El país de los Kenders (45 page)

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Authors: Mary Kirchoff

Tags: #Fantástico

BOOK: El país de los Kenders
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—Te lo explicaré más tarde —le aseguró el kender.

El joven se volvió hacia Damaris.

—¿Metwinger? ¿No es así como se apellida el alcalde?

—En efecto. Es mi padre. —La chica frunció el entrecejo al mirar a Tas—. Y no soy
su
prometida. Lo he repudiado, desposeído, rechazado o como quiera que se diga cuando te vas a casar con alguien y te separas antes de casarte. Me he descomprometido.

—Detesto interrumpir tan feliz reunión, pero la ciudad está en llamas —intervino Phineas.

Tasslehoff giró la cabeza en dirección oeste.

—¿Qué es ese ruido raro que se escucha? ¿Por qué ha parado de golpe el aire?

Todos guardaron silencio y escucharon un momento. Por el este, el cielo presentaba un color naranja brillante con franjas amarillas. Unas sombras rojizas se proyectaban contra las paredes de los edificios cercanos en una danza fluctuante. Una columna de humo negro, inmensa y retorcida, ascendía al cielo y oscurecía aún más el grisáceo amanecer.

—El fuego tiene que ser muy intenso para rugir de ese modo. Lo del viento tiene cualquier explicación —opinó Phineas tras unos momentos de reflexión.

—Demasiado tarde. ¡Mirad! —bramó Vinsint.

Los compañeros miraron hacia el norte, donde apuntaba el ogro con el dedo. Una nube oscura, que giraba en espiral y cuya cola puntiaguda restallaba como un látigo inmenso lo arrasaba todo a su paso. Allí donde la cola tocaba el suelo, los edificios explotaban o se desmenuzaban como si fueran de paja, los árboles se desgajaban de raíz, los peñascos volaban por el aire y quedaban suspendidos; acto seguido, se precipitaban contra la tierra como el martillo de Reorx.

—¡Al suelo, meteos en la acequia! —voceó Tasslehoff, y empujó a Woodrow y a Phineas antes de zambullirse él mismo entre ambos.

Había visto un ciclón en otra ocasión, en Neraka, donde la gente sabía que el mejor recurso en semejante situación era acurrucarse en un terreno bajo y resguardado. Saltatrampas, Damaris, Vinsint y la multitud de kenders que corría por la calle, siguieron su ejemplo y se tiraron de cabeza al lodo y la porquería que se amontonaba en la zanja.

El tornado se les echó encima en medio de contorsiones y sacudidas. Tas notó que lo levantaba en el aire, junto con chorros de agua fangosa que giraba en remolinos. De súbito, se precipitó de nuevo en la acequia. Se limpió el fango de los ojos y advirtió que el tornado cambiaba de rumbo y se desplazaba al oeste del ayuntamiento. A su paso sesgó como una guadaña el costado del edificio y estrelló contra las paredes maderos, piedras y piezas de mobiliario. El estrépito de cristales hechos añicos, maderas y metal, retumbó en la calle, entremezclado con los chillidos incongruentes de los kenders. A despecho del peligro fatal que corrían, un tornado era un evento que no se repetía en la vida de un mortal, y la viva emoción experimentada por estos kenders igualaba a la que habrían sentido si hubiera bajado el propio Paladine en persona a hacerles una visita.

En el breve transcurso de un minuto, el tornado había pasado por la zona y proseguía su camino hacia las afueras de la ciudad. Tasslehoff se revolcó en el suelo a causa de las carcajadas.

—¡Qué experiencia tan fabulosa! —chilló.

Saltatrampas y Damaris se mostraban entusiasmados del mismo modo, eufóricos desde el copete hasta la punta de los pies.

—¿Estáis locos? ¡Podríamos haber muerto, vueltos del revés por esa cosa, y os reís como si fuera un juego de niños! —increpó Phineas con voz chillona.

El humano se puso de pie y abrió la boca dispuesto a reanudar la reprimenda, pero la actitud de los kenders lo tenía mudo de sorpresa. Se balanceó atolondrado, abrió y cerró la boca, y agitó las manos, pero no emitió sonido alguno. Por último, se dirigió tambaleante hacia el edificio más cercano y se dejó caer al suelo, con la espalda apoyada contra la pared.

Mientras tanto, Tasslehoff, que había dejado de reírse, se acercó al punto donde Woodrow se desplomara. ¡No había señales del humano!

—¡Woodrow! ¡Woodrow ha desaparecido! —clamó con frenesí.

Vinsint, Saltatrampas y Damaris, se sentaron, parpadearon, y miraron en derredor. Incluso Phineas levantó la cabeza y oteó la calle. Pero no había rastro del joven, como si nunca hubiese estado allí.

Tasslehoff llamó a voces a su amigo. No obtuvo más respuesta que el crujido de las vigas dañadas, el crepitar del fuego, y el renovado ulular del viento que soplaba otra vez. De repente, Tas oyó gritar su nombre, pero aunque miró en derredor, no avistó a nadie. Al repetirse la llamada, el kender alzó la vista y vio a Woodrow de pie, en la esquina del callejón; miraba con atención hacia el oeste.

Corrió hacia el lugar en que se encontraba su amigo.

—¡Woodrow, creí que el tornado te había arrastrado! ¡Me diste un buen susto! —exclamó y le propinó un puñetazo en el brazo con fingida cólera.

—Lo siento, Tasslehoff, pero quería saber hasta dónde se extendía el incendio y, después de que pasó la tromba, me levanté antes que vosotros. Detesto molestarte con más preocupaciones, pero los problemas no han llegado a su fin —anunció. Para entonces, todos advirtieron que el fuego había hecho presa de los edificios del lado oeste del ayuntamiento y se extendía en aquella dirección al paso del tornado—. Hay que salir de aquí de inmediato.

—¡No permitiremos que el fuego destruya la ciudad! —clamó Damaris.

—No hay quien detenga esas llamas —intervino Phineas, al tiempo que dirigía una mirada inquieta al infierno, más cercano por momentos.

Todos los presentes, incluidos los otros kenders que se hallaban en la plaza, dieron media vuelta hacia el este, pero los detuvo una voz firme.

—No. Nos quedamos aquí.

Todos los ojos convergieron en Tasslehoff.

Al joven kender lo asaltó una extraña sensación de timidez. Se removió inquieto. Tenía un nudo en la garganta y tragó saliva, que le supo a hollín. Todos aguardaban expectantes sus próximas palabras.

—Estamos a tiempo de detener el fuego y salvar al menos una parte de la ciudad. Lo que nos contó Vinsint sobre los métodos de combatir un incendio me dio la idea, y el tornado me descubrió el modo de hacerla efectiva. Pero trabajaremos en equipo. —Se levantó un murmullo disconforme en las filas de los kenders—. Y precisaremos la ayuda de mucha más gente.

Un kender que vestía una túnica larga de color azul con ribetes de piel y montones de bolsillos, se abrió paso entre la multitud. El hombrecillo respiró hondo, y se disponía a iniciar su parlamento cuando lo interrumpió el chillido de Damaris.

—¡Papá!

La muchacha corrió hacia él y se echó en sus brazos. La muchedumbre prorrumpió en un breve aplauso en tanto el alcalde se arreglaba la túnica revuelta, besaba a su hija en la mejilla, y se aclaraba la garganta con un nervioso carraspeo.

—Pueblo de Kendermore —comenzó con voz tonante—. Como alcalde que soy, opino que nos incumbe sobremanera lo que este joven aventurero nos diga, a pesar de su infame comportamiento con mi hija. Si afirma tener un plan, oigámoslo. Y si después resulta que no es más que un charlatán, siempre tenemos el recurso de poner pies en polvorosa. Después de todo, «no hay situación tan nefasta que no sea susceptible de empeorar», como reza el dicho.

Metwinger dio por finalizada su arenga y se volvió hacia Tasslehoff con los brazos cruzados sobre el pecho.

Apenas esbozó su plan el joven kender, la reducida asamblea puso manos a la obra. Se apilaron varios cajones a fin de que Tas se encaramara en ellos y desde allí controlara y dirigiera el progreso de los trabajos.

—Tío Saltatrampas, Damaris y alcalde Metwinger, reclutad más gente. Somos pocos para llevar a buen término la tarea.

»
Woodrow y Vinsint, coged a dos tercios de los kenders y amontonad contra los edificios del final de la calle los escombros y desperdicios que ha arrastrado el tornado.

»
¿Hay entre los presentes alguien que trabaje la madera? —Una docena de índices señalaron a un kender que observaba a Tas con fijeza—. ¿Eres carpintero?

El aludido lo miró en silencio.

—¿Trabajas en un aserradero?

Ninguna respuesta.

—¿Qué demonios le ocurre?

Una chiquilla se puso de puntillas y sacó unas bolitas de parafina que taponaban los oídos del hombrecillo.

—Te pregunta si eres carpintero o leñador, papá —gritó la niña.

—Las dos cosas —replicó, mientras sonreía de oreja a oreja. Luego tomó los tapones de cera que guardaba su hija y se los volvió a meter en los oídos.

—¡Entonces, acompaña a Phineas y empezad a construir los conductos de agua! —gritó Tas, con las manos como bocina.

De nuevo, el kender sonrió sin darse por enterado. Tasslehoff le hizo señas a la niña, que repitió la operación de quitar los tapones al padre.

—Ve con este hombre y construye algunas cañerías —informó la pequeña.

—De acuerdo. Haré cuanto esté en mis manos para ayudar —aceptó sonriente. Al volverse para reunirse con Phineas, su rostro se iluminó. El hombre dio un respingo.

—¡Doctor Oídos! Soy yo, Semus Sawyer. He seguido su prescripción al pie de la letra y el resultado es milagroso. ¡Cada vez que me quito los tapones, mi capacidad auditiva se incrementa de forma notoria!

Un murmullo general de reconocimiento recorrió la muchedumbre. El humano retrocedió un paso cuando los kenders se le acercaron desde todas direcciones, con los brazos extendidos. Antes de que acertara a escabullirse, lo tenían rodeado y docenas de manos lo zarandeaban, tiraban de él, lo empujaban y... ¡lo levantaban en hombros! A Phineas casi se le salía el corazón por la boca, cuando cayó en la cuenta de que aquellos kenders se alegraban de verlo, ¡estaban contentísimos al reconocer a su amado doctor!

—¡Llevadlo a la serrería! ¡Construid los conductos de agua! —Se oyó la voz de Tas que sobrepasaba los vítores—. ¡Y aupadlo más alto! ¡Los pies le arrastran por el suelo!

Al poco rato, más y más kenders entraron en la plaza como una riada, dirigidos por Saltatrampas y los Metwinger. Luego de ordenar a varios que permaneciesen allí para informar a los retrasados, Tas encabezó la multitud y los condujo un trecho por el paso marcado por el tornado; más tarde, se desvió en dirección a las torres de agua.

Los tres depósitos de Kendermore eran el resultado de un proyecto cívico llevado a cabo cuatro años atrás. El alcalde y el consejo en funciones en aquel tiempo decidieron que la vida de muchas personas, obligadas a realizar infinidad de viajes para acarrear agua desde los pozos, sería mucho más fácil si la ciudad contaba con torres de agua. En lugar de subirla de los pozos con esfuerzo, no tendrían más que dejarla correr.

Por desgracia, el proyectista de los depósitos olvidó la instalación de un caño o espita, y lo peor fue que el fallo no se descubrió hasta después de que el recién creado equipo de mantenimiento llenara los depósitos tras varias semanas de trabajo. En aquel momento, el único medio de remediar el fallo era abrir un agujero en los bajos de las torres, vaciar el agua, y después instalar las espitas. La perspectiva de echar por la borda el trabajo de varias semanas para enmendar la pifia de un tercero, enfureció de tal modo al equipo de mantenimiento que sus integrantes amenazaron con presentar la dimisión.

El tremendo error en la gestión del asunto supuso la manifiesta oposición de la opinión pública en contra del proyecto, y los responsables comprendieron que, aun en el caso de instalar las espitas, nadie solicitaría el puesto para cubrir las vacantes que sin duda se producirían en el equipo de mantenimiento. En una reunión celebrada por el consejo, se adoptó la que quizá fuera la única decisión sensata de todo el asunto. Puesto que unas torres equipadas con espitas (pero vacías) no tendrían más utilidad que otras sin espitas (aunque llenas), votaron por mantener el statu quo. Por consiguiente, desde hacía cuatro años, los depósitos estaban llenos, pero sin desagüe.

Cuando los conductos de agua estuvieron preparados, el número de kenders reunidos bajo el depósito de mayor tamaño sobrepasaba el millar. Las llamas alcanzaban los montones de escombros y amenazaban con propagarse por el ayuntamiento y por la extensa zona que se mantenía intacta en el otro extremo de la ciudad.

Tasslehoff había trepado a lo alto de la torre de agua, desde donde divisaba todo y todos lo divisaban a él. Tras una última mirada de control a la situación general y comprobar que los diferentes equipos ocupaban sus puestos, asintió satisfecho.

—¡Vinsint! ¡Eres el más corpulento y el más fuerte! —gritó—. ¡Serás la base del primer eslabón! ¡Colócate justo debajo de mi posición! ¡Todos los demás, apilaos junto a él!

Cientos de kenders de todas las edades se acercaron a todo correr y treparon sobre el ogro y los unos sobre los otros. Con una base de cuatro kenders a lo ancho y tres a lo alto y con los integrantes de la tercera hilera que sujetaban sobre sus cabezas los conductos de agua de Semus, formaron un acueducto humano que se extendía ochenta metros desde la base del depósito hasta lo que dieron en llamar «el Callejón del Tornado». El hacha de Semus, que en principio arrancaba trozos del tamaño de un puño de la madera del tanque, resultaba apenas eficaz al rebotar contra las capas interiores recauchutadas y empapadas de agua.

El kender sobre el que se apoyaba Saltatrampas se desmayó por el calor del incendio cercano y causó el desmoronamiento de la primera sección del acueducto. Los integrantes de la siguiente sección dejaron patente su heroísmo al soportar estoicos las ardientes mordeduras de las llamas que rozaban sus talones sin soltar el conducto de agua. Tasslehoff, todavía encaramado a lo alto del tanque, hizo bocina con las manos y cantó a pleno pulmón lo primero que le vino a la mente, que no era otra cosa que el canto marinero con el que tan buenos resultados había obtenido con los enanos gullys.

·

· Subid a bordo, muchachos, nos espera la mar.

· Dad un beso de adiós a esa joven beldad.

· Icemos gavia y foque. Que surque el velero

· la bahía de Balifor en alas del viento.

·

Uno a uno, y después a decenas, y después a centenares, los kenders se sumaron al cántico. Un hilillo fino de agua escurrió por el hacha de Semus. Al siguiente golpe, comenzó a fluir, y, con el tercero, brotó un chorro que se desbordó rugiente por el conducto. Los kenders que sostenían la cañería se tambalearon, pero resistieron de pie sin abandonar el canto.

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