo lo explicaría ante la todopoderosa Hacienda, pero le inyecté una transferencia de cien mil euros en su cuenta corriente. Es probable que yo lo hiciera más para limpiar mi conciencia que por él mismo, pero lo cierto es que sentí un alivio inmenso cuando recibí en mi correo electrónico la confirmación del traspaso desde la cuenta de Suiza.
Yo hubiese preferido partir hacia Israel nada más llegar de San Sebastián, pero la procedencia colombiana de Mars precisaba de un visado que tardó dos semanas en llegar. Al día siguiente de haberlo obtenido, partimos hacia Tel Aviv en el vuelo regular LY396 de la compañía El Al, con salida a las doce y media desde Madrid y llegada a la capital de Israel casi a las siete de la tarde. Era el segundo vuelo que hacía con Mars, y mi corazón ansiaba muchos más en un futuro. La búsqueda de la inmortalidad de Mariam se había convertido en realidad en la búsqueda de mi propio destino. Un camino que me había obligado, sin ser apenas consciente de lo que ocurría, a desprenderme de todas las ataduras anteriores. Había perdido mi trabajo, catapultado al infierno mi reputación, aniquilado mi coraza de anotador científico, y sobre todo, me había liberado de Azul. El sentimiento de abandono y culpa que me acompañó durante todos esos años de viajes por el mundo había desaparecido de un plumazo. La mochila de mi vida por fin estaba vacía para llenarla de lo que realmente quisiera, un nuevo camino en el que encontrar el final no era ni tan solo el objetivo.
Toda mi vida me había movido la reflexión racional, pero en esos meses había prescindido de ella como de alguien de quien te quieres deshacer y nunca encuentras la manera de hacerlo. La intuición, la rabia, el miedo, el dolor y la pasión habían desbancado al todopoderoso raciocinio. Y me encontraba bien, muy bien. Más seguro y confiado de lo que había estado en toda mi vida.
—¿En qué piensas? —me preguntó Mars.
—En ti —mentí, aunque no del todo. Me besó.
—Deberíamos avisar a Marie de nuestra llegada.
—Espera que lleguemos al hotel, y después de relajarnos un poco, la llamas.
Sonrió a mi petición y me ayudó a cargar las dos maletas en los asientos traseros del todoterreno. Habíamos escogido un hotel a las afueras de Tel Aviv. La noche inundaba los escenarios de asfalto y desierto de las tierras israelíes. El negro profundo del alquitrán se perdía en la noche, salpicada únicamente por las luces mortecinas de las construcciones a pie de carretera que nos acompañaron hasta el hotel.
El hotel estaba apenas a una hora del aeropuerto. Una brillante recepción nos acogió en un lujo al que no estaba acostumbrado. Nuestra habitación, en el tercer piso, daba a un jardín trasero y estaba decorada con sobrios estantes de yeso blanco. Antes de bajar a cenar, Mars llamó a Marie Stewart y le explicó que habíamos llegado bien. La escuché dar recuerdos a la señora Bouvier, después me explicó que Marie Stewart y Azul habían ido a visitar a
madame
a su casa, y que se mudarían allí mientras durara nuestra expedición por tierras bíblicas. Las imaginé a las tres frente a la pantalla del ordenador siguiéndonos a través de un punto rojo en un mapa cuadriculado de la zona.
Después de cenar, ordenamos todo el equipaje para partir temprano hacia Qumrán. El navegador satélite del vehículo nos ayudaría a hacerlo sin pérdidas de tiempo innecesarias. Mars abrió su maleta y yo hice lo propio con la bolsa de viaje en la cual habíamos guardado todo lo indispensable para la expedición. A las ropas compradas para la excursión nocturna por Clairvaux habíamos añadido una tienda de campaña, dos sacos hiperminúsculos, por si nos veíamos obligados a hacer noche en la ciudad arqueológica, un par de palas y una escalera enrollable. Linternas, arneses, cuerdas y una buena reserva de barritas energéticas completaban el equipo. En una carpeta, guardábamos la copia transcrita por la señora Bouvier de los escritos del caballero templario, André de Montbard, y del soldado francés, así como una tablilla con el alfabeto templario y su equivalente al nuestro. También, un diccionario de latín-español/español-latín. Mars lo dominaba con bastante corrección, pero me pareció una buena idea llevar también el libro y, además de todo esto, una copia de cada uno de los escritos en el disco duro de mi ordenador portátil. Un equipo más propio de un arqueólogo o un «buscatesoros» que de una pareja de turistas, como muy bien nos había advertido el funcionario de aduanas en el aeropuerto.
Tuve una noche plácida, cuajada de sueños en los que una anciana de largas melenas y túnica blancas me invitaba a una taza de té al más puro estilo de Alicia en el País de las Maravillas…, ¡mientras no nos cortaran la cabeza! El despertador se activó a las seis de la mañana.
El navegador del coche anunciaba dos horas de viaje hasta Qumrán, y la emoción comenzaba a dibujarse en nuestros rostros en un rictus de nerviosismo que disimulábamos con risas torpes ante cualquier bobería del camino. La autopista que comunicaba Tel Aviv con Jerusalén cruzaba el desierto de la antigua Judea entre viejos cerros cepillados por la historia y la corrosión implacable del tiempo, y el suave azul del cielo, moteado por pequeñas nubes grisáceas, casi incoloras, rasgadas por los rayos de un sol picado en diagonal que, si bien no calentaba, amenazaba con hacerlo más adelante. El GPS anunciaba la posición de la ciudad santa de Jerusalén en forma de una gran sombra naranja que se abría a la derecha de la pantalla. Nos hubiese gustado visitarla, pero seguimos las indicaciones del artilugio hasta la circunvalación de la carretera hacia el Mar Muerto. Al cabo de unos minutos, llegamos a la población de Yered, donde dejamos la vía principal y cogimos otra que bordeaba el mar en dirección sur. En pocos minutos más, llegaríamos a Qumrán. Eran las ocho y media de la mañana. La carretera nos ofrecía una magnífica vista de los campos de cultivo y los palmerales a orillas del mar a nuestra izquierda, y del desierto de Judea a nuestra derecha. Pequeñas ensenadas de arena y piedra de color ocre se levantaban a diferentes alturas, dejando entrever los numerosos sustratos que las habían formado millones de años atrás. Poco a poco, la conversación menguó hasta la desaparición absoluta, y en el interior del vehículo se creó un silencio profundo que nos sumió en nuestros más recónditos pensamientos, ¿cómo sería Mariam?, ¿estaría todavía viva?, ¿encontraríamos alguna evidencia de su paso por esas tierras?, y si en verdad todavía estaba allí, ¿cómo advertirla de que su secreto había sido desvelado y que debería buscar un nuevo emplazamiento para el resto de su vida inmortal?, ¿estaría sola?, ¿nos entendería? Muchos interrogantes que nos atenazaban el habla y las emociones.
Por fin, divisamos las ruinas. Paré el coche en un mirador turístico desde el que se dominaba toda la explanada desértica de Qumrán, y la primera impresión fue de una desilusión inmensa. Miré a Mars, que se protegía del fuerte sol con la palma de su mano en forma de visera. La ciudad no era tal, yo había imaginado algo parecido a Machu Picchu, o a cualquiera de las ruinas que había visitado en mi vida. Restos de casas, de construcciones, rocas abandonadas por doquier a las que una buena dosis de imaginación las convertía en la ciudad que habían sido. Allí nada de eso existía. Qumrán era un gran desierto montañoso plagado de extraños montículos, como si alguien hubiese tirado toneladas de cemento líquido a diferentes alturas y se hubiesen desbordado por su propio peso, que se extendía hasta el mar, donde el sol calentaba sus aguas en una bruma bailarina que se perdía en el horizonte.
—¿Qué te parece? —me preguntó Mars, que vestía
jeans
descoloridos, camiseta blanca y zapatillas de montaña.
—No es lo que esperaba —contesté.
—Es lo que vimos en las fotos.
—Sí, pero pensé que
in situ
sería diferente. Esto es horrible, solo arena, rocas, agujeros y sal —señalé al Mar Muerto.
—Y erosión —apuntó Mars.
—Sí, y erosión. No sé qué vamos a poder encontrar aquí, la verdad.
—No perdamos la ilusión antes de empezar, en peores lugares hemos dado con la solución, ¿o no?
—Tienes razón, perdona —Mars en efecto tenía razón. La besé, pero nada era comparable a aquella mal llamada «ciudad». Allí en verdad no había nada, ni siquiera los restos de una sola construcción se adivinaban desde el mirador.
—Vamos, bajemos.
Volvimos al coche y continuamos hasta el desvío de Qumrán. La entrada a la zona arqueológica estaba situada a pie de carretera, junto a una pequeña construcción rodeada de árboles y repleta de maquetas, libros y todo tipo de suvenires. Casi todo eran reproducciones de los fragmentos de los rollos encontrados en las cuevas, y libros en varios idiomas con la transcripción y el catálogo de los textos. También había un buen surtido de alhajas, colgantes y pendientes con las formas de alguno de esos pedazos. Crucifijos, biblias, libros esotéricos, escritos esenios y reproducciones de la
Torah
ocupaban el resto del espacio. Todo en menos de cien metros cuadrados junto a los que otra pequeña sala acogía la recreación de una de las cuevas con sus vasijas de barro y rollos en su interior. Mientras Mars y yo paseábamos distraídos nuestra vista por las vitrinas, entró un grupo de turistas canadienses; entonces, la cajera nos indicó que iba a empezar una visita en francés e inglés, y decidimos unirnos, previo pago del boleto de entrada.
La visita de la ciudad comenzaba por un antiguo pozo, ahora seco, desde el que se distribuía el agua a través de unos acueductos que se ramificaban en decenas de cisternas, baños y cuencas. Entramos de la mano de uno de esos acueductos principales. Desde el mirador de la carretera, esa parte nos había quedado oculta por las montañas, pero ahora, frente a nosotros, se abrían unas ruinas más acordes a lo que esperábamos encontrar. Seguimos el acueducto hasta lo que quedaba del antiguo
scriptorium
. Unas filas de piedras de un metro y medio de altura dejaban entrever el antiguo lugar de estudio y escritura de la comunidad. En su origen, había gozado de dos plantas, y al parecer era en la segunda donde los esenios dedicaban parte de su jornada, entre rezo y rezo, a copiar los famosos textos. Visitamos después el comedor, en donde nos explicó el guía que se habían hallado más de mil partes completas de vajillas, cristalerías y ensaladeras, aunque nos aclaró que esas piezas se utilizaban únicamente para comer y no para la cocción de los alimentos, ya que, a excepción del pan, los ingerían crudos. También visitamos los hornos. El sol golpeaba con fuerza los cráneos de la treintena de personas que asentíamos con movimientos afirmativos a las explicaciones bilingües. Como siempre que visitaba restos arqueológicos, no pude evitar imaginar todo aquel lugar con vida humana, hombres y mujeres que vivían en estado permanente de acatamiento de la Ley judía. Fieles seguidores del Antiguo Testamento en su estado más puro. Imaginé a Mariam, esta vez como una joven, ataviada con la túnica blanca de la secta, caminando en silencio entre sus hermanos de fe, y no pude dejar de crear un paralelismo inmediato con lo que había aprendido de los monjes del Císter. Los
flashes
norteamericanos se disparaban en dirección al índice del guía según emplazaba cada una de sus explicaciones.
Las dimensiones de la ciudad eran de poco más de diez kilómetros cuadrados, cien metros por lado, y el calor, intenso. Visitamos también una de las pozas para los baños rituales, «
mikvot
» la llamó el guía, que se perdía un par de metros bajo tierra en una perfecta piscina, y donde la comunidad estaba obligada a sumergirse como mínimo dos veces al día. Un terremoto la había rajado en dos mitades. Nos explicó el guía que la escalera tenía una pequeña separación, ahora desaparecida por el sismo, para dividir a los hermanos impuros que bajaban a realizar su baño de los que subían ya purificados.