—En tal caso, os la repartiréis —sentenció, pensando que su ocurrencia no sólo era brillante sino también justa en absoluto.
Los dos litigantes lo contemplaron perplejos.
—¿Qué la cortemos en dos? —balbuceó Digger.
—¡Oh, no! No es ésa la solución a la que me refiero —protestó indignado el alcalde—. Lo que quiero decir es que habréis de compartirla. Tú, Digger, la tendrás los días impares, y tú, Wembly, los pares.
—¡Pero su cumpleaños cae en día impar! —se lamentó Wembly.
—¡Y el Día de Todas las Vacas es par! —se quejó Digger.
—Muy bien, así se compensa lo uno con lo otro —opinó el alcalde quien, tras dedicarles una sonrisa de disculpa, inquirió—. ¿Quién es el siguiente?
—Una sentencia brillante —susurró el concejal Arlan Brambletow, quien opinaba en secreto que la toga de terciopelo rojo le sentaría como anillo al dedo.
Metwinger estaba radiante de orgullo por su magna sabiduría. El Consejo de Kendermore jamás contó con la presidencia de un alcalde tan brillante, se dijo. Hinchado de vanidad, indicó con un gesto que se aproximara el kender de aspecto feliz, quien expuso su queja contra la ciudad.
—No se trata en realidad de una queja, su alteza —aclaró el hombre, muy nervioso por la presencia del alcalde.
Metwinger enrojeció de placer.
—Llámame Señoría. No soy un rey, ¿sabes? No todavía, en todo caso. Prosigue con tu historia.
—Verá, hace poco el ayuntamiento ha empedrado una nueva calle cerca de mi casa;
demasiado
cerca, a decir verdad.
—Adivinaré lo que te molesta —interrumpió el alcalde, que había atendido quejas semejantes con anterioridad—. El equipo de construcción era muy ruidoso, muy silencioso, o muy descuidado en su trabajo. O quizá tus impuestos han sufrido un fuerte incremento.
El kender estaba perplejo.
—Oh, no, ninguna de esas cosas. Es decir, tal vez la subida de los impuestos
sí
haya sido un poco exagerada... Pero los obreros eran unos tipos muy amables; hice amistad con ellos dado que construyeron una calle que
atraviesa
mi casa justo por el centro.
El alcalde se reclinó en el respaldo de su sillón, e inquirió con acento aburrido.
—Entonces, ¿cuál es tu queja?
—Señoría, no creo que el trazado de la calle estuviera proyectado a través de mi casa. Al menos, nadie me lo advirtió.
—El ayuntamiento está muy atareado, ¿sabes?, y no puede informar a un vecino de estos pequeños asuntos. Imagino que pretendes que el municipio altere sus planes y desvíe la calle —concluyó con un suspiro.
El kender parecía alarmado.
—Oh, no, señoría. ¡Nunca había tenido tantos amigos! Entran, salen, van, vienen... ¡pasan carruajes procedentes de todo el mundo! Lo que en realidad me gustaría es obtener un permiso para abrir una posada.
El alcalde movió la cabeza con aire pesaroso.
—En tal caso, solicítalo al Departamento de Expedientes de Permisos para Posadas; sube las escaleras, el primer cuarto a la derecha... ¿o es a la izquierda?
El alcalde subrayó sus indicaciones y señaló hacia la parte posterior de la sala, a la izquierda de la habitación, pero el kender no manifestó ninguna intención de marcharse. En lugar de eso, negó con la cabeza.
—No, está equivocado. Estuve allí y me informaron que es
usted
quien expide las licencias.
—¿Dijeron eso? —bramó Metwinger—. Entonces, ¿qué demonios hacen
ellos?
El alcalde se volvió hacia los miembros del consejo en busca de respuestas. Todos se encogieron de hombros menos uno, Bario Twackdinger, el panadero, un tipo muy servicial.
—¿No trazan las nuevas calles? —aventuró.
—Qué más da —suspiró resignado Metwinger—. Si dicen que nosotros somos los que concedemos las licencias, será cierto. Muy bien, abre una posada. ¿El siguiente?
Al mismo tiempo que el flamante y autorizado posadero salía feliz por la puerta, un barrigudo humano calvo penetró en la sala. Phineas Curick se sentó en la última fila de bancos y controló su nerviosismo. Le había llevado horas llegar hasta allí. Creía saber la localización del ayuntamiento, pero en algún momento había tomado un giro equivocado y hubo de detenerse y preguntar la dirección. Las indicaciones recibidas le habían llevado a los arrabales de Kendermore, casi fuera de los límites de Goodlund.
No obstante, lo que más le perturbaba, era constatar que la exasperación había obnubilado su habitual sentido común. ¡Qué ocurrencia preguntar por una dirección a los kenders!
También le irritaba el hecho de que por último había encontrado el ayuntamiento por casualidad. Con la cabeza gacha, farfullaba disgustado mientras se encaminaba hacia donde creía se encontraba su consultorio, y había estado en un tris de chocar contra la pared de un inmueble. ¡La calle por la que caminaba terminaba en el mismísimo muro oeste del ayuntamiento! En un estado de absoluto aturdimiento, no cayó en la cuenta del lugar en que se encontraba hasta que un kender, preocupado por su aspecto, se acercó a prestarle auxilio. El buen samaritano vestía un uniforme sobre el que lucía prendida una insignia; la chaqueta le quedaba tan pequeña que los botones estaban a punto de estallar. El hombrecillo lo guió al interior del edificio y le ofreció un vaso de agua.
—¿A quién demonios se le ocurre poner una casa en medio de la calle? —se lamentó quejoso Phineas.
—Oh, todas las calles llevan al ayuntamiento —explicó solícito el guardia kender.
El humano lo miró con expresión estúpida y sacudió la cabeza.
—Olvídalo —dijo por fin—. ¿Dónde está la prisión?
—En Kendermore no hay prisión; no tendría sentido. ¿Por qué lo preguntas? ¿Acaso eres tú un prisionero?
—¡No, no lo soy! —rugió Phineas ofendido.
El humano tenía la completa seguridad de que Saltatrampas había dicho que estaba en la cárcel. Con el ceño fruncido, Phineas discurrió otro modo de formular la pregunta.
—Si Kendermore retuviera a alguien como prisionero, ¿dónde se le encerraría?
—Bueno, eso depende... Por cierto, ¿no tienes algún caramelo?
De no ser por la expresión de genuina inocencia impresa en el rostro del kender, Phineas habría sospechado que el hombrecillo le exigía un soborno. De cualquier modo, el resultado sería el mismo.
—No lo sé. Echaré una mirada —respondió el humano.
Metió las manos en los bolsillos y sacó su contenido: dos monedas de acero y un cortaplumas. Con un suspiro, dejó sus escasas posesiones en las extendidas palmas del kender.
—Lo siento, no llevo caramelos. Y ahora, dime, ¿de qué depende?
—¿Eh?
El guardia estaba absorto en el funcionamiento del mecanismo de la navaja. Por último, regresó al mundo y enfocó la mirada en el humano.
—Dependería de lo que hubiera hecho y a quién. ¿Cómo se llama?
—Creo que su nombre es Saltatrampas Furrfoot, pero no sé el motivo por el que lo encarcelaron.
El kender levantó los ojos y lo observó irritado.
—No sabes adónde vas ni a quién visitas y además también ignoras lo que ha hecho.
Phineas se sintió como un estúpido, lo que contribuyó a acrecentar su mal humor. El único comentario de Saltatrampas, aparte de que estaba en prisión, fue que su sobrino se casaría con la hija del alcalde. El semblante del humano se iluminó.
—Creo que guardaba cierta relación con el alcalde.
—Dado lo poco que sabes, has tenido la buena fortuna de dar conmigo para sacarte del embrollo —replicó jactancioso el guardia, al tiempo que hinchaba el pecho, con lo que los botones casi saltaron—. Hoy es Día de Audiencia, así que el alcalde... veamos, ¿es Metwinger este mes? No estoy seguro, ya que hoy sustituyo a mi hermano en su puesto. Nuestro respetable alcalde celebra la audiencia en el tercer piso; si te das prisa, quizá todavía estés a tiempo de hablar con él.
Con esto, el kender salió de nuevo al exterior del edificio con el cortaplumas de Phineas entre sus pequeñas manos y las monedas que tintineaban en su bolsillo.
El humano torció el gesto mientras el satisfecho kender se alejaba. Luego se bebió el agua de un trago y subió a la carrera la espiral cada vez más estrecha de las escaleras hasta alcanzar el tercer piso. Una vez allí recorrió todos los cuartos, uno tras otro; estaba al borde del paroxismo cuando llegó al último, en el que encontró a una mujer de la limpieza, a juzgar por la fregona en la que se apoyaba y el cubo colocado boca abajo en el que se sentaba. La kender parecía mucho más interesada en su juego de canicas que en ordenar y arreglar la habitación. Le dijo que la audiencia se celebraba en el segundo piso, no en el tercero. A buen seguro, fue en aquella planta donde Phineas localizó, por fin, la sala en la que se reunía el consejo.
No tenía idea del procedimiento a seguir, así que se sentó atrás para observar. En cualquier caso, había otros que aguardaban turno antes que él, incluido el matrimonio que en aquel momento presentaba su caso.
—...Por tanto le dije, «éstas son mis piedras especiales: mis ágatas, mis amatistas, y mis bermejos rubíes». Las colecciono, ¿comprende, señoría? «Así que no se te ocurra tocarlas.»
Quien hablaba era la mujer, una kender de aspecto acaudalado, cuya edad resultaba difícil de calcular ya que, aun cuando su rostro tenía muchas arrugas, sus manos por el contrario eran suaves y delicadas.
—¿Y qué hizo? —preguntó al alcalde.
—Tocarlas —respondió éste, inseguro.
—¡No sólo las tocó, sino que las metió en su cubilete de piedras!
El rostro de la kender era una mezcla de ultraje y asombro.
—¿Las puso en su jarra de cerveza? —inquirió perplejo el alcalde.
—No, señoría. Eso es lo que piensan todos cuando les digo que colecciono cubiletes demoledores de piedra —intervino el marido con tono divertido.
Su edad era tan indescifrable como la de su esposa. Tenía el cabello de un castaño apagado, sujeto en un tirante copete del que escapaban unos mechones que le daban un aspecto desgreñado. También lucía una barba corta y rala, cosa poco habitual en un kender.
El hombre se acercó al Estrado del Tribunal y se dirigió sólo al alcalde.
—¿Sabía que la historia del extraño cubilete demoledor de piedras gnomo —un artefacto en forma de tambor, accionado por manivela, utilizado para triturar las piedras hasta pulverizarlas— es extensa y muy interesante? No, seguro que no lo sabía. De hecho, muchos expertos opinan que a lo largo de centurias los cubiletes de piedra han jugado un papel primordial en la configuración del mundo tal como hoy lo conocemos. ¡Tal vez ninguno de nosotros estaríamos vivos a no ser por los cubiletes de piedra! Mucha gente no lo sabe, pero...
—¡Yo
sí lo sé! —protestó la esposa, al tiempo que se llevaba las manos a las orejas—. ¡No escucho otra cosa, en especial desde que pulverizaste mis piedras más bonitas!
El hombre se volvió hacia su esposa y trató de disculparse.
—No fue culpa mía que tus gemas se trituraran. Las dejaste donde cualquiera se las podría haber llevado, así que las guardé en el cubilete. Por desgracia, olvidé que estaban allí cuando pulvericé posteriormente unas piedras.
—¿Cómo que las dejé donde cualquiera las hubiera cogido? ¡Estaban en una caja, metida a su vez en otra, que escondí bajo una baldosa suelta frente a la chimenea! —gritó ella, al tiempo que le propinaba un puñetazo en el brazo.
—¡Exacto! —exclamó el marido, quien se alejó prudente, en tanto se frotaba el brazo dolorido—. ¡Todo el mundo sabe que el primer sitio en donde se debe buscar es bajo las losas sueltas del suelo! ¡A nadie se le ocurriría buscar dentro de un cubilete! ¿No está usted de acuerdo, señoría?
—¿Eh? ¿Cómo?
Metwinger, cogido por sorpresa, levantó la mirada que tenía clavada bajo la mesa. La discusión lo aburría y se había quedado absorto en la contemplación de las brillantes hebillas que adornaban las botas del concejal Barlow Twackdinger.
»
Eh... sí —articuló, con un gesto de culpabilidad impreso en su semblante—. En mi opinión, alguno de vosotros habrá de desarrollar una nueva afición. Es evidente que la colección de gemas no es la elección más apropiada para una mujer cuyo esposo es aficionado a los cubiletes demoledores.
El alcalde se disponía a sugerir una solución específica para su caso cuando, ante su sorpresa, la pareja exclamó al unísono:
—¡Una idea brillante!
Y, sin más, salieron por la puerta cogidos de la mano; sus voces se escucharon conforme descendían por la escalera.
—Bien, cariño, habrás de ser tú quien cambie de afición —opinó la esposa con voz animada—. Al menos, mis gemas son valiosas.
—¿Valiosas? ¡Querida, mis cubiletes demoledores
sí
son una inversión que no tiene precio!
La sesión del consejo prosiguió con los asuntos pendientes. De pronto, un tender irrumpió en la sala con una carretilla repleta de ladrillos. El recién llegado, con la frente perlada de sudor, explicó que su vecino había arrojado aquellos ladrillos desde la ventana de su casa hasta su propia vivienda, un piso más abajo. Según parecía, no era aquello lo que le molestaba, porque les daría un buen uso. El problema era que los adobes no se habían detenido en su casa, sino que habían caído a la planta inmediatamente inferior al romper el frágil y delgado suelo de su vivienda y ahora tenía dificultades para que se los devolviera el vecino de abajo. Phineas inclinó la cabeza sobre el pecho y no tardó mucho en quedarse dormido.
—¡Eh! ¿Dónde están mis botas? —interrogó Barlow Twackdinger de manera inesperada.
Los ojos del concejal, sobre su enharinada nariz, contemplaron inquisitivos al alcalde, sentado a su derecha en el Estrado del Tribunal. Este asumió una expresión de aparente desconcierto al encontrar las forradas botas en uno de sus innumerables bolsillos y farfulló una disculpa.
—Oh, habrás metido los pies en mi toga y, de un modo u otro, tus botas se cayeron dentro.
Dicho esto, se las entregó a Barlow, aunque antes sus dedos acariciaron las brillantes hebillas y las afelpadas punteras.
—Son muy bonitas —añadió—. A pesar de estar manchadas de harina.
—Claro que son hermosas. ¡Y mías!
El inesperado aserto lo hizo el consejero Windorf Wright, dirigente del gremio de granjeros de Kendermore, al tiempo que arrebataba las botas de las manos de Bario. Windorf era de constitución más corpulenta que la media normal de un kender. Vestía un jubón de color rojo brillante que le quedaba demasiado ajustado para resultar cómodo; llevaba la cabeza afeitada hasta el ralo copete a fin de que sus orejas, delicadas y puntiagudas, lucieran en todo su esplendor.