Read El otoño del patriarca Online
Authors: Gabriel García Márquez
La segunda vez que lo encontraron carcomido por los gallinazos en la misma oficina, con la misma ropa y en la misma posición, ninguno de nosotros era bastante viejo para recordar lo que ocurrió la primera vez, pero sabíamos que ninguna evidencia de su muerte era terminante, pues siempre había otra verdad detrás de la verdad. Ni siquiera los menos prudentes nos conformábamos con las apariencias, porque muchas veces se había dado por hecho que estaba postrado de alferecía y se derrumbaba del trono en el curso de las audiencias torcido de convulsiones y echando espuma de hiel por la boca, que había perdido el habla de tanto hablar y tenía ventrílocuos traspuestos detrás de las cortinas para fingir que hablaba, que le estaban saliendo escamas de sábalo por todo el cuerpo como castigo por su perversión, que en la fresca de diciembre la potra le cantaba canciones de navegantes y sólo podía caminar con ayuda de una carretilla ortopédica en la que llevaba puesto el testículo herniado, que un furgón militar había metido a medianoche por las puertas de servicio un ataúd con equinas de oro y vueltas de púrpura, y que alguien había visto a Leticia Nazareno desangrándose de llanto en el jardín de la lluvia, pero cuanto más ciertos parecían los rumores de su muerte más vivo y autoritario se le veía aparecer en la ocasión menos pensada para imponerle otros rumbos imprevisibles a nuestro destino. Habría sido muy fácil dejarse convencer por los indicios inmediatos del anillo del sello presidencial o el tamaño sobrenatural de sus pies de caminante implacable o la rara evidencia del testículo herniado que los gallinazos no se atrevieron a picar, pero siempre hubo alguien que tuviera recuerdos de otros indicios iguales en otros muertos menos graves del pasado. Tampoco el escrutinio meticuloso de la casa aportó ningún elemento válido para establecer su identidad. En el dormitorio de Bendición Alvarado, de quien apenas recordábamos la fábula de su canonización por decreto, encontramos algunas jaulas desportilladas con huesecitos de pájaros convertidos en piedra por los años, vimos un sillón de mimbre mordisqueado por las vacas, vimos estuches de pinturas de agua y vasos de pinceles de los que usaban las pajareras de los páramos para vender en las ferias a otros pájaros descoloridos haciéndolos pasar por oropéndolas, vimos una tinaja con una mata de toronjil que había seguido creciendo en el olvido cuyas ramas se trepaban por las paredes y se asomaban por los ojos de los retratos y se salieron por la ventana y habían terminado por embrollarse con la fronda montuna de los patios posteriores, pero no hallamos ni la rastra menos significativa de que él hubiera estado nunca en ese cuarto. En el dormitorio nupcial de Leticia Nazareno, de quien teníamos una imagen más nítida no sólo porque había reinado en una época más reciente sino también por el estruendo de sus actos públicos, vimos una cama buena para desafueros de amor con el toldo de punto convertido en un nidal de gallinas, vimos en los arcones las sobras de las polillas de los cuellos de zorros azules, las armazones de alambres de los miriñaques, el polvo glacial de los pollerines, los corpiños de encajes de Bruselas, los botines de hombre que usaban dentro de la casa y las zapatillas de raso con tacón alto y trabilla que usaba para recibir, los balandranes talares con violetas de fieltro y cintas de tafetán de sus esplendores funerarios de primera dama y el hábito de novicia de un lienzo basto como el cuero de un carnero del color de la ceniza con que la trajeron secuestrada de Jamaica dentro de un cajón de cristalería de fiesta para sentarla en su poltrona de presidenta escondida, pero tampoco en aquel cuarto hallamos ningún vestigio que permitiera establecer al menos si aquel secuestro de corsarios había sido inspirado por el amor. En el dormitorio presidencial, que era el sitio de la casa donde él pasó la mayor parte de sus últimos años, sólo encontramos una cama de cuartel sin usar, una letrina portátil de las que sacaban los anticuarios de las mansiones abandonadas por los infantes de marina, un cofre de hierro con sus noventa y dos condecoraciones y un vestido de lienzo crudo sin insignias igual al que tenía el cadáver, perforado por seis proyectiles de grueso calibre que habían hecho estragos de incendio al entrar por la espalda y salir por el pecho, lo cual nos hizo pensar que era cierta la leyenda corriente de que el plomo disparado a traición lo atravesaba sin lastimarlo, que el disparado de frente rebotaba en su cuerpo y se volvía contra el agresor, y que sólo era vulnerable a las balas de piedad disparadas por alguien que lo quisiera tanto como para morirse por él. Ambos uniformes eran demasiado pequeños para el cadáver, pero no por eso descartamos la posibilidad de que fueran suyos, pues también se dijo en un tiempo que él había seguido creciendo hasta los cien años y que a los ciento cincuenta había tenido una tercera dentición, aunque en verdad el cuerpo roto por los gallinazos no era más grande que un hombre medio de nuestro tiempo y tenía unos dientes sanos, pequeños y romos que parecían dientes de leche, y tenía un pellejo color de hiel punteado de lunares de decrepitud sin una sola cicatriz y con bolsas vacías por todas partes como si hubiera sido muy gordo en otra época, le quedaban apenas las cuencas desocupadas de los ojos que habían sido taciturnos, y lo único que no parecía de acuerdo con sus proporciones, salvo el testículo herniado, eran los pies enormes, cuadrados y planos con uñas rocallosas y torcidas de gavilán. Al contrario de la ropa, las descripciones de sus historiadores le quedaban grandes, pues los textos oficiales de los parvularios lo referían como un patriarca de tamaño descomunal que nunca salía de su casa porque no cabía por las puertas, que amaba a los niños y a las golondrinas, que conocía el lenguaje de algunos animales, que tenía la virtud de anticiparse a los designios de la naturaleza, que adivinaba el pensamiento con sólo mirar a los ojos y conocía el secreto de una sal de virtud para sanar las lacras de los leprosos y hacer caminar a los paralíticos. Aunque todo rastro de su origen había desaparecido de los textos, se pensaba que era un hombre de los páramos por su apetito desmesurado de poder, por la naturaleza de su gobierno, por su conducta lúgubre, por la inconcebible maldad del corazón con que le vendió el mar a un poder extranjero y nos condenó a vivir frente a esta llanura sin horizonte de áspero polvo lunar cuyos crepúsculos sin fundamento nos dolían en el alma. Se estimaba que en el transcurso de su vida debió tener más de cinco mil hijos, todos sietemesinos, con las incontables amantes sin amor que se sucedieron en su serrallo hasta que él estuvo en condiciones de complacerse con ellas, pero ninguno llevó su nombre ni su apellido, salvo el que tuvo con Leticia Nazareno que fue nombrado general de división con jurisdicción y mando en el momento de nacer, porque él consideraba que nadie era hijo de nadie más que de su madre, y sólo de ella. Esta certidumbre parecía válida inclusive para él, pues se sabía que era un hombre sin padre como los déspotas más ilustres de la historia, que el único pariente que se le conoció y tal vez el único que tuvo fue su madre de mi alma Bendición Alvarado a quien los textos escolares atribuían el prodigio de haberlo concebido sin concurso de varón y de haber recibido en un sueño las claves herméticas de su destino mesiánico, y a quien él proclamó por decreto matriarca de la patria con el argumento simple de que madre no hay sino una, la mía, una rara mujer de origen incierto cuya simpleza de alma había sido el escándalo de los fanáticos de la dignidad presidencial en los orígenes de su régimen, porque no podían admitir que la madre del jefe del estado se colgaba en el cuello una almohadilla de alcanfor para preservarse de todo contagio y trataba de ensartar el caviar con el tenedor y caminaba como una tanga con las zapatillas de charol, ni podían aceptar que tuviera un colmenar en la terraza de la sala de música, o criara pavos y pájaros pintados con aguas de colores en las oficinas públicas o pusiera a secar las sábanas en el balcón de los discursos, ni podían soportar que había dicho en una fiesta diplomática que estoy cansada de rogarle a Dios que tumben a mi hijo, porque esto de vivir en la casa presidencial es como estar a toda hora con la luz prendida, señor, y lo había dicho con la misma verdad natural con que un día de la patria se abrió paso por entre las guardias de honor con una canasta de botellas vacías y alcanzó la limusina presidencial que iniciaba el desfile del jubileo en el estruendo de las ovaciones y los himnos marciales y las tormentas de flores, y metió la canasta por la ventana del coche y le gritó a su hijo que ya que vas a pasar por ahí aprovecha para devolver estas botellas en la tienda de la esquina, pobre madre. Aquella falta de sentido histórico había de tener su noche de esplendor en el banquete de gala con que celebramos el desembarco de los infantes de marina al mando del almirante Higgingson, cuando Bendición Alvarado vio a su hijo en uniforme de etiqueta con las medallas de oro y los guantes de raso que siguió usando por el resto de su vida y no pudo reprimir el impulso de su orgullo materno y exclamó en voz alta ante el cuerpo diplomático en pleno que si yo hubiera sabido que mi hijo iba a ser presidente de la república lo hubiera mandado a la escuela, señor, cómo seria la vergüenza que desde entonces la desterraron en la mansión de los suburbios, un palacio de once cuartos que él se había ganado en una buena noche de dados cuando los caudillos de la guerra federal se repartieron en la mesa de juego el espléndido barrio residencial de los conservadores fugitivos, sólo que Bendición Alvarado despreció los ornamentos imperiales que me hacen sentir como si fuera la esposa del Sumo Pontífice y prefirió las habitaciones de servicio junto a las seis criadas descalzas que le habían asignado, se instaló con su máquina de coser y sus jaulas de pájaros pintorreteados en un camaranchón de olvido a donde nunca llegaba el calor y era más fácil espantar a los mosquitos de las seis, se sentaba a coser frente a la luz ociosa del patio grande y el aire de medicina de los tamarindos mientras las gallinas andaban extraviadas por los salones y los soldados de la guardia acechaban a las camareras en los aposentos vacíos, se sentaba a pintar oropéndolas con aguas de colores y a lamentarse con las sirvientas de la desgracia de mi pobre hijo a quien los infantes de marina tenían traspuesto en la casa presidencial, tan lejos de su madre, señor, sin una esposa solícita que lo asistiera a medianoche si lo despertaba un dolor, y envainado con ese empleo de presidente de la república por un sueldo rastrero de trescientos pesos mensuales, pobre hijo. Ella sabía bien lo que decía, porque él la visitaba a diario mientras la ciudad chapaleaba en el légamo de la siesta, le llevaba las frutas azucaradas que tanto le gustaban y se valía de la ocasión para desahogarse con ella de su condición amarga de calanchín de infantes, le contaba que debía escamotear en las servilletas las naranjas de azúcar y los higos de almíbar porque las autoridades de ocupación tenían contabilistas que anotaban en sus libros hasta las sobras de los almuerzos, se lamentaba de que el otro día vino a la casa presidencial el comandante del acorazado con unos como astrónomos de tierra firme que tomaron medidas de todo y ni siquiera se dignaron saludarme sino que me pasaban la cinta métrica por encima de la cabeza mientras hacían sus cálculos en inglés y me gritaban con el intérprete que te apartes de ahí, y él se apartaba, que se quitara de la claridad, se quitaba, que te pongas donde no estorbes, carajo, y él no sabía dónde ponerse sin estorbar porque había medidores midiendo hasta el tamaño de la luz de los balcones, pero aquello no había sido lo peor, madre, sino que le pusieron en la calle a las dos últimas concubinas raquíticas que le quedaban porque el almirante había dicho que no eran dignas de un presidente, y andaba de veras tan escaso de mujer que algunas tardes hacía como que se iba de la mansión de los suburbios pero su madre lo sentía correteando a las sirvientas en la penumbra de los dormitorios, y era tanta su pena que alborotaba a los pájaros en las jaulas para que nadie se diera cuenta de las penurias del hijo, los hacía cantar a la fuerza para que los vecinos no sintieran los ruidos del asalto, el oprobio del forcejeo, las amenazas reprimidas de que se quede quieto mi general o se lo digo a su mamá, y estropeaba la siesta de los turpiales obligándolos a reventar para que nadie oyera su resuello sin alma de marido urgente, su desgracia de amante vestido, su llantito de perro, sus lágrimas solitarias que se iban como anocheciendo, como pudriéndose de lástima con el cacareo de las gallinas alborotadas en los dormitorios por aquellos amores de emergencia en el aire de vidrio líquido y el agosto sin dios de las tres de la tarde, pobre hijo mío. Aquel estado de escasez había de durar hasta que las fuerzas de ocupación abandonaran el país espantadas por una peste cuando todavía faltaban muchos años para que se cumplieran los términos del desembarco, desbarataron en piezas numeradas y metieron en cajones de tablas las residencias de los oficiales, arrancaron enteros los prados azules y se los llevaron enrollados como si fueran alfombras, envolvieron las cisternas de hule de las aguas estériles que les mandaban de su tierra para que no se los comieran por dentro los gusarapos de nuestros afluentes, desmantelaron sus hospitales blancos, dinamitaron los cuarteles para que nadie supiera cómo estuvieron construidos, abandonaron en el muelle el viejo acorazado de desembarco por cuya cubierta se paseaba en noches de junio el espanto de un almirante perdido en la borrasca, pero antes de llevarse en sus trenes voladores aquel paraíso de guerras portátiles le impusieron a él la medalla de la buena vecindad, le rindieron honores de jefe de estado y le dijeron en voz alta para que todo el mundo lo oyera que ahí te dejamos con tu burdel de negros a ver cómo te las compones sin nosotros, pero se fueron, madre, qué carajo, se habían ido, y por primera vez desde sus tiempos cabizbajos de buey de ocupación él subió las escaleras gobernando de viva voz y de cuerpo presente a través de un tumulto de súplicas de que restableciera las peleas de gallo, y él mandaba, de acuerdo, que permitiera otra vez el vuelo de las cometas y otras tantas diversiones de pobres que habían prohibido los infantes, y él mandaba, de acuerdo, tan convencido de ser el dueño de todo su
poder que invirtió los colores de la bandera y cambió el gorro frigio del escudo por el dragón vencido del invasor, porque al fin somos perros de nosotros mismos, madre, viva la peste. Bendición Alvarado se acordaría toda la vida de aquellos sobresaltos del poder y de otros más antiguos y amargos de la miseria, pero nunca los evocó con tanta pesadumbre como después de la farsa de la muerte cuando él andaba chapaleando en el pantano de la prosperidad mientras ella seguía lamentándose con quien quisiera oírla de que no vale la pena ser la mamá del presidente y no tener en el mundo nada más que esta triste máquina de coser, se lamentaba de que ahí donde ustedes lo ven con su carroza de entorchados mi pobre hijo no tenía ni un hoyo en la tierra para caerse muerto después de tantos y tantos años de servirle a la patria, señor, no es justo, y no seguía lamentándose por costumbre ni por engaño sino porque él ya no la hacía partícipe de sus quebrantos ni se precipitaba como antes a compartir con ella los mejores secretos del poder, y había cambiado tanto desde los tiempos de los infantes que a Bendición Alvarado le parecía que él estaba más viejo que ella, que la había dejado atrás en el tiempo, lo sentía trastabillar en las palabras, se le enredaban las cuentas de la realidad, a veces babeaba, y la había asaltado una compasión que no era de madre sino de hija cuando lo vio llegar a la mansión de los suburbios cargado de paquetes que se desesperaba por abrir todos al mismo tiempo, reventaba los cáñamos con los dientes, se le rompían las uñas con los sunchos antes de que ella encontrara las tijeras en el canasto de costura, sacaba todo a manos llenas del matorral de ripios ahogándose en las ansias de su vuelo, mire qué buenas vainas, madre, decía, una sirena viva en un acuario, un ángel de cuerda de tamaño natural que volaba por los aposentos dando la hora con una campana, un caracol gigante en cuyo interior no se escuchaba el oleaje y el viento de los mares sino la música del himno nacional, qué vainas tan berracas, madre, ya ve qué bueno es no ser pobre, decía, pero ella no le alentaba el entusiasmo sino que se ponía a mordisquear los pinceles de pintar oropéndolas para que el hijo no notara que el corazón se le desmigajaba de lástima evocando un pasado que nadie conocía como ella, recordando cuánto le había costado a él quedarse en la silla en que estaba sentado, y no en estos tiempos de ahora, señor, no en estos tiempos fáciles en que el poder era una materia tangible y única, una bolita de vidrio en la palma de la mano, como él decía, sino cuando era un sábalo fugitivo que nadaba sin dios ni ley en un palacio de vecindad, perseguido por la cáfila voraz de los últimos caudillos de la guerra federal que me habían ayudado a derribar al general y poeta Lautaro Muñoz, un déspota ilustrado a quien Dios tenga en su santa gloria con sus misales de Suetonio en latín y sus cuarenta y dos caballos de sangre azul, pero a cambio de sus servicios de armas se habían apoderado de las haciendas y ganados de los antiguos señores proscritos y se habían repartido el país en provincias autónomas con el argumento inapelable de que esto es el federalismo mi general, por esto hemos derramado la sangre de nuestras venas, y eran reyes absolutos en sus tierras, con sus leyes propias, sus fiestas patrias personales, su papel moneda firmado por ellos mismos, sus uniformes de gala con sables guarnecidos de piedras preciosas y dormanes de alamares de oro y tricornios con penachos de colas de pavorreales copiados de antiguos cromos de virreyes de la patria antes de él, y eran montunos y sentimentales, señor, entraban en la casa presidencial por la puerta grande sin permiso de nadie pues la patria es de todos mi general, por eso le hemos sacrificado la vida, acampaban en la sala de fiestas con sus serrallos paridos y los animales de granja de los tributos de paz que exigían a su paso por todas partes para que nunca les faltara de comer, llevaban una escolta personal de mercenarios bárbaros que en vez de botas se envolvían los pies en piltrafas de trapos y apenas si sabían expresarse en lengua cristiana pero eran sabios en trampas de dados y feroces y diestros en el manejo de las armas de guerra, de modo que la casa del poder parecía un campamento de gitanos, señor, tenía un olor denso de creciente de río, los oficiales del estado mayor se habían llevado para sus haciendas los muebles de la república, se jugaban al dominó los privilegios del gobierno indiferentes a las súplicas de su madre Bendición Alvarado que no tenía un instante de reposo tratando de barrer tanta basura de feria, tratando de poner aunque fuera un poco de orden en el naufragio, pues ella era la única que había intentado resistir al envilecimiento irredimible de la gesta liberal, sólo ella había intentado expulsarlos a escobazos cuando vio la casa pervertida por aquellos réprobos de mal vivir que se disputaban las poltronas del mando supremo en altercados de naipes, los vio haciendo negocios de sodomía detrás del piano, los vio cagándose en las ánforas de alabastro a pesar de que ella les advirtió que no, señor, que no eran excusados portátiles sino ánforas rescatadas de los mares de Pantelaria, pero ellos insistían en que eran micas de ricos, señor, no hubo poder humano capaz de disuadirlos, ni hubo poder divino capaz de impedir que el general Adriano Guzmán asistiera a la fiesta diplomática de los diez años de mi ascenso al poder, aunque nadie hubiera podido imaginar lo que nos esperaba cuando apareció en la sala de baile con un austero uniforme de lino blanco escogido para la ocasión, apareció sin armas, tal como me lo había prometido bajo palabra de militar, con su escolta de prófugos franceses vestidos de civil y cargados de anturios de Cayena que el general Adriano Guzmán repartió uno por uno entre las esposas de los embajadores y ministros después de solicitar con una reverencia el permiso de sus maridos, pues así le habían dicho sus mercenarios que era de buen recibo en Versalles y así lo había cumplido con un raro ingenio de caballero, y luego permaneció sentado en un rincón de la fiesta con la atención fija en el baile y aprobando con la cabeza, muy bien, decía, bailan bien estos cachacos de las Europas, decía, a cada quién lo suyo, decía, tan olvidado en su poltrona que sólo yo me di cuenta de que uno de sus edecanes le volvía a llenar la copa de champaña después de cada sorbo, y a medida que pasaban las horas se volvía más tenso y sanguíneo de lo que era al natural, se soltaba un botón de la guerrera ensopada de sudor cada vez que la presión de un eructo reprimido se le subía hasta los ojos, sollozaba de sopor, madre, y de pronto se levantó a duras penas en una pausa del baile y acabó de soltarse los botones de la guerrera y luego se soltó los de la bragueta y quedó abierto en canal esperjando los descotes perfumados de las señoras de embajadores y ministros con su mustia manguera de zopilote, ensopaba con su agrio orín de borracho de guerra los tiernos regazos de muselina, los corpiños de brocados de oro, los abanicos de avestruz, cantando impasible en medio del pánico que soy el amante desairado que riega las rosas de tu vergel, oh rosas primorosas, cantaba, sin que nadie se atreviera a someterlo, ni siquiera él, porque yo me sabía con más poder que cada uno de ellos pero con mucho menos que dos de ellos confabulados, todavía inconsciente de que él veía a los otros como eran mientras los otros no lograron vislumbrar jamás el pensamiento oculto del anciano de granito cuya serenidad era apenas semejante a su prudencia sin escollos y a su inconmensurable disposición para esperar, sólo veíamos los ojos lúgubres, los labios yertos, la mano de doncella púdica que ni siquiera se estremeció en el pomo del sable el mediodía de horror en que le vinieron con la novedad mi general de que el comandante Narciso López enfermo de grifa verde y de aguardiente de anís se le metió en el retrete a un dragoneante de la guardia presidencial y lo calentó a su gusto con recursos de mujer brava y después lo obligó a que me lo metas todo, carajo, es una orden, todo, mi amor, hasta tus peloticas de oro, llorando de dolor, llorando de rabia, hasta que se encontró consigo mismo vomitando de humillación en cuatro patas con la cabeza metida en los vapores fétidos del excusado, y entonces levantó en vilo al dragoneante adónico y lo clavó con una lanza llanera como una mariposa en el gobelino primaveral de la sala de audiencias sin que nadie se atreviera a desclavarlo en tres días, pobre hombre, porque él no hacia nada más que vigilar a sus antiguos compañeros de armas para que no se confabularan pero sin atravesarse en sus vidas, convencido de que ellos mismos se iban a exterminar entre sí antes de que le vinieron con la novedad mi general de que al general Jesucristo Sánchez lo habían tenido que matar a silletazos los miembros de su escolta cuando le dio un ataque de mal rabia por una mordedura de gato, pobre hombre, apenas si descuidó la partida de dominó cuando le soplaron al oído la novedad mi general de que el general Lotario Sereno se había ahogado porque el caballo se le murió de repente cuando vadeaba un río, pobre hombre, apenas si parpadeó cuando le vinieron con la novedad mi general de que el general Narciso López se metió un taco de dinamita en el culo y se voló las entrañas por la vergüenza de su pederastia invencible, y él decía pobre hombre como si nada tuviera que ver con aquellas muertes infames y para todos ordenaba el mismo decreto de honores póstumos, los proclamaba mártires caídos en actos de servicio y los enterraba con funerales magníficos a la misma altura en el panteón nacional porque una patria sin héroes es una casa sin puertas, decía, y cuando no quedaban más de seis generales de guerra en todo el país los invitó a celebrar su cumpleaños con una parranda de camaradas en el palacio presidencial, a todos juntos, señor, inclusive al general Jacinto Algarabía que era el más oscuro y matrero, que se preciaba de tener un hijo con su propia madre y sólo bebía alcohol de madera con pólvora, sin nadie más que nosotros en la sala de fiestas como en los buenos tiempos mi general, todos sin armas como hermanos de leche pero con los hombres de las escoltas apelotonados en la sala contigua, todos cargados de regalos magníficos para el único de nosotros que ha sabido comprendernos a todos, decían, queriendo decir que era el único que había sabido manejarlos, el único que consiguió desentrañar de su remota guarida de los páramos al legendario general Saturno Santos, un indio puro, incierto, que andaba siempre como mi puta madre me parió con la pata en el suelo mi general porque los hombres bragados no podemos respirar si no sentimos la tierra, había llegado envuelto en una manta estampada con animales raros de colores intensos, llegó solo, como andaba siempre, sin escolta, precedido por una aura sombría, sin más armas que el machete de zafra que se negó a quitarse del cinto porque no era un arma de guerra sino de labor, y me trajo de regalo un águila amaestrada para pelear en guerras de hombres, y trajo el arpa, madre, el instrumento sagrado cuyas notas conjuraban la tempestad y apresuraban los ciclos de las cosechas y que el general Saturno Santos pulsaba con un arte del corazón que despertó en todos nosotros la nostalgia de las noches de horror de la guerra, madre, nos alborotó el olor a sarna de perro de la guerra, nos resolvió en el alma la canción de la guerra de la barca de oro que debe conducirnos, la cantaban a coro con toda el alma, madre, del puente me devolví bañado en lágrimas, cantaban, mientras se comieron un pavo con ciruelas y medio lechón, y bebía cada uno de su botella personal, cada uno de su alcohol propio, todos menos él y el general Saturno Santos que no probaron una gota de licor en toda su vida, ni fumaron, ni comieron más de lo indispensable para vivir, cantaron a coro en mi honor la canción de las mañanitas que cantaba el rey David, cantaron llorando todas las canciones de felicitación de cumpleaños que se cantaban antes de que el cónsul Hanemann nos viniera con la novelería mi general del fonógrafo de bocina con el cilindro del happy birthday, cantaban medio dormidos, medio muertos de la borrachera, sin preocuparse más del anciano taciturno que al golpe de las doce descolgó la lámpara y se fue a revisar la casa antes de acostarse de acuerdo con su costumbre de cuartel y vio por última vez al pasar de regreso por la sala de fiesta a los seis generales apelotonados en el suelo, los vio abrazados, inertes y plácidos, al amparo de las cinco escoltas que se vigilaban entre sí, porque aun dormidos y abrazados se temían unos a otros casi tanto como cada uno de ellos le temía a él y como él les temía a dos de ellos confabulados, y él volvió a colgar la lámpara en el dintel y pasó los tres cerrojos, los tres pestillos, las tres aldabas de su dormitorio, y se tiró en el suelo, bocabajo, con el brazo derecho en lugar de la almohada, en el instante en que los estribos de la casa se remecieron con la explosión compacta de todas las armas de las escoltas disparadas al mismo tiempo, una vez, carajo, sin un ruido intermedio, sin un lamento, y otra vez, carajo, y ya está, se acabó la vaina, sólo quedó un relente de pólvora en el silencio del mundo, sólo quedó él a salvo para siempre de la zozobra del poder cuando vio en las primeras malvas del nuevo día los ordenanzas del servicio chapaleando en el pantano de sangre de la sala de fiestas, vio a su madre Bendición Alvarado estremecida por un vértigo de horror al comprobar que las paredes rezumaban sangre por más que las secaran con cal y ceniza, señor, que las alfombras seguían chorreando sangre por mucho que las torcieran, y más sangre manaba a torrentes por corredores y oficinas cuanto más se desesperaban por lavarla para disimular el tamaño de la masacre de los últimos herederos de nuestra guerra que según el bando oficial fueron asesinados por sus propias escoltas enloquecidas, y cuyos cuerpos envueltos en la bandera de la patria saturaron el panteón de los próceres en funerales de obispo, pues ni siquiera un hombre de la escolta había escapado vivo de la encerrona sangrienta, nadie mi general, salvo el general Saturno Santos que estaba acorazado con sus ristras de escapularios y conocía secretos de indios, para cambiar de naturaleza según su voluntad, maldita sea, podía volverse armadillo o estanque mi general, podía volverse trueno, y él supo que era cierto porque sus baquianos más astutos le habían perdido el rastro desde la última Navidad, los perros tigreros mejor entrenados lo buscaban en sentido contrario, lo había visto