—Ya te acostumbrarás —dijo el dueño de la botella, mientras todos los circunstantes estallaban en risas—. Se llama agua de fuego; no tiene buen sabor pero te mantiene caliente y alegre.
—Mi mujer dice que soy siempre demasiado alegre y ya estoy estallando de calor sin esa agua de fuego.
Y así diciendo, Ernenek comenzó a desnudarse.
Pero Undik lo cogió de un brazo.
—El hombre blanco, no quiere ver gente desnuda.
Ernenek echó una mirada en torno. Al principio no lo había advertido, pero lo cierto era que allí todos estaban vestidos, aunque en la habitación hacía tanto calor que casi no se podía respirar.
En el sur, donde en verano el gran deshielo impedía los movimientos de los trineos, el invierno era la estación reservada para viajes y visitas, de manera que los cazadores, los traficantes y sus mujeres, queriendo aprovechar el hecho de hallarse en el puesto de intercambio, continuaron alborotando, jugando y comiendo, hasta que el hombre blanco se retiró detrás de la pared divisoria y Undik anunció que ya era hora de apagar la luz.
Invitaron a Ernenek y a Asiak a probar los catres. Asiak aceptó pero Ernenek, temiendo algún nuevo percance, prefirió extenderse sobre el suelo con los que se habían quedado sin cama. En la oscuridad no se veían sino las rendijas de la estufa encendida. Algunos hombres charlaban todavía un poco antes de unirse al coro de los que ya roncaban.
Afuera soplaba el bóreas y la barraca crujía con todo su madera.
Asiak no conseguía conciliar el sueño. El calor era sofocante, el tufo de petróleo, de tabaco y de cocina apestaba el aire. La cabeza le daba vueltas por todo lo que había visto. Apretó a Papik contra su pecho y lo husmeó, sintiéndose extraña en un mundo extraño.
—Ernenek —llamó súbitamente—, ¿estás despierto?
—Sí —respondió Ernenek desde el suelo.
—Aquí hay algo que no anda bien.
—¿Qué?
—Considera al hombre blanco. ¿Por qué se desprende de todos esos objetos preciosos a cambio de simples pieles de zorro que se echan a perder fácilmente? ¿Por qué ignora que un iglú se construye y se calienta más rápidamente que una casa grande como ésta? Tiene que caminar para encontrar cualquier objeto que necesite en lugar de alargar sencillamente un brazo en la oscuridad; y alguien ha notado que a veces no encuentra lo que busca a pesar de haber tanta luz. Tendrá una gran cantidad de fusiles, pero es muy dudoso que sirvan para cazar, porque de otro modo, ¿por qué come esas cosas hediondas que pone en recipientes de hierro?
¿Y por qué bebe agua de fuego, que quema la garganta y se la hace beber a los demás? ¿Por qué no permite que nos desnudemos cuando hace demasiado calor? ¿Y por qué no sonríe nunca? ¿Y por qué no le gusta reír con las mujeres de los hombres y hasta prohíbe a los otros que se rían con ellas?
—¿Qué quieres decir con toda esa charla? —gritó Ernenek con tono irritado, para demostrar su autoridad—. ¡Qué mujer que hace bulla!
—Sí, perdona a una mujer descarada el que se atreva a hablar en presencia de tantos hombres magníficos, pero el hombre blanco debe de ser o estúpido o loco. Si es estúpido, no está bien que nos aprovechemos de él; si es loco, nos conviene alejarnos de aquí lo más pronto posible, porque la locura es contagiosa. Tenemos que abandonar este puesto y no volver ya nunca más a él.
—Pero alguien tiene que volver a traer las pieles para recibir las balas.
En el ínterin alguien había cesado de roncar y se solazaba escuchando la conversación.
—En este caso —dijo Asiak resueltamente, mientras saltaba del catre—, tú podrás venir a buscar tus balas y una mujer se irá a buscar a otro hombre. Hay más hombres que mujeres.
En la oscuridad tropezó con un mueble y pisó la nariz de alguien. Eso no podía ocurrir en un iglú, pensó Asiak mientras buscaba su ropa exterior. La encontró, no sin dificultades, se la puso y cargó a su hijo sobre las espaldas. Tanteando se llegó hasta la puerta; al abrirla dejó entrar una ráfaga de viento helado y por fin anunció:
—Ocurre que una mujer de ningún valor está buscándose un nuevo marido, uno que sepa prescindir del hombre blanco. Esa mujer es estúpida, torpe y vieja, pero a veces tiene tanta suerte que consigue desollar animales, curtir las pieles, coser con puntadas diminutas y preparar sutiles agujas; además sabe hacer otras cosas para que un hombre se sienta a gusto. Pero él tiene que ser un buen cazador, porque la mujer en cuestión tiene un hijo sobre sus espaldas y otro en el vientre.
Habiendo dicho estas palabras se retiró y salió a la noche sin preocuparse de cerrar la puerta.
Una lámpara de esteatita que Ernenek dio a los padres de Asiak había bastado para sellar su unión y una lámpara de esteatita en la cabeza del marido podía bastar para romperla... para romper la cabeza, la lámpara o la unión.
En medio de la noche sin estrellas, Asiak encontró con dificultad su tiro de perros entre los numerosos cúmulos de nieve. Doblándose bajo la fuerza del viento, comenzó a preparar el trineo.
Proveniente de la barraca, un hombre se acercó en la oscuridad.
—Necesito una mujer —gritó el hombre contra el viento—. Desde que la mía fue tragada por los hielos del invierno pasado sé que una mujer es casi tan necesaria como un tiro de perros.
No me importa no volver al puesto de intercambio.
—¿Eres un buen cazador? —preguntó Asiak, procurando penetrar las tinieblas. La silueta del hombre revelaba que éste no era gran cosa—. ¿Y tienes todavía todos los dientes?
El hombre sonrió.
—Soy un cazador tan bravo que no sólo tengo un fusil —y así diciendo lo blandió frente a los ojos de Asiak—, sino también muchísimos proyectiles. Además tengo todos los dientes menos dos.
Otra persona se estaba acercando. Asiak, que reconoció la mole maciza de Ernenek y su paso bamboleante, dijo al extraño, levantando la voz:
—Me iré contigo si te apresuras.
Ernenek ya estaba junto a ellos.
—Vete de aquí, hombre —gruñó.
—¿No has oído lo que dijo esta mujer? Tú eres quien debe salir de aquí.
Ernenek, que no había logrado encontrar su cuchillo en la oscuridad de la barraca y estaba desarmado, se lanzó sobre su rival con los puños en alto. El otro bajó el fusil a guisa de lanza, lo apoyó contra el pecho de Ernenek e hizo fuego.
El valor de aquella arma de fuego consistía, más que en ninguna otra cosa, en la cortina de humo que producía. Cuando el viento la hubo disipado, se vio a Ernenek extendido sobre la nieve, mientras el otro, doblado en dos, se oprimía el vientre dolorido por el contragolpe del fusil.
Asiak levantó del suelo el arma que el hombre había dejado caer, la aferró por el cañón y una y otra vez la descargó sobre la cabeza del extraño hasta que la culata voló hecha pedazos y el hombre se alejó gimoteando.
Entonces se arrodilló junto a su marido.
Un haz de luz llegaba desde la barraca y todos los perros, despertados por el disparo, ladraban, gruñían y aullaban, mientras el hombre blanco, seguido por los esquimales, se acercaba maldiciendo, con una linterna en la mano.
El fuego del fusil había quemado la chaqueta de Ernenek y la bala se le había alojado junto a la clavícula. Esta vez se estremeció y gimió cuando Asiak le sondeó la herida con la punta del cuchillo.
—Puesto que todavía puedes mover el brazo, no es necesario extraerla —dijo Asiak—. Por lo menos a partir de este momento, tendrás siempre contigo una bala.
Ernenek se puso en pie, vacilando ligeramente y muy embarazado.
—Que alguien vaya a buscar su ropa exterior y su cuchillo —dijo Asiak.
—¿Por qué? —preguntó Ernenek.
—Porque nos vamos.
—Pero yo soy Ernenek, no soy el hombre con quien querías marcharte.
Asiak se encogió de hombros.
—Pues ése se escapó y tanto vale uno como otro.
Del corrillo de los presentes se levantaron voces de alegría y risas, cuando vieron a la pequeña familia encaramada en el trineo. Y hasta el hombre blanco no pudo ocultar una sonrisa.
El viejo Undik palmeó la espalda de Ernenek y le dijo:
—Vuelve a tu país, hombre, y quédate allí.
Luego todos se retiraron para permitir que el trineo se pusiera en marcha.
No habían recorrido mucho camino cuando Ernenek detuvo bruscamente a los perros.
—Ocurre que alguien se ha olvidado un fusil.
—No, Ernenek, como fui tan estúpida de romper el fusil de aquel hombre, le dije a Undik que le diera el tuyo. Pero si tengo que volver a comer carne de zorro durante todo el verano, para que tú puedas tener otro fusil, será mejor que vuelvas en seguida y lo recobres.
Ernenek se quedó un instante pensativo y luego meneó la cabeza.
—El fusil no vale nada.
—Una mujer ignorante ya lo había comprendido así desde mucho tiempo atrás. Ahora pongamos un poco de camino entre nosotros y el puesto de intercambio. Luego nos detendremos para construir un iglú. Dormimos poco este invierno.
—Entregamos las pieles y no nos llevamos el fusil: verdaderamente un buen negocio — exclamó Ernenek sarcásticamente.
—En efecto, fue un gran negocio —dijo Asiak sin ningún sarcasmo.
Los perros volvieron a ponerse en marcha con todo brío, bajo el estímulo del látigo, y se abrieron en abanico gimiendo y ladrando detrás de las nubecillas de vapor blanco que salían de sus bocas.
Multitudes de nubes heladas y sombrías corrían por el cielo empujadas por el bóreas y provenientes de la región hacia la cual se dirigía el trineo, región donde hombres y animales comen carne cruda y se calientan en el hielo: el techo de la tierra, la cima del mundo.
El contacto que Ernenek y Asiak tuvieron con el hombre blanco había sido tan breve que a veces se preguntaban si no era tan sólo un fruto de su imaginación. Sin embargo, no pensaban mucho en él —todavía no— empeñados como se hallaban en sus actividades cotidianas:
Ernenek cazando y pescando, Asiak con la casa y el cuidado de la familia. Recordando que su madre le había dicho que la lactancia, al interrumpir la menstruación, podía dejar a una mujer prolongadamente estéril después de un parto, Asiak habría querido continuar amamantando a su hijo aún por muchos años, como hacían otras mujeres que había conocido, ya que la vida que llevaban hacía muy incómoda la gravidez e imposible la crianza de una prole numerosa; pero cuando Papik cumplió dos años, Asiak se vio obligada a destetarlo, porque el pequeño estaba tan ávido de carne que la hería con sus agudos dientecitos.
Y un año después de haber destetado a Papik, Asiak dio a luz una niña a la que llamó Ivalú.
También la región sacra de Ivalú presentaba la mogólica mancha azul que en Papik había ya casi desaparecido, porque el niño había crecido y se había hecho un verdadero hombrecito, fuerte y bien plantado, que prometía convertirse algún día en un valeroso cazador. Y no podía ser de otro modo: porque llevaba el propio cordón umbilical desecado en la chaqueta, porque al cumplir un año le habían obligado a comer una cabeza de perro para que su propia cabeza adquiriera el vigor de la del animal y porque llevaba sujeto alrededor de la muñeca un pene de foca que haría de él un buen cazador de focas, mientras los trocitos de piel de oso cosidos a las mangas garantizaban que con el tiempo sería un hábil cazador de osos.
Y Papik bien pronto habría necesitado de todos los amuletos que pudiera llevar, porque un nuevo peligro comenzaba a aumentar los obstáculos naturales de la región ártica.
El nuevo peligro era el hombre blanco.
Cuando Ivalú cumplió cuatro años, un grupo de exploradores avanzó tanto en la región del círculo polar que Ernenek y Asiak, al avistar el campamento en la aurora boreal, no pudieron resistir la tentación de visitarlo.
La expedición estaba compuesta de ocho hombres blancos y de esquimales más numerosos que un hombre contado hasta el final; aún más impresionante era el número de trineos y de perros: diecinueve trineos y una verdadera multitud de perros. Los esquimales provenían de lejanas tribus meridionales, cuyas costumbres eran muy diferentes de las de los hombres polares: hacían hervir la carne, comían muchos alimentos del hombre blanco y practicaban muchos de sus usos.
Los exploradores creían que aquellos indígenas eran capaces de guiarlos con seguridad y pericia a través de las zonas heladas, pero ése no era el parecer de Ernenek. Según él, los esquimales meridionales no sabían mucho más que el hombre blanco, lo cual era muy poco; y a veces hasta sabían aún menos.
Los extranjeros llevaban consigo, desde el lugar de que partían, toda la comida y el combustible necesarios para el viaje. Por el camino levantaban tiendas que el viento se llevaba o grandes casas de nieve que intentaban calentar con estufas de carbón, cosa que no conseguían, a causa de las dimensiones de los ambientes. Además, tenían necesidad de muchísimos trineos para transportar el carbón y de otros trineos para las estufas; luego necesitaban trineos suplementarios para transportar la comida de los perros que tiraban de los trineos del carbón y de las estufas. Por lo tanto necesitaban otros esquimales que cuidaran de esos perros y de esos trineos, y los tales esquimales, a su vez, necesitaban comida y combustible, de suerte que todo aquello se convertía en un círculo vicioso sin remedio.
Cuando Ernenek se puso a hurgar en las cajas de los exploradores, recibió sobre los dedos tal bastonazo que fue a parar rodando a un rincón; pero cuando luego le ofrecieron agua de fuego, se convenció de que aquellos hombres eran decididamente hostiles, por lo que resolvió marcharse.
Si lo hubiera hecho, habría sido mejor.
Pero Asiak estaba cansada, el cielo amenazaba con una tormenta y el viento se enfurecía; por eso determinaron construir un iglú y hacer provisión de sueño antes de ponerse en marcha.
Ernenek fue despertado por Asiak, que le anunciaba jubilosamente:
—Tenemos visitas.
Uno de los exploradores, un hombrecillo enclenque, de hombros caídos, de cara azulada con una nariz muy roja y grandes orejas cargadas de sabañones, se encontraba en el iglú. Ernenek sintiéndose muy honrado, lo saludó mostrando la más generosa de sus sonrisas.
El visitante se sentó en el banco de nieve y miró en torno con evidente curiosidad. Pero cuando se dio cuenta de que se habla sentado sobre el estiércol de los cachorros mostró gran fastidio. Asiak lo limpió con una piel de armiño y dijo alegremente: