El oro del rey (5 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: El oro del rey
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El ala ancha le arrojaba a Alatriste un antifaz de sombra en la cara; eso acentuaba la claridad de sus ojos, con la luz y el paisaje del Arenal reflejados en ellos.

—¿Y qué pintamos nosotros en estos naipes?

—Yo sólo hago de intermediario. Estoy bien en la Corte, el Rey me pide agudezas, la reina me sonríe… Al privado le hago algún pequeño favor, y él corresponde.

—Celebro que la Fortuna os halague por fin.

—No lo digáis muy alto. Tantas tretas me ha jugado, que la miro con desconfianza.

Alatriste observaba al poeta, divertido.

—De cualquier modo, muy cortesano os veo, Don Francisco.

—No me jodáis, señor capitán —Quevedo se rascaba la golilla, incómodo—. En raras ocasiones las musas son compatibles con comer caliente. Ahora estoy en buena racha, soy popular, mis versos se leen en todas partes… Hasta me atribuyen, como siempre, los que no son míos; incluidos algunos engendros de ese Góngora bujarra, babilón y sodomita, cuyos abuelos no se hartaron de aborrecer tocino y clavetear zapatos en Córdoba, donde tienen ejecutoria en el techo de la Iglesia Mayor. Y cuyos últimos poemas publicados acabo de saludar, por cierto, con unas finas décimas que concluyen así:

Dejad las ventosidades:

mirad que sois en tal caso

albañal por do el Parnaso

purga sus bascosidades.

… Pero volviendo a asuntos más serios, os decía que al conde duque le place tenerme de su parte. Me adula y me utiliza… En cuanto a vuestra merced, capitán, se trata de un capricho personal del privado: por algún motivo os recuerda. Tratándose de Olivares, eso puede ser bueno o puede ser malo. Quizá sea bueno. Además, en cierta ocasión le ofrecisteis vuestra espada si ayudaba a salvar a Íñigo.

Alatriste me dirigió una rápida mirada, y luego asintió despacio, reflexionando.

—Tiene una maldita buena memoria, el privado —dijo.

—Sí. Para lo que le interesa.

Estudió mi amo al contador Olmedilla, que caminaba unos pasos adelante, las manos cruzadas a la espalda y el aire antipático, entre el bullicio de la marina.

—No parece muy hablador —comentó.

—No —Quevedo reía, guasón—. En eso vuestra merced y él se llevarán bien.

—¿Es alguien de fuste?

—Ya lo he dicho: sólo un funcionario. Pero se encargó de todo el papeleo en el proceso por malversación contra Don Rodrigo Calderón… ¿Os convence el dato?

Dejó correr un silencio para que el capitán captase las implicaciones del asunto. Alatriste silbó entre dientes. La ejecución pública del poderoso Calderón había conmocionado años atrás a toda España.

—¿Y a quién sigue el rastro ahora?

El poeta negó dos veces y dio unos pasos en silencio.

—Alguien os lo contará esta noche —concedió al fin—. En cuanto a la misión de Olmedilla, y de rebote la vuestra, digamos que el encargo es del privado, y el impulso soberano.

Alatriste movió la cabeza, incrédulo.

—Os chanceáis, Don Francisco.

—A fe mía que no. Que me lleve el diablo, en tal caso… O que el talento me lo sorba del seso el corcovilla Ruiz de Alarcón.

—Pardiez.

—Eso dije yo cuando me pidieron oficiar de tercero: pardiez. Lo positivo es que si sale bien tendréis unos escudos por gastar.

—¿Y si sale mal?

—Pues me temo que añoraréis las trincheras de Breda —Quevedo suspiró, volviéndose en torno como quien busca cambiar de conversación

—… Lamento no poder contaros más, por ahora.

—No necesito mucho más —a mi amo le bailaban la ironía y la resignación en la mirada glauca—. Sólo quiero saber de dónde vendrán las estocadas.

Quevedo encogió los hombros.

—De cualquier sitio, como suelen —seguía ojeando alrededor, indiferente—. Ya no estáis en Flandes… Esto es España, capitán Alatriste.

Quedaron en verse por la noche, en la hostería de Becerra. El contador Olmedilla, siempre más triste que una carnicería en Cuaresma, se retiró a descansar a la posada donde se alojaba, en la calle de Tintores, que también disponía de un cuarto para nosotros. Mi amo pasó la tarde ocupándose de sus asuntos, certificando su licencia militar y en procura de ropa blanca y bastimentos —también unas botas nuevas— con el dinero que Don Francisco había adelantado a crédito del trabajo. En cuanto a mí, estuve libre por un buen rato; y mis pasos me llevaron a dar un bureo por el corazón de la ciudad, disfrutando del ambiente de sus calles y adarves, todo angosto y lleno de arquillos, piedras blasonadas, cruces, retablos con cristos, vírgenes y santos, entorpecido por los carruajes y las caballerías, a la vez sucio y opulento, ahíto de vida, con corrillos de gente a la puerta de las tabernas y los corrales de vecindad, y mujeres —a las que miraba con interés desde mis experiencias flamencas— trigueñas, aseadas y desenvueltas, cuyo peculiar acento daba a su conversación un metal dulcísimo. Admiré así palacios con patios magníficos tras sus cancelas, con cadenas en la puerta para mostrar que eran inmunes a la justicia ordinaria, y observé que mientras en Castilla los nobles llevaban su estoicismo hasta la ruina misma con tal de no trabajar, la aristocracia sevillana se daba más manga ancha, acercando en muchas ocasiones las palabras hidalgo y mercader; de manera que el aristócrata no desdeñaba los negocios si daban dinero, y el mercader estaba dispuesto a gastar un Potosí con tal de ser tenido por hidalgo —hasta los sastres exigían limpieza de sangre para entrar en su gremio—. Eso daba lugar, por una parte, al espectáculo de nobles envilecidos que usaban sus influencias y privilegios para medrar bajo mano; y de la otra, que el trabajo y la mercadería tan útiles a las naciones siguieran mal vistos, y quedaran en manos de extranjeros. Así, la mayor parte de los nobles sevillanos eran plebeyos ricos que compraban su acceso al estamento superior con dinero y matrimonios ventajosos, avergonzándose de sus dignos oficios. Se pasaba pues de una generación de mercaderes a otra de mayorazgos parásitos y ahidalgados que renegaba del origen de su fortuna, y la dilapidaba sin escrúpulos. Con lo que se cumplía aquello de que, en España, abuelo mercader, padre caballero, hijo garitero y nieto pordiosero.

Visité también la Alcaicería de la seda, cuyo recinto cerrado estaba lleno de tiendas con ricas mercaderías y joyas. Yo vestía calzas negras con polainas de soldado, cinto de cuero con la daga atravesada en los riñones, una almilla de corte militar sobre la camisa remendada, y me tocaba con una gorra de terciopelo flamenco muy elegante, botín de guerra de los que ya empezaban a ser viejos tiempos. Eso y mi juventud me pintaban buena estampa, creo; y me holgué dándome aires de veterano entendido ante las tiendas de espaderos de la calle de la Mar y la de Vizcaínos, o en la rúa de valentones, daifas y gente de la carda que se formaba en la calle de las Sierpes, ante la cárcel famosa entre cuyas negras paredes estuvo preso Mateo Alemán, y donde hasta el buen Don Miguel de Cervantes había dado con sus infelices huesos. También anduve pavoneándome junto a esa cátedra de picardía que eran las legendarias gradas de la Iglesia Mayor, hormigueantes de vendedores, ociosos y mendigos con su tablilla al cuello que mostraban llagas y deformidades más falsas que el beso de Judas, o mancos del potro que se lo decían de Flandes: amputaciones reales o fingidas lo mismo a cuenta de Amberes que de la Mamora, como podían haberlo sido de Roncesvalles o Numancia; pues bastaba mirarles la cara a ciertos sedicentes mutilados por la verdadera religión, el Rey y la patria, para comprender que la única vez que habían visto a un hereje o un turco era de lejos y en un corral de comedias.

Terminé ante los Reales Alcázares, mirando el estandarte de los Austrias ondear sobre las almenas, y los imponentes soldados de la guardia con sus alabardas ante la puerta principal. Anduve por allí un rato, entre los grupos de sevillanos que esperaban por si sus majestades se dejaban ver al entrar o salir. Y ocurrió que, con motivo de haberse acercado demasiado la gente, y yo con ella, al camino de acceso, un sargento de la guardia española vino a decir con malos modos que desalojáramos el sitio. Obedecieron los curiosos con presteza; pero el hijo de mi padre, picado por los modales del militar, remoloneó con poca diligencia y un aire altanero que puso mostaza en las narices del otro. Me empujó sin cortesía; y yo, a quien mi edad y el reciente pasado flamenco hacían poco sufrido en esa materia, lo tuve a gran bellaquería y revolvíme como galgo joven, la mano en el mango de la daga. El sargento, un tipo corpulento y mostachudo, soltó una risotada.

—Vaya. Matamoros tenemos —dijo, recorriéndome de arriba abajo—. Demasiado pronto galleas, galán.

Le sostuve los ojos por derecho, sin vergüenza de hacer desvergüenza, con el desprecio del veterano que, pese a mi mocedad, realmente era. Aquel gordinflón había estado los dos últimos años comiendo caliente, paseándose por los palacios reales y los alcázares con su vistoso uniforme de escaques amarillos y rojos, mientras yo peleaba junto al capitán Alatriste y veía morir a los camaradas en Oudkerk, en el molino Ruyter, en Terheyden y en las caponeras de Breda, o me buscaba la vida forrajeando en campo enemigo con la caballería holandesa pegada al cogote. Qué injusto es, pensé de pronto, que los seres humanos no puedan llevar la hoja de servicios de su vida escrita en la cara. Luego me acordé del capitán Alatriste y me dije, a modo de consuelo, que algunos sí la llevan. Tal vez un día, reflexioné, también la gente sepa lo que yo hice, o lo intuya, con sólo mirarme; y a los sargentos gordos o flacos que nunca tuvieron su alma en el filo de un acero, se les muera el sarcasmo en la garganta.

—La que gallea es mi daga, animal —dije, firme.

Parpadeó el otro, que no esperaba tal. Vi que me examinaba de nuevo. Esta vez advirtió el ademán de mi mano, echada hacia atrás para apoyarse en el mango damasquinado que me sobresalía del cinto. Luego se detuvo en mis ojos con expresión estúpida, incapaz de leer lo que había en ellos.

—Voto a Cristo que voy a…

Echaba mantas el sargento, y no de lana. Alzó una mano para abofetearme, que es la más insufrible de las ofensas —en tiempo de nuestros abuelos sólo podía abofetearse a un hombre sin yelmo ni cota de malla, lo que significaba que no era caballero—, y me dije: ya está. Quien todo lo quiere vengar, presto se puede acabar; y yo acabo de meterme en un lío sin salida, porque me llamo Íñigo Balboa Aguirre y soy de Oñate, y además vengo de Flandes, y mi amo es el capitán Alatriste, y no puedo tener por cara ninguna feria donde se compre la honra con la vida. Me guste o no me guste, me tienen tomadas las veredas; así que cuando baje esa mano no tendré otra que darle a cambio a este gordinflón una puñalada en el vientre, toma y daca, y después correr como un gamo a ponerme en cobro, confiando en que nadie me alcance. Lo que dicho en corto —como habría apuntado Don Francisco de Quevedo— era que, para variar, no quedaba sino batirse. Así que contuve el aliento y me dispuse a ello con la resignación fatalista de veterano que debía a mi pasado reciente. Pero Dios debe de ocupar sus ratos libres en proteger a los mozos arrogantes, porque en ese momento sonó una corneta, se abrieron las puertas y hasta nosotros llegó el sonido de ruedas y cascos sobre la gravilla. El sargento, atento a su negocio, olvidóme en el acto y corrió a formar a sus hombres; y yo me quedé allí, aliviado, pensando que acababa de escapar a una buena.

Salían carruajes de los Alcázares, y por los emblemas de los coches y la escolta a caballo comprendí que era nuestra señora la reina, con sus damas y azafatas. Entonces mi corazón, que durante el lance con el sargento había permanecido acompasado y firme, se desbocó cual si acabaran de soltarle rienda. Todo me dio vueltas. Pasaban los carruajes entre saludos y vítores de la gente que corría para agolparse a su paso, y una mano real, blanca, bella y enjoyada, se agitaba con elegancia en una de las ventanillas, correspondiendo gentil al homenaje. Pero yo estaba pendiente de otra cosa, y busqué afanoso, en el interior de los otros carruajes que pasaban, el objeto de mi desazón. Mientras lo hacía me quité la gorra y erguí el cuerpo, descubierto y muy quieto ante la visión fugaz de cabezas femeninas peinadas con moños y tirabuzones, abanicos cubriendo rostros, manos movidas en saludos, encajes, rasos y puntillas. Fue en el último coche donde vislumbré un cabello rubio sobre unos ojos azules que me observaron al pasar, reconociéndome con intensidad y sorpresa, antes de que la visión se alejara y yo permaneciese mirando, sobrecogido, la espalda del postillón encaramado en la trasera del carruaje y la polvareda que cubría las grupas de los caballos de la escolta.

Entonces oí el silbido a mi espalda. Un silbido que habría sido capaz de reconocer hasta en el infierno. Sonaba exactamente
tirurí-ta-ta
. Y al volver el rostro me encontré con un fantasma.

—Has crecido, rapaz.

Gualterio Malatesta me miraba a los ojos, y tuve la certeza de que él sí sabía leer en ellos. Vestía de negro, como siempre, con el sombrero del mismo color y ala muy ancha, y la amenazadora espada con largos gavilanes colgada de su tahalí de cuero. No llevaba capa ni herreruelo. Seguía siendo alto y flaco, con aquella cara devastada por la viruela y por las cicatrices que le daba un aspecto cadavérico y atormentado, que la sonrisa que en ese momento me dirigía, en vez de atenuar, acentuaba.

—Has crecido —repitió, reflexivo.

Pareció a punto de añadir «desde la última vez», pero no lo hizo. La última vez había sido en el camino de Toledo, el día que me condujo en un coche cerrado hasta los calabozos de la Inquisición. Por diferentes motivos, el recuerdo de aquella aventura era tan ingrato para él como para mí.

—¿Cómo anda el capitán Alatriste?

No respondí, limitándome a sostener su mirada, oscura y fija como la de una serpiente. Al pronunciar el nombre de mi amo, la sonrisa se había hecho más peligrosa bajo el fino bigote recortado del italiano.

—Veo que sigues siendo mozo de pocas palabras.

Apoyaba la mano izquierda, enguantada de negro, en la cazoleta de su espada, y se volvía a un lado y a otro, el aire distraído. Lo oí suspirar levemente. Casi con fastidio.

—Así que también Sevilla —dijo, y luego se quedó callado sin que llegase a penetrar a qué se refería. A poco le dirigió una ojeada al sargento de la guardia española, que andaba lejos, ocupado con sus hombres junto a la puerta, e hizo un gesto con el mentón, señalándolo.

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