El pasaje (50 page)

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Authors: Justin Cronin

BOOK: El pasaje
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—Bien, tú eres el jefe, Theo —dijo.

Continuaron su camino. Cuando llegaron al pie de la montaña, era media tarde. Durante la última hora habían descendido hasta ver el conjunto de turbinas, cientos de ellas esparcidas sobre la parte lisa del paso de San Gorgonio, como un bosque de árboles artificiales. Al otro extremo, una segunda cordillera rielaba en la niebla. Estaba soplando un viento caliente y seco, que les arrebataba las palabras en cuanto las pronunciaban, de modo que era imposible conversar. A cada metro que descendían, el aire era más caliente. Era como si estuvieran penetrando en un alto horno. La carretera moría en la vieja ciudad de Banning. Desde allí, se internarían en la región siguiendo la carretera del Este, otros diez kilómetros hasta la central eléctrica.

—Todo el mundo ojo avizor —gritó Theo, para hacerse oír por encima del viento. Dedicó otro momento a explorar con los prismáticos—. Vamos a acercarnos. Lish delante.

Peter experimentó una fugaz punzada de irritación. Estaba en segunda posición, él debía ocupar la primera, pero dejó morir la sensación sin comentarios. La elección de Theo suavizaría la tensión existente entre Alicia y él, y cuando llegaran a la central eléctrica volverían a ser amigos. Theo le pasó los prismáticos. Alicia espoleó su montura y se adelantó cincuenta metros, y después dejó caer la palma de su mano hasta dejarla paralela al suelo. Un silbido casi de ave entre sus dientes. «Despejado. Adelante.»

—Vamos —dijo Theo.

Peter sintió una aceleración en el pecho cuando sus sentidos, embotados por la monotonía del largo descenso de la montaña, revivieron y le aportaron una vívida conciencia de su entorno, como si estuviera presenciando una escena desde varios ángulos al mismo tiempo. Avanzaron a paso acompasado, los arcos preparados. Nadie hablaba excepto Finn, que había bajado del carro y estaba guiando a la mula con la mano, mientras murmuraba palabras tranquilizadoras en su oído. La ruta que seguían era poco más que una pista de tierra, llena de surcos debido a los años que llevaban utilizándola los carros. Peter sentía, como si fuera un hormigueo en sus extremidades, cada sonido y movimiento que emanara del paisaje: el suave aullido del viento a través de una ventana rota, una lona que se agitaba, atorada en un poste de electricidad inclinado, el crujido de un letrero metálico, cuyas palabras se habían borrado hacía mucho tiempo, oscilando de un lado a otro sobre los surtidores de gasolina de un viejo garaje. Pasaron ante un montón de coches oxidados, medio sepultados y retorcidos; una manzana de casas, acechadas por dunas que llegaban casi a los aleros; un cavernoso cobertizo metálico, blanqueado y agujereado, del cual surgían zureos de palomas y, cuando siguieron la dirección del viento, la nube fétida de sus deyecciones.

—Ojo avizor —repitió Theo—. Vamos a cruzar por aquí.

Avanzaron en silencio hacia el centro de la ciudad. Los edificios eran más sólidos aquí, de tres o cuatro pisos, aunque muchos se habían derrumbado, abierto espacios entre ellos y llenado la calle de montículos de restos indiferenciados. Los coches y las camionetas estaban aparcados en ángulos caprichosos a lo largo de la calle, algunos con las puertas abiertas (el momento en que sus conductores huyeron congelados en el tiempo), pero en otros, cerrados a cal y canto bajo el ardiente sol del desierto, se veían los cadáveres resecos conocidos como flacuchos: harapientas masas de huesos encorvadas sobre los salpicaderos o apretadas contra las ventanillas, sus formas marchitas prácticamente irreconocibles como seres humanos, salvo por un mechón de pelo tieso todavía ceñido con una cinta, o el metal reluciente de un reloj sobre una mano desollada que todavía, después de casi cien años, aferraba el volante de una camioneta hundida hasta la parte superior del compartimento de las ruedas en el suelo del desierto. Todo ello inmóvil y silencioso como una tumba, tal como era desde el Tiempo de Antes.

—Me da escalofríos, primo —masculló Arlo—. Siempre me digo que no debo mirar, pero siempre lo hago.

Cuando se acercaron al paso elevado sobre la autopista, Alicia paró en seco. Se volvió con una mano alzada y volvió hacia ellos a toda prisa.

—Hay tres durmientes debajo. Están colgados de las vigas de la parte posterior, sobre la alcantarilla.

Theo asimiló la información con aire inexpresivo. Al contrario que el viral avistado en la carretera de montaña, no era cuestión de enfrentarse a todo un grupo, sobre todo a una hora tan avanzada del día.

—Tendremos que dar un rodeo. El carro no puede pasar sin una rampa. ¿De acuerdo, Lish?

—Esto no admite discusión. Nos acercamos y seguimos.

Se desviaron al este, siguiendo el curso de la autopista a una distancia de cien metros. El sol se alzaba cuatro palmos. Estaban atajando. Sería lento atravesar terreno descubierto con el carro. La siguiente rampa de entrada se encontraba a dos kilómetros de allí.

—Detesto admitirlo —dijo Theo en voz baja a Peter—, pero Lish tenía razón. Cuando regresemos, deberíamos reunir una partida de caza y acabar con ese grupo.

—Si todavía sigue ahí.

Theo frunció el ceño, pensativo.

—Oh, seguirá ahí. Un solo pitillo cazando ardillas es una cosa. Esto es muy diferente. Saben que utilizamos esta carretera.

Lo que los pitillos sabían y no sabían siempre era un enigma. ¿Eran seres que se guiaban sólo por el instinto, o eran capaces de pensar? ¿Eran capaces de trazar planes y estrategias? Y si lo último era cierto, ¿no debía deducirse que, en cierto modo, seguían siendo humanos, las personas que habían sido antes de ser secuestradas? Había muchas cosas incomprensibles. Por ejemplo, por qué algunos se acercaban a la muralla, mientras otros no; por qué un puñado, como el que habían visto en la carretera, se arriesgaba a salir a la luz del día para cazar; si sus ataques, cuando tenían lugar, los dictaba el azar o los espoleaba otra cosa; su forma peculiar de moverse, siempre en grupos de tres, las acciones de sus cuerpos coordinadas mutuamente, como frases de un poema; incluso el número de los que acechaban en la oscuridad. Era cierto que la combinación de las luces y las murallas había protegido a la Colonia durante casi cien años. Daba la impresión de que los Constructores conocían bien al enemigo, o al menos lo bastante. Y no obstante, mientras observaba a un grupo moverse en la periferia de las luces, apareciendo en plena noche para patrullar el perímetro antes de volver adonde fuera, Peter tenía a menudo la clara sensación de estar viendo un solo ser, y de que ese ser estaba vivo, totalmente vivo, dijera lo que dijera Profesora. La muerte tenía sentido para él, el cuerpo unido al alma en vida, y ambos expiraban al morir. Las últimas horas de su madre le habían dado una buena lección. El sonido de sus últimos suspiros entrecortados, y después un repentino silencio: supo que la que había sido esa mujer se había ido. ¿Cómo podía un ser continuar viviendo sin alma?

Llegaron a la rampa. Hacia el norte, en la base de las estribaciones, Peter logró distinguir, a través de la neblina del polvo en suspensión, la larga y baja forma del Empire Valley Outlet Mall. Peter había estado allí montones de veces, en incursiones de rapiña. El lugar había sido saqueado a fondo a lo largo de los años, pero era tan inmenso que siempre podías encontrar algo útil. Habían vaciado The Gap, y también J Crew, así como Williams Somona, el REI y casi todas las tiendas del extremo sur cercano al atrio, pero había un Sears grande con escaparates que ofrecían cierta protección y un JC Penny, con buen acceso al exterior, de modo que se podía salir deprisa, y ambos albergaban cosas utilizables, como zapatos, herramientas y cazuelas. Se le ocurrió la idea de buscar algo para Maus, para el bebé, y tal vez Theo estaba pensando lo mismo. Pero no había tiempo para eso.

Un letrero se alzaba sobre la arena, en la base de la rampa, inclinado a causa de los vientos imperantes:

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Alicia se acercó a ellos.

—Todo despejado abajo. Será mejor que sigamos.

El estado de la carretera era pasable. Avanzaron a buena velocidad. Un viento achicharrante azotaba el paso. Peter notaba los ojos y la piel chamuscados, como leña a punto de incendiarse. Se dio cuenta de que no orinaba desde que se detuvieron para dar agua a los caballos, y se recordó a sí mismo que debía beber de su cantimplora. Theo escudriñaba con los prismáticos, mientras que sostenía las riendas con la otra mano. Ya estaban lo bastante cerca para que Peter pudiera ver qué turbinas funcionaban y cuáles no. Intentó contar las que funcionaban, pero enseguida rectificó.

La sombra de la montaña había empezado a caer sobre el valle cuando se desviaron de la carretera del Este. Por fin vieron su destino: un búnker de hormigón, medio sumergido en el suelo del valle, rodeado de una verja alta cargada con suficiente electricidad como para electrocutar todo cuanto la tocara y al otro lado el conducto eléctrico, un gran tubo de color herrumbre que ascendía la cara este de la montaña, un muro de roca blanca que formaba una barricada natural. Theo desmontó y se quitó el cordón de cuero del que colgaba la llave alrededor de su cuello. La llave abría un panel metálico montado sobre un poste. Había dos paneles iguales, uno a cada lado de la verja. Dentro había un interruptor para controlar la corriente, y otro para abrir la puerta. Theo interrumpió la corriente y retrocedió cuando la puerta se abrió.

—Vamos.

Contigua a la central había una pequeña cuadra, a la que daba sombra un tejado metálico, con abrevaderos para los caballos y una bomba. Todos bebieron con avidez, dejaron que el agua resbalara por sus mejillas y se mojaron los pelos empapados de sudor. Después, Finn y Rey se encargaron de los animales, y los demás se encaminaron a la escotilla. Theo retiró la llave una vez más. Se produjo un estruendo metálico cuando los cerrojos se abrieron, y todos entraron.

Los recibió un chorro de aire frío, así como el zumbido basal de la ventilación mecánica. El frío repentino consiguió que Peter se estremeciera. Una sola bombilla, dentro de un armazón, proporcionaba la única iluminación al tramo de escaleras metálicas que descendía por debajo del nivel del suelo. Al final había una segunda escotilla, que estaba entreabierta. Daba acceso a la sala de control de turbinas, y a más profundidad todavía se encontraban un barracón, una cocina y habitaciones que alojaban el almacén y la maquinaria. En la parte de atrás, accesible mediante una rampa que conducía al exterior, estaba el establo donde pasarían la noche caballos y mulas.

—¿Hay alguien en casa? —llamó Theo. Abrió la puerta con el pie—. ¡Hola!

No hubo respuesta.

—Theo...

Era Alicia.

—Lo sé —contestó Theo—. Es extraño.

Atravesaron la escotilla con cautela. Sobre la larga mesa que había en el centro de la sala de control había una serie de velas de cera de abeja consumidas y los restos de una comida abandonada a toda prisa: latas de pasta, bandejas de galleta y una olla grasienta de hierro fundido que parecía haber contenido un guiso de carne. Daba la impresión de que nadie había tocado nada desde hacía uno o dos días. Arlo movió su cuchillo sobre la olla y una nube de moscas se dispersó. Pese al zumbido de los ventiladores, la atmósfera era cerrada y maloliente, impregnada del olor a hombres y calefacción. La única luz, un pálido resplandor amarillo, procedía de los contadores del panel de control, que controlaban el flujo de corriente de las turbinas. En la pared, el reloj de la central les dijo la hora: 18:45.

—¿Dónde coño están? —preguntó Alicia—. ¿Me he despistado, o es casi segundo toque?

Atravesaron el barracón y las zonas de almacenamiento, confirmando lo que ya sabían: la central estaba desierta. Subieron por la escalera y salieron de nuevo al calor del día. Rey y Finn estaban esperando a la sombra del toldo del establo.

—¿Tenéis alguna idea sobre adónde pueden haber ido? —preguntó Theo.

Finn había hecho una bola con su camisa para mojarla en el abrevadero, y se estaba secando el pecho y las axilas.

—Falta uno de los carros de herramientas. Y también una mula. —Ladeó la cabeza, miró a Rey, y después a Theo, como si dijera: «Ahí va una teoría»—. Podrían estar aún en las turbinas. A Zander le gusta jugársela a veces.

Zander Phillips era el jefe de la central. No se podía hablar con él de gran cosa, ni tampoco mirarle valía la pena. Tanto tiempo sometido a la acción del sol y el viento lo había secado como una pasa, y los días de aislamiento lo habían convertido en un ser hosco hasta el punto del silencio. Decían que nadie lo había oído pronunciar más de cinco palabras seguidas.

—¿Hasta qué punto se la juega?

Finn volvió a encogerse de hombros.

—Escucha, no lo sé. Pregúntale cuando vuelva.

—¿Quién más hay aquí?

—Sólo Caleb.

Theo salió de la sombra del establo y miró el campo de turbinas. El sol estaba empezando a hundirse detrás de la montaña. Su sombra no tardaría en extenderse sobre el valle hasta las estribaciones del otro lado. Cuando eso sucediera, tendrían que cerrar la escotilla sin más trámites. Caleb Jones no era más que un muchacho, de apenas quince años. Todo el mundo lo llamaba Zapatillas.

—Bien, les queda medio palmo —dijo por fin Theo. Todo el mundo lo sabía, pero era necesario verbalizarlo. Se miraron de uno en uno, un veloz vistazo para verificar que todos habían comprendido el significado—. Vamos a entrar los animales.

Condujeron los animales por la rampa hasta el establo y cerraron el mamparo de cara a la noche. Cuando terminaron, el sol había desaparecido detrás de la montaña. Peter dejó a Arlo y Alicia en la sala de control y fue a reunirse con Theo, que estaba esperando en la puerta, escudriñando el campo de turbinas con los prismáticos. Peter sintió el primer escalofrío de la noche en los brazos, en la piel de la nuca quemada por el sol. Tenía otra vez la boca y la garganta secas, con sabor a polvo y caballos.

—¿Cuánto vamos a esperar?

Theo no contestó. La pregunta era retórica, palabras para llenar el silencio. Había pasado algo, pues, de lo contrario, Zander y Caleb ya estarían de regreso. Peter estaba pensando en su padre, y creía que Theo también: Demo Jaxon, que había ido al campo de turbinas sin dejar rastro por la carretera del Este. ¿Cuánto tiempo habrían esperado aquella noche para cerrar la escotilla a Demo Jaxon?

Peter oyó pasos que se aproximaban, se volvió y vio a Alicia atravesando la escotilla en su dirección. Se puso a su lado y dirigió la mirada hacia el campo en penumbra. Se quedaron callados durante un momento más, viendo la noche descender sobre el valle. Cuando la sombra de la montaña tocó las estribaciones del lado opuesto, Alicia sacó un cuchillo y lo secó en el dobladillo del jersey.

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