El Oro de Mefisto (34 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El Oro de Mefisto
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—Papeles, documentación —pidió el militar.

Böhme sacó del bolsillo un pasaporte falso de Suiza.

—¿Y qué le trae hasta aquí a un ciudadano suizo? —preguntó el policía británico.

—Estoy trabajando con el Comité Internacional de la Cruz Roja para realizar un censo de los refugiados que vagan por Europa, en mi caso, con los que vagan por Alemania.

El militar no quedó muy convencido de la explicación dada por Böhme, así que se dirigió hacia uno de los que estaban jugando a los dardos y que, al parecer, era un suboficial. Desde la distancia y mientras bebía su jarra de cerveza, vio cómo los dos militares le observaban desde el final de la barra.

—Creo, señor, que tendrá que acompañarnos hasta el cuartel general para confirmar su identidad.

Böhme comenzó a sentirse inquieto. Ninguno de aquellos tres agentes de la policía militar se había preocupado en registrarle. Si lo hubieran hecho, le habrían descubierto la Walther que portaba en el bolsillo del abrigo. Durante unos segundos, pensó en sacar el arma e intentar acabar con la vida de los tres, pero fuera del local se encontraron con un oficial.

—¿Qué sucede aquí? —preguntó el capitán Silvester, el mismo que había registrado a Himmler.

—Señor, estamos comprobando la identidad de este hombre —dijo el sargento de la policía militar mientras le entregaba el pasaporte suizo al oficial.

—¿Es usted de la Cruz Roja? —preguntó Silvester a Böhme.

—Sí, oficial. Estamos trabajando en un censo de refugiados para poder reagrupar a las familias.

—No se preocupen. Yo mismo llevaré a este hombre hasta el cuartel general.

—Pero, señor, nuestra obligación es…

—Su obligación es acatar una orden de un oficial superior sin rechistar —interrumpió Silvester.

—Perdón, señor, pero yo… —intentó decir el sargento.

—Yo, nada. Llevaré yo personalmente a este hombre hasta nuestro cuartel general. Estoy seguro de que el mariscal Montgomery no querrá que provoquemos ningún incidente diplomático ni con el gobierno suizo ni con la Cruz Roja Internacional. Si usted piensa de manera diferente, puede acompañarme y decírselo personalmente, sargento…

Durante unos segundos el policía militar dudó, pero prefirió no discutir con un oficial de la unidad de seguridad.

—Bueno, señor, yo no querría…

—Veo que pensamos igual. Muchas gracias, sargento. Puede usted regresar a la cervecería.

—A sus órdenes, mi capitán —dijeron los tres policías al mismo tiempo mientras regresaban nuevamente al local.

—Acompáñeme. Éste es mi coche —dijo Silvester a Böhme señalando un jeep.

El ex miembro de las SS subió al coche y permaneció callado hasta que Silvester tomó nuevamente la palabra.

—He llegado a tiempo. Le he reconocido por el sombrero con la pluma roja —dijo el oficial de seguridad.

Al oír aquellas palabras, el SS supo que aquel oficial británico era su contacto.

—¿Puedo preguntarle algo?

—Sí, adelante —respondió Silvester.

—¿Por qué hace esto? —preguntó el asesino de Odessa.

—Estoy corriendo por Europa desde Dunkerque, matando a nazis como usted. Está guerra está ya acabada y ¿qué me queda? Nada. Absolutamente nada. Una pequeña pensión del ejército e intentar conseguir trabajo en Dumfries, mi pueblo. Ustedes me ofrecieron trabajar para su organización a cambio de una buena cantidad de dinero que quedaría depositada en una cuenta numerada en Suiza. Si consigo salir vivo de aquí, me iré a las Bahamas a pasar el resto de mi vida rodeado de bellas nativas.

Mientras conducía a toda velocidad por unas carreteras embarradas, el capitán Silvester dijo a Böhme:

—Además, ese nazi asqueroso de Himmler ya no le importa a nadie y si con su cuello puedo ganar dinero, bienvenido sea.

En poco tiempo, el vehículo recorrió los casi treinta kilómetros que los separaban de la sede del cuartel general británico.

—¿Cómo conseguirá que entre en el perímetro?

—Eso déjelo de mi cuenta —aseguró Silvester—. Usted ocúpese, cuando se encuentre con Himmler, de liquidarle en el menor tiempo posible.

—¿Qué haré con el centinela?

—Eso déjemelo a mí también. Dentro de unos diez minutos hay un cambio de guardia en el barracón de seguridad. Durante unos cuatro minutos, Himmler queda sin protección. Hay una pequeña oficina justo al lado. Usted debe estar allí justo antes del cambio de guardia para no perder tiempo. ¿Serán suficientes?

—Sí —respondió el asesino de Odessa.

—¿Qué método utilizará? —preguntó Silvester.

—Puedo meterle una bala en el cráneo o estrangularlo con un cable.

—Mejor utilice esto —dijo el militar británico mientras le entregaba la cápsula de cianuro potásico que le había incautado al propio Himmler durante su registro—. Si consigue que muerda esto, su muerte será menos sospechosa.

Böhme cogió la cápsula de veneno, que estaba protegida por una funda metálica, y se la guardó en el bolsillo.

—Y ahora, métase atrás y tápese con esas mantas para que el centinela de la entrada no le vea.

—¿No pueden registrar el vehículo? —preguntó Böhme.

—No. Los guardias están bajo mi mando.

El jeep pasó el control de seguridad sin problemas y llegó a la zona sur de la instalación militar, destinada a la unidad de seguridad e inteligencia.

—Son las diez. Tenemos poco tiempo —dijo Silvester a Böhme—. Ése es el barracón. Entre por la parte de atrás a la oficina y aguarde allí hasta que se produzca el cambio de guardia. Como ya le he dicho, tiene usted tan sólo cuatro minutos. Cinco a lo máximo.

El asesino de Odessa se deslizó en el barracón y se agazapó tras una puerta. Al cabo de un rato, vio cómo los dos guardias que protegían el acceso a la habitación de Himmler miraban su reloj y salían fuera del recinto. Era el momento.

Böhme salió al pasillo y entró en la habitación en donde se encontraba Himmler. Al entrar, el asesino vio que estaba sentado en un pequeño catre militar en medio de una sala vacía. Ni siquiera se puso en pie al verlo.

—Buenas noches, mi Reichsführer —saludó Böhme.

—¿Es usted alemán? —preguntó el antiguo jefe supremo de las SS, algo sorprendido.

En ese momento, el asesino se abalanzó sobre él con la cápsula en su mano derecha. Himmler supo lo que le esperaba, así que intentó gritar para alertar a los centinelas que estaban en el pasillo, pero éstos estaban aún fuera, en el pabellón de seguridad, haciendo el cambio de guardia.

Böhme, ágilmente, cogió la cápsula, se la colocó a Himmler entre los dientes y le golpeó fuertemente la mandíbula haciendo que sus dientes podridos rompiesen la cápsula de veneno.

En ese instante, Böhme oyó a su espalda cómo alguien entraba en la habitación. Era el capitán Silvester con un arma en la mano. Böhme se giró rápidamente intentando sacar su arma del bolsillo del abrigo, pero se le quedó enganchada. El británico realizó tres disparos rápidos, matando al asesino de Odessa. Su cuerpo quedó tirado boca abajo en un lado de la habitación.

Silvester se acercó para comprobar que estaba muerto Cuando giró el cuerpo, Böhme, que aún no había expirado, consiguió disparar dos veces sobre el capitán Silvester a través de su abrigo. Segundos después, los dos estaban muertos.

El sonido de los disparos alertó al servicio de seguridad. El coronel Murphy y el doctor Wells entraron en la habitación mientras Himmler mantenía un forcejeo atroz en el suelo. Wells cogió un tubo de goma y se lo deslizó por la garganta para vaciarle el estómago. Transcurrieron unos catorce minutos antes de que el jefe de la organización que había eliminado a millones de seres humanos estirara las piernas por última vez. La atmósfera dentro de aquella habitación se notaba recargada por el olor a cianuro potásico, sudor y vómito. Por efecto del veneno, el cadáver tomó enseguida un tono verdoso.

El hombre que imaginara ser la reencarnación de Enrique I, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, estaba muerto. El coronel Murphy, el jefe del espionaje de Montgomery, fijó la vista en el cadáver de Himmler y apretó los puños.

—Este hombre era el único que podía habernos contado dónde se había escondido Martin Bormann y revelarnos el misterio de esa organización llamada Odessa —dijo desesperado.

Murphy miró entonces los cuerpos sin vida de Silvester y Böhme y se dirigió al doctor Wells y a los dos guardias.

—Nadie debe saber lo que ha ocurrido aquí esta noche. Para todos los que no están ahora en esta habitación, Heinrich Himmler se ha suicidado con una cápsula de veneno que llevaba incrustada en una muela. Así lo pondré en el informe oficial y así será transmitido al mariscal Montgomery y al SHAEF. ¿Me han comprendido todos ustedes?

El doctor Wells y los dos guardias asintieron con la cabeza.

—Retiren los cadáveres de Silvester y de ese hombre. Le diremos a la Unidad de Información que tomen unas imágenes del cadáver de Himmler. Después, el cuerpo debe ser incinerado antes de que se ordene una autopsia y sus cenizas esparcidas en el brezal de las afueras de Lüneburger. Que así se haga —ordenó el coronel Murphy.

El largo brazo de Odessa había conseguido acallar al indiscreto Heinrich Himmler antes de que pudiera revelar a los británicos la estructura secreta de la organización que luchaba por salvar al mayor número de criminales de guerra a la espera del renacimiento de un nuevo Reich.

Capítulo IX

Fulda, Alemania

El hombre del tren leía un ejemplar de
Barras y Estrellas
en cuya portada aparecía la fotografía de un gran hongo de fuego y humo. Estados Unidos había lanzado su primera bomba atómica sobre una ciudad japonesa llamada Hiroshima. «La fuerza de la que extrae su potencia el Sol ha sido lanzada contra quienes encendieron la guerra en Oriente», proclamaba el titular del diario del ejército estadounidense. «Un B-52 de nombre
Enola Gay
lanzó la bomba a las 8:15 de la mañana. Cuarenta y cinco segundos después, el artefacto explosionó a unos seiscientos metros del suelo. Un gigantesco relámpago blanco cegó a toda la tripulación del bombardero mientras una enorme nube roja, en forma de hongo, comenzaba a surgir desde el lugar de la explosión», señalaba el artículo. Cien mil personas habían desaparecido del mapa en cuestión de segundos, a causa del horno en el que se había convertido la ciudad y del viento, que había alcanzado una velocidad de mil doscientos kilómetros por hora desde el núcleo de la explosión. Hiroshima ya no existía.

—Próxima estación, Fulda. Próxima estación, Fulda —anunció el revisor del tren.

El hombre se levantó, dejó el periódico sobre el asiento y se dirigió hacia una de las puertas del vagón.

Cuando el tren se detuvo por completo, el hombre saltó al andén y caminó lentamente hacia la salida de la estación. Llevaba un pequeño maletín en la mano.

—Papeles, por favor —pidió el oficial británico situado en el control.

—Aquí tiene mi pasaporte.

—¿Es usted suizo?

—¿No ve mi pasaporte?

—¿Cuál es el motivo de su visita a Fulda?

—Visita privada.

—En estos días no hay visitas privadas en Alemania. O me dice qué hace en Fulda o tendrá que acompañarnos para comprobar su identidad —dijo el militar.

—Tengo que visitar al amigo de un familiar de mi esposa que reside en una granja cercana a Margretenhaun.

—¿Cómo se llama ese hombre? —preguntó el militar.

—Hans Dirlewanger. Es granjero.

El militar británico miró fijamente los ojos azules de aquel suizo y decidió devolverle el pasaporte tras unos segundos de duda.

—Recuerde que no puede circular de noche por las carreteras que rodean Fulda —le advirtió.

—De acuerdo. Lo tendré en cuenta —respondió—. Muchas gracias, oficial.

La falsificación del pasaporte suizo era de máxima calidad. Ni siquiera los británicos se habían dado cuenta de que era falso. El recién llegado sabía que a aquellos militares les hubiera gustado descubrir que ante ellos tenían a todo un mayor de las SS. Erhard List, hijo de un contable de la IG Farben, se había licenciado en Derecho en Múnich y Colonia. Su primer altercado con la policía había tenido lugar el 8 de marzo de 1933, cuando él y otro compañero izaron una bandera nazi en el edificio principal de la universidad. Cinco años después de aquello ostentaba el grado de mayor de las SS. Como miembro del Sonderkommando 1 de la Einzatzgruppe destinado en los Estados Bálticos, se había ocupado de la destrucción de sinagogas y de la ejecución de medio millar de judíos hasta que, a finales de 1941, fue destinado a Estonia. Allí había sido el responsable directo de la ejecución de cuatrocientos setenta y cuatro judíos y seiscientos ochenta y cuatro prisioneros rusos en menos de once horas. «Todo un récord difícil de batir», solía decir List a sus compañeros. Justo antes de terminar la guerra, salió del frente por orden del mismísimo Bormann y trasladado a Odessa bajo órdenes de Edmund Lienart.

Al salir de la estación, List enseñó el papel que llevaba a un hombre que se encontraba sentado sobre una motocicleta Zundapp KS750.

—Tiene que coger esta carretera en dirección a Margretenhaun. Pocos kilómetros antes de llegar, se encontrará con Horwieden.

—¿Me llevaría usted hasta allí?—preguntó List.

—¿Tengo que esperarle?

—No.

—Pues entonces le cobraré veinte marcos aliados —dijo el motorista refiriéndose a la moneda fabricada por los Aliados para la Alemania ocupada.

—De acuerdo. Trato hecho —aceptó List.

Durante el recorrido, de no más de cuatro kilómetros, se cruzaron con convoyes militares británicos que se dirigían a la ciudad. Por fin, el vehículo redujo la velocidad y giró a la izquierda hacia un grupo de granjas algo alejadas de la carretera principal.

—Ésta es la dirección que me ha dado —advirtió el conductor.

—Muchas gracias, amigo —dijo List mientras le entregaba un billete fabricado por la Reserva Federal de Estados Unidos para la nueva Alemania.

El agente de la Hermandad caminó por un estrecho sendero ascendente hasta una de las casas. Un hombre estaba ordeñando una vaca.

—Buenos días —saludó el hombre al verle llegar.

—Buenos días. Estoy buscando a Herr Hornetz —dijo List.

—Aquí no vive nadie con ese nombre.

—Dígale a Herr Hornetz que está aquí un miembro de la Kameradschaftshilfe. Lo entenderá —dijo.

El agente de Odessa observó cómo el granjero se levantaba pesadamente del pequeño banco de madera y se dirigía a una casa más alejada. Un rato después vio que desde la casa alguien lo vigilaba a través de unas cortinas blancas con adornos.

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