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Authors: Jerzy Kosinski

Tags: #Relato

El pájaro pintado (27 page)

BOOK: El pájaro pintado
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Cerca de allí, los soldados habían tumbado a una mujer en el suelo. Uno de ellos la sujetaba por el cuello mientras sus compañeros le separaban las piernas. Otro soldado se tumbó sobre ella y la penetró alentado por los gritos. La mujer forcejeaba y aullaba. Cuando el primero concluyó, los otros la penetraron por turno. Pronto la mujer se relajó y dejó de resistirse.

Trajeron a otra mujer. Vociferaba e imploraba, pero los calmucos le arrancaron las ropas y la arrojaron al suelo. Dos hombres la penetraron simultáneamente, uno de ellos por la boca. Cuando la víctima trataba de girar la cabeza o de cerrar la boca, la flagelaban con un vergajo. Finalmente perdió las fuerzas y se sometió pasivamente. Varios soldados estaban violando por delante y por detrás a dos muchachas, pasándolas de un hombre a otro, obligándolas a ejecutar movimientos extraños. Cuando las muchachas se resistían las azotaban y las pateaban.

Los alaridos de las mujeres violadas partían de todas las casas. Una joven consiguió zafarse, quién sabe cómo, y salió corriendo semidesnuda. La sangre le chorreaba por los muslos y aullaba como un perro apaleado. Dos soldados, también semidesnudos, corrieron detrás de ella, riendo. La persiguieron alrededor de la plaza entre las carcajadas y las bromas de sus camaradas. Por fin la alcanzaron. Unos niños llorosos contemplaban el espectáculo.

Constantemente atrapaban nuevas víctimas. Los calmucos borrachos estaban cada vez más enardecidos. Algunos copulaban entre sí y competían en la búsqueda de sistemas extravagantes para violar a las mujeres: dos o tres hombres con una muchacha, varios hombres en rápida sucesión. A las muchachas más jóvenes y apetecibles prácticamente las desgarraban, y surgieron algunas pendencias entre los soldados. Las mujeres sollozaban y rezaban en voz alta. Sus maridos y padres, hijos y hermanos, que ahora estaban encerrados en las casas, reconocían sus voces y respondían con alaridos demenciales.

En el centro de la plaza algunos calmucos exhibían su habilidad para violar mujeres sobre el lomo del caballo. Uno de ellos se despojó del uniforme, dejándose sólo las botas en las piernas peludas. Describió varios círculos a caballo y luego alzó del suelo a una mujer desnuda que le habían traído sus compañeros. La obligaron a sentarse a horcajadas sobre el caballo, frente a él y mirándolo. El caballo inició un trote más rápido y el jinete atrajo a la mujer hacia él al mismo tiempo que la hacía recostarse sobre las crines del animal. A cada arremetida de la cabalgadura la penetraba de nuevo, acompañándose con un grito triunfal. Los otros saludaban el espectáculo con aplausos. A continuación el jinete dio vuelta diestramente a la mujer para colocarla mirando hacia adelante. La alzó un poco y repitió la hazaña desde atrás mientras le oprimía los pechos.

Estimulado por sus compañeros, otro calmuco saltó sobre el mismo caballo, delante de la mujer y con la espalda vuelta hacia las crines del animal. La bestia se quejó, abrumada por el peso, y acortó el paso, mientras los dos soldados violaban simultáneamente a la mujer desfalleciente.

No cesaron ahí las demostraciones. Las mujeres indefensas eran pasadas de un caballo a otro, al trote. Uno de los calmucos intentó fornicar con una yegua. Otros excitaron a un semental y trataron de meterle una muchacha debajo, sujetándola por las piernas.

Me interné más profundamente entre los arbustos, dominado por el miedo y el asco. Ahora lo entendía todo. Comprendía por qué Dios no escuchaba mis oraciones, por qué me habían colgado de los ganchos, por qué Garbos me había pegado, por qué había perdido el habla. Era moreno. Mi pelo y mis ojos eran tan negros como los de esos calmucos. Evidentemente, yo pertenecía, como ellos, a otro mundo. No podía haber compasión para los de mi ralea. Un destino trágico me había condenado a tener pelo y ojos negros, al igual que esa horda de salvajes.

De pronto, un anciano alto y canoso salió de una de las cabañas. Los campesinos lo llamaban El Santo, y quizás él creía serlo. Sostenía con ambas manos una pesada cruz de madera y lucía sobre la blanca cabeza una guirnalda de hojas amarillentas de roble. Sus ojos ciegos se elevaban al cielo. Sus pies descalzos deformados por la vejez y la enfermedad, buscaban un camino. Las estrofas de un salmo brotaban de su boca desdentada, como una oración fúnebre. Apuntaba con la cruz a los enemigos que no podía ver.

Los soldados se sosegaron por un momento. Incluso los borrachos le miraron inquietos, obviamente perturbados. Entonces uno de ellos corrió hacia el anciano y le puso la zancadilla. Cayó y la cruz se le escapó de las manos. Los calmucos se burlaron y esperaron. El viejo intentó levantarse, con movimientos torpes, mientras buscaba la cruz a tientas. Sus manos huesudas, nudosas, tanteaban pacientemente el suelo mientras el soldado alejaba la cruz con el pie cada vez que se acercaba a ella. El anciano se arrastraba balbuceando y gimiendo débilmente. Por fin desfalleció y respiró profundamente con un jadeo ronco. El calmuco levantó y colocó en posición vertical la pesada cruz, que osciló un segundo y se desplomó sobre la figura postrada. El anciano lanzó un quejido y dejó de moverse.

Un soldado le arrojó un cuchillo a una de las muchachas que trataba de alejarse a gatas. Luego dejaron que se desangrara sobre el polvo, sin que nadie le prestase atención. Los calmucos borrachos se pasaban las mujeres salpicadas de sangre, vapuleándolas, obligándolas a ejecutar las acciones más extravagantes. Uno de ellos se precipitó en una casa y sacó a una chiquilla de aproximadamente cinco años, y la levantó sobre su cabeza para que sus camaradas la vieran bien. Después le arrancó el vestido y le dio una patada en el vientre mientras su madre se arrastraba por el polvo suplicando compasión. Se desabrochó y se bajó lentamente los pantalones, sosteniendo siempre a la niña con una mano sobre su cintura. A continuación, se agachó y perforó a la vociferante criatura con una embestida brusca. Cuando la niña se desvaneció, la arrojó entre los matorrales y se volvió hacia la madre.

En el portal de una casa unos soldados semidesnudos luchaban con un campesino robusto. Este se hallaba en el umbral, blandiendo un hacha con furia salvaje. Cuando al fin los soldados consiguieron dominarlo, sacaron de la casa, arrastrándola por los cabellos, a una mujer muerta de miedo. Tres soldados se sentaron sobre el marido, mientras los restantes torturaban y violaban a la esposa.

Luego arrastraron afuera a dos de las hijas jóvenes del campesino. Este, aprovechando un momento en que los calmucos aflojaron la presión, se levantó bruscamente y le asestó un puñetazo al más próximo. El soldado cayó con el cráneo reventado como un huevo de golondrina. Entre su pelo corría la sangre mezclada con cuajarones blancos de cerebro semejantes a la molla de una nuez cascada. Los soldados enfurecidos rodearon al campesino, lo subyugaron nuevamente y lo violaron. Después lo castraron delante de su esposa y sus hijas. La mujer desesperada corrió a defenderlo, mordiendo y arañando, pero los calmucos, bramando de alegría, la sujetaron con fuerza, la obligaron a abrir la boca, y le hicieron tragar los fragmentos sanguinolentos de carne.

Una de las casas se incendió. Al amparo de la conmoción consiguiente algunos campesinos huyeron en dirección al bosque, arrastrando consigo a las mujeres semidesvanecidas y los niños tambaleantes. Los calmucos, que disparaban al azar, pisoteaban a algunos de los fugitivos con sus caballos. Capturaron nuevas víctimas, a las cuales torturaron allí mismo.

Yo estaba oculto entre las plantas de frambuesas. Los calmucos borrachos vagaban sin rumbo, y yo tenía cada vez menos probabilidades de pasar inadvertido. Ya no atinaba a pensar. Cerré los ojos, paralizado por el terror.

Cuando volví a abrirlos vi a uno de ellos que se acercaba a mí, trastabillando. Me aplasté aún más contra el suelo y casi dejé de respirar. El soldado cogió algunas frambuesas y las comió. Avanzó otro paso por el matorral y me pisó la mano estirada. El tacón y los clavos de su bota se hincaron en mi piel. El dolor era insoportable, pero no me moví. El soldado se apoyó sobre el fusil y orinó tranquilamente. Entonces perdió el equilibrio, trastabilló y tropezó con mi cabeza. Cuando me levanté de un salto y traté de evadirme, me atrapó y me pegó en el pecho con la culata del fusil. Algo se quebró dentro de mí. Caí, pero conseguí ponerle la zancadilla. Mientras él se desplomaba, corrí en zigzag hacia las casas. El calmuco disparó y la bala rebotó sobre la tierra y pasó silbando junto a mí. Disparó nuevamente pero erró. Arranqué una tabla de uno de los establos, me metí en él y me escondí entre la paja.

Desde el establo seguía oyendo los alaridos de la gente y de los animales, las detonaciones de los fusiles, el crepitar de los cobertizos y las casas que eran pasto de las llamas, los relinchos de los caballos y la risa ronca de los calmucos. A ratos una mujer gemía débilmente. Me introduje más profundamente entre la paja, aunque cada movimiento me producía un intenso dolor. Me pregunté qué se habría roto dentro de mi pecho. Apoyé la mano sobre el corazón y comprobé que seguía latiendo. No quería quedar tullido. A pesar del ruido me adormecí, exhausto y asustado.

Me desperté sobresaltado. Una poderosa explosión sacudió el granero: cayeron algunas vigas y todo quedó oculto en medio de nubes de polvo. Oí disparos esporádicos de fusil y el tableteo continuo de las ametralladoras. Miré cautelosamente hacia afuera y vi caballos que se alejaban al galope, espantados, y calmucos semidesnudos, aún borrachos, que intentaban montarse sobre ellos. En dirección al río y al bosque tronaban los cañones y rugían los motores. Un avión con una estrella roja en las alas hizo un vuelo rasante sobre la aldea. El cañoneo cesó después de un rato, pero el ruido de los motores se intensificó. Indudablemente, los soviéticos estaban cerca: había llegado el ejército rojo y sus comisarios.

Salí a duras penas, pero el dolor súbito del pecho estuvo a punto de hacerme caer. Tosí y escupí un poco de sangre. Hice un esfuerzo para caminar y pronto llegué a la colina. El puente había desaparecido. La poderosa explosión debía de haberlo volado. Los tanques salían lentamente del bosque. Detrás de ellos avanzaban soldados con cascos, que caminaban despreocupadamente como si se tratara de un paseo en una tarde de domingo. Más cerca de la aldea, algunos calmucos estaban escondidos detrás de los almiares. Pero cuando vieron los tanques salieron, tambaleándose aún, y levantaron las manos. Arrojaron lejos los fusiles y las cananas. Algunos se hincaron de rodillas pidiendo compasión. Los soldados rojos arremetieron contra ellos sistemáticamente, pinchándolos con las bayonetas, y al cabo de muy poco tiempo la mayoría de ellos habían sido capturados. Sus caballos pastaban plácidamente cerca de allí.

Los tanques se habían detenido, pero seguían llegando nuevas formaciones de hombres. En el río apareció un pontón. Los zapadores examinaban el puente destruido. Varios aviones volaban sobre nosotros, inclinando las alas en señal de saludo. Yo estaba un poco decepcionado: la guerra parecía haber concluido.

Ahora los campos que rodeaban la aldea estaban llenos de máquinas. Los soldados levantaban tiendas y cocinas de campaña y tendían cables telefónicos. Cantaban y hablaban en un idioma que se parecía al dialecto local, aunque no me resultaba totalmente inteligible. Supuse que era ruso.

Los campesinos miraban con recelo a los recién llegados. Cuando algunos de los soldados rojos mostraban sus rostros uzbecos o tártaros, con fisonomía calmuca, las mujeres chillaban y retrocedían asustadas, aunque ellos sonreían.

Un grupo de campesinos marcharon al campo enarbolando banderas rojas con hoces y martillos torpemente pintados. Los soldados los vitorearon y el jefe del regimiento salió de su tienda para recibir a la delegación. Repartió apretones de manos e invitó a sus miembros a entrar. Los campesinos, turbados, se quitaron las gorras. No sabían qué hacer con las banderas y finalmente las depositaron fuera de la tienda antes de entrar.

Junto a un camión blanco que tenía una cruz roja pintada sobre el techo, un médico vestido con una bata blanca, y sus practicantes, curaban a las mujeres y niños heridos. Una multitud de curiosos rodeaba la ambulancia, para ver lo que sucedía.

Los niños seguían a los soldados, pidiendo golosinas. Los hombres los abrazaban y jugaban con ellos.

Al mediodía se supo en la aldea que los soldados rojos habían colgado por las piernas, de los robles que crecían a orillas del río, a todos los calmucos capturados. No obstante el dolor que sentía en el pecho y la mano, marché dificultosamente hasta allí, siguiendo a una muchedumbre de hombres, mujeres y niños curiosos.

A los calmucos se los veía desde lejos: colgaban de los árboles como piñas gigantescas, desprovistas de savia. Cada uno ocupaba un árbol distinto, suspendido por los tobillos, con las manos atadas detrás de la espalda. Los soldados soviéticos, de rostros cordiales y sonrientes, se paseaban liando cigarrillos con trozos de periódico. Aunque los soldados no permitían que los campesinos se acercaran, algunas mujeres, que reconocieron a sus martirizadores, empezaron a maldecirlos y a arrojar pedazos de madera y puñados de tierra contra los cuerpos que pendían fláccidamente.

Las hormigas y las moscas se paseaban sobre los calmucos colgados. Se metían en sus bocas abiertas, en sus fosas nasales y en sus ojos. Anidaban en sus orejas y pululaban sobre su pelo. Llegaban por millares y se disputaban el lugar más apetecible.

Los hombres se mecían a merced del viento y algunos de ellos giraban lentamente, como salchichas que se estuvieran ahumando sobre el fuego. Otros se estremecían y emitían un chillido o un susurro ronco. Varios parecían muertos. Colgaban con los ojos muy abiertos, sin parpadear, y las venas del cuello se les habían hinchado monstruosamente. Los campesinos encendieron una fogata cerca de allí, y familias íntegras miraban a los calmucos suspendidos, recordando sus crueldades y regocijándose ante el fin que habían encontrado.

Una ráfaga de viento sacudió los árboles. Los cuerpos se columpiaron describiendo círculos cada vez más anchos. Los espectadores campesinos se santiguaron y yo miré en torno, buscando a la muerte, porque había sentido su hálito en el aire. Tenía el rostro de la difunta Marta mientras retozaba entre las ramas de los robles, rozando delicadamente a los colgados, entrelazándolos con los hilos aracnoideos que desprendía de su cuerpo traslúcido. Les murmuraba palabras traicioneras en los oídos; instilaba, acariciadora, un escalofrío en sus corazones; los estrangulaba.

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