El ojo de fuego (12 page)

Read El ojo de fuego Online

Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Terror, #Ciencia Ficción

BOOK: El ojo de fuego
12.59Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se le hundió el corazón cuando pensó en lo que ya había visto, lo que ya sabía, y la total certeza de que aprendería y vería cosas peores. De los años pasados en Stanford, él sabía que, al menos, según los modelos occidentales, ya era culpable de estar enterado de un crimen y no haberlo denunciado. Su única oportunidad de supervivencia era la protección de Kurata. Pero esta protección sólo la obtendría al precio de su lealtad y docilidad. Estaba atrapado, atrapado por él mismo, por sus propias acciones. ¡Ojalá se hubiese rebelado antes! Cuando regresó a Japón, después de la universidad, tenía muchos amigos que intentaban separarse de las antiguas tradiciones. Tenía que haberse unido a ellos. Sin embargo, las antiguas tradiciones y el imperativo rígido de acatarlas forzaban a la gente buena a comportarse mal. Tragó saliva para librarse de la bola de culpabilidad que tenía en la garganta.

—Sí,
Sensei-san
—Sugawara se inclinó—. Por favor, perdona mi confusión. No es mi función cuestionar esas decisiones.

Los gritos de los bebés que llenaban su cabeza se hicieron más intensos.

Capítulo 9

Un atronador aplauso sacudió el gran salón del Hilton, cuando Lara Blackwood bajó del estrado, arrastrando una cartera llena de notas y documentos que habían provocado que la presentación de la mañana fuese el acontecimiento mediático más candente en una ciudad enloquecida por los medios de comunicación.

El discurso que había pronunciado ante una abarrotada audiencia de científicos, funcionarios del gobierno y medios de comunicación de cuarenta y tres estados había enfurecido a algunas personas del público, pero había entusiasmado al resto.

El acontecimiento, el simposio sobre el tratamiento genético de la Casa Blanca, había sido programado muchísimo tiempo antes del nombramiento de Lara en la Casa Blanca. Sin embargo, su llegada había dado gran impulso a los procedimientos y los había elevado del reino de los documentos áridos, y en su mayoría obtusos, a un acontecimiento que la CNN había denominado «las Naciones Unidas de la genética humana». Nunca antes, los medios de comunicación generales habían prestado tanta atención a los temas reales, la ciencia por la base, un tema que estaba tan escasamente entendido, malinterpretado y demonizado. Al menos era lo que ella había intentado.

En la base del estrado, Lara se sumergió en el remolino de gente que se amontonaba a su alrededor, todos querían captar su atención. Como si se tratase de un político de éxito, estrechó las manos que se le tendían, dio golpecitos a los hombros más cercanos, miró todos los pares de ojos que se encontraron con los suyos. La estatura de Lara y la energía que desprendía la hacían sobresalir, y los periodistas de las televisiones no tardaron en rodearla.

Un presentador de deportes de la televisión la denominó «una Anna Kournikova de tamaño súper», mientras que la prensa política se sintió superior y comparó su aspecto con Julia Roberts y su estatura con Janet Reno.

—Lisette Hartley, CNN —dijo la primera reportera que emergió de la avalancha que empujaba y arrastraba a Lara. La reportera de la CNN siguió el bloqueo del cámara que la acompañaba y empujó un micro hacia la cara de Lara. Las brillantes luces de la cámara captaron completamente la sorprendente luminosidad de los raros pendientes sicilianos de ámbar, de color rojo oscuro, que había comprado en Malta el día después de ganar el Tour du Méditerranée, la regata de yates tripulados en solitario, con el
Tagcat Too
. Cada pendiente estaba tallado en forma de corazón y contenía un minúsculo insecto.

—¿Habla usted completamente en serio cuando previene que la investigación genética puede producir algún tipo de «bomba étnica», un arma biológica capaz de barrer del mapa a una raza o un grupo étnico y dejar al resto sin afectar?

Lara entrecerró los ojos un momento ante la intensa luz.

—Los hechos hablan por sí mismos —dijo Lara, mientras dejaba su cartera en el suelo y sacaba de ella dos hojas de papel.

—Esto —dijo Lara mientras se incorporaba y alargaba una de las hojas a la reportera— es la lista actual de enfermedades principalmente restringidas a un grupo étnico u otro. La fibrosis cística afecta sobre todo a los caucásicos, el Tay-Sachs, en especial a los judíos azkenazi, la anemia drepanocítica, a los afroamericanos y así sigue la lista que enumera más de doscientas enfermedades actuales.

Lara hizo una pausa mientras se inclinaba de nuevo sobre su cartera y sacaba de ella otra fotocopia; la sostuvo de manera que el cámara de la CNN pudiese obtener un primer plano para la emisión posterior.

—Esta otra lista, mucho más corta, es la de enfermedades vinculadas genéticamente, cuyas curas y tratamientos existen, curas y tratamientos que modifican las secuencias específicas de ADN del individuo enfermo que causan la enfermedad.

Mirando directamente a la cámara, Lara añadió:

—Conozco un poco el tema, porque más de la mitad de esos tratamientos se desarrollaban en mi ex compañía, GenIntron. Si podemos desarrollar un fármaco orientado a una secuencia específica de ADN, identificada con un grupo étnico concreto, entonces es teóricamente posible desarrollar un agente asesino que opere de la misma forma.

—Pero la investigación sobre armamento biológico ofensivo está prohibida por un tratado internacional —rebatió con agresividad otra personalidad mediática, filmada por las cámaras de televisión.

Lara se volvió hacia la fuente del desafío y se encontró con una joven rubia, inmaculadamente peinada, con una blanca, perfecta y costosa dentadura, demasiado maquillaje y un vestido de diseño de dos mil dólares.

Lara movió la cabeza poco a poco y lanzó a la mujer una mirada que, sin pronunciar una palabra, le preguntaba cómo era posible que fuese tan ingenua.

—Está claro que hemos podido comprobar que no podemos obligar a cumplir los tratados a los terroristas. Y, si se diese el caso, ¿acaso podrían ustedes hacer que los serbios no quisieran matar musulmanes o los musulmanes matar judíos o los hutus matar tutsis o…? —dudó un momento—, ¿que los grupos neonacionalistas japoneses no usasen esa tecnología para librar a su país de coreanos u otros «indeseables»?

Un murmullo recorrió la asamblea. Su compañía había sido comprada por una corporación japonesa y se preguntaron dónde quería ir a parar.

La mujer rubia abrió y cerró la boca varias veces. Lara se imaginó el cerebro de la mujer como su boca, inútilmente boqueando en busca de un pensamiento inteligente, igual que un pez fuera del agua. No por primera vez, Lara se horrorizó ante el hecho que la mayoría de gente se enterase de las noticias viendo la televisión.

Antes de que la personalidad rubia televisiva encontrase sus ideas o alguna palabra, la reportera de la CNN rompió el excitado murmullo.

—¿Creo que usted dijo en una ocasión que el concepto de raza era un concepto pasado de moda, que no hay un gen que haga que uno sea negro o japonés? —preguntó la reportera, que, obviamente, había hecho sus deberes.

—Técnicamente es correcto —replicó Lara—. No hay un gen; de hecho, no hay un perfil coherente de ADN para ninguna raza dada. De hecho, hay tanta o más variación genética entre las personas de una misma raza —usó los dedos para entrecomillar visualmente la palabra—, más variación allí que la que hay entre la gente de razas distintas.

—Entonces, ¿cómo explica usted la teórica capacidad de producir una bomba étnica? —insistió Hartley.

—Porque la gente que vive en un área determinada durante largos períodos de tiempo, aquellos que, por costumbre, se casan entre individuos de su propio grupo, desarrollan ciertas secuencias genéticas que son las mismas. Se trata menos de algo racial que de un proceso de familiaridad genética. Lo vemos entre los amish y entre la mayoría de las poblaciones rurales del mundo que no migran y se casan entre aquellos que conocen mejor. Lo que se precisa para crear una bomba étnica, como usted la llama, es la capacidad de investigar a través del ADN para encontrar esas secuencias adecuadas.

Le gritaron otra pregunta desde la masa de reporteros pero, antes de que Lara pudiese responder, un joven muy alto, extremadamente delgado, vestido con un traje a rayas diplomáticas atravesó la multitud, abriéndose paso a empujones. Los reporteros de la televisión lo reconocieron un instante después de que lo hiciese Lara. Peter Durant, experto en política de asistencia sanitaria de la Casa Blanca, y no por casualidad, en esta ocasión, era el hombre encargado por el jefe de personal del presidente de «cuidar de la manada» que la rodeaba.

—Siento interrumpirles —dijo Durant, enfrentándose a las cámaras—, pero la doctora Blackwood es requerida urgentemente para una reunión en la Casa Blanca.

Lara lo miró interrogativamente; Durant señaló con la cabeza hacia la salida del salón. Siguiendo su mirada, Lara vio a dos agentes del servicio secreto de Durant, unos agentes que estaban allí de pie —superados en número y nerviosos—, justo más allá del grupo de reporteros de televisión.

Durant era una de las pocas personas que no formaban parte del gabinete a las que se garantizaba la protección del servicio secreto. Los cambios que había propuesto en el sistema de asistencia sanitaria habían sacado de quicio a millones de personas, y no era sorprendente que hubiese provocado todo tipo de amenazas de muerte; «precisamente un argumento más para que el tratamiento psiquiátrico fuese financiado por el gobierno», le gustaba decir. Aquellos que no se daban cuenta de que Durant carecía de sentido del humor, pensaban que hacía un chiste.

Las pruebas genéticas combinadas con los abortos obligatorios para los fetos que daban positivo a graves defectos de nacimiento era la piedra angular del programa de contención de costes de Durant. Lara había chocado con él a menudo sobre este tema, argumentando que el aborto obligatorio privaba a las mujeres de su elección personal, del mismo modo que prohibir todos los abortos. Se trataba de un encendido debate que se había trasladado a las páginas de los periódicos más de una vez. Cada reportaje comportaba más amenazas de muerte, dirigidas sobre todo a Durant.

A causa de esto y de las protestas que habían acosado a Lara como presidenta de GenIntron, se le había ofrecido una escolta de seguridad pero, hasta el momento, no había sido necesaria. Los locos parecían vinculados a GenIntron como empresa y no a ella personalmente, y ahora disfrutaba de poder pasear sola de nuevo.

Después de disculparse, Lara siguió a Durant desde el salón hasta el pasillo de servicio. A los dos agentes del servicio secreto que Lara había vislumbrado se les unieron tres más que se mezclaron con la multitud y formaron una especie de retaguardia mientras caminaban entre bandejas amontonadas llenas de los platos sucios del almuerzo.

Cuando la escolta de seguridad se hubo distanciado discretamente de ellos, por delante y por detrás, Durant se dirigió a Lara.

—Nunca había visto a nadie cabrear a tanta gente tan rápidamente como tú lo has hecho —exhaló audiblemente, y se frotó el rostro con un gesto de frustración.

Ella estudió su cara y, como siempre, encontró que había más cosas en él que le gustaban que no que le disgustaban.

Había salido con Durant en citas sociales un montón de veces, y cada vez regresaba a casa sorprendida de que un hombre con su inteligencia pudiese ser tan monotemático y estar centrado en un tema y sólo un tema, y que no pudiera o no quisiera hablar sobre nada más. Era la persona más pesada que había conocido en su vida. Al final dejó de aceptar sus invitaciones porque las profundas discusiones políticas sobre copagos y copagos exigidos a los patronos no casaban en absoluto con los burdeos franceses de primera cosecha.

Caminaron en silencio unos cuantos pasos más antes de que Lara replicase. Andando con cuidado sobre un montículo de lo que pretendían ser gomas de pollo unas pocas horas antes, ella dijo finalmente:

—¿Con quién tengo que encontrarme en la Casa Blanca?

Él movió la cabeza lentamente, se inclinó y dijo:

—Hoy no has dicho lo que esperábamos.

—Entonces es que no habéis leído mi discurso.

—Ya hablamos contigo de todo el asunto —Durant siseó furioso—. El presidente piensa…

—¡No me jodas, Durant! —soltó bruscamente—. El presidente no piensa nada la mitad del tiempo; escucha más a su charla de Prozac que a ti, a mí o a cualquier otro.

Durant abrió la boca para responder, luego se lo pensó mejor porque se acercaban al montacargas y llegaban donde estaban los agentes del servicio secreto.

Lara y Durant no se cruzaron ni una palabra mientras llegaba el montacargas. Un agente del servicio secreto entró en la caja tan pronto como las arañadas puertas vibraron al abrirse. Un instante después, volvió a salir satisfecho de que estuviese vacío y sostuvo las puertas, para que ellos entrasen.

—Les esperaremos abajo, siguiendo las instrucciones, señor —dijo el agente.

Lara miró cómo se inclinaba y apretaba el botón del garaje subterráneo.

—¡Dios mío! ¡No sabes lo que estás haciendo! —dijo Durant en un audible susurro cuando las puertas del montacargas se cerraron. Cerró los ojos y se pasó la mano izquierda por la cara.

—¿Qué dices? —Lara alzó las cejas con frialdad.

—No sólo tratas con la Casa Blanca ahora —le previno él, mientras el montacargas descendía—. Hay otros intereses en juego.

—Mi interés está en la buena ciencia —dijo Lara—. Puedes juntar todas tus gilipolleces políticas y…

Durant se giró para enfrentarse a ella y fue entonces cuando vio la preocupación en sus ojos.

—Lara, te guste o no, de lo que tratan ahora nuestras vidas es de gilipolleces políticas, desde el momento en que estamos asociados con el gobierno. No es agradable, pero no importa si tú gobiernas o eres parte de los gobernados; la gilipollez política forma parte de la vida, por lo tanto, es mejor que aprendas a vivir con ella.

Hizo una pausa mientras el montacargas vibraba al bajar.

—Llámalo como quieras, pero se trata de tus recientes actividades extracurriculares.

—¿Mis qué?

—Estás jugando con fuego…; —inspiró una ruidosa y forzada bocanada de aire, mientras miraba el techo del montacargas, a sus desnudas luces fluorescentes.

—¿Fuego? —Lara preguntó, con la voz más sosegada ahora por el miedo que vio en las palabras del hombre—. ¿Qué sucede? Apuesto que se trata de contribuciones para la campaña. Conozco al presidente, y su partido recibe ingentes cantidades de efectivo de Kurata y de una legión de sus ejecutivos. Incluso, en una ocasión, intentaron que diese mi brazo a torcer.

Other books

Shadowed Threads by Shannon Mayer
1st (Love For Sale) by Michelle Hughes
A Gust of Ghosts by Suzanne Harper
Hell's Legionnaire by L. Ron Hubbard
Sex, Love, and Aliens, Volume 1 by Imogene Nix, Ashlynn Monroe, Jaye Shields, Beth D. Carter
The Cost of Love by Parke, Nerika