Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood
—Gracias, general —susurró Sam—. Lamento que no hubiéramos podido conocernos doscientos años atrás.
Se guardó el sello, colocó la tapa y salió.
Umberto no estaba fuera.
Sam subió los escalones y miró a un lado y otro.
—¿Umberto? —llamó en voz baja—. Umberto, ¿dónde...?
Junto a la reja del cementerio se encendieron unos faros que lo cegaron. Se llevó la mano a los ojos para protegerlos.
—No se mueva, señor Fargo —dijo una voz con acento ruso, que llegó desde el otro lado del cementerio—. Un fusil lo apunta a la cabeza. Levante las manos bien alto.
Sam obedeció, y después murmuró por un costado de la boca:
—Remi, lárgate, vete de aquí.
—No va a ser fácil, Sam.
Con mucho cuidado, Sam volvió la cabeza para mirar por encima del hombro.
De pie junto a la puerta del conductor del Lancia, con un revólver apoyado en la sien de Remi, estaba Carmine Bianco.
Sin apartar el arma de la cabeza de Remi, Bianco miró a Sam con la sonrisa satisfecha de una barracuda. Se apagaron los faros. Sam miró hacia la reja y vio dos figuras que caminaban hacia él. Detrás, la silueta oscura de un todoterreno.
—¿Remi, estas bien? —preguntó Sam a su mujer por encima del hombro.
—¡Cállese! —ordenó Bianco.
Sam no le hizo caso.
—¿Remi?
—Estoy bien.
Jolkov se acercó a través de los hierbajos, que le llegaban a la rodilla, y se detuvo a una distancia de tres metros. A su derecha, el tipo del bigote sostenía un fusil de caza, con mira telescópica, a la altura del hombro y la boca del cañón apuntada al pecho de Sam.
—¿Supongo que va armado? —preguntó Jolkov.
—Parecía lo más prudente —respondió Sam.
—Con mucho cuidado, señor Fargo, deje el arma.
Sam, muy despacio, sacó la Luger del bolsillo y la dejó caer en el suelo entre ellos.
Jolkov miró a un lado y otro.
—¿Dónde está Cipriani?
—Atado y amordazado en su granero —mintió Sam—. Después de un poco de charla, nos habló de su alianza.
—Mala suerte para él. En cualquier caso, aquí estamos. Déme el libro.
—Primero dígale a Bianco que deje el arma.
—No tiene nada para negociar. Déme el libro o contaré hasta tres y le ordenaré a Bianco que dispare. Entonces mi amigo le disparará y nos llevaremos el libro.
Tres metros por detrás y a la izquierda de Jolkov, una figura se alzó entre los hierbajos junto a otra cripta y comenzó a acercarse.
Sam mantuvo la mirada fija en Jolkov.
—¿Cómo sé que no nos disparará una vez que tenga el libro?
—No lo sabe —manifestó Jolkov—. Como ya le he dicho, no tiene nada a su favor.
La figura se detuvo detrás del ruso, a poca distancia.
Sam sonrió, se encogió de hombros.
—No estoy de acuerdo.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Creo que se refiere a mí —dijo Umberto.
Jolkov se tensó, pero no movió ni un músculo. En cambio, el tipo del bigote comenzó a volverse hacia Umberto, quien le gritó:
—Si se mueve un centímetro más, será un placer dispararle, Jolkov.
—¡Quieto! —ordenó el ruso. El del bigote se quedó inmóvil.
—Lamento haber desaparecido, Sam —dijo Umberto—. Los vi llegar y solo tuve un momento para decidir.
—Está perdonado —contestó Sam. Luego se dirigió a Jolkov—: Dígale a Bianco que le entregue el arma a Remi y que venga con nosotros.
Jolkov titubeó. Sam vio que se le movían los músculos de la mandíbula.
—No se lo pediré de nuevo.
—Bianco, dale el arma y salta la verja.
Bianco gritó algo. Aunque el dominio de Sam del italiano no era absoluto, tuvo la certeza de que la respuesta había sido escatológica o carnal... o ambas cosas.
—¡Bianco, ahora!
Sin volverse, Sam gritó por encima del hombro:
—¿Remi...?
—Tengo el arma. Ahora está saltando la verja.
—Jolkov, dígale a su amigo del bigote que coja el fusil por el cañón y lo arroje por encima de la verja a los árboles.
Jolkov dio la orden y el hombre obedeció. Bianco apareció por la izquierda de Sam, y se unió a Jolkov y el tipo del bigote.
—Ahora usted —le dijo Sam a Jolkov.
—No voy armado.
—Muéstremelo.
Jolkov se quitó la chaqueta, la puso del revés, la sacudió y después la dejó caer al suelo.
—La camisa.
Jolkov sacó del pantalón los faldones de la camisa y se giró poco a poco. Sam le hizo un gesto a Umberto, y este dio la vuelta alrededor de Jolkov y retrocedió a través del espacio abierto para recoger la Luger, que le entregó a Sam.
—¡Bastardo! —gritó Bianco.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Sam.
—Al parecer, cree que mis padres no estaban casados cuando yo nací.
—Te mataré —amenazó Bianco—. Y a tu esposa.
—Cállese. Ahora reconozco a aquel otro, al del bigote.
—¿Quién es?
—Un matón de tres al cuarto, un chorizo. —Umberto le gritó al hombre—. ¡Sé quién eres! ¡Si te veo de nuevo, te cortaré la nariz!
—Jolkov, ahora haremos las cosas así —dijo Sam—: todos ustedes se tumbarán en el suelo y nosotros nos marcharemos. Si nos siguen, quemaré el libro.
—Miente. No lo hará.
—Se equivoca. Para salvar nuestras vidas, lo haría sin pensarlo ni un momento.
Era una mentira, por supuesto, y Sam sabía que Jolkov también lo sabía, pero confiaba en crear aunque solo fuese una mínima sombra de duda, lo suficiente para permitirles iniciar la fuga. Consideró las otras opciones: atarlos, inutilizarles el vehículo, llamar a la policía... Pero su instinto le decía que debía poner la mayor distancia posible entre ellos y Jolkov, y que debía hacerlo cuanto antes. De haber sido él otro hombre, habría una cuarta opción: matarlos en ese preciso momento. Pero no era de esos y no quería tener en la conciencia un asesinato a sangre fría.
Jolkov era un soldado de primera que conocía más maneras de matar que la mayoría de los cocineros conocen recetas. Cada minuto que Remi, Umberto y él pasasen junto a esos hombres aumentaban las posibilidades de que cambiase la situación.
—No podrán salir de la isla —gruñó Jolkov mientras se tumbaba.
—Quizá, pero no por eso dejaremos de intentarlo.
—Incluso si lo hacen, volveré a encontrarlos.
—Eso lo veremos llegado el momento.
—Sam, quiero pedirle un favor, si me lo permite —intervino Umberto—. Quiero llevarme a Bianco con nosotros. Me aseguraré de que no cause ningún problema.
—¿Por qué?
—Deje que yo me preocupe de eso. Sam lo pensó y luego asintió.
—¡Vamos! —le ordenó Umberto a Carmine Bianco—. ¡Manos arriba!
Amenazado por el arma de Umberto, Bianco comenzó a caminar hacia la verja. Una vez que la pasaron y estaban junto al coche, Umberto cogió las esposas del cinturón de Bianco, se las puso en las muñecas, lo cacheó, lo empujó al asiento trasero y subió tras él. Remi puso en marcha el coche, abrió la puerta para Sam y luego se pasó al asiento del pasajero.
Sam se sentó al volante, puso la marcha, giró y se dirigió rodeando la verja hacia la carretera principal.
—¿Cuánto crees que esperarán? —preguntó Remi.
Sam miró por la ventanilla lateral. Jolkov y el del bigote ya estaban en pie y corrían por el cementerio.
—Unos cinco segundos —dijo, y pisó el acelerador.
Sam aceleró en paralelo a la verja y hacia la entrada principal. Por el rabillo del ojo vio a Jolkov y al tipo del bigote, que corrían en la misma dirección, esquivando las lápidas y con la niebla a su alrededor.
—Tendremos que pasar realmente cerca —murmuró Sam.
—¿Adonde vamos? —preguntó Remi—. Ya has oído a Umberto... Bianco tendrá vigiladas las carreteras.
—¿Qué tal tienes hoy tu puntería?
—¿Qué? Oh. —Sujetó el arma de Bianco como si de pronto hubiese recordado que la tenía—. Bien, ¿por qué?...
—Voy a hacer una pasada rápida junto al todoterreno. A ver si puedes darle a los neumáticos. Umberto, ¿está seguro de que se puede ocupar de él?
En el asiento trasero, Bianco estaba apoyado en una esquina con la misma sonrisa satisfecha. Umberto cogió la Luger por el cañón y descargó un culatazo en la sien de Bianco; el hombre perdió las fuerzas y cayó al suelo.
—¡Estoy seguro!
La esquina de la verja estaba cada vez más cerca; diez metros más allá y a la derecha se encontraba el todoterreno. Jolkov se había adelantado al del bigote y estaba a unos segundos de llegar a la entrada.
—¿Preparada? —gritó Sam.
Remi bajó el cristal de la ventanilla, sacó la pistola por el hueco y apoyó el brazo en el marco.
—¡Vas demasiado rápido!
—Es preciso. Hazlo lo mejor que puedas. Si no alcanzas a los neumáticos, inténtalo con el parabrisas. ¡Maldita sea!
Jolkov cruzó la entrada y se detuvo junto a la puerta del conductor del todoterreno. La luz interior se encendió.
Remi disparó dos veces. Las balas impactaron en la carrocería, sin alcanzar el neumático.
—¡Demasiado rápido! —insistió Remi.
—¡El parabrisas! ¡Vacía el cargador!
Remi disparó cuatro veces, y los fogonazos alumbraron la noche. Tres agujeros aparecieron en el parabrisas del todoterreno.
—¡Bien hecho!
De pronto Jolkov apareció por delante del coche, se puso con una rodilla en tierra, con un arma en las manos. Sam giró el volante a la izquierda. La parte trasera del Lancia derrapó, los neumáticos delanteros patinaron en la hierba húmeda hasta que por fin encontraron agarre. Dos sonidos metálicos resonaron por el coche cuando las balas de Jolkov alcanzaron el maletero. Sam aceleró de nuevo, corrigió la dirección y volvió a través del campo hacia las colinas.
—¿Todos bien? —preguntó Sam.
Umberto asomó la cabeza por encima del asiento delantero, respondió «Sí» y desapareció de nuevo. Remi dijo:
—Lamento no haberle dado a los neumáticos. íbamos demasiado rápido.
—No te preocupes. Le has dado al parabrisas; eso los retrasará. Tendrán que acabar quitándolo o conduciendo con las cabezas asomadas por las ventanillas laterales.
Remi se volvió en el asiento y vio a Jolkov y al tipo del bigote encaramados en el capó del todoterreno, rompiendo el parabrisas a puntapiés.
—Opción A —dijo.
El parabrisas cayó hacia dentro; Jolkov y Mostachos se agacharon, lo sacaron y lo arrojaron a un lado. Segundos más tarde se encendieron los faros del todoterreno, y comenzó a avanzar a toda velocidad por el prado.
—Aquí vienen. Con la tracción en las cuatro ruedas podrán...
—Lo sé —murmuró Sam—. ¡Sujétate!
El Lancia se movió de lado cuando los neumáticos delanteros resbalaron en las rodadas de la carretera de la mina. Sam pisó el freno, giró el volante, sintió que las ruedas traseras seguían, y después pisó de nuevo el acelerador. El Lancia subió la colina. La carretera era más estrecha de lo que había imaginado; no llegaba al metro ochenta. Cuando llegaron a lo alto, los árboles los rodearon, y las ramas golpeaban los laterales del coche y tapaban el cielo. La luz de los faros alumbró la ventanilla trasera cuando el todoterreno encaró la subida.
Al comenzar el descenso, Sam aceleró, pero de inmediato tuvo que pisar el freno cuando la carretera se desvió a la derecha y se adentró más en los árboles. Detrás de ellos el morro del todoterreno superó la cuesta, voló y luego cayó con todo el peso.
—Se la saltará —dijo Remi.
Tenía razón. Todavía rebotando por el impacto, el todoterreno se paso la curva y acabó por detenerse con el capó hundido entre los árboles. Sam miró por el espejo retrovisor a tiempo para ver cómo se encendían los pilotos de freno del todoterreno un segundo antes de que el Lancia comenzase a bajar por otra ladera. Sam atisbo por un instante las rodadas que había delante y gritó: «¡Sujétense!». Con las ruedas traqueteando y los amortiguadores chillando, el Lancia pasó por ese tramo, luego por otra pendiente al otro lado y por un trozo recto. Sam aceleró. Las ramas golpeaban el parabrisas, las pinas rebotaban en el capó y el techo. El todoterreno reapareció detrás de ellos, con las luces de los faros moviéndose enloquecidas mientras Jolkov pasaba por ese tramo.
Si bien era más resistente y tenía más potencia que el Lancia, el todoterreno también era sesenta centímetros más ancho, y Sam vio que esa desventaja daba sus frutos. Las ramas de los pinos que solo habían rozado al Lancia fustigaban el capó del todoterreno y se metían por el agujero donde había estado el parabrisas. Las ramas se quebraban, se enganchaban en la calandra y se enredaban en los limpiaparabrisas. Los faros se quedaron más atrás.
—¡Sam, cuidado!
Él apartó la mirada del espejo retrovisor a tiempo para ver un peñasco que se alzaba delante. Dio un volantazo y el Lancia derrapó. El peñasco llenó la ventanilla de Sam. Pisó el acelerador cuando el Lancia se tambaleó, pero no fue lo bastante rápido. Con un crujido, la parte lateral trasera golpeó contra el peñasco y se rompió el cristal de la ventanilla. El impacto hizo que el coche culease, para acabar saliéndose de la carretera y metiéndose debajo de las ramas. El parachoques lateral golpeó contra un tronco y se detuvieron. El motor se caló. Las agujas de pino llovieron sobre el parabrisas.
—Acabamos de perder la fianza —comentó Remi.
—¿Estáis todos bien? —preguntó Sam—. ¿Remi?
—Bien.
—Espléndido —dijo Umberto.
—¿Bianco?
—Todavía duerme.
Por la ventanilla de Sam vieron los focos del todoterreno; su luz se filtraba entre los árboles. Hizo girar la llave de contacto. Nada.
—Todavía tienes puesta la marcha —dijo Remi.
—¡Maldita sea! Gracias.
Puso la palanca de cambio en punto muerto y giró la llave. El motor de arranque giró y giró pero no engranó. Lo intentó de nuevo.
—Vamos, vamos...
Carretera abajo, el todoterreno estaba a mitad de camino y se acercaba al peñasco.
El motor del Lancia arrancó, subió de revoluciones y se caló de nuevo.
—Nos la estamos jugando, Sam —dijo Remi, con los dientes apretados.
Sam cerró los ojos, rezó y probó una vez más. El motor arrancó. Puso la marcha, giró el volante a la derecha y aceleró para volver a la carretera.
—¡Umberto, intente retrasarlos!
—¡Vale!
Umberto sacó la Luger por la ventanilla y primero hizo dos disparos y luego otros dos. Las balas golpearon en la calandra y destrozaron el faro del lado del conductor. El todoterreno viró a la izquierda, fue en línea recta hacia el peñasco, y luego a la derecha. El espejo lateral rozó la roca, se destrozó y se perdió en la oscuridad.