El ojo de fuego (27 page)

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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Terror, #Ciencia Ficción

BOOK: El ojo de fuego
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—¿Por qué, honorable tío, esos ciudadanos no fueron juzgados?

—Los estadounidenses eran codiciosos y querían utilizar a esos hombres para su propio beneficio. Hacer dinero con rapidez es más importante para ellos que los principios —afirmó Kurata—. En lugar de actuar correctamente como vencedores, intentaron, como dirían ellos, conseguir dinero fácil. Querían dinero y cosas materiales de inmediato. No consideraron que, en el futuro, los negocios, las finanzas y las tecnologías serían los terrenos de batalla sobre los cuales las guerras futuras se librarían, ganarían y perderían. Los norteamericanos nos venden su tecnología, luego nos la compran a nosotros de nuevo en productos que valen diez veces más su precio; nos la venden una vez y nos la compran a nosotros cien millones de veces. Por eso ellos pierden siempre.

De improviso, un rayo destelló en la habitación y deslumbró a los dos hombres. En aquel breve instante, Sugawara vio el rostro de Kurata, captado como si lo hubiese iluminado el flash de un fotógrafo; la mirada fanática, cercana al trance, de los ojos de su tío le asustó. Pero, lo que era peor, la mirada de Kurata tenía la cualidad hipnótica, paralizante, que hacía que Sugawara se sintiese como si estuviese atado al anciano, que lo acercaba y unía con más fuerza a él con unos lazos invisibles. Retumbó un trueno en la oscuridad; Sugawara. Se movió inquieto, intentó borrar el destello de la imagen de su tío de su mente.

—Son unos degenerados —continuó Kurata con tranquilidad, como si el rayo y el trueno no existiesen—. Son así todos a causa de una columna vertebral racial desintegradora, y porque están controlados por la conspiración internacional judía: los Sabios de Sión. Nosotros mantenemos nuestros principios porque tenemos nuestra
tan'itsu minzoku shakai
, una cultura monorracial, sin contaminación, a diferencia de la raza mestiza, como ha sucedido en Estados Unidos. El primer ministro Nakasone tenía razón cuando dijo al mundo que Estados Unidos estaba en declive porque los negros y los mexicanos habían contaminado la raza y disminuido el nivel de inteligencia.

»Ese tipo de gente se puede usar, comprar y manipular con toda facilidad —continuó, con un fervor crecientemente evangélico—. Nos serán útiles mientras sus empresas nos den un modesto beneficio, mientras les vendamos televisiones y coches. Sus políticos corruptos nos lo permitirán mientras continúen aceptando nuestro dinero. Mientras nosotros financiemos su deuda y sus estúpidos gastos; no pueden hacer nada al respecto. Comprende que los bancos y las corporaciones controladas por judíos consideran que nosotros somos los que estamos manipulados por ellos —resumió Kurata—. A su vez, ellos se equivocan, como es habitual, y consideran nuestro silencio y cooperación como conformidad.

«Recuerda, hacemos lo que hacemos porque está bien. Es honorable. Es nuestro destino. Los norteamericanos y otras naciones mestizas hacen lo que hacen por avaricia.

Kurata hizo una pausa mientras una serie de relámpagos iluminaba con sus destellos estroboscópicos la habitación, a los que siguieron grandes estruendos. Cuando el retumbar de los truenos se alejó, Kurata reemprendió su narración.

—A partir de la Guerra del Pacífico, actuamos sin que pareciese que actuábamos. Ganamos sin que pareciese que ganábamos. Ahora estamos en la cima y los estadounidenses no parecen darse cuenta —afirmó Kurata con orgullo.

—Suplico su indulgencia, tío. Mis estudios me indican que los norteamericanos no son un pueblo estúpido. ¿Cómo es posible entonces que no se den cuenta de ello? —preguntó Sugawara.

En la débil luz, Sugawara vio que su tío asentía con la cabeza.

—Los blancos no son tan estúpidos —empezó—, pero son arrogantes y su arrogancia les ciega, de manera que ellos ven el mundo como quieren verlo en lugar de verlo como es en realidad. Sólo tienes que considerar que nunca, en todos los años desde que terminó la Guerra del Pacífico, el gobierno japonés nunca se ha referido a Estados Unidos como un aliado.


Ah, so
—comentó Sugawara—. Ahora lo recuerdo, incluso en mis libros de historia de la escuela. Durante la guerra, la Alemania nazi era nuestro
domei koku
, pero se menciona a Estados Unidos como
joyaku
, una relación.

—Has aprendido muy bien tus lecciones, sobrino —dijo Kurata—. Como bien sabes,
joyaku
define una posición inferior. Sin embargo, durante más de medio siglo, los norteamericanos nunca se han dado cuenta de que ningún boletín, ningún tratado, ningún comunicado o cualquier otro documento nunca se ha referido a ellos como nuestro aliado. Eso es ceguera. Eso es estupidez.

Calló cuando sonó un chasquido en la radio. «¿Dónde demonios está todo el mundo?», preguntó una voz que ambos hombres reconocieron como la de Gaillard. Los «efectivos» respondieron uno tras otro. Las historias eran parecidas. La tormenta había inundado las calles en las que estaba uno; un segundo estaba atrapado tras un accidente de tráfico provocado por la lluvia; el tercero estaba unas manzanas más allá, dando un rodeo porque un árbol había roto las líneas eléctricas a través de la avenida Independencia.

—Son como niños nerviosos —sonrió Kurata con indulgencia.

Hizo una pausa y dejó que los sonidos del viento y la lluvia llenasen sus oídos. Se escuchó un roce de ropa cuando Kurata le alargó un libro a Sugawara.

—Deberías llevar este libro en el corazón. Apréndelo —dijo Kurata.

—Un millón de gracias —dijo Sugawara, inclinándose profundamente.

—El libro, en realidad, es una colección —explicó Kurata—. Las tres obras que contiene son la obra de Kamakage, llamada
La conspiración judía para controlar el mundo
; la obra erudita de Yajima,
La forma experta de leer los Protocolos de los Sabios de Sión
, y la obra de Satio,
El secreto del poder judío que mueve el mundo
.


Hai
—agradeció Sugawara. —He oído hablar de todos ellos. Han vendido millones de copias en nuestra patria.

—Debes utilizarlos como tus libros de texto. Después de todo sólo nosotros, el pueblo de Yamato, podemos hacer frente a los judíos y su dominación del mundo. Recuerda siempre: Yajima resumió mejor la situación cuando escribió que «crear confusión y luego explotarla en beneficio propio es el procedimiento estándar de la forma de operar del capital judío internacional» —le instruyó Kurata—. Los judíos son taimados —afirmó—. Sólo porque están perdiendo ante nuestra superioridad no significa que hayan sido vencidos. Sólo tienes que observar la recesión que ha sufrido nuestro país y los problemas económicos de mediados de la década de 1990, resultado de la manipulación judía de los mercados financieros. Y, lo que es más importante, tienes que recordar que es imprescindible evitar la confrontación directa y abierta. Puesto que, mientras los estadounidenses y sus aliados no se den cuenta de que están siendo derrotados en la actual guerra económica, podremos disfrutar de todos los beneficios de una nación conquistada sin tener que destruir primero sus activos y reconstruirlos. Todo ello hace que la operación Tsushima cobre incluso más importancia —continuó Kurata—. Algunas veces es necesario eliminar de forma física a personas. Pero no deseamos destruir sus activos al hacerlo. Sería un despilfarro y, además, contraproducente. La operación Tsushima nos permitirá eliminar las ofensivas plagas de la tierra, sin que ellos o sus hermanas débiles del mundo se den cuenta de que ha sido un acto deliberado. La operación Tsushima nos dará la forma definitiva de actuar sin que parezca que actuamos.

Sugawara sintió que moría otro fragmento de su ser.

Capítulo 26

Un despiadado viento de cola empujaba el
Tagcat Too
con endiabladas ráfagas de lluvia, mientras el río Potomac se abría paso hacia la Bahía Chesapeake y la noche daba paso a una mañana gris sin amanecer.

Lara Blackwood estudió el radar y observó cómo las riberas del río quedaban atrás, a ambos lados. La confusa señal bailaba en la pantalla del radar como si estuviese llena de nieve. A pesar de la estática visual, distinguió con facilidad las boyas del canal equipadas con reflectores de radar que las hacían visibles incluso bajo esas condiciones. No vio nada más. Ni barcos ni botes. Sin embargo, también sabía que no estaría segura hasta que el radar ya no captase restos arrastrados por la tormenta flotando en el agua. Lara sofocó un bostezo mientras giraba despacio el timón hacia el sur y conectaba el piloto automático del timón. Sacó una taza de plástico de su soporte de suspensión cardán doble, escurrió los últimos sorbos de café frío que quedaba en ella, y se levantó.

Utilizó las barandillas para mantenerse en pie contra los embates y los bandazos del navío, se dirigió a la cocina y preparó otra cafetera. Igual que los soportes para las tazas de café, la cafetera de acero inoxidable contaba con un sistema de suspensión cardán doble que le permitía seguir más o menos en pie incluso cuando la embarcación cabeceaba y se inclinaba. Con la única excepción de las terribles treinta y seis horas que precedieron al hundimiento del
Tagcat
, en el Cabo de Buena Esperanza, siempre se las había arreglado bebiendo litros de café negro fuerte y permitiéndose cortos y frecuentes períodos de sueño para evitar caer en la provisión de anfetaminas que transportaba para emergencias extremas.

Cuando el café estuvo preparado, volvió a repasar el plan que había trazado en su cabeza. Hasta que averiguase lo que sucedía, Lara decidió que estaría más segura si la gente que quería asesinarla creía que estaba muerta. Por lo tanto, se dirigió a proa y recogió algunas cosas que ayudasen a hacer que lo pareciese.

A los pies de los escalones de la escalera de cámara, amontonó ropas, dejó un arcón para el hielo y chalecos salvavidas. Se dirigió a la parte delantera y dio una patada a la puerta de teca y caoba para sacarla de los goznes. La arrastró y la amontonó con lo que ya había puesto en el suelo al lado de la escalerilla, junto con un asiento del baño y almohadas de goma espuma del camarote de proa. Luego sacó su impermeable del armario y se puso unos pantalones con peto, atándose con fuerza los tirantes. Se calzó las botas y apretó las tiras de velcro de los pantalones firmemente a los tobillos. Se puso la chaqueta de Gore-Tex, una gorra de béisbol y se cubrió con la capucha de la chaqueta sobre la gorra. Se encogió dentro del arnés de seguridad, ató las anillas en forma de «D» con fuerza y se enrolló la cuerda alrededor de la cintura. Por fin sacó un par de guantes de Gore-Tex con puntos de agarre de goma en las palmas y los dedos, y abrió la escotilla.

La lluvia y el viento penetraron en el interior cuando, con rapidez, empujó el montón de cosas, las arrastró por el suelo y las sacó por la apertura de la escotilla, hacia el puente de mando, que daba bandazos bajo la tormenta. Empezó a subir las escaleras, luego hizo una pausa mientras sacaba un gran cilindro de plástico color naranja de su soporte, en la mampara, y lo arrastraba con ella hacia el huracán. Desató el cabo de nailon de casi dos metros de largo del pasamano que llevaba atado a la cintura, y lo ató con rapidez a una de las resistentes argollas de acero inoxidable de las docenas de soportes instalados por el
Tagcat Too
. Permaneció allí un momento para recuperar el aliento, mientras observaba cómo el viento cortaba los rizos de espuma de las olas y los arrojaba contra su cabeza. Después empezó a lanzar todo por la borda hacia la vorágine del huracán: la puerta, el asiento del baño, las almohadas…; Todo. Lo único que tenía que hacer era alzarlo lo suficiente, y el viento simplemente se lo arrancaba de las manos y se lo llevaba hacia la penumbra del amanecer. A continuación luchó para salir del puente de mando, enganchando y desenganchando el cabo del pasamano mientras se dirigía hacia el cilindro blanco con bordes redondeados. Cada paso estaba calculado, cada vez que se sujetaba con la mano lo comprobaba dos veces, mientras luchaba contra un viento infernal que quería arrancarla de cubierta y empujarla hacia un mar implacable. Por fin alcanzó el bote salvavidas; rápidamente desató las sujeciones, lo hizo rodar por cubierta y lo lanzó al mar.

—No van a creer que haya hecho algo tan estúpido —se dijo, mientras observaba cómo el bote salvavidas autohinchable se alejaba, saltando sobre las olas, y se desvanecía entre las fauces de la tormenta. Sabía que era un acto extremo pero necesario para prestar la verosimilitud necesaria, si quería tener alguna oportunidad de convencer a los sabuesos que seguir con su búsqueda sería inútil. También sabía que sería fatal para ella si algo le sucedía a la embarcación. Lo único que tenía ahora era el bote hinchable que colgaba de sus pescantes de popa. Ciertamente no era adecuado para una tormenta y, con mal tiempo, sería poco mejor que un patito de goma grande.

De regreso al puente de mando, recogió el cilindro brillante de color naranja y extendió la antena. Era un EPIRB, un radiofaro de emergencia indicador de posición, que transmitiría una señal de socorro internacionalmente reconocible y que alertaría a las autoridades de rescate. No es que ellos pudieran hacer nada por el momento, pensó mientras apretaba el interruptor impermeable para ponerlo en funcionamiento y echarlo al océano.

Mientras miraba cómo el EPIRB desaparecía entre la tormenta, sintió que su corazón temblaba como si lo hubiese sacudido un terremoto. «Medimos el tiempo de nuestras vidas —pensó—, a partir de los cambios más importantes que nos conducen a toda velocidad hacia nuevas direcciones. Antes de Cristo,
Anno Domini
, desde el divorcio, después de la muerte de mamá, antes de la boda, después del nacimiento. Los calendarios dirigían el comercio y los horarios de las líneas aéreas, pero para cada persona los recuerdos de las conmociones personales marcaban y establecían de nuevo el tiempo.

Había tenido una vida antes de que su padre muriese y luego después. Había tenido una vida antes de GenIntron, luego la que tuvo a su pesar después. Y ahora, ésta. ¿Cómo sería el día después? Movió la cabeza poco a poco, se dirigió de regreso a la escotilla y consiguió bajar sin problemas al interior. Fue a buscar más café recién hecho y pensó que, definitivamente, tenía que haber perdido la chaveta para atreverse a navegar en medio de un huracán.

Era difícil decir si el nuevo
onsen
, las fuentes termales, de Fuefuki estaba en el interior o el exterior. Sentado en una roca sumergida en el borde de una piscina tropical, con una exuberante vegetación excavada entre rocas volcánicas negras, Edward Rycroft dejó que las aguas calientes del
onsen
, enriquecidas con alumbre, diesen un cálido masaje a los agarrotados músculos de la parte baja de su espalda, mientras ociosamente ponderaba esa cuestión. Las cosas iban bastante bien, pensó mientras dejaba que el agua caliente lo calmase.

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