—Un amigo mío tiene un plano de Kendermore y nos aclarará cuanto necesitemos —aseguró con desparpajo.
El conductor encontró a su amigo, un vendedor de castañas asadas, y después de mucho conferenciar, unas cuantas escaleras más, y un recorrido turístico entre los puestos cerrados del mercado, amenizado por el aterrorizado aleteo de las gallinas que se cruzaron en su camino, Phineas reconoció los establecimientos de su barrio.
—¡Allí! —señaló el humano, el tiempo que liberaba los agarrotados dedos del borde del carro—. ¡Aquél es mi consultorio!
Contempló con añoranza la fachada de la casa que había llegado a temer no vería jamás. El kender clavó de golpe los talones en la calzada y el seco frenazo levantó por el aire al distraído humano.
—¡No hagas eso! —protestó Phineas, con una mueca de disgusto.
Luego bajó de un salto del vehículo y se encaminó hacia su local.
—¡Eh, un momento! ¿Y mis treinta monedas? —pidió el kender con aire ofendido, mientras soltaba las varas del carro—. ¡Al ladrón! ¡Ayuda! ¡Al ladrón!
Una docena de kenders que pasaba por la calle levantó la cabeza con gesto culpable y apartó las manos de donde las tenían para meterlas al punto en los propios bolsillos.
—¡Que alguien lo detenga! —prosiguió el conductor—. ¡No es más que un pájaro de cuenta, cara de ogro, tramposo, chivo loco, vagabundo descalzo, y me debe cuarenta monedas!
Phineas, francamente ultrajado por el epíteto alusivo a su apariencia de ogro, giró sobre sus talones y se enfrentó al conductor.
—¡Vivo y trabajo en esta calle; por tanto, mide tus palabras! ¡Ahora mismo te daré tus
veinte
monedas!
El antipático kender se pegó a él mientras rebuscaba la llave en sus bolsillos. Había desaparecido, lo que no significó una gran sorpresa para Phineas. Sabía que era del todo inútil esperar que quedara algo de dinero en el cajón donde lo guardaba a diario, pero tenía un escondrijo tras un tablón de la pared de la sala de espera. Una vez localizada la tabla sobrepuesta, el humano la sacó de un tirón. La madera se soltó y cayó una pequeña caja metálica.
—¡Eh, eso es brillante! ¡Jamás se me habría ocurrido mirar ahí! —exclamó el kender, que seguía pegado a él como una rémora.
Phineas abrió la caja sin hacer el menor comentario. Estaba vacía.
—Pues a alguien sí se le ocurrió —dijo entre dientes.
No le quedaba más dinero en efectivo; recorrió con la mirada la habitación, en la esperanza de que hubieran dejado algo que le interesara al kender. De repente, se le ocurrió una idea. Muy pronto sería rico, ¿no?
—No tengo dinero. Coge lo que te guste —ofreció y señaló con la mano el pequeño cuarto, mientras se dirigía a la oscura sala de consulta—. Cierra la puerta cuando te vayas.
—¡Oh, gracias! —exclamó el kender, con los ojos abiertos de par en par—. ¡Guau! Fíjate en esto...
Pero Phineas ni lo escuchaba. No disponía de mucho tiempo. Se acercó al armario y sacó el par de botas de repuesto. No eran tan cómodas como las que había perdido, pensó entristecido en tanto se las calzaba. Acto seguido, descolgó del gancho una mochila e hizo un recuento mental de la ropa que recogería de sus aposentos en el piso de arriba. De inmediato, sacó de debajo de la camisa la mitad del plano de Kendermore y lo guardó en la mochila. Luego subió las escaleras para cambiarse de camisa, ponerse un jubón, y reunir algunas otras cosas.
Cuando regresó al piso bajo con las provisiones, entre las que iba un pedazo de tasajo, el humano decidió no encender las velas mientras esperaba a Saltatrampas para no atraer al consultorio a algún cliente inoportuno. Sentado en la oscuridad, el cansancio lo venció y enseguida roncaba apacible y feliz.
Se despertó sobresaltado al escuchar un quejido procedente de las tinieblas del fondo de la sala.
—¿Saltatrampas?
Al no recibir respuesta, se levantó de un salto y con manos temblorosas entreabrió las contraventanas; un delgado haz luminoso se deslizó hasta el suelo. Phineas, con el corazón en un puño, escudriñó el umbroso rincón de donde había salido el gemido.
Derrumbado en el sillón de reconocimiento, camuflado en las sombras, se encontraba un hombre corpulento y fornido, de pelo corto y crespo, ojos pequeños, y nariz ancha y chata. La sangre le resbalaba por el costado derecho, bajo un apósito de tela blanca teñida de rojo. Phineas corrió hacia el hombre.
—¿Quién es usted? ¿Qué le ha ocurrido? —preguntó con voz entrecortada—. ¡Deberían curarlo!
—A eso vengo. Usted es doctor, ¿no? —masculló el sujeto con los dientes apretados.
—¿Yo? Claro. Es decir, sí —balbuceó con torpeza, incapaz de reaccionar ante la insólita situación.
Phineas atendía los dolores y achaques de unos amistosos kenders convecinos; había visto infinidad de contusiones, pero por fortuna muy poco del precioso fluido vital. Aquel sujeto era un humano de mala catadura que perdía en un sólo segundo más sangre de la que Phineas había visto durante meses.
Con infinito cuidado levantó la tela ensangrentada. El paciente sufrió una convulsión al despegarse el apósito del borde reseco de la herida. Phineas se encogió sobresaltado.
—Lo siento —se disculpó.
Tras abrir las contraventanas de par en par, examinó el corte que era ancho, profundo, y de unos doce centímetros de largo. Aun cuando nunca había visto una herida de espada, Phineas no tuvo la menor duda de que aquélla lo era.
—¿Quién es usted?
—Me llamo Denzil.
—¿Sólo Denzil?
El hombre lo miró impasible.
—Sólo.
—Bien, Denzil, ¿qué le ha ocurrido? —inquirió otra vez.
—Nada. Un simple accidente doméstico.
La voz del herido se debilitaba por momentos.
—¿Corta la carne con espada? —comentó sarcástico Phineas.
—¿Quién ha dicho algo sobre una espada? —replicó con aspereza el tal Denzil.
El individuo se incorporó un poco y se las ingenió de algún modo para adoptar una actitud amenazante a pesar de su manifiesta debilidad.
—Escuche, limítese a curarme y guárdese los comentarios —conminó ceñudo.
Phineas lo miró con impotencia.
—No estoy capacitado para curar una herida así. No soy tan buen... quiero decir, no soy especialista. Busque a un cirujano. Lo siento. —Phineas colocó de nuevo sobre el corte el apósito y originó con ello otra convulsión en el hombre.
—No hay nadie más —barbotó el herido—. No me fiaría de un médico kender a menos que antes le hubiera retorcido el cuello. —Los dedos del hombre se agarrotaron en los posabrazos del sillón—. Además, no estoy en condiciones de ir de un lado para otro.
—Hágalo —dijo Phineas, con un timbre más de desesperación que de ánimo—. Sujétese el apósito con fuerza y estoy seguro...
—Me falta energía suficiente para estrangular a un doctor reticente a colaborar —apuntó, en un claro tono de amenaza.
Algo le dijo a Phineas, al mirar las pequeñas pupilas del sujeto, que el tal Denzil emplearía gustoso los últimos restos de fuerza en cumplir la amenaza.
Por tal motivo, llenó una jofaina de madera con agua y rasgó en tiras una tela limpia para que sirviera de vendajes.
—Haré cuanto pueda, pero, a decir verdad, no ha llegado en el momento más oportuno. Espero una visita. Es más, mis honorarios son bastante altos.
—Puedo pagarlos —dijo el hombre con gran frialdad.
—¿Le importaría abonar por adelantado?
Phineas, todavía dudoso de ayudarlo, hizo la pregunta con cierta timidez. Razonó no obstante que, en el supuesto de... en fin, de no salir airoso del trance, Denzil ya no le retorcería el gaznate; en caso de que todo fuera bien, ambos quedarían satisfechos. Aun en una situación tan peliaguda, Phineas se comportaba como el comerciante de siempre.
Su paciente lo miró con el entrecejo fruncido, y levantó una mano con gran esfuerzo y sacó de debajo del jubón un saquillo. Vació en la bandeja más o menos la mitad del contenido —al menos veinte monedas de acero, una auténtica fortuna—, y se recostó de nuevo en el respaldo del sillón.
—Ahora, trabaje.
Phineas alejó de la mente la idea del dinero y puso sus cinco sentidos en la herida del hombre. Al percatarse de la lividez impresa en el semblante sudoroso, sacó la botella medio llena de vino que había guardado en la mochila, la descorchó y se la ofreció al hombre. Phineas creía que daría un sorbo, pero el sujeto echó la cabeza hacia atrás y vació el contenido en dos ruidosos tragos.
El falso doctor se estrujó el cerebro: ¿cerraría el corte o al menos restañaría el flujo de sangre? Su primera idea fue recurrir a la cera licuada, pero enseguida la descartó. Cauterizaría la herida y detendría la hemorragia de forma temporal, pero una vez fría y solidificada, la capa de cera se desprendería al primer movimiento que realizara el hombre.
Tal vez diera buen resultado un vendaje prieto, pero ¿cómo? Al ser una herida en el costado del tórax, tendría que romperle prácticamente las costillas hasta lograr la presión requerida para detener la sangre.
Sus ojos se detuvieron en el bramante utilizado por los boticarios para atar los manojos de fragante eucalipto que Phineas usaba en su elixir especial. Sin apenas pensarlo, rebuscó en las profundidades de un cajón hasta encontrar la aguja con la que cosía parches en los agujeros de sus botas. La limpió en la manga con gesto de apremio, enhebró el bramante y la dejó en la bandeja. Acto seguido añadió al agua de la jofaina unas cuantas hojas machacadas de eucalipto y limpió con delicadeza la herida. Hacía rato que el hombre estaba inconsciente e insensible a sus manipulaciones.
Phineas pellizcó los bordes del corte de modo que los tejidos desgarrados se unieran y cosió con su mejor estilo de punto de cruz. Se concentró en la perfección de las puntadas, pues de lo contrario estaba por completo convencido de que acabaría por sentir en sus propias carnes el roce y el tirón del bramante. Tanta era la tensión que lo atenazaba, que su frente se perló de sudor y algunas gotas resbalaron y le entraron en los ojos.
Denzil se removía en el asiento y emitía tenues gemidos cada vez que la aguja le atravesaba la carne. Phineas terminó deprisa las dos últimas puntadas cuando el paciente entreabrió los párpados. Tras anudar el bramante con una lazada, se apartó un paso y aguardó atemorizado los bramidos de dolor del hombre.
Denzil recobró la lucidez casi al instante, y enseguida, incluso la palidez del rostro remitió de forma ostensible. Su único gesto de dolor fue una breve mueca. Bajó la mirada al costurón cerrado con el bramante color de cáñamo.
—Para ser un matasanos, no ha hecho un mal trabajo. Unas puntadas sólidas y bonitas —su expresión se tornó relajada y continuó—. «Dónde crecemos en lugar de marchitarnos, nuestros árboles son verdes.» Quivalen Sath, Canto de los pájaros del Bosque de Wayreth.
O el hombre deliraba o, cosa sorprendente, apenas sentía dolor. Su voz era firme, al igual que sus manos.
—Imagino que conocerá su obra —prosiguió el hombre—. El mejor poeta de todos los tiempos.
—Por supuesto —aseveró Phineas alelado.
El extraño sujeto le daba pánico y deseaba que se marchara de la consulta cuanto antes.
—Estoy seguro de que ahora se pondrá bien. Verá, cuando usted llegó, estaba a punto de salir de viaje, así que si no le importa...
—Me quedaré aquí un poco más para recobrarme. Todavía me siento algo débil por la pérdida de sangre.
Mientras hablaba, abría y cerraba los puños de modo que los músculos de sus brazos se marcaban bajo la ensangrentada camisa. Phineas aceptó los deseos del peligroso sujeto.
—Claro, claro, como guste.
El curandero dominó apenas el impulso de hacer una reverencia y reculó hacia la salida. Esperaría a Saltatrampas en el pequeño cuarto de la entrada; para entonces, lo más probable es que el tal Denzil se marcharía.
En cualquier caso, se preguntó, ¿qué haría un tipo así —un notorio luchador peligroso—, en Kendermore? Lo más probable es que se tratara de un mercenario que estaba de paso. Se asomó impaciente a la pequeña ventana; Saltatrampas se retrasaba. Aunque la falta de puntualidad era habitual en un kender, no por ello deseó que llegara. No quería que el rastro de la hija del alcalde, Damaris, se debilitara. Y, sobe todo, no deseaba seguir allí sentado, con Denzil a su lado.
Pasó un rato durante el que despachó a varios pacientes curiosos. Por fin, llegó Saltatrampas. El kender hizo una entrada espectacular en el consultorio; giró como una peonza a fin de que su nueva capa color carmesí rotara en el aire, formara un llamativo círculo, y luciera en todo su esplendor.
—¿No llevas unas ropas algo excesivas para un viaje a un lugar que se llama «las Ruinas»? —inquirió Phineas.
—Hola, amigo. Acostumbro a estrenar nuevo atuendo cuando inicio cada aventura —explicó Furrfoot—. De hecho, esta práctica de vestirse bien para las maniobras tuvo su origen en Tarsalonia —o en algún sitio semejante—, hace mucho tiempo...
—Pero es que esto no es una aventura —refutó Phineas con firmeza—. Sólo buscaremos a Damaris Metwinger y la traeremos de vuelta a casa para que no den la contraorden al cazador de recompensas que va tras tu sobrino Tasslehoff, quien ha de regresar desde un lugar que se llama Solace y que traerá consigo la otra mitad de mi mapa —terminó, casi sin aliento.
—Exacto. Como había dicho, es una aventura. —Saltatrampas echó una ojeada en derredor—. ¿Te gusta ejercer de doctor?
En aquel momento Phineas se percató por vez primera desde que entrara en la sala de espera que el conductor del carro había vaciado las estanterías de las paredes.
—Me gustaba. —De repente recordó a Denzil—. Estoy listo. No tengo más que despedir a mi último cliente y recoger mi macuto. —Se dirigió a la sala de reconocimiento, envuelta en las sombras. Al cruzar el umbral miró el sillón.
Denzil se había marchado.
¿Por dónde se habría ido?, se preguntó Phineas. No había puerta trasera y la única ventana era pequeña, semejante a la de la tienda de velas. Se quedó en completo silencio, a la espera de percibir algún sonido procedente de sus aposentos en el piso superior, pero no se escuchaba ni el más leve roce a través del delgado techo de madera. Denzil debía de haberse escabullido por el ventanuco, decidió el humano, aunque no acababa de comprender el motivo de tal comportamiento. Las monedas de acero continuaban donde el herido las dejara, cerca de su mochila. La desaparición del sujeto era tan extraña como él mismo; todo el asunto era raro en verdad.