El pacto de la corona (23 page)

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Authors: Howard Weinstein

BOOK: El pacto de la corona
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—Doctor, no teníamos posibilidad de elección en ese asunto. Entre tanto, usted ha estado paseándose de forma tan agotadora por aquí arriba, que se encontrará cansado a la hora del descenso.

—Oh, me las arreglaré. Esto no es más que un poco de entrenamiento. Bien sabe Dios que he hecho más ejercicio durante todo este viaje del que había hecho en los últimos veinte años de mi vida. Pero eso no conseguirá apartar mi mente de lo furioso que me siento. Si yo no hubiera estado a las puertas de la muerte cuando Shirn se llevó a Kailyn, habría luchado yo mismo contra esos mocetones si hubiese tenido que…

Spock se volvió abruptamente y miró a un punto emplazado más allá de McCoy, pero el médico estaba demasiado ocupado como para darse cuenta. Continuó culpándose a sí mismo, a Shirn, Spock y los jóvenes guías por toda aquella situación.

—Doctor… —dijo el primer oficial con tono enfático.

McCoy miró finalmente al vulcaniano, luego se volvió en redondo y vio a Kailyn y Shirn que descendían por las últimas rocas de la escarpada ladera. Corrió a recibirlos, a abrazar a Kailyn… pero se detuvo abruptamente y su sonrisa de oreja a oreja se desvaneció cuando la princesa real llegó a la plataforma. Tenía el rostro sin color y los ojos ribeteados de rojo. No la había visto así desde la última crisis de salud del padre a bordo de la Enterprise. Ni siquiera el rechazo amoroso de él la había abatido tan completamente. Sintió un frío helado, mucho mayor del que justificaba el clima.

—¿Qué ha ocurrido?

Kailyn lo miró. Sus ojos se llenaron de nuevas lágrimas. —He fracasado.

Se arrojó en brazos de McCoy y lloró sobre el blando pelo del abrigo.

El médico mantuvo su rostro pegado al de ella. No quería que nadie viese que él también estaba llorando.

20

Spock y Shirn se hallaban juntos al borde de la plataforma rocosa, y resultaba evidente que el anciano jefe estaba profundamente turbado; pero al mismo tiempo se mostraba inflexible: la Corona de Shad no descendería la montaña con ellos.

—Estoy más triste de lo que nunca podría imaginarse, señor Spock. Yo quería que ella lo consiguiese, como si fuera mi propia hija. Pero el Poder parece estar fuera de su alcance.

—¿Parece?

—Fue capaz de conseguir que los cristales se aclararan ligeramente, pero no del todo. Le di tres oportunidades; ése es el motivo por el que permanecimos ausentes tanto tiempo. Intenté calmarla, aliviar sus temores de la mejor manera que pude…

—Sé que lo hizo, pero el fracaso de ella no parece ser concluyente.

—En este asunto no hay lugar para grados —declaró tristemente Shirn—. Hace dieciocho años le juré al rey Stevvin que defendería su ley.

El camino de descenso fue mucho más fácil que el de ascenso, y fue recorrido apresuradamente para llegar a su final antes de que cayese la noche y despertaran los zanigrets que merodeaban durante las horas de oscuridad. Sin embargo, a McCoy le pareció el doble de largo, a causa del sombrío humor que pesaba sobre él. Él había querido marchar junto a Kailyn, pero ella había pedido que la dejasen sola, como a una proscrita, por lo que él la había seguido a unos pocos pasos más atrás.

Cuando llegaron a las cavernas, él se negó a escuchar las protestas de la joven, y le ordenó que descansara, con un sedante a modo de apoyo. Él y Spock la dejaron en su retiro y regresaron a la sala de los pergaminos.

—Todo ha sido culpa mía —dijo McCoy, con el rostro oculto entre las manos. Se dejó caer sobre una alfombra que había en un rincón y apoyó los codos sobre las rodillas, como una marioneta arrojada descuidadamente por un titiritero indiferente—. Yo soy lo peor que jamás le haya ocurrido a esa muchacha, Spock. Deberían someterme a un consejo de guerra por interferencia en esta misión.

—Doctor, está siendo usted innecesariamente punitivo en la valoración que hace de sí mismo.

—Maldición, llamo al pan, pan, y al vino, vino —replicó McCoy con severidad—. Fui enviado para ayudar, para atender la coriocitosis de Kailyn…

—Cosa que ha hecho admirablemente bien. ¿O ha olvidado que le salvó la vida en una ocasión?

—¿Para qué se la salvé? ¿Para que le liara tanto la cabeza que no consiguiese pasar la prueba de la Corona?

—En todo caso, no tiene usted ninguna prueba de que pudiera haber sido capaz de actuar de una forma más eficaz. Todos nosotros expresamos dudas acerca de su madurez y motivación cuando la conocimos y evaluamos por primera vez.

—Pero yo pensaba que ella había superado todo eso.

—Quizá no fue más que una ilusión. Los humanos son propensos a eso —dijo Spock con voz suave.

Pero McCoy estaba demasiado metido en su propio pesar como para conseguir siquiera dedicarle una sonrisa. Lo único que pudo hacer fue sacudir la cabeza.

—Se supone que estoy especializado en psiquiatría. Yo vi lo que iba a ocurrir, y no hice nada para evitarlo. Me lo advirtieron. Christine lo vio, Jim lo vio, incluso usted se dio cuenta… y yo le chillaba a todo el mundo que mantuviera sus narices fuera de mi vida, que ya era mayorcito y podía cuidar de mí mismo.

—La mente no es un aparato perfecto. Es susceptible de cometer errores de acción y percepción…

—Y yo cometí todos los errores del libro. —El médico cerró los ojos—. Y todo porque sentía una tremenda compasión por mí mismo por estar haciéndome viejo. Bueno, todo el mundo envejece. ¿Por qué soy yo tan terco que no puedo aceptarlo?

—Kailyn no se enamoró de usted porque usted se sintiese, como dice, viejo; se enamoró por lo que vio en usted.

—Sí… un condenado imbécil.

—No… una persona solícita que se interesaba profundamente por ella, mucho más allá de lo que requiere una misión militar.

—Y fíjese en el precio que ha pagado por mi culpa.

—¿No le parece que también ha ganado cosas de gran valor?

—¿Como qué?

—El respeto y el afecto de personas a las que no había conocido nunca antes… la capacidad para superar grandes obstáculos al afanarse para alcanzar una meta…

—¿Es que no lo comprende? Esa muchacha no ha llegado a la meta solamente por culpa mía. No sólo he destruido la vida de una jovencita, sino también el futuro de todo un planeta. Shad está condenado a más años de guerra civil porque yo tenía que satisfacer mi propia estúpida vanidad. Si eso no merece un consejo de guerra, no sé qué es lo que lo merece. Quiero que usted informe de esto.

Spock clavó en McCoy sus penetrantes ojos, obligando al médico a mirarlo.

—La Flota Estelar emplea seres vivos, criaturas de carne y hueso con…

—…todas las debilidades de las que la carne es heredera —citó amargamente McCoy.

—Sí. El alto mando espera la mejor actuación de que sus oficiales sean capaces… ni más ni menos. Por lo que a mi informe se refiere, doctor, ésa ha sido la contribución que usted ha hecho a la misión presente.

—Pues, si esto es lo mejor de que soy capaz, no merezco siquiera ser médico.

Spock estaba comenzando a comprender la emoción humana de la exasperación. McCoy estaba tan concentrado en definirse como un despreciable gusano, que no parecía haber ninguna forma de rescatarlo de su autocompasión.

—No había decidido aún si debía informarle de esto, pero, dado que parece tan decidido a despreciarse mucho más allá de los límites de su…

—¿Informarme de qué?

—De lo que Shirn me dijo en la cumbre de la montaña. Finalmente, McCoy se apartó del personaje aniquilador de sí mismo.

—¿De qué está hablando, Spock?

—Cuando Kailyn se puso la Corona, consiguió que los cristales se aclararan ligeramente.

—Ella merece la Corona —dijo McCoy totalmente convencido y con voz sibilante.

Shirn se sentó en los escalones del altar mayor mientras intentaba mantenerse tranquilo y firme.

—Ella no hizo lo que debía hacer. ¿Por qué iba a recompensársela por ello?

—¡Porque ésta no es una situación normal! Ella no accede al trono de una forma ordenada, como lo hicieron su padre y los reyes y reinas que lo precedieron a él.

—Eso ya lo sé, doctor McCoy…

—¿Y por qué, entonces, no quiere tomarlo en consideración?

—Porque no puedo. Ese asunto no depende de mí.

—Depende de usted ahora. Si le permite que se lleve la Corona, nadie sabrá nunca qué ocurrió en la cumbre de esa montaña.

—Escúchese a sí mismo —tronó Shirn—. Escuche la tontería que acaba de decir. ¿Nadie lo sabrá? Ella lo sabrá. ¿Qué ocurriría si la dejase que se llevara la Corona y ella regresase a Shad? ¿Qué pasaría si su pueblo le pidiera que demostrara poseer el Poder, cuando ella no lo tiene? Y aún peor, ¿qué sucedería si se convirtiese en reina y no tuviera ni la sabiduría ni la madurez necesarias para gobernar, o cualquier ayuda mística que pueda conferir el Poder? Piense en esas cosas antes de pedirme que rompa el juramento que le hice al padre de Kailyn, un juramento que hice en este mismo altar, ante sus dioses y los míos.

El jefe kinarri estaba furioso, y McCoY se dio cuenta de que lo había presionado demasiado, aunque también era demasiado tarde como para disculparse. Al menos, de momento. Se volvió y salió de la caverna tan rápidamente como pudo, mientras el taconeo de sus botas sobre la roca era el único sonido perceptible. Resonó contra la bóveda y las paredes y quedó suspendido en el aire después de que McCoy se hubo marchado.

Las horas pasaban lentamente. Pasaría otro día antes de que la Enterprise pudiera —posiblemente— llegar a Sigma 1212. Entre tanto, aguardaba otra noche de insomnio. McCoy no podía enfrentarse con eso. De momento, parecía estar quedándose sin refugios. Kailyn estaba durmiendo en la cámara pequeña, y no era probable que Shirn deseara su compañía después del enfrentamiento que habían tenido junto al altar. Francamente, McCoy no deseaba su propia compañía. El único compañero con el que no se había puesto en contra, últimamente, era Spock.

El vulcaniano levantó la mirada del pergamino que había estado grabando en el sensor. McCoy entró cautelosamente en la sala sintiéndose como un insecto supuestamente benéfico, de esos a los que nadie quiere tener realmente cerca pero al que tampoco nadie quiere aplastar.

—¿Le importa si le hago compañía, Spock?

Con una señal de consentimiento del primer oficial, el médico se sentó en la alfombra y miró el rollo de pergamino.

—¿Qué es eso que está leyendo?

—Nada que pueda resultarle de interés. Simples historias agrícolas. Además, supongo que no ha venido usted aquí para dedicarse a la investigación.

Una media docena de réplicas cortantes se insinuaron en la mente de McCoy, pero no consiguió reunir ni el más ligero esfuerzo para espetárselas al vulcaniano.

—Tiene usted razón —suspiró.

—¿Ninguna otra observación?

—No. Usted parece ser la única persona de Sigma capaz de estar en la misma habitación que yo, así que será mejor que no abuse de mi suerte.

—¿Hay algo que pueda hacer para ayudarlo?

—¿A mí? No; pero puede ayudar a Kailyn. Sé que necesita alguien con quien hablar, pero creo que yo me he eliminado de entre las posibilidades. ¿Haría usted…?

Spock ya se hallaba de pie.

—Por supuesto, doctor. Dudo de que pueda suplantarlo jamás como padre confesor, pero lo haré de la mejor manera posible.

—Gracias, Spock.

«Por todo.»

Pero Kailyn no estaba en el dormitorio. Sin decir una palabra para no alarmar a nadie, Spock salió silenciosamente de las cavernas y se aventuró al exterior, con la pistola fásica en la mano y los ojos errantes en busca de posibles problemas.

Afortunadamente, fue fácil encontrar a Kailyn, que se hallaba de pie contra la pared rocosa que dominaba los oscuros valles de pastoreo. Ni se sobresaltó ni se volvió al oír la voz de Spock detrás de sí.

—¿Por qué está fuera de las cavernas? Ya sabe los peligros que acechan aquí fuera.

—Por eso estoy aquí —respondió finalmente ella—. Quiero morir.

Spock avanzó hasta detenerse junto a ella. Estaban lejos de los barrancos y relativamente a salvo del ataque de los animales. Dado que ella parecía más dispuesta a hablar bajo la cobertura de la noche que en los confines de las cavernas, el vulcaniano no hizo ningún intento de llevarla de vuelta al interior.

—¿Quiere realmente eso?

Ella mantuvo los ojos fijos en las distantes estrellas. —¿Tengo algún motivo para vivir?

—¿Por qué quiere deshacerse usted de la vida a edad tan temprana?

—Porque, a edad tan temprana, he fracasado en todas las cosas de importancia, y he decepcionado a todos aquellos que alguna vez se preocuparon por mí o significaron algo para mí.

—Nadie ha emitido un juicio tan severo sobre usted, Kailyn.

—Nadie tiene que hacerlo. Puede que sea una niña, pero tengo la edad suficiente como para saber que les he fallado a usted y al doctor McCoy, y también a Shirn. Y he destruido los sueños que mi padre tenía para nuestro planeta… y, en definitiva, eso significa que todo un mundo sufrirá por mi causa.

—Es extraño. McCoy reclama muchos de esos fallos como suyos propios.

Al oír aquello, ella se volvió con expresión mortificada.

—¿Eso hace? ¿Por qué?

—Él cree que es el culpable de lo que usted describe como su fracaso de hoy.

—Es mi propia culpa.

—¿No se le ha ocurrido pensar que nadie es culpable?

Kailyn lo miró fijamente; todo su rostro era una pregunta.

—¿Cómo podría no ser culpa de nadie?

—Nadie ha saboteado el esfuerzo que realizó hoy, ni McCoy ni usted misma. Los mismos sucesos podrían haber tenido lugar independientemente de las circunstancias. No le ha fallado usted a nadie… excepto quizá a sí misma.

Ella bajó los ojos pero no pronunció ni una sola palabra.

—Supongo que todavía me presta atención.

Ella asintió con la cabeza, aunque mantuvo los ojos fijos en el suelo.

—Muy bien. Por favor, comprenda que esto no es un sermón. No tengo intención alguna de decirle lo que debe hacer. Pero existen algunos factores que debería usted considerar, y yo voy a intentar señalarlos. Primero, le fue encomendada una tarea… una tarea inmensa para alguien tan joven como usted… con muy poca preparación para llevarla a cabo.

—Pero tenía que ser de esa forma, señor Spock.

—Soy consciente de ello, y me alegra que acepte el hecho de que nadie tuvo la culpa por esa desafortunada situación.

Spock hizo una pausa, y su voz se suavizó y perdió el tono pedante.

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