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Authors: Howard Weinstein
La muerte del rey de Shad, viejo amigo de Kirk, plantea una difícil situación política: en el reino existe una guerra civil latente atizada por los klingon, que nunca han ocultado sus ambiciones expansionistas. La joven princesa Kaylin, heredera legítima, ha de demostrar que posee los poderes mentales que exige su puesto. Spock y McCoy tienen que hacer posible que estos se revelen, y la Enterprise se encargará de llevar a la heredera a su reino. Pero para ello es preciso sortear la férrea vigilancia de los klingon.
Howard Weinstein
El pacto de la corona
Star Trek - 3
ePUB v.1.1
Huygens30.04.12
1
Es gris, Jim —dijo el doctor Leonard McCoy.
El médico de la nave se hallaba ante el espejo, revolviendo entre su mata de cabellos como si buscase la causa de algún estado de salud misterioso.
Fue la primera sospecha que tuvo el capitán James Kirk de que la fiesta de cumpleaños podría ser un tremendo error.
A veces, Kirk tenía la sensación de que la totalidad del universo estaba aliada contra él. Estaban las grandes cosas como guerras y supernovas, acontecimientos que estaban tan obviamente fuera de su control, que no podía tomárselos como algo personal. Pero cuando los pequeños planes, trazados de la mejor manera posible, también se desviaban de su objetivo, no tenía más remedio que preguntarse qué habría hecho para merecer aquella suerte.
En el imponente devenir de la historia, puede que el cumpleaños de su oficial médico no significase mucho, pero Kirk quería que fuese algo especial. Después de todo, McCoy no tenía ningún amigo mejor que él en la galaxia, así que el capitán estaba decidido a que esa fecha no pasase sin pena ni gloria.
Hasta que descubrió que el propio McCoy no sólo quería que pasase sin pena ni gloria, sino totalmente inadvertida.
—Completamente gris —repitió McCoy, frunciendo el entrecejo.
—Oh, vamos, Bones. Un poco de plata en torno a las sienes apenas puede considerarse como completamente gris —dijo Kirk, con un destello divertido en los ojos mientras se situaba detrás de McCoy.
McCoy le echó una mirada feroz al reflejo del capitán que asomaba por encima de uno de sus hombros.
—No es nada divertido, Jim. Yo me estoy volviendo viejo y usted está histérico.
—Está exagerando un poco.
—Eso —señaló McCoy con aspereza— es también un signo de que me estoy haciendo viejo.
El ánimo del médico no había mejorado cuando él y Kirk salieron del turboascensor, en las proximidades de uno de los comedores de la nave.
—¿No se da cuenta de cuánto tiempo hace que nadie me llama «Lenny»… o «hijo»?
—Bones, ¿realmente hecha usted de menos que alguien lo llame «hijo»?
—No. Lo odiaba cuando era un crío —respondió McCoy, deteniéndose cuando una bonita oficial de guardia salió del comedor, les dedicó una sonrisa a ambos y luego desapareció en la curva del pasillo—. Pero era muchísimo más agradable cuando dos tercios de las damas de a bordo no eran lo bastante jóvenes como para ser mis hijas. Sólo me queda una solución: renegar de mis próximos cumpleaños. Hacer caso omiso de todos ellos.
Guau, pensó Kirk, mientras entraban para comer. ¿Debía suspender los planes que tenía para el cumpleaños? La invitación expedida junto con las órdenes de guardia, había aparecido en las terminales de todos los tripulantes excepto en la de McCoy… La comida que había dispuesto y programado especialmente, junto con amenazas contra cualquiera que dejase filtrar el secreto… ¿Cancelar una maravillosa fiesta sorpresa potencial sólo porque el hombre que cumplía años no quería tomar parte alguna en la misma?
Desde luego que no. Si McCoy quería ser un aguafiestas, que así fuese. La mayoría de las fiestas de cumpleaños de a bordo de la
USS Enterprise
eran reuniones reducidas a las que sólo asistían los amigos más íntimos del invitado de honor; pero aquélla sería una rara reunión de toda la tripulación de la nave; después de todo, incluso los miembros más jóvenes habían llegado a considerar al médico como a un tío caprichoso y excéntrico, del tipo de los que lo reprenden a uno de niño y luego le dan un caramelo cuando la madre no lo ve. Todos sabían que las atenciones de McCoy se originaban en algo mucho más profundo que la mera responsabilidad profesional.
Y Kirk sabía que el motín sería una clara posibilidad si él cancelaba todo el asunto después de los planes que había estado trazando y de cómo había crecido la expectación. Si necesitaba una última palabra para apaciguar sus temores, allí estaba el ingeniero jefe Montgomery Scott para proporcionársela, con aquel toque de penetrante sentido común que siempre desplegaba cuando conseguía apartar la mirada de sus motores.
—Ponga a McCoy en una habitación con las damas, mucha buena bebida, una comida refinada y un poco de canciones —dijo Scott—, y se olvidará por completo de cualquier cosa que lo aflija.
Más tarde, Kirk dio la señal acordada. En grupos de dos y tres, los miembros de la tripulación que estaban fuera de servicio se encaminaron a la sala de recepciones de la planta séptima. El resolver la parte dura quedaba en manos de Kirk: conseguir que McCoy dejara de contarse las canas durante el tiempo suficiente como para asistir a la celebración.
—Vamos, Bones —le dijo Kirk al cuerpo inerte que se hallaba acurrucado en la cama de McCoy.
—Déjeme tendido en la oscuridad. Quizá así dejaré de hacerme viejo —suspiró McCoy—. Si tuviera hojas, al menos dejaría de realizar la fotosíntesis.
—Usted es un médico, no una planta —señaló Kirk, gruñendo al aferrar un brazo de McCoy y tirar de él hasta conseguir que el médico se sentase. Se sintió levemente estúpido—. Vamos. No tengo intención de llevarlo en brazos.
—¿A dónde quiere llevarme?
—A la sala de recepción.
McCoy intentó volver a la posición fetal en la que lo había encontrado el capitán, pero Kirk lo sujetó por el brazo.
—¡Ay! Déjeme solo, Jim. ¿Qué voy a hacer en la sala de recepción en este estado mental?
—Va usted a salir de ese estado, eso es lo que hará. He planeado las cosas de forma que tenga la oportunidad de dedicarse a uno de sus pasatiempos favoritos: incordiar a Spock mientras yo juego con él al ajedrez.
McCoy dejó escapar un largo suspiro, como el de una llanta que se desinfla.
—Bueno, si me lo pone así…
Se levantó y siguió a Kirk al exterior del camarote. El taciturno McCoy realizó el recorrido hasta la séptima planta con un poco menos de alegría que si se tratase de un paseo hasta la horca, y Kirk tuvo que reprimir el impulso de volverse atrás.
Giraron para situarse delante de la sala de recepción, y las puertas se abrieron para dejar a la vista una caverna completamente oscura. Kirk empujó a su amigo al interior y las luces se encendieron de pronto, cambiando a rojo, azul, amarillo y blanco. Sin proferir sonido alguno, McCoy retrocedió al menos un metro de un solo salto y aterrizó directamente sobre los dedos de los pies de Kirk. La multitud oculta de miembros de la tripulación salió de debajo de las mesas y tiestos de plantas gritando:
—¡Feliz cumpleaños, McCoy!
Kirk, tras prepararse para una mirada que podía llegar a matar, se volvió a mirar al médico. McCoy tenía los ojos nublados por la impresión. Los gritos cedieron paso a los aplausos y las carcajadas, y una encantadora teniente del equipo médico puso en manos de McCoy una bebida y su propia persona. Finalmente, el médico se dejó arrastrar a la celebración, aunque no antes de lanzarle una mirada de ferocidad a Kirk.
—¡Jim, ésta me la pagará!
Kirk rió entre dientes y se sentó junto al jefe de ingenieros.
—Creo que tenía usted razón, Scotty.
—Bueno, no es sólo de motores de lo que entiendo, señor —respondió Scott, con la frente fruncida en un gesto de falsa modestia—. El único problema que le encuentro al asunto es que querrá una fiesta de éstas cada vez que se sienta viejo. Piense bien en ello, señor… Yo mismo me siento un poquitin viejo.
Los miembros de la tripulación pululaban en torno a las largas mesas cargadas de pasteles, entremeses y bebidas, y las primeras bandejas quedaron limpias en un abrir y cerrar de ojos. Chekov pinchaba lúgubremente un microscópico trozo de pastel con el tenedor, mientras que la doctora Christine Chapel y los tenientes comandantes Uhura y Sulu los hundían en trozos que eran casi demasiado grandes para sus platos.
—Humm —ronroneó Uhura—. No sabía yo que el sintetizador de comida fuese capaz de hacer pasteles como éste. —No podía —replicó Christine—, hasta que yo cambié ligeramente el programa.
Todos se echaron a reír a carcajadas, excepto Chekov. Sulu lo tocó con un codo.
—¿Qué le ocurre?
—¿Dónde ha dejado la cara de las fiestas? —preguntó Uhura.
—Tengo la impresión de que ésta es su cara de las fiestas —comentó Sulu haciendo una mueca—. Ya sabe usted cómo son estos taciturnos rusos.
Deslizó el tenedor por debajo de un enorme trozo de pastel y lo depositó en el plato del taciturno jefe de seguridad. Chekov lo devolvió prontamente a la bandeja, profiriendo un estrangulado grito de frustración.
—Eso engorda.
—Es usted aún un niño en edad de crecimiento —le dijo Uhura—. ¿Desde cuándo le preocupa la comida que engorda?
—Desde que vi que había engordado cuatro kilos y medio.
—¿Dónde los tiene? ¿En los dedos de los pies?
Chekov se encogió de hombros con genuina consternación.
—No tengo ni la más remota idea. Yo no me siento gordo. —Christine —dijo Sulu—, ¿pesa realmente cuatro kilos y medio de más?
Christine mordisqueó su trozo de pastel con una clara expresión de culpabilidad.
—Eso es lo que indicó la báscula. Cuando envejecemos, nuestro metabolismo cambia. Uno aumenta de peso con más facilidad y ese peso va a parar a sitios diferentes. Enfrentémonos con ello, Chekov, ya no tiene usted veinte años.
—No me lo recuerde.
El alegre ruido de voces y entrechocar de cubiertos de la fiesta prometía que ésta duraría todo un ciclo diurno. Después de todo, McCoy había insistido en que todos los turnos tuviesen una oportunidad para observar a una reliquia viviente en carne y hueso, aunque se tratase de una reliquia concienzudamente borracha. Kirk iba camino del puente para retomar el mando cuando la nave se estremeció repentinamente. Fue un temblor casi imperceptible que pasó inadvertido para casi todos los que estaban a bordo, excepto para Kirk y Scott. Sintieron la oleada de la aceleración repentina y avanzaron juntos hacia el intercomunicador en el momento en que se oía la suave voz del primer oficial Spock.
—Capitán Kirk, al puente, por favor.
Kirk pulsó el botón que había en la pared.
—Aquí Kirk. ¿Es que alguien ha llevado ahí arriba una caja de whisky clandestinamente?
—Negativo, señor. Todo el personal de guardia debe permanecer en estado de sobriedad.
—En ese caso, ¿por qué están ustedes zarandeando la nave, señor Spock?
—Eso. Tienen que haber pasado a factor hiperespacial seis.
—Factor ocho, señor Scott.
—Scotty, me sorprende usted —le dijo Kirk, con falso asombro.
—Supongo que he bebido demasiado, señor.
—¿Qué está ocurriendo, Spock?
Hubo un momento de vacilación antes de que el vulcaniano le respondiese, y Kirk tuvo la sensación de que aquél no era momento para bromas.