El papiro de Saqqara (55 page)

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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: El papiro de Saqqara
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Pero una vez en su despacho, amurallado tras las puertas, protegido del ruido y con Ptah-Seankh aguardando la llamada de su amo mientras copiaba laboriosamente un manuscrito, descubrió que continuaba sintiéndose inquieto. El fuerte olor de las flores le había impregnado. Estaba en sus ropas, en su pelo. Súbitamente le hizo recordar los dos funerales que acababa de soportar y el estómago le dio un vuelco. Se sentó tras el escritorio y esperé con los ojos cerrados sujetándose la cabeza entre las manos.

El banquete de aquella noche fue el más suntuoso de cuantos Menfis había visto en los últimos tiempos. Los invitados ricamente vestidos se apretaban en el gran salón de Khaemuast y se diseminaban por los jardines, donde llameaban las antorchas. Las mesas, situadas al aire libre, gemían bajo el peso de todo tipo de exquisiteces. Ejércitos de bailarinas desnudas, acróbatas negros de Nubia y bellezas egipcias de ambos sexos se ondulaban y brincaban entre los asistentes, al compás de liras, arpas y tambores. Nubnofret había elegido con cuidado los regalos que era costumbre repartir entre todos: los collares no eran de arcilla pintada, sino de malaquita y jaspe; los joyeros, de cedro del Líbano; los abanicos, de diminutas plumas rojas de avestruz, con mangos de electro. El vino venía del Delta, tras resucitar, polvoriento y sucio, de los lechos de paja donde habían sido depositadas las jarras, diez años antes. Los sirvientes comerían toda la semana con lo que sobrara del banquete.

Tbubui ocupaba el puesto de honor, a la derecha de Khaemuast, en un pequeño estrado por encima de la multitud, y sonreía graciosamente a todos los que acudían a expresarle sus buenos deseos. No faltaba nada para que la noche fuera un éxito. Sin embargo, Khaemuast no lograba desprenderse de aquella sensación de melancolía. Sheritra reía con Harmin, de quien no se había separado desde el comienzo de la velada. Hori comía con Antef. Una g~Iida y rara sonrisa aparecía y desaparecía de su rostro, por primera vez en muchas semanas, mientras su amigo le hablaba de algo que Khaemuast no podía oír por el generalizado bullicio. Nubnofret y Sisenet también estaban enfrascados en su conversación. Y a él, le bastaba girar un poco la cabeza y mover casi imperceptiblemente la mano para tocar a la mujer a quien adoraba por encima de todas las cosas.

Sin embargo, el salón parecía un lugar tenebroso bajo tanta alegría. Algo faltaba. «O tal vez”, pensó con tristeza, mientras Ib se inclinaba a llenarle nuevamente la copa, entre un coro de rugidos y silbidos que aclamó a una de las bailarinas nubias que habla curvado la espalda hasta apoyar la cabeza en el regazo del alcalde, “tal vez he pasado por tantas cosas para obtener este trofeo que ahora, al poseerlo, me encuentro vacío de objetivos».

Sisenet encontró su mirada perdida y le saludó levantando una mano amistosamente. Khaemuast respondió al gesto. Tbubui se apoyó contra él para introducirle un trozo de higo maduro en la boca Sin embargo, en algún lugar del salón se abría una grieta enorme e invisible, que exhalaba desolación sobre la multitud sin que él pudiera escapar al vendaval.

Mucho más tarde, mientras los invitados seguían gritando y tambaleándose por la casa y los jardines, al compás de la música de los cansados ejecutantes, Khaemuast y Tbubui se escabulleron con paso inseguro y cruzaron el frágil césped del verano rumbo a la paz en penumbras de la casa de las concubinas. El lugar estaba desierto. Las mujeres se encontraban todavía en el banquete. Sólo el guardián de la puerta, que los saludó respetuosamente y los acompañó a las habitaciones de Tbubui, vio entrar a la pareja. Una vez dentro, con la puerta cerrada y la lámpara encendida, Khaemuast se apoderó de su trofeo. Para entonces ya habían hecho muchas veces el amor, pero el misterio de aquella mujer no había disminuido por ello. La deseaba con la misma ansia desesperada que había provocado en él meses antes. Ya se estaba resignando a la idea de que su deseo no pudiera ser saciado con el acto sexual, al contrario, no hacia sino intensificarse. No obstante, igual que la polilla compelida a quemarse hasta la muerte en la llama de un cirio, Khaemuast volvía una y otra vez a la fuente de su tormento.

Aquella noche no fue distinta. Traía consigo la tristeza que le habla invadido en el salón de recepciones, una oculta corriente de melancolía que le siguió en la violenta consumación de su casamiento y hasta en sus sueños exhaustos.

Llegó el mes de Pakhons y el calor continuó, en una implacable y castigadora sucesión de días sin aliento y noches sofocantes. Las mujeres de la casa arrastraban sus esterillas, a los techos del edificio y pasaban las horas de oscuridad durmiendo, apostando o conversando. En los campos se inició la cosecha. Khaemuast esperaba con nerviosismo los primeros informes de los hombres que median la altura del Nilo. El río debía empezar a subir hacia finales de aquel mes. Por entonces, las cosechas estarían a salvo de la creciente inundación. Se iniciaría la trilla y el aventamiento en los recintos y se podrían pisar las uvas. Si-Montu informó de que la vendimia, en los viñedos del faraón, romperla aquel año todas las previsiones. Los mismos administradores de Khaemuast le enviaban extáticas cartas, repletas de detalles sobre la abundante fertilidad de sus campos y en la casa reinaba una precaria paz.

La construcción del alojamiento de Tbubui estaba casi terminada. Ella habla adquirido la costumbre de aparecer en las obras todas las mañanas. Se recostaba allí bajo una sombrilla hasta la hora del almuerzo, viendo a los fellahin acomodar los últimos ladrillos y reforzar el techo sudando bajo el insoportable calor. A Khaemuast le gustaba acompañarla. En vez de atender los despachos del día, acudía a buscarla para discutir con ella los detalles del interior y los muebles de sus nuevos aposentos, el romance de Harmin con Sheritra, que se veían casi todos los días cuando él iba a visitar a su madre un par de horas, y si Sisenet deseaba o no el puesto de jefe de escribas en la Casa de la Vida de Menfis, la biblioteca de rollos raros.

La familia almorzaba unida, pero no era una reunión cómoda, aunque Tbubui charlaba alegremente sobre superficialidades, haciendo lo posible por involucrar en la conversación a Nubnofret y a Hori, si el joven se encontraba allí. Pero Nubnofret se limitaba a responder a las preguntas que le formulaba directamente, y Hori comía deprisa y pedía en seguida autorización para retirarse. Khaemuast estaba furioso y desilusionado con todos, incluso con Sheritra, que sacaba a relucir la cuestión de su compromiso en cualquier oportunidad. Él había esperado algo más de las personas con quienes convivía desde hacia tantos años, pero la conducta de los suyos, aunque lindante con la grosería, no llegaba a justificar una reprimenda suya.

Escapaba aliviado del salón, para pasar en su diván las horas más calurosas del día, como hacían todos. Pero con frecuencia no podía dormir. Daba vueltas y vueltas, mecido por el soporífero subir y bajar de los abanicos que manejaban sus sirvientes, preguntándose si alguna vez menguaría la tensión en su casa.

Los atardeceres y las noches eran más soportables. Harmin acudía a visitar a su madre y, después de pasar un rato sentado con ella en el jardín, desaparecía en algún lugar desierto en compañía de Sheritra, Bakmut y un guardia. Entonces, Khaemuast y Tbubui podían retirarse a la casa de las concubinas para hacer el amor en su silenciosa alcoba, donde el sol se filtraba por entre las celosías cerradas y se esfumaba en un oro opaco sobre el cuerpo sudoroso de la mujer. Allí el príncipe podía olvidar por un momento a su recalcitrante familia. Se bañaba con Tbubui, de pie a su lado en las losas de los baños. Con frecuencia le gustaba lavar con sus propias manos el cabello de su mujer, enredando los dedos en sus gruesas guedejas mojadas con un éxtasis deliberado y sensual.

Habitualmente cenaban con ellos algunos huéspedes oficiales, a quienes Tbubui encantaba con su inteligencia y su ingenio. Khaemuast observaba con nerviosismo a Nubnofret, sabiendo que ella tenía la facultad de prohibir a Tbubui participar en aquellos banquetes, si así lo deseaba. Pero su esposa principal no buscaba enfrentamientos. Los visitantes se marchaban envidiando a Khaemuast por compartir la vida con dos mujeres tan diferentes, pero tan completas.

Así, el pulso de la vida se había tornado más errático para Khaemuast, pero no desagradable. Comenzaba a pensar que todo se resolvería bien cuando, un día, Tbubui dejó a un lado la palmeta con la que intentaba vanamente dispersar la nube de fastidiosas moscas de su cuerpo, y se volvió solemnemente hacia él. Estaban recostados en una esterilla, sobre varios almohadones, a la sombra de los árboles que bordeaban el jardín del norte. La ampliación estaba terminada, los escombros habían desaparecido y los jardineros cavaban parterres para las flores sobre las blancas paredes del ala nueva. Las habitaciones estaban aún vacías, pero al día siguiente estaba prevista la llegada de una horda de artesanos y artistas que escucharían los deseos de Tbubui sobre su residencia definitiva. Khaemuast le había dicho que pidiera lo que deseara, confiando en que ella emplearía la misma elegante sencillez con que había amueblado su antiguo hogar. Ella le había advertido, con sonriente coquetería, que lo sencillo no era necesariamente barato, pero él se había encogido de hombros con buen humor, descartando sus vacilaciones.

Aquella tarde, apartó el racimo de uvas negras que le estaba colocando a Tbubui en la boca y se preparó para otra discusión sobre el proyecto.

—¡No me digas nada! —sonrió—. Reconozco esa expresión, querida hermana. Quieres que tu diván sea de acacia y no de cedro.

Ella acarició brevemente su muslo desnudo.

—No, Khaemuast, esto no guarda ninguna relación con mis habitaciones. No quería sacar a relucir el tema. Me cuesta reconocer que no puedo resolverlo sola, pero estoy desconcertada y algo dolida… Su voz se apagó y bajó la vista. Él se preocupó enseguida.

—Cuéntame —instó—. Haría cualquier cosa por ti, Tbubui, bien lo sabes. ¿No eres feliz?

—¡Claro que soy feliz! —respondió ella, deprisa—. Soy la mujer más afortunada, más amada de Egipto. Es por mis sirvientes, Alteza.

Él frunció el ceño, intrigado.

—¿Por tus sirvientes? ¿Son perezosos? ¿Groseros? ¡Me cuesta creer algo así de un sirviente adiestrado por Nubnofret!

Ella buscaba obviamente las palabras adecuadas, con los labios entreabiertos y los ojos inquietos.

—Han sido excelentemente enseñados —comenzó, con una deliciosa vacilación—, pero me parecen demasiado ruidosos y parlanchines. Con frecuencia quieren contestarme. Mi maquilladora parlotea mientras me pinta la cara. Mis servidoras personales hacen comentarios sobre los vestidos que elijo y las joyas que ordeno sacar de las cajas. Mi mayordomo pregunta qué quiero comer o beber.

El desconcierto de Khaemuast iba en aumento.

—Amada mía, ¿quieres decir que son descorteses?

Ella agitó con impaciencia sus enjoyados dedos.

—¡No, no! Pero estoy habituada a sirvientes que no hablan en absoluto, que hacen cuanto se les indica y nada más. Echo de menos a mi propio servicio, Khaemuast.

—En ese caso, pregunta a Nubnofret si puedes despedir a sus sirvientes y traer los que deseas —le dijo el príncipe—. Es un asunto sin importancia, Tbubui, que no vale la pena discutir.

Ella se mordió el labio y apretó las manos sobre su blanco regazo.

—Ya he hablado con Nubnofret —dijo en voz baja—. La princesa ha rechazado mi solicitud sin explicaciones. Se limitó a señalar que los sirvientes de la casa son los más educados del país y que tal vez yo no los manejaba correctamente. Lo siento, Khaemuast. Sé que no debería molestarte con algo que, en propiedad, nos corresponde resolver a Nubnofret y a mí. No quiero ofenderla apelando a tu suprema autoridad ni tomando simplemente la iniciativa en este asunto, pero creo tener derecho a rodearme de mi propia gente, si así lo deseo.

—Claro que sí. —Khaemuast estaba asombrado por la negativa de Nubnofret. Pese a lo que sintiera por Tbubui, aquellas mezquindades no eran propias de su carácter—. Hoy hablaré con ella.

Tbubui alargó una mano suplicándole.

—¡Oh, no, amor mio! ¡Por favor! El camino hacia la paz de esta casa no puede atravesar las zarzas de la deslealtad. No podemos hacer pensar a Nubnofret que su autoridad puede ser socavada cuando yo lo deseo. La respeto demasiado para eso. Dime sólo cómo puedo volver a abordar el tema con ella.

—Eres prudente, amable y diplomática —observó Khaemuast—, pero creo que debes dejar esto en mis manos. Yo la conozco. Puedo averiguar los motivos que la guían sin dejarle adivinar que te has quejado a mí. Te pido disculpas en su nombre, Tbubui.

—No hay necesidad, Alteza —protestó ella—. Y te doy las gracias.

La conversación viró hacia otros derroteros antes de perderse bajo el ataque del calor, que iba en aumento. Tbubui empezó a dar cabezadas hasta quedarse dormida, despatarrada sobre los almohadones y con la desordenada cabellera extendida sobre la hierba. Khaemuast pasó mucho rato contemplándola. Dormía con los labios entre abiertos y sus pestañas oscuras se estremecían sobre las morenas mejillas. Había algo tan cerúleo, tan parecido a la muerte en su inmovilidad, que le atravesó una punzada de miedo. Pero entonces un hilillo de sudor se abrió paso por entre los pechos, apenas cubiertos y él se inclinó para borrarlo con la lengua. «Qué bendición", pensó, "poder finalmente hacer este gesto con libertad. Haría por ti cualquier cosa, corazón, cualquier cosa. Y el hecho de que vacilaras en pedirme esto hace que desee más aún complacerte».

Con cuidado para no despertarla, se agachó hasta que su cara estuvo a la altura de la de ella. Aspiró con los ojos cerrados su perfume y su aliento, la mirra y aquella otra esencia, indescriptible y provocativa. Y su imaginación se lanzó a la deriva, diciéndole que era el hombre más afortunado de Egipto.

Aquella noche abordó a Nubnofret. Se dirigió a sus habitaciones y se hizo anunciar por Wernuro. Su esposa acudió a recibirle con bastante ecuanimidad, le ofreció una banqueta y volvió a su sitio junto al diván, donde las criadas estaban desvistiéndola.

Una de ellas esperaba con una espuma de hilo azul plisado sobre el brazo. Nubnofret se quitó la túnica de cuentas verdes que se había puesto para cenar y, sin rastro de timidez, chasqueó los dedos. «Su cuerpo es todo curvas y suaves redondeces", pensó Khaemuast, mientras envolvían a su esposa en el manto azul y se lo ataban con una ancha cinta. "Todavía es hermosa, aunque no para mí. ¡Cuánto preferiría que no fuera de ese modo! Sufro por ella, por mi orgullosa y desdichada Nubnofret, pero no hay nada que yo pueda hacer.»

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