El papiro de Saqqara (50 page)

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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: El papiro de Saqqara
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Khaemuast se sintió invadido por un protector afecto.

—Estás llena de tacto y bondad, además de ser bella —la elogió—. ¡Qué extraña es la vida, Tbubui! ¿Quién habría pensado, la primera vez que te vi caminando entre la muchedumbre de la ciudad, con tan majestuoso porte, que algún día serias mi esposa?

Ella rió con dulzura.

—La vida es extraña, en verdad. Mejor dicho, es el destino lo que nos hace contener el aliento y preguntarnos qué ocurrirá a continuación. Me has hecho muy feliz, Alteza.

Se sonrieron un momento. Luego Tbubui apartó la vista.

—Debo pedirte un favor antes de visitar a Nubnofret, Khaemuast —dijo—. Necesito dictar una serie de instrucciones muy detalladas al administrador de mi finca de Coptos, relacionadas con la próxima cosecha y ciertas disposiciones sobre los impuestos a pagar al faraón. El escriba contratado por Sisenet es un hombre bueno y sencillo, pero recién salido de la escuela del templo. No creo que pueda entender mis palabras y reproducirlas con fidelidad. Sólo me llevará una hora. —Tartamudeó—. No me gusta abusar de tu buena voluntad…

Él levantó una mano.

—Pero quieres usar los servicios de uno de mis escribas —concluyó por ella—. No digas una palabra más.

—La responsabilidad de transcribir mis palabras es muy grande —añadió ella—. Es preciso registrarlas con exactitud…

—Quieres al mejor de los míos. —Khaemuast estaba radiante por poder prestarle un servicio, cualquiera que fuese—. Ptah-Seankh, el hijo de Penbuy, se ha mudado a esta casa. Es extraño, pero vino esta misma mañana. ¿Te servirá él?

—Gracias, Khaemuast —repuso ella, con gravedad.

—Bien. —El príncipe dio una palmada para que Ib se aproximara—. Di a Ptah-Seankh que debe venir inmediatamente —ordenó. Luego indicó a los otros sirvientes que se retiraran—. Ptah-Seankh es la discreción en persona —aseguró a Tbubui—. Un trato de negocios debe ser un asunto privado entre el amo y su escriba. No conviene que los sirvientes, aunque estén tan bien adiestrados como los nuestros, escuchen y divulguen los detalles de tus propiedades, amor mio. Yo debo atender unos asuntos propios, pero puedes mandarme llamar si necesitas algo más.

Ella le besó suavemente en la boca y dijo en voz baja:

—Eres un hombre muy bueno.

Él asintió, complacido, y se retiró. Por fin anunciaron a Ptah-Seankh, que cruzó deprisa la habitación y se inclinó ante ella, con la paleta bajo un brazo. Tbubui le hizo señas de que se levantara.

—¿Sabes quién soy, escriba? —preguntó.

El joven clavó en ella una mirada impasible.

—Desde luego, noble señora —respondió—. Eres la dama Tbubui, que pronto será la segunda esposa de mi amo. ¿En qué puedo servirte?

Ella sonrió y luego empezó a pasearse lentamente por la habitación, con las rojas palmas de las manos unidas. Ptah-Seankh se sentó en el suelo, con la paleta apoyada sobre las rodillas, y abrió su estuche para sacar un junco.

—Quiero que copies un dictado importante. Cuando hayas concluido me dejarás el papiro y luego te daré más explicaciones. ¿Estás listo?

Ptah-Seankh arrojó una furtiva mirada a los fuertes tobillos y el lienzo que se arremolinaba ante sus ojos.

—Estoy listo, Alteza.

—Todavía no soy Alteza, Ptah-Seankh —corrigió ella—. Pero lo seré pronto. Deja un espacio para el nombre de la persona que ha de recibir la carta, lo pondremos al final. Comienza.

Ptah-Seankh hundió el junco en la tinta negra, con el corazón alborotado. No había escrito todavía nunca al dictado para su amo ni para ningún otro miembro de la familia y aunque conocía su inteligencia y su capacidad, estaba nervioso. Como todos los escribas reales, desdeñaba la costumbre de garabatear un borrador en cera o en tablas de arcilla y pasar después el documento a limpio. Su intención era tomar esa carta impecablemente sobre papiro, donde no podía ser corregida. Se obligó a concentrarse en la mujer.

—Tras haber completado una exhaustiva investigación sobre el linaje y los antepasados de la noble señora Tbubui, su hermano Sisenet y su hijo Harmin; habiendo examinado los antiguos rollos que reposaban en la sagrada biblioteca de Coptos y habiendo visto personalmente la finca familiar y las tierras situadas en la orilla este del Nilo, a la altura de Coptos, yo, Ptah-Seankh, juro que lo siguiente es fidedigno.

Tbubui hizo una pausa. Aquellos flexibles tobillos, uno de los cuales lucía una floja cadena de oro, de la que pendía un escarabajo, se detuvieron ante el escriba, que no se atrevió a levantar la vista. El corazón le martilleaba en el pecho y el labio superior se le había cubierto de sudor. Rezaba febrilmente por que no le temblara la mano. «¿Qué es esto?», pensó. Pero sofocó el impulso de revisar lo que había escrito. No era función de un escriba conectar las palabras, sino sólo escribirlas automáticamente. Sin embargo, todos los grandes escribas revisaban lo anotado, por si el amo pedía una opinión.

Aspiró con dificultad.

—¿Quieres que lea a medida que escribo, noble señora?

—Por supuesto —dijo ella, con la voz convertida en un ronroneo—. Quiero que sepas exactamente lo que estás haciendo por mi, Ptah-Seankh. —Las palabras eran suaves, pero había en ellas cierto matiz que no agradó al joven. Sujetó su estilo con fuerza y aguardó. Tbubui proseguía ya.

—La finca comprende una casa de quince habitaciones, con un personal de sesenta sirvientes domésticos y los agregados habituales de granero, cocina, alojamiento para los sirvientes, establos con diez caballos de tiro y depósitos. La finca en sí, unas mil doscientas hectáreas de buena tierra negra, cuenta con buena irrigación para la siembra de diversos cereales, lino y hortalizas. Doscientas hectáreas están dedicadas a la cría de ganado. ¿Me sigues, Ptah-Seankh?

—Si, noble señora —logró pronunciar el escriba, con una terrible duda en la mente.

Pasó el estilo a la mano izquierda para limpiarse la diestra con un trozo de lino y se dispuso a continuar escribiendo. Lamentaba no haberse quedado con su doliente madre un día más, al menos.

—En ese caso, continúo —dijo aquella voz meliflua, con su acento casi indefinible. Los flexibles pies continuaban cruzando ante los ojos del escriba y las borlas de plata que pendían del dobladillo del vestido relumbraban al pasar—. En cuanto a los antepasados de la dama, se puede remontar el linaje hasta cierto Amunmose, mayordomo de la reina-faraón Hatshepsut, de quien recibió a un tiempo tierras y el titulo de erpaha y smer, más la orden de organizar las caravanas del desierto entre Coptos y el Mar Oriental. El linaje de Amunmose se puede rastrear con claridad en la biblioteca de Thot, en Coptos, correctamente preservado hasta el día de hoy, y es posible obtener copia en caso necesario. Pero yo, Ptah-Seankh, juzgué innecesario copiar esta lista, puesto que mi palabra tiene validez para el príncipe. La lista se conserva asimismo en la gran librería de palacio de Pi-Ramsés. He visto con mis propios ojos los nombres de los antepasados de la noble señora. —Hizo una pausa—. Creo que con eso bastará, ¿no te parece, Ptah-Seankh? ¡Ah! La misiva debe estar dirigida al príncipe Khaemuast. No olvides añadir todos sus títulos.

Ptah-Seankh dejó su estilo. La mano le temblaba tanto que el delgado instrumento rodó de la paleta y repiqueteó en el suelo. Levantó la vista.

—Pero Alteza… —tartamudeó—. Aún no he viajado a Coptos. Me marcho mañana por la mañana. ¿Cómo puedo escribir estas cosas si no las he visto con mis propios ojos?

Ella le sonreía, cruzada de brazos y con la cabellera suelta sobre los hombros. Al joven no le gustó aquella sonrisa. Era feroz y predatoria; sus diminutos dientes blancos centelleaban hacia él.

—Querido Ptah-Seankh —dijo la mujer, con voz ligera—. Eres nuevo en esta casa, tan nuevo como yo. Pero existe entre nosotros una gran diferencia. El príncipe me ama ferozmente y confía en mi. Está seguro de conocerme bien. A ti no te conoce. Tu padre era amigo suyo, pero se trataba de un simple sirviente, como eres tú. Se te puede despedir y arruinar en el curso de un solo día.

La sonrisa se había ensanchado y un espasmo de miedo atravesó a Ptah-Seankh. Era como mirar a un animal salvaje. Los ojos de la mujer eran penetrantes y su postura, desenvuelta, pero tensa. El joven tragó saliva convulsivamente y trató de hablar, pero no pudo pronunciar un solo sonido.

—Pronto me mudaré a esta casa —prosiguió ella. La lengua rosada apareció para lamer los labios teñidos—. Puedo ser un ama generosa, Ptah-Seankh y también puedo susurrar el veneno de la duda al oído de tu amo, hasta destruir su confianza en ti. Comprendo muy bien que el vínculo entre un príncipe y su jefe de escribas no se basa sólo en la competencia, sino también en la discreción. ¿Quieres que empiece por decir a Khaemuast que tienes la boca muy ligera? ¿Que divulgas los secretos familiares por toda la ciudad? ¿Que te jactas de tu exaltada posición y del dominio que tienes sobre tu amo? —Se inclinó un poco más, hasta que Ptah-Seankh pudo ver las motas amarillas de sus ojos—. ¿O prefieres que comience a ensalzar tu talento, a decirle que eres muy pulcro y de fiar, prudente en tus comentarios y consejos? Recuerda, pequeño escriba, que aún eres una incógnita para él, a pesar de tu padre. Puedes ser destruido.

Ptah-Seankh recobró la voz.

—¿Quieres que vaya a Coptos y no haga nada?

—Exactamente. —La mujer irguió la espalda y descruzó los brazos. Luego se agachó para recoger el estilo y se lo devolvió con un gracioso gesto—. Agrega el nombre y los títulos de Khaemuast, y sella el documento con tu propia marca. A propósito, ¿qué utilizas?

—La marca de Thot. El mandril sentado en una luna —tartamudeó él. Ella asintió.

—¡Oh, si!, por supuesto. Bueno, pues hazlo y dame el rollo. Cuando regreses de Coptos pasarás primero por mi casa y yo te lo devolveré. Luego, se lo entregarás al príncipe.

—¡Esto es despreciable, noble señora! —barbotó Ptah-Seankh, furioso y asustado.

Sabia que cuanto ella había dicho era verdad. Si quería gozar de una carrera larga y próspera al servicio del generoso príncipe, tendría que hacer lo que le ordenaba. Pero comprendió que eso le envenenaría. Era un sucio secreto entre él y aquella mujer sin escrúpulos, que le perseguiría durante el resto de su existencia.

—¿Te parece despreciable conceder al príncipe lo que desea? —preguntó ella, dulce y razonablemente. No, sin duda. Él me desea y se casará conmigo, pese a todo. Pero ¡cuánto más feliz será si puede hacerlo con la aprobación de la historia y de Ramsés!

Ptah-Seankh no pudo decir más. Tomó el estilo y terminó rápidamente el documento para entregárselo. La mujer lo cogió y le indicó que podía levantarse. Así lo hizo el joven, luchando por dominar el temblor de sus rodillas.

—Recuerda —siguió ella—, ni una palabra de esto a nadie, aun cuando estés ebrio. Si hablas de esto y yo lo descubro, no sólo caerás en desgracia, sino que te mataré. ¿Comprendes?

Comprendía, si. Al rozar aquellos ojos implacables con los suyos, Ptah-Seankh quedó convencido de que ella era capaz de hacer cuanto decía. La mujer debió de advertir que la amenaza había surtido efecto, pues ahuecó los labios con satisfacción.

—Bien. Ahora sal al corredor y ordena al heraldo que me anuncie a la princesa Nubnofret. Debo presentarle mis respetos.

Con toda la dignidad que pudo reunir, Ptah-Seankh recogió su paleta y se retiró con una reverencia. Todo el respeto y la admiración que podía haber sentido hacia aquella mujer murió cuando cerraba cortésmente la puerta tras de si. Comprendió que estaría en manos de aquella odiada mujer durante el resto de su vida profesional.

La voz del heraldo apenas había dejado de resonar en el alto techo cuando Wernuro hizo pasar a Tbubui. Nubnofret se levantó de la silla donde, obviamente, había estado inspeccionando las cuentas domésticas. A una orden suya, el mayordomo reunió el montón de rollos para despejar la mesa, hizo una reverencia a las dos mujeres y salió. Nubnofret se adelantó sin sonreír, mientras Wernuro cerraba las puertas y se sentaba en un rincón. Otra criada rondaba discretamente a cierta distancia, desde donde no podía oírlas. La princesa indicó a Tbubui, con un gesto, que se adelantara.

—Recibí el mensaje donde me anunciabas tu visita —dijo secamente—. Me disculpo por saludarte tan deprisa, Tbubui. Hoy es el día en que reviso los gastos de la casa con mi mayordomo y todavía no hemos terminado.

Sus ojos recorrieron el atuendo de la otra mujer, sin expresión alguna y luego volvieron a su rostro. Tbubui se inclinó.

—Y yo me disculpo por llegar en momento tan poco adecuado —respondió, con igual gravedad—. No es mi intención hacerte perder tiempo, princesa. Creo que el príncipe te ha informado sobre su decisión de tomarme como segunda esposa.

Nubnofret asintió. Sus buenos modales se habían congelado en una glacial cortesía. No estaba bien sacar a relucir aquellos temas tan bruscamente. Lo tradicional era que la futura segunda esposa esperara la invitación de la esposa principal para entrar oficialmente en la casa e inspeccionar el edificio preparado para ella. Si la esposa principal faltaba a sus deberes y no hacia la invitación, la otra dedicaba varias horas a una conversación ociosa y superficial, antes de plantear el asunto de la boda con una vacilante y extremada cautela. La breve llamarada de amistad que Nubnofret había sentido por Tbubui se había apagado desde hacia tiempo. En ese momento, estaba claveteando su ataúd.

—Quise venir a visitarte cuanto antes —prosiguió Tbubui— para asegurarte mi respeto y mi afecto, y para decirte que nada cambiará aquí, en tu casa.

«¡Qué zorra imprudente!", pensó Nubnofret, con crueldad. "Te entrometes aquí sin que nadie te llame y tienes la audacia de mostrarte condescendiente.»

—Siéntate, por favor, si así lo deseas —dijo, en voz alta—. ¿Gustas de algún refrigerio?

No era costumbre suya preguntar. Lo habitual era ofrecer inmediatamente a sus huéspedes alimentos y bebidas variadas. Tuvo la satisfacción de ver que un leve rubor subía a las mejillas de Tbubui, aunque su tranquila mirada no vaciló.

—Muy amable por tu parte —dijo Tbubui. La princesa no pasó por alto el ligero sarcasmo de sus graciosas palabras—. Pero el calor me quita el apetito.

No se había sentado. Permanecía de pie, confiada y encantadora. Nubnofret tuvo que aplastar una punzada de celos intensos.

—Lo siento —replicó deprisa, sin poder contenerse—. Pero tenía la impresión de que el calor te agradaba.

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