El oro de Esparta (17 page)

Read El oro de Esparta Online

Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood

BOOK: El oro de Esparta
5Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Preparada? —preguntó Sam.

Remi se tapó las orejas y asintió con la cabeza.

Sam apoyó la culata del arma en el antebrazo opuesto, apuntó y apretó el gatillo.

El disparo se perdió en el acto en medio del brutal estallido, un destello de luz, el aullido del acero que cedía y un estruendoso chapoteo. Sam y Remi asomaron las cabezas por encima de las cajas, pero durante diez segundos no pudieron ver nada, salvo una fina niebla que llenaba la caverna. Se despejó poco a poco. Salieron y caminaron hasta el borde del muelle para mirar abajo.

—Nunca había tenido la menor duda —murmuró Remi.

El minisubmarino UM-77 de la clase Marder, que había pasado los últimos sesenta años de su vida en el fondo de una caverna marina, estaba en la superficie, y el agua que contenía se vaciaba por las válvulas de inmersión.

—Hermoso —fue todo lo que Sam pudo decir.

20

Con otro reverberante sonido que Sam y Remi sintieron en sus cabezas, el submarino pasó por encima de otro peñasco, se desvió violentamente a babor, luego se puso en posición vertical y continuó avanzando por el canal principal del río. El agua que se deslizaba por encima de la cúpula de acrílico oscureció la visión de Sam un momento, y después se despejó. Encendió la linterna y alumbró por encima de la proa, pero solo vio las paredes de piedra que pasaban a cada lado y una espuma blanca que golpeaba el cono de proa. Pese al terrible peligro que corría, Sam decidió que se parecía mucho a un viaje en un tobogán de agua de Disney World.

—¿Estás bien ahí atrás? —preguntó Sam.

Remi, tumbada detrás del asiento, con los brazos apoyados en el casco, respondió:

—¡De maravilla! ¿Cuánto llevamos?

Sam consultó su reloj.

—Veinte minutos.

—Dios mío, ¿nada más?

Después de recuperarse de la sorpresa al comprobar que el plan había funcionado, Sam y Remi se habían colgado de la cuerda de proa del submarino para que levantara el morro un palmo por encima de la superficie y permitir así que saliese el resto del agua. A continuación, Remi había entrado para cerrar las válvulas de inmersión.

A partir de ahí, poco más tuvieron que hacer: verificaron que no hubiese ninguna filtración y reforzaron el interior con unas cuantas tablas de la pasarela. Los tanques de lastre de doscientos litros —tubos de doce centímetros de diámetro que iban de proa a popa por las bandas de estribor y babor— estaban llenos y equilibraban el sumergible.

Convencidos de que estaban preparados en la medida de lo posible, habían dormido cuatro horas acurrucados en el muelle dentro de un círculo de linternas. Al amanecer, se habían levantado, desayunado con agua de las cantimploras y cecina, y después de guardar lo más imprescindible en el submarino habían subido a bordo. Sam había utilizado una de las tablas para impulsar el Marder hasta la boca del túnel del río, y tras cerrar la cúpula, habían iniciado el viaje.

Hasta ese momento el casco de aluminio reforzado aguantaba bien, pero ambos sabían que la geología también estaba de su parte: si bien las paredes del túnel eran afiladas, las rocas y los peñascos del canal estaban pulidos por la erosión y no había ningún borde afilado que destrozase el casco.

—¡Sujétate! —gritó Sam—. ¡Una piedra grande!

La proa golpeó de frente contra el peñasco, se levantó, superó la cresta y se desvió a la izquierda. La corriente movió la popa en la dirección opuesta, y el casco golpeó contra la pared.

—¡ Ay! —gritó Remi por encima del estrépito.

—¿Estás bien?

—Solo otro morado para mi colección.

—Te invitaré a un masaje sueco cuando volvamos al Four Seasons.

—Te tomo la palabra.

Una hora dio paso a otra mientras Sam y Remi navegaban por los rápidos, sacudidos por los golpes del submarino contra las paredes, los saltos sobre los peñascos y los bruscos movimientos a un lado y otro de la corriente. De vez en cuando se encontraban en zonas más anchas y tranquilas del río, y eso le permitía a Sam abrir la cúpula y dejar que entrase un poco de aire fresco para completar el que Remi le suministraba a través de la botella de aire.

Casi con la precisión de un cronómetro, cada pocos minutos, el Marder chocaba contra un montón de peñascos, y se encontraban varados, con el submarino tumbado o colgado por encima de los rápidos, equilibrado como un giroscopio. Cada vez tenían que moverlo balanceándolo de un lado a otro hasta que se deslizaba de vuelta al canal, o Sam tenía que abrir la cúpula y empujarlo con la tabla.

Cerca de la tercera hora de viaje, el sonido de agua que corría desapareció de pronto. El submarino redujo la velocidad y comenzó a dar vueltas lentamente.

—¿Qué pasa? —preguntó Remi.

—No estoy seguro —contestó Sam.

Acercó la cabeza a la cúpula y se encontró mirando el techo abovedado lleno de estalactitas. Oyó que algo raspaba y miró a la izquierda a tiempo para ver una cortina de lianas que colgaban cerca de la cúpula, como las tiras en el interior de un túnel de lavado de coches. La luz entró en la cúpula y llenó el interior con un resplandor amarillo.

—¿Es el sol? —preguntó Remi.

—¡Por supuesto!

El casco rozó la arena, redujo aún más la velocidad y luego se detuvo con suavidad. Sam miró adelante. Estaban en otra laguna.

—Remi, creo que hemos llegado.

Quitó los cerrojos de la cúpula y la abrió. El aire fresco y salobre entró por la escotilla. Sacó los brazos, los dejó colgando, echó la cabeza hacia atrás y se alegró de que el sol calentase su rostro.

Oyó algo a la izquierda, abrió los ojos y volvió la cabeza. Sentada en la arena a tres metros de ellos había una joven pareja con equipos de submarinista. Boquiabiertos e inmóviles, ambos miraban a Sam. El hombre tenía el bronceado de un agricultor; la mujer, el pelo rubio platino; eran estadounidenses del Midwest en una aventura tropical.

—Buenos días —dijo Sam—. Por lo que veo, les interesa sumergirse en las cavernas.

La pareja asintió al unísono sin decir nada.

—Tengan cuidado de no perderse allí dentro —añadió Sam—. Puede ser un poco difícil encontrar la salida. Por cierto, ¿en qué año estamos?

—Deja a en paz a esta gente, Sam —le susurró Remi a su espalda.

21

—El paraíso —murmuró Remi—. El absoluto paraíso.

Fiel a su palabra, en cuanto llegaron al Four Seasons, Sam había pedido, después de compartir una larga ducha caliente, que les sirviesen una ensalada de marisco, pan caliente y una macedonia de frutas tropicales, y luego había llamado a un par de masajistas que, tras una hora de masajes con piedras calientes, habían pasado al masaje sueco. Sam y Remi estaban lado a lado en la galería, junto a las cortinas que se movían alrededor de ellos por la ligera brisa tropical. En la playa, los rompientes añadían su propia canción de cuna.

Sam, casi dormido, murmuró:

—Esto es vida.

Los sorprendidos jóvenes que habían encontrado a la salida de la cueva eran, en efecto, estadounidenses; Mike y Sarah, de Minnesota, y estaban de luna de miel. Después de tres intentos habían respondido a la pregunta: «¿Dónde estamos?», que les había hecho Sam, con: «En la costa norte de Rum Cay, entre Junkanoo Rock y Liberty Rock». Según los cálculos de Sam habían viajado más o menos doce kilómetros por el río subterráneo.

Mike y Sarah se habían ofrecido amablemente a llevarlos y a remolcar el minisubmarino —al que Sam le había tomado mucho cariño— a lo largo de la costa con su embarcación de alquiler. Cuarenta y dos horas después de haber llegado a Rum Cay, Sam y Remi estaban de nuevo en la playa donde habían amerizado. Su anfitrión, el misterioso vagabundo de la playa, no estaba por ninguna parte, así que ocultaron el submarino entre la maleza y dejaron una nota en la pared de la choza: POR FAVOR, VIGÍLELO. VOLVEREMOS A BUSCARLO. Sam no tenía muy claro qué haría con el Mardel, pero le pareció mal abandonarlo sin más.

Luego volvieron al avión y se dirigieron a la isla principal y a su hotel.

Acabados los masajes, Sam y Remi dormitaron un rato y después se levantaron para ir al interior del bungalow. Le habían enviado a Selma un SMS para decirle que estaban bien, y en ese momento Sam la llamó y puso el teléfono en manos libres. Le hizo un rápido resumen de la odisea en la cueva.

—Bien, nadie podrá acusar a los Fargo de tomarse unas vacaciones vulgares —comentó Selma—. Puede que tenga la respuesta a uno de los misterios: por qué es Jolkov quien los está buscando. Llamó Rube: a Grigori Arjipov lo encontraron muerto en un aparcamiento de Yalta; le faltaban las manos y los pies. Amputados a disparos de escopeta. Rube me dijo...

—Que tuviésemos cuidado —acabó Sam—. Lo tenemos.

—La pregunta es: ¿cómo los encontró Jolkov?

—Eso mismo nos hemos estado preguntando nosotros. ¿Has comprobado...?

—No hay ningún registro en las cuentas que usaron, y todos nuestros ordenadores tienen cortafuegos, así que dudo que hayan descubierto su itinerario por esa vía. Lo mismo con sus pasaportes; el gobierno los tiene muy controlados.

—Eso deja a las aerolíneas o... —dijo Remi.

—O a alguna pista que ellos tienen y nosotros no —acabó Sam—. Pero eso plantea otra pregunta: ¿por qué no habían asaltado ya las cuevas?

—Continuaré investigándolo —dijo Selma—, pero no creo que desde aquí lo descubramos.

—Hasta que lo sepamos, asumiremos lo peor y no dejaremos de mirar a nuestro alrededor —afirmó Remi.

—Bien. En cuanto al submarino... —dijo Selma.

—El UM-77 —le recordó Sam.

—Correcto. ¿Quieren que lo traiga aquí?

—Más nos valdrá —respondió Remi—, o Sam se echará a llorar.

—Es un trozo de historia —protestó él.

Habían acordado que, una vez acabada esa aventura, le comunicarían al gobierno alemán y al de Bahamas la existencia de la base de submarinos y dejarían que arreglasen el asunto entre ellos.

—¿Qué pasará si nadie los quiere? —había preguntado Remi.

—Entonces lo pondremos en la repisa de la chimenea.

—Era lo que me temía —gimió Remi.

Ahora, en el teléfono, Selma dijo:

—Me ocuparé de hacerlo. Puede que me lleve algunos días, pero lo traeré aquí. A ver, Jolkov tiene la botella.

—Eso me temo. ¿Alguna noticia para nosotros?

—De hecho, unas cuantas cosas que creo les resultarán interesantes. ¿Quieren saber qué más, aparte de la cigarra, solo se encuentra en el archipiélago toscano?

—Nuestra rosa negra —se apresuró a contestar Remi.

—Correcto de nuevo. Tendremos que encajarla en la cronología, pero parece probable que la tinta se utilizase en las etiquetas durante la estancia de Napoleón en Elba.

—O después, con tinta de allí —señaló Sam—. En cualquier caso, es otra pieza del rompecabezas.

—Sí, y hay otra —dijo Selma—. Nuestra botella es como una cebolla de acertijos: cada capa es un misterio. La etiqueta de cuero no es de una sola pieza, sino que son dos unidas. Conseguí quitar la primera sin causar ningún daño.

—¿Y...?

—No hay ningún rastro de tinta, pero sí más grabados: como una parrilla de símbolos, de ocho en horizontal y cuatro en vertical, un total de treinta y dos.

—¿Qué clase de símbolos?

—De todo. Desde símbolos de la alquimia hasta letras cirílicas, pasando por la astrología y otros tantos más. Yo diría que son códigos iconográficos sin ninguna conexión con su origen. Sam, es probable que usted esté familiarizado con los códigos iconográficos.

Así era. Durante su entrenamiento en Camp Perry, habían dedicado tres días a la historia de la criptografía.

—En esencia es un código de sustitución —le explicó a Remi. Cogió un bloc y un bolígrafo de la mesilla de noche y dibujó tres símbolos:

—Ahora supón —añadió Sam— que el primer símbolo representa la letra s; el segundo, la a; y el tercero, la l.

—Sal —dijo Remi—. Parece muy simple.

—En cierto sentido lo es, pero en otro es un código virtualmente indescifrable. Los militares utilizan una versión, un método llamado OTP o «libreta de un solo uso». La teoría es la siguiente: dos personas tienen un libro de cifrado/descifrado. Uno envía un mensaje utilizando el código iconográfico, el otro lo descifra sustituyendo las formas por letras. Sin el libro, no tienes más que símbolos al azar. Para cualquier otro, no tienen el menor significado.

—Y nosotros no tenemos el libro —puntualizó Remi.

—No. ¿Selma, puedes...?

—Va de camino mientras hablamos. No es la fotografía original que tomé de la etiqueta, pero Wendy utilizó un programa de dibujo para recrear algunos de los símbolos. Esta no es más que una muestra.

Momentos más tarde sonó el aviso de que había llegado un correo electrónico, Sam lo abrió y la imagen apareció en la pantalla:

Other books

Axel by Grace Burrowes
Wanted by a Dangerous Man by Cleo Peitsche
The Guilty Wife by Sally Wentworth
Eraser Platinum by Keith, Megan
Finding Elizabeth by Faith Helm
White Hart by Sarah Dalton
Ruffly Speaking by Conant, Susan
Picture This by Norah McClintock