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Authors: Jerzy Kosinski

Tags: #Relato

El pájaro pintado (14 page)

BOOK: El pájaro pintado
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A la mañana siguiente, el granjero sacó del establo dos caballos fuertes y de gran alzada. Los unció a un arado y los guió hasta donde el animal derrengado esperaba pacientemente junto a una cerca. Luego arrojó un lazo al cuello del caballo herido y ató el otro extremo de la cuerda al arado. Los caballos vigorosos agitaron las orejas y miraron con indiferencia a la víctima. Esta resolló con fuerza y torció el pescuezo, ceñido por la cuerda tensa.

Me pregunté cómo podría salvarle la vida, cómo podría convencerle de que yo en ningún momento había sospechado que le traía de regreso a la granja para eso… Cuando el campesino se acercó para verificar la posición del nudo corredizo, el animal lisiado volvió súbitamente la cabeza y le lamió la cara. El hombre ni siquiera le miró, y en cambio le pegó un violento manotazo sobre el belfo. El caballo se apartó, dolorido y humillado.

Sentí deseos de arrojarme a los pies del granjero para suplicar por la vida de la bestia, pero entonces me encontré con sus ojos cargados de reproche. Me miraba fijamente. Recordé lo que sucedía cuando un hombre o un animal próximo a morir contaba los dientes de la persona responsable de su muerte. Temí pronunciar una palabra mientras el caballo me estuviera mirando con esa expresión resignada, terrible. Esperé, pero el animal no bajó la vista.

De pronto el campesino escupió sobre las palmas de sus manos, cogió un látigo con la correa erizada de nudos, y lo descargó sobre las ancas de los dos caballos vigorosos. Estos se dispararon violentamente, la cuerda se tensó y el lazo se cerró sobre el pescuezo del condenado. La bestia resollante fue arrastrada y se derrumbó como una cerca tumbada por el viento. Los otros animales la remolcaron brutalmente sobre la tierra blanda, arrastrándola unos pocos pasos. Cuando se detuvieron, jadeando, el granjero se acercó a la víctima y le asestó varias patadas en el pescuezo y las rodillas. La bestia no se movió. Los caballos robustos, que olfateaban la muerte, piafaban nerviosamente, como si trataran de eludir la mirada de los ojos desencajados, sin vida.

Pasé el resto del día ayudando al granjero a desollar y descuartizar el cadáver.

Transcurrieron semanas y en la aldea me dejaban en paz. Algunos niños me decían ocasionalmente que deberían entregarme al cuartel alemán o que alguien debería denunciar a los soldados la presencia de un bastardo gitano en la aldea. Las mujeres me esquivaban en la calle y cubrían precavidamente la cabeza de sus hijos. Los hombres me observaban en silencio y escupían distraídamente en dirección a mí.

Eran gentes de hablar lento, deliberado, que medían prudentemente sus palabras. La costumbre les obligaba a ahorrar las palabras tanto como la sal, y pensaban que la locuacidad era el peor enemigo del hombre. Los locuaces eran, desde su punto de vista, taimados y deshonestos, y obviamente habían sido instruidos por judíos o por adivinos gitanos. Todos acostumbraban a sentarse sumidos en un pesado silencio, que sólo un comentario insignificante interrumpía esporádicamente. Cada vez que hablaban o reían, los aldeanos se cubrían la boca con la mano para no mostrar los dientes a los hacedores de maleficios. Sólo el vodka les soltaba la lengua y les prestaba una cierta desenvoltura.

Mi amo era muy respetado y le invitaban a menudo a las bodas y festejos locales. A veces, cuando los niños estaban de buen talante y ni su esposa ni su suegra se oponían, me llevaba a mí también. En esas recepciones me ordenaba que hablara a los huéspedes en mi jerga urbana, y que recitara los poemas y las narraciones que mi madre y las niñeras me habían enseñado antes de la guerra. Comparado con el dialecto local, suave y arrastrado, mi lenguaje ciudadano, lleno de consonantes duras que tableteaban como fuego de ametralladoras, sonaba como una parodia. Antes de la función, mi granjero me obligaba a beber de un solo trago un vaso de vodka. Yo me tambaleaba, enredándome en los pies, y a duras penas conseguía llegar al centro de la estancia.

Iniciaba el espectáculo inmediatamente, esforzándome por no mirar los ojos o los dientes de los invitados. Siempre que recitaba poesías a toda velocidad, los campesinos abrían desmesuradamente los ojos, atónitos, y pensaban que yo estaba loco y que mi discurso atropellado era el síntoma de una dolencia.

Las fábulas y las historias en verso de animales les hacían prorrumpir en carcajadas. Cuando escuchaban la historia de la cabra que recorría el mundo en busca de la capital de Chivolandia, o las del gato con botas de siete leguas, del toro Ferdinando, de Blanca Nieves y los Siete Enanitos, el ratón Mickey y de Pinocho, los invitados se reían, se atragantaban con la comida y espurreaban vodka.

Después de la función me llamaban de todas las mesas para que repitiera algunos poemas, y me obligaban a hacer nuevos brindis. Cuando me negaba, me vertían el aguardiente en el gaznate. Generalmente, estaba muy borracho mediada la velada y apenas tenía conciencia de lo que sucedía. Las caras que me rodeaban empezaban a asumir los rasgos de los animales de los cuentos que narraba, como algunas ilustraciones vivas de libros infantiles que aún recordaba. Tenía la impresión de estar cayendo en un pozo profundo de paredes lisas y húmedas, tapizadas de musgo esponjoso. En el fondo del pozo no había agua, sino una cama, mi cama tibia y segura donde podría dormir sin sobresaltos y olvidarlo todo.

El invierno llegaba a su fin. Todos los días iba al bosque con mi granjero, a buscar leña. La cálida humedad saturaba la atmósfera e hinchaba los musgos lanudos que colgaban de las ramas de los grandes árboles como pieles de conejo, grises y semicongeladas. Estaban impregnados de agua, y dejaban caer gotas oscuras sobre las láminas de corteza desgarrada. Los arroyuelos corrían en todas direcciones, caracoleando aquí y desapareciendo allá bajo las raíces cenagosas, para luego volver a aflorar y continuar, retozones, su incierto curso infantil.

Una familia vecina organizó una gran fiesta con ocasión de la boda de su bella hija. Los campesinos, vestidos con sus mejores ropas domingueras, bailaban en el corral, que había sido barrido y decorado para la fiesta. El novio respetó la tradición antigua y besó a todo el mundo en la boca. La novia, mareada por el exceso de brindis, lloraba y reía y prestaba poca atención a los hombres que le pellizcaban las nalgas o le sobaban los pechos.

Cuando se vació la estancia y los invitados empezaron a bailar, corrí a la mesa en busca de la cena que me había ganado con mi actuación. Me senté en el rincón más oscuro, ansioso por eludir los sarcasmos de los borrachos. Dos hombres entraron en el recinto, pasándose los brazos por sus respectivos hombros en actitud fraternal. Los conocía a ambos. Se contaban entre los granjeros más prósperos de la aldea. Ambos tenían varias vacas, una yunta de caballos y también buenas tierras.

Me deslicé detrás de unos toneles vacíos que había en el rincón. Los hombres se sentaron en un banco, junto a la mesa aún rebosante de comida y hablaron lentamente. Se ofrecieron mutuamente porciones de comida y, tal como lo estipulaba la costumbre, evitaron mirarse a los ojos y conservaron un talante serio. Entonces uno de ellos metió parsimoniosamente la mano en el bolsillo. Mientras cogía un trozo de salchicha con una mano, con la otra extrajo un cuchillo de larga hoja puntiaguda. A continuación lo clavó con toda su fuerza en la espalda de su confiado interlocutor.

Abandonó la estancia sin mirar atrás, saboreando la salchicha con deleite. El hombre apuñalado intentó levantarse. Miró en torno con ojos vidriosos y cuando me vio intentó decir algo, pero lo único que salió de su boca fue un trozo de col a medio masticar. Repitió la tentativa de levantarse, pero se bamboleó y se deslizó plácidamente entre el banco y la mesa. Después de asegurarme de que no había nadie cerca, y esforzándome en vano por contener mi temblor, me escabullí como una rata por la puerta entreabierta y corrí al granero.

En la penumbra, los muchachos de la aldea alcanzaban a las chicas y las conducían al almiar. Sobre una pila de heno, un hombre que mostraba las nalgas yacía encima de una mujer despatarrada boca arriba. Los borrachos se tambaleaban por el patio de trilla, intercambiando injurias, vomitando, hostigando a los amantes y despertando a quienes roncaban. Arranqué una tabla del fondo del cobertizo y me deslicé por la abertura. Luego corrí hasta el granero de mi amo y me situé rápidamente sobre el montón de heno del establo donde dormía habitualmente.

El cadáver del hombre asesinado no fue retirado de la casa inmediatamente después de la boda. Lo colocaron en uno de los aposentos laterales, mientras la familia del difunto se congregaba en la sala principal. Entre tanto, una de las mujeres más ancianas de la aldea desnudó el brazo izquierdo del cadáver y lo lavó con un mejunje marrón. Los hombres y mujeres enfermos de bocio desfilaban por el aposento, de a uno, con las repugnantes protuberancias de carne tumefacta colgando bajo el mentón y extendiéndose sobre el cuello. La anciana los acercaba al cadáver, ejecutaba unos pases complicados sobre la zona enferma, y luego levantaba la mano sin vida para tocar siete veces la hinchazón. El paciente, pálido de miedo, debía repetir con ella: «Haz que la enfermedad vaya a donde irá esta mano».

Después del tratamiento, los pacientes le pagaban a la familia del muerto por la cura. El cadáver permaneció en la habitación. La mano izquierda descansaba sobre el pecho, y en la diestra rígida le habían colocado un cirio sagrado. Al cabo de cuatro días, cuando en la estancia empezó a flotar un olor más intenso, llamaron a un sacerdote e iniciaron los preparativos para el entierro.

Mucho después del funeral, la esposa del granjero aún se negaba a lavar las manchas de sangre del recinto donde se había perpetrado el asesinato. Eran claramente visibles sobre el suelo y sobre la mesa, como oscuros hongos de color de herrumbre incorporados definitivamente a la madera. Todos pensaban que esas manchas, testigos del crimen, atraerían tarde o temprano al asesino hasta ese lugar, contra su voluntad, y le provocarían la muerte.

Sin embargo, el homicida, cuya cara recordaba muy bien, cenaba con frecuencia en el cuarto donde había cometido el asesinato, y se hartaba con la abundante comida que le servían. A mí me maravillaba que no le aterraran las manchas de sangre. A menudo miraba con fascinación morbosa cómo caminaba sobre ellas, fumando imperturbablemente su pipa o mordisqueando un pepino en vinagre después de haberse echado un vaso de vodka al coleto de un solo trago.

En tales ocasiones yo estaba tenso como una honda estirada. Esperaba que se produjera algún cataclismo: que debajo de las manchas de sangre se abriera una sima oscura y lo devorara sin dejar rastro, o que tuviera un acceso de baile de San Vito. Pero el asesino pisoteaba despreocupadamente las manchas. A veces, por la noche, me preguntaba si las manchas habían perdido su poder vengador. Al fin y al cabo, ya estaban un poco desteñidas: los gatitos las habían ensuciado y la mujer misma en forma inadvertida, había fregado frecuentemente el suelo.

Por otra parte, sabía que a menudo los mecanismos de la justicia eran desmedidamente lentos. En la aldea había oído contar la historia de una calavera que se había desprendido de una tumba y había caído, rodando por una pendiente, entre las cruces, contorneando escrupulosamente los macizos de flores. El sepulturero intentó detenerla con una pala, pero le eludió y enfiló hacia el portón del cementerio. La vio un guardabosques y también trató de detenerla con un disparo de fusil. La calavera, sin dejarse intimidar por estos obstáculos, continuó rodando por el camino que conducía a la aldea. Allí esperó el momento oportuno, y por fin se arrojó bajo los cascos de los caballos de un lugareño. Los animales se espantaron, volcaron el carromato, y el conductor murió en el acto.

Cuando los aldeanos oyeron la historia les picó la curiosidad e investigaron el caso a fondo. Descubrieron que la calavera había «saltado» de la tumba del hermano mayor de la víctima del accidente. Diez años atrás, el hermano mayor estaba a punto de heredar la propiedad del padre. Evidentemente el hermano menor y su esposa le envidiaban la buena suerte. Hasta que una noche el hermano mayor murió repentinamente. Su hermano y su cuñada organizaron un sepelio sumario, y ni siquiera permitieron que los parientes del difunto vieran el cadáver.

Por la aldea circularon varios rumores acerca de la causa de esa muerte, pero nadie tenía datos concretos. Poco a poco, el hermano menor, que finalmente heredó la propiedad, prosperó y conquistó la estima de todos.

Después del accidente ocurrido cerca del portón del cementerio, la calavera renunció a sus peregrinaciones y descansó plácidamente sobre el polvo del camino. Una inspección más detenida reveló que había un gran clavo herrumbroso profundamente clavado en el hueso.

Así, después de muchos años, la víctima castigó al verdugo y triunfó la justicia. En consecuencia, imperaba la convicción de que ni la lluvia, ni el fuego, ni el viento, podrían borrar jamás la mancha de un crimen. Porque la justicia se cierne sobre el mundo como un gigantesco martillo alzado por un brazo poderoso, que debe aguardar un momento antes de caer con fuerza terrible sobre el yunque que no espera el golpe. Como decían en las aldeas, hasta el pelo más delgado hace sombra en el suelo.

Si bien generalmente los adultos me dejaban en paz, debía cuidarme de los golfos de la aldea. Estos eran grandes cazadores, y yo era su presa. Incluso mi granjero me aconsejaba que los eludiera. Yo arreaba el ganado hasta los confines de la dehesa, lejos de los otros pastores. Allí la hierba era más sustanciosa, pero había que vigilar constantemente a las vacas para que no se introdujeran en los campos vecinos pues en tal caso destruían los sembrados. Sin embargo, yo estaba relativamente a salvo de las incursiones y pasaba bastante inadvertido. Alguna que otra vez, unos pastores se acercaban sigilosamente y me atacaban por sorpresa. Generalmente recibía una paliza y debía huir a los campos. En esas oportunidades les advertía a gritos que si las vacas dañaban las mieses mientras yo estaba lejos, mi granjero les castigaría. A menudo la amenaza surtía efecto y ellos volvían a su ganado. De cualquier forma, esas agresiones me inspiraban miedo y no disfrutaba de un momento de tranquilidad. Todo movimiento de los pastores, todo conciliábulo, todo indicio de que se disponían a acercarse a mí, me hacía temer una confabulación.

Sus otros juegos y proyectos giraban en torno de los pertrechos militares hallados en los bosques, especialmente las balas de fusil y las minas terrestres, que los aldeanos llamaban «jabones» por su forma. Para descubrir un arsenal oculto bastaba internarse unos pocos kilómetros en el bosque y explorar la maleza. Las armas habían sido abandonadas por dos destacamentos de guerrilleros que habían librado una larga batalla algunos meses atrás. Sobre todo abundaban los panes de «jabón». Algunos campesinos decían que los habían dejado los guerrilleros «blancos» en fuga; otros juraban que formaban parte del botín arrebatado a los «rojos», y que los «blancos» no habían podido transportar con el resto de su bagaje.

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