El papiro de Saqqara (14 page)

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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: El papiro de Saqqara
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—El templo de Osiris Neuser-Ré espera tu experta mano —intervino Penbuy, esperanzado—. Sin duda no deseas enfadarle, Alteza.

Khaemuast no prestó atención a la torpe súplica de su escriba.

—Hori, dame un cuchillo —ordenó.

Se produjo un susurro entre los sirvientes apretados a la puerta. Hori sacó una corta hoja de cobre de su cinturón y la entregó a su padre. Khaemuast se agachó. Vaciló por un momento, con la vista fija en el rostro del príncipe, pensando en los amuletos que él mismo llevaba: el Ojo de Horus para la felicidad y el vigor, que le colgaba del pecho y el Amuleto de la Hebilla de Isis, que pendía entre sus omóplatos para protegerle de los ataques demoniacos por la espalda. Al fin, conteniendo el aliento, alargó la mano hacia el interior del ataúd y, tomando el rollo con cuidado, tiró de él hasta ver las puntadas que lo adherían a la mano. La hoja de cobre era muy afilada. Khaemuast cortó uno a uno los hilos, maravillándose de que se conservaran tan fuertes. La mano se movía, tiesa. Penbuy había retrocedido, pero Hori observaba con atención la actuación de su padre.

Con un suspiro de satisfacción, Khaemuast retiró su presa. No era muy gruesa. Se la entregó a Penbuy.

—Envuélvelo cuidadosamente en un lino y llévalo tú mismo a casa, Penbuy. No lo entregues a ninguno de tus ayudantes. Ponlo en mi escritorio, en el despacho, y di a quien custodie hoy la puerta que nadie debe acercarse a él. Cuando lo haya leído, podrás copiarlo y después volveré a ponerlo en su sitio.

«A menos que sea muy valioso", añadió mentalmente, "en ese caso, lo guardaré para colocarlo en mi biblioteca, o quizá lo done a la Casa de los Libros de Pi-Ramsés.» De cualquier modo, ese príncipe ya no lo necesitaba.

—No estoy de acuerdo —manifestó Penbuy, sinceramente, cogiendo el rollo con disgusto.

Khaemuast se volvió en redondo.

—¡Tu aprobación o desaprobación nada me importan! —exclamó, con frialdad—. Eres sólo mi sirviente. Recuerda eso, Penbuy, si no quieres perder tu puesto en mi casa.

Penbuy palideció y abandonó el cuarto con una reverencia sin pronunciar una palabra más. Hori tenía una expresión solemne.

—Has sido un poco duro con él, ¿no te parece, padre? —protestó.

Khaemuast le fulminó con la mirada.

—Eso no es asunto tuyo, Hori —fue cuanto dijo.

Sintieron una fuerte impresión al salir a la roja inundación del crepúsculo. Al pie de la escalera, Khaemuast y Hori aspiraron a bocanadas el puro aire del desierto con agradecimiento. La brisa vespertina se movía, cálida y reconfortante, sacudiéndoles las mugrientas faldillas y secándoles el sudor frío del cuerpo. Hori habló por los dos cuando exclamó:

—¡Qué bella es la vida! Todavía no estoy dispuesto a yacer en mi tumba, padre, en la fría oscuridad. ¡Egipto es demasiado hermoso!

—Nadie está dispuesto nunca —respondió Khaemuast, lentamente. Se sentía mareado, desconcertado, como si hubiera pasado un siglo entero y no una sola tarde en el interior de aquella tumba—. Terminemos la comida y la cerveza que haya, Hori, mientras recogen las tiendas. Después nos marcharemos a casa, a hacer las paces con tu madre y con Sheritra. —Se alejaron de las sombras que se acumulaban en el agujero abierto a sus espaldas—. ¡Ib! —llamó el príncipe a su sirviente—. Deja que tu ayudante se encargue de organizar esto. Tú ve a casa y di a Atiiek que quiero que dos soldados custodien este lugar. Me quedaré aquí hasta que lleguen.

Hori le miró con curiosidad.

—¿Dos soldados, padre? —preguntó, mientras se dejaban caer en las sillas, al lado de la mesa—. De ordinario no te molestas en poner soldados, te basta con un par de trabajadores.

—Pero esa tumba permanece todavía intacta —señaló su padre—. No hemos examinado los arcones ni las cajas. ¿Quién sabe qué riquezas pueden contener? Las dejaremos ahí, pero si corre la noticia de nuestro hallazgo, habrá muchos desaprensivos que intentarán entrar para robar. Es mejor que los hombres de Amek monten guardia con espadas y puñales.

Pero no eran los ladrones los que le hacían temer. No, en absoluto. Bebió la cerveza puesta ante él, contemplando las sombras de la noche escurrirse por el desierto, y rogó que los hombres de Amek se dieran prisa.

Ya había caído la noche cuando él y Hori descendieron de sus literas para entrar en la casa. Khaemuast lo hizo con gran alivio. El parloteo y los pasos ligeros de sus sirvientes, el aroma de la cena, el suave parpadeo de las lámparas que se iban encendiendo, todo venia a devolverle una sensación de seguridad y normalidad. Hori se alejó hacia sus habitaciones. Cuando Khaemuast entraba en su comedor privado, donde ya le esperaba Nubnofret, entraron también Sheritra y Bakmut. La criada se retirci hacia el muro, esperando la ocasión de servir a su ama. Sheritra abrazó a su padre.

—Vuelves a tiempo para contarme un cuento —dijo—. Esta noche lo harás, ¿no? ¡Qué sucio estás!

Khaemuast, de buen humor, le devolvió el abrazo y, tras dar un beso a Nubnofret, se acercó a su mesa baja y pidió agua para lavarse las manos.

—No he tenido tiempo de cambiarme la ropa —se disculpó ante su esposa—. No quería retrasar la cena haciéndolo.

Ella no parecía enojada.

—He tenido mucho que hacer mientras no estabas —se limitó a decir—. ¿Has encontrado algo interesante, Khaemuast?

Hori entró en ese momento y Khaemuast indicó por señas que se sirviera la comida. Se entabló una conversación generalizada. Los músicos de la familia, arpista y ejecutante de laúd y tambor, acompañaban los vaivenes de la charla. En realidad, Nubnofret no deseaba una respuesta a su pregunta y para Khaemuast fue un alivio que no insistiera en ello. Temía que Hori pudiera revelar algo de lo que su padre había hecho, pero los dos jóvenes, cuyas mesas se tocaban, estaban enzarzados en una discusión sobre asuntos suyos.

El príncipe se sentía hambriento, pero descubrió que no podía comer. A medida que se acentuaba la noche, un viento dulce empezó a soplar por las ventanas, cuyas esterillas de lino aún estaban levantadas. Los pensamientos de Khaemuast giraban alrededor del pergamino, que en ese momento le esperaría en su escritorio. Con un esfuerzo, trató de concentrarse en las palabras de Nubnofret.

—Mientras estabas ausente, ha venido tu hermano Si-Montu —decía, extendiendo sus amplios brazos sobre la mesa cogiendo con sus manos enjoyadas una taza de vino—. Fue una desilusión para él saber que no estabas. Le serví cerveza con tortas de miel y luego se fue.

Khaemuast contuvo un suspiro. Sabia que ella no sentía aprecio por Si-Montu, pues le consideraba vocinglero y tosco; pero lo que verdaderamente criticaba era que se hubiera casado con una mujer inferior a él.

—¿Qué deseaba? —preguntó, con suavidad—. Espero que le hayas recibido cordialmente, Nubnofret.

Hubo un pequeño silencio. Nubnofret se quitó los anillos y los examinó un momento antes de volver a ponérselos, con ademanes deliberadamente lentos. Hori pidió más pan.

—No soy grosera, Khaemuast —reprochó ella—. Tu hermano quería pasar la tarde contigo, bebiendo en el jardín. Eso era todo.

Khaemuast sintió un extraño impulso de rebeldía.

—Aunque se haya casado con la hija de un capitán de la marina siria, eliminándose así de la línea de sucesión al trono —manifestó, sin alzar la voz—, es un hombre bueno y honrado, al que yo estimo. Habría disfrutado con su compañía.

—Me gusta tío Si-Montu —interrumpió la voz ligera de Sheritra, con un tono desafiante poco habitual en ella. Miraba directamente a su madre, ruborizada y manoseando sus lienzos—. Cuando viene me trae siempre algo curioso y me habla como si yo fuera una persona más o menos inteligente. Ben-Anath es hermosa y tan tímida como yo. La historia de sus amores y de ese casamiento contra la voluntad del abuelo me parece una maravilla.

—Bueno, querida mía, si quieres que alguien se enamore de ti, tendrás que hacer algo tú misma —replicó Nubnofret, con crueldad, pero interpretando correctamente los anhelos de su hija—. A los hombres no les atraen las mujeres feas, por muy inteligentes que sean.

Sheritra, más ruborizada aún, buscó la mano de Hori y bajó la vista. Khaemuast efectuó una señal y los sirvientes comenzaron a retirar los restos de la comida.

—Cuando te retires enviame a Bakmut —dijo a su hija—; iré a tu cuarto para conversar contigo. ¿Por qué no vas con Hori a dar un paseo por el jardín?

—Gracias, padre —replicó la jovencita. Al levantarse, sin soltar la mano de Hori, se volvió hacia Nubnofret—. Perdona que te haya disgustado otra vez, madre —dijo, tensa—. Si lo prefieres, mañana comeré sola en mi cuarto, para no perturbar tu digestión.

Y desapareció con Hori, antes de que su madre pudiera hacer ningún comentario. Khaemuast sonrió para sus adentros, pese a la solidaridad que sentía. En Sheritra había una vena de terquedad, se las había arreglado para decir la última palabra. De cualquier modo, debía reprender a Nubnofret.

—Si no puedes aceptar a Sheritra tal como es —dijo, fríamente—, quizá la envíe un tiempo a nuestra finca de Ninsu. La haces sufrir más de lo que puede admitir. En el Fayum estará cerca del harén del faraón, donde sin duda habrá mujeres más comprensivas que su propia madre. Sunero es un buen empleado y su familia se sentirá encantada de alojar a Sheritra durante un tiempo.

Nubnofret encorvó los hombros.

—Lo siento, hermano mío —dijo—. Algo en ella provoca mi ira, por mucho que me esfuerce en disimularlo. Quiero que sea hermosa, que tenga muchos pretendien… —Descargó las palmas de las manos contra la mesa y se levantó, acomodando alrededor de su cuerpo sus vaporosos lienzos amarillos—. Aunque Si-Montu no me guste por sus modales toscos, estoy de acuerdo con mi hija, su romance con Ben-Anath hace palpitar también mi corazón. ¿Pero por qué no puedo reconocer nunca que estamos de acuerdo?

Vacilaba. Khaemuast tuvo la impresión de que deseaba arrodillarse y abrazarle, pero ella se limitó a sonreír vagamente. Luego chasqueó los dedos para llamar la atención de una joven criada, que acababa de dejar caer algunos mendrugos, y salió de la habitación.

Khaemuast permaneció un rato más en su asiento, sin notar que los músicos habían dejado de tocar y esperaban que los despidiera. «No examinaré ese pergamino mientras no haya visitado a Sheritra", pensó. "No quiero iniciar una investigación que será penosa, sin duda, para que me interrumpan enseguida. Tal vez lo mejor sea dar un paseo alrededor de la fuente y echar un vistazo a los mensajes que me han enviado desde el Delta. Ya no tiene sentido que me bañe.» Se levantó. El arpista emitió una tos discreta y Khaemuast, sobresaltado, los autorizó a irse. Luego cruzó el salón de recepciones para salir al jardín, pero sus pies, por alguna razón, le llevaron a la puerta lateral, al pasillo que corría por detrás de las habitaciones principales en dirección a los dormitorios. Desde allí pasó a sus propias habitaciones.

El rollo era lo único que ocupaba la lustrosa superficie del escritorio, a una segura distancia de la lámpara de alabastro con la que Khaemuast solía iluminar su trabajo nocturno. Penbuy era atento y minucioso. A una palabra suya, el guardia cerró la puerta y Khaemuast quedó a solas con su trabajo.

Se acercó al escritorio con los brazos cruzados y se detuvo. Luego empezó a pasearse alrededor, sin apartar la vista de aquel delicado objeto, envuelto en un límpido hilo blanco. ¿Se desenrollaría con facilidad o se quebraría cuando él tratara de aplanarlo? Le escocían los dedos y, sin embargo, experimentaba cierta renuencia, como si rechazara lo que podía suceder en el momento de sentarse y tocarlo. La noche era serena. Alguna carcajada llegaba de vez en cuando hasta él, muy leve, desde el jardín de su vecino, que presumiblemente tenía invitados. Una minúscula impureza en el aceite de la lámpara más grande, instalada con su pie en el rincón opuesto, hizo que la llama crepitara antes de volver a estabilizarse. «Si continúo esperando, estaré aquí hasta el amanecer", se dijo Khaemuast, irritado. "¡Siéntate, tonto!» Pero tardó algunos segundos más, combatiendo el temor a llevarse una desilusión si el contenido del rollo resultaba algo frívolo y superficial y combatiendo el temor a otra cosa, algo innombrable. Por fin apartó la silla y retiró la envoltura protectora que había dispuesto Penbuy.

Una vez más, le impresionó el prístino aspecto del rollo. No presentaba marcas del paso del tiempo o del polvo. Obviamente, había sido manejado con una cautela ejemplar, tanto por el príncipe mismo como por sus embalsamadores. Khaemuast tocó con la misma reverencia y lo abrió poco a poco. El pergamino cedió con docilidad sin dar muestras de resquebrajarse. En realidad, Khaemuast llegó al final inesperamente y lo soltó. Lo vio enrollarse solo otra vez conteniendo la respiración, temeroso de que su error pudiera acarrearle la pérdida de su contenido. Pero el pergamino hizo otra cosa que susurrar en el escritorio y permanecer inmóvil.

«¡Qué breve!", pensó Khaemuast. "¡Y qué negra se mantiene la escritura!" Aproximó la lámpara un poco más. "Necesitaré a Penbuy y una paleta para que anote mi lectura. Mañana le haré venir. Esta noche sólo quiero leerlo.»

Empezó a desenrollarlo otra vez, con ambas manos bajo los caracteres renegridos y pronto quedó desconcertado. Los jeroglíficos no se parecían a nada que él hubiera visto antes. Parecían ser antecedentes primitivos de la actual escritura egipcia, pero tan antiguos que su vaga familiaridad resultaba engañosa. El texto se dividía en mitades. Después de estudiar la primera, se levantó para traer de su biblioteca una pateta, estilo y tinta y con gran atención copió los caracteres uno a uno, anotando abajo su posible significado. La tarea era trabajosa y se fue concentrando en ella hasta perder la conciencia del cuarto, su gesto adusto e incluso la existencia de su cuerpo, llevaba mucho tiempo sin enfrentarse a un desafío como aquél y el entusiasmo corría por su cuerpo como un buen vino.

Alguien golpeó a la puerta, pero él no lo oyó. Cuando se repitió la llamada, gritó sin levantar la cabeza:

—¡Vete!

Bakmut abrió con una reverencia.

—Te pido mil disculpas, príncipe —dijo—, pero la princesa está ya acostada y ruega que vayas a darle las buenas noches.

Khaemuast echó un vistazo sorprendido a la clepsidra que tenía junto a su asiento. Mostraba que habían pasado dos horas desde que había iniciado el trabajo.

—Ahora no puedo, Bakmut —replicó—. Estaré allí dentro de media hora. Di a Sheritra que me espere.

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