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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El número de Dios (28 page)

BOOK: El número de Dios
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Teresa Rendol se había convertido en la mejor maestra de taller de pintura de Castilla. Requerida para pintar retablos y cuadros a reyes, nobles y altas dignidades eclesiásticas, la joven maestra había tenido que ampliar el número de aprendices incorporando al taller a tres muchachitos de doce años.

Aun así, tras varios meses de relaciones con Enrique, el maestro de Chartres había pasado a ser para ella la primera de sus pasiones. A fines de año, cuando las primeras nieves anunciaron la inmediata presencia de la Navidad, Enrique de Rouen estimó que había llegado el momento de pedirle a su amante que se uniera a él en matrimonio. Vivían juntos, aunque mantenían la ficción de habitar cada uno en su casa, y Enrique le pidió a Teresa que se casara con él.

Los dos enamorados paseaban una soleada aunque gélida mañana de domingo por la ribera helada del Arlanzón. Los sotos de ribera parecían petrificados, como si el hielo de la noche los hubiera congelado junto con todos los árboles, desnudos y leñosos, y con las hierbas grises.

Teresa se protegía del intenso frío con una capa de gruesa piel de lobo y cubría su cabeza con un gorro de seda y una capucha de piel. Enrique vestía su zamarra de piel de conejo y su sombrero de fieltro negro forrado de piel de marta.

—En cuanto deshiele y entre la primavera, viajaré a Chartres y a París. Necesitamos buenos escultores para las figuras de las portadas y de los remates exteriores. Me gustaría que vinieras conmigo como mi esposa. Teresa…, deberíamos casarnos —dijo Enrique al fin.

Aquella repentina propuesta no sorprendió a Teresa, pues, aunque la esperaba y la deseaba, la maestra del taller de pintura había rogado para que jamás llegara a producirse.

—Eso no puede ser —sentenció Teresa con frialdad.

Enrique pareció turbado. Pese a su relación amorosa, nunca antes habían hablado de matrimonio, pero al joven De Rouen le pareció que, en esas circunstancias, su declaración era lo habitual, y estaba convencido de que Teresa accedería a ello.

—¿No?, pero yo pensaba que tú…

—Pues te equivocaste. Yo no creo que el hombre ni la mujer estén hechos para el matrimonio. Todo lo contrario. El matrimonio es una invención del hombre, tal vez del diablo, para acabar con el verdadero amor.

—Tú y yo estamos viviendo en pecado. Sabes que la Iglesia condena el amor fuera del matrimonio y que todo acto sexual que no esté destinado exclusivamente a la procreación es pecado. Al no estar casados, nosotros dos vivimos en pecado.

—¿Has leído a Andrés el Capellán?

—Sí, lo estudiamos en las clases de la Universidad de París. Leíamos hasta casi aprender de memoria su obra
De amor
., que dedicó a María, condesa de Champaña e hija de Leonor de Aquitania.

—Habla de otra forma de amor.

—El Capellán defiende el amor libre; en realidad, realiza una apología del adulterio y abomina del matrimonio, aunque no acepta el amor de los clérigos y las monjas, ni el amor de hombres entre sí.

—Andrés el Capellán escribió: «El amor es una pasión innata cuyo origen radica en la percepción de la belleza del otro sexo y en la obsesión por esa belleza, por cuya causa se desea, sobre cualquier otra cosa, poseer los abrazos del otro, y, en estos abrazos, cumplir, de común acuerdo, todos los mandamientos del amor» —Teresa recitó esas frases de memoria.

—La Iglesia condena esa doctrina —dijo Enrique.

—Tu tío Luis me contó algunas cosas de tu tierra y de su gente. Me habló de la reina Leonor, la condesa de Aquitania. Me dijo que doña Leonor obligó a Chrétien de Troyes a escribir un libro en el que se exaltaban los amores adúlteros de la reina Ginebra, la esposa del rey Arturo, y el caballero Lanzarote del Lago, y lo hizo para acabar con esa idea diabólica del matrimonio.

»Durante siglos las mujeres hemos sido obligadas al matrimonio como moneda de cambio. ¿Sabes?, el matrimonio divulgado raramente suele durar.

—Esa sentencia es de Andrés el Capellán —reconoció Enrique.

—Sí, pero es certera, como otras tantas suyas.

—Por ejemplo, el que nada impide que una mujer sea amada por dos hombres —dijo Enrique.

—O un hombre por dos mujeres, aunque eso es mucho más frecuente.

—Yo te amo, Teresa, y por eso deseo que seas mi esposa.

—Podemos seguir amándonos sin que eso ocurra, como lo hemos hecho hasta ahora, como creo que sucederá para siempre.

Enrique miró a los ojos de Teresa. Su tono melado y su aspecto sereno no dejaban de impresionarle desde que los observara por primera vez.

—¿Conoces la historia de Abelardo y Eloísa? —le preguntó el arquitecto a su amada.

—No, no he oído hablar de ellos.

—Es la historia de amor más conocida de París, pero también la más cruel.

—Seguro que se casaron —repuso Teresa.

—Sí.

—¿Tal vez es trágica por ello?

—No. Escucha:

»Abelardo es uno de nuestros más preclaros filósofos. Nació a fines del siglo XI. Fue un ser extraordinario, dotado de una gran capacidad para la reflexión, además de hombre sereno y justo; su inteligencia era como la luz del sol, brillante y luminosa. Siempre defendió la primacía de la lógica y de la razón, y por su sabiduría logró congregar a un gran número de discípulos. Ninguno de los profesores de París lo superaba en conocimientos de lógica y teología, y tenía una retórica tan atrayente que siempre resultaba victorioso en cuantos debates se entablaban en la universidad. Defendía la relación entre razón y ciencia, y afirmaba que la fe no tenía por qué estar en contradicción con la lógica. Su más famoso polemista fue Bernardo de Claraval, con quien mantuvo profundas disputas teológicas pero el abad del todopoderoso monasterio de Cluny lo alabó como a uno de los intelectuales más grandes de su siglo.

»Abelardo era magnífico y brillante, pero orgulloso, y destacaba tanto que a los treinta años ya era considerado como el león de las escuelas de París. A esa edad seguía sin conocer carnalmente a ninguna mujer, y tal vez nunca lo hubiera hecho si no hubiera aparecido ella.

—¿Eloísa? —supuso Teresa.

—Claro, Eloísa. Tenía tan sólo diecisiete años, era hermosa, ansiaba vivir y amar y estaba llena de pasión. Esta joven vivía en París con su tío Fulberto, que era un poderoso canónigo del cabildo de la catedral de Nuestra Señora. Fue el propio Fulberto quien propició que Abelardo y Eloísa se conocieran.

—¿Pretendía casarlos?

—No. Fulberto quiso que su sobrina fuera educada por el más sabio de los maestros de la universidad. Durante meses, Abelardo fue el preceptor de Eloísa y le enseñó leyes, filosofía y teología. Todo fue bien hasta que a ambos los arrastró una pasión mutua. Fruto de su clandestina relación amorosa nació un hijo, al que llamaron Astrolabio. Nadie sabe cómo, pero lograron mantenerlo en secreto, aunque Fulberto comenzó a sospechar algo. Para evitar un escándalo mayor, Abelardo y Eloísa se casaron, y entonces el poderoso canónigo se enteró de todo el asunto.

—¿Lo ves?, fue el matrimonio la causa de su desgracia —asentó Teresa.

—No exactamente. Fulberto, un viejo y severo moralista, se enteró de lo que había pasado y consideró que Abelardo había seducido a su inocente sobrina. Ciego de ira, envió a unos soldados en busca de Abelardo y ordenó que lo castraran.

—¡Qué horror! —exclamó Teresa.

—Abelardo perdió su virilidad, y ante semejante desgracia instó a Eloísa a que se recluyera en un convento.

—¿Y ella le obedeció?

—Sí, lo hizo por amor. Los dos amantes y esposos se separaron, pero no dejaron de amarse en la distancia y se escribieron cartas en las que ratificaron su amor eterno. Abelardo se retiró al monasterio de San Marcelo, donde llevó una vida austera dedicada al estudio y a la meditación, pero jamás pudo olvidar a su querida Eloísa.

»Abelardo pasó los últimos veinticinco años de su vida encerrado en ese monasterio, hasta que murió a los sesenta y tres.

—¿Y Eloísa?

—También vivió el resto de su existencia recluida en otro monasterio, en Argenteuil, donde llegó a ser priora, y al final de su vida regentó como abadesa el monasterio de Paráclito; murió veinte años más tarde que Abelardo, tras cuarenta y cinco de clausura monacal. Poco antes de morir pidió que la enterraran con el que había sido su esposo. Y dice una leyenda que, cuando abrieron el ataúd de Abelardo para depositar junto a su cuerpo el cadáver de Eloísa, el esqueleto del filósofo alargó los brazos para estrechar a su amada, a la que tanto tiempo llevaba esperando.

—Todo esto que me has contado no es cierto; te lo has inventado.

—No, Teresa, no lo he inventado; es tan verídico como mi amor por ti.

»Abelardo escribió muchos libros, pues su pluma era muy prolífica. En Burgos será difícil encontrar algún ejemplar, pero en las librerías de París se siguen vendiendo copias de sus obras y de sus comentarios a Aristóteles. La más famosa es su
Historia de las calamidade
., como puedes comprobar un título muy apropiado, también existen ejemplares de sus
Carta
., verdadero monumento literario al amor y a la tristeza.

—Es una historia terrible.

—Le cortaron los testículos; para un hombre no hay nada peor que esa tortura. Pero lo más cruel de esta historia es que jamás lo condenaron por delito alguno, aunque estuvo en entredicho a causa de sus ideas.

—Seguro que ese tal Fulberto era uno de esos clérigos sin vocación que son aupados por su familia para ocupar cargos importantes en la Iglesia.

—Tal vez. Aunque quizá fuera uno de esos que buscan en la Iglesia su seguridad material y una manera fácil de enriquecerse.

Teresa estuvo a punto de decirle a Enrique que si rechazaba su propuesta de matrimonio era a causa de que en su corazón había prendido la llama de las enseñanzas de los cátaros, y que para ella el matrimonio significaba una imposición inaceptable de la Iglesia, donde radicaba buena parte del mal que corrompía al mundo.

—Dejemos las cosas como están, al menos por el momento. Tú no corres el peligro de que un tío celoso y despechado ordene que te castren. Estamos en otro siglo, y son decenas los hombres y mujeres que viven en nuestra misma situación.

—Bueno, fue el propio Andrés el Capellán quien afirmó que una conquista fácil hace al amor despreciable, pero que una difícil lo convierte en algo mucho más valioso, y que el amor siempre acostumbra a huir de la casa de la avaricia, pero pese a eso, yo tengo avaricia de ti.

—También dijo que el matrimonio no es excusa válida para no amar —dijo Teresa.

—En ese caso, sigamos sus consejos.

Enrique besó con pasión a Teresa. Los labios de los dos amantes estaban fríos, pero el calor pronto acudió a sus bocas.

Teresa había acabado de cepillar su pelo dorado con un peine de hueso que le había regalado Enrique.

En la cama, el arquitecto dormía recostado sobre su lado izquierdo. Teresa lo contempló por un momento y esbozó una sonrisa cuando el joven maestro de obra de la catedral de Burgos abrió los ojos. Los rayos del sol primaveral iluminaban la alcoba y tras los vidrios blanquecinos de la ventana se atisbaba un rutilante cielo azul.

Teresa se acercó hasta el lecho y besó a Enrique. Ese día era el que el maestro había fijado para partir hacia Francia en busca de escultores expertos para labrar las tallas que todavía restaban por esculpir para las portadas de la catedral. Enrique se había enterado de que en Amiens había un taller disponible, pues el programa escultórico de la gran catedral de esta ciudad estaba prácticamente acabado, y había decidido viajar hasta allí para contratar a cuantos escultores estuvieran dispuestos a desplazarse hasta Burgos, pues don Mauricio le había apremiado a acelerar el ritmo de las obras.

La criada había preparado un copioso desayuno: tajadas de tocino frito, huevos cocidos, mantequilla, pan, queso y vino con canela y miel. Había que alimentarse bien, pues le esperaba un largo camino.

—¿No vienes conmigo? —le preguntó Enrique a Teresa.

—No. Ya sabes que tenemos varios encargos urgentes en el taller. No puedo faltar tres o cuatro meses.

—Pensé que tal vez cambiaras de opinión a última hora.

—No puedo dejar el taller.

—Sólo serán unas semanas, sólo unas semanas. Contaré uno a uno todos los días hasta volver a encontrarte —le bisbisó Enrique al oído.

El arquitecto besó a Teresa, cogió su bolsa y avisó a los dos oficiales que iban a acompañarle para que trajeran las mulas. Volvió a besarla, montó en una de las acémilas y partió hacia Francia por la puerta de San Esteban, siguiendo el Camino Francés.

Teresa estaba pintando el rostro de una Virgen con niño que le había encargado el párroco de la iglesia de San Nicolás. Estaba tan absorta en el trabajo que no oyó nada, pero su olfato pronto identificó el aroma a la mezcla de almizcle, clavo y nuez moscada que solía utilizar Enrique para eliminar el mal olor del sudor. La maestra dejó el pincel a un lado, aspiró profundamente y dejó que aquel aroma intenso y masculino inundara su nariz.

Cuando se volvió hacia la puerta de la sala de pintura, Enrique estaba allí, sonriente como de costumbre, con el cabello revuelto, la barba crecida y la chaqueta de cuero cubierta todavía por el polvo del camino.

—Ya te dije que sólo serían unas semanas.

Teresa se levantó del taburete y corrió al encuentro de su amado.

—No sabes cuánto te he echado de menos —le dijo Teresa tras un largo y apasionado beso.

—No quisiste venir conmigo.

—No pude. ¿Cómo te ha ido?

—Bien, bien. Dentro de dos meses vendrá una cuadrilla de canteros y otra de escultores. Han trabajado en las catedrales de Amiens, Bourges y Coutances; son muy buenos y trabajan rápido.

Enrique calló de pronto y sus cejas se ensombrecieron de una repentina tristeza.

—¿Qué te ocurre? De repente te has puesto muy triste.

—Mis padres, han muerto los dos.

—Lo siento —Teresa acarició el rostro de Enrique y se abrazó con fuerza a su cuerpo.

—Fue este invierno. Mi padre sufrió una hinchazón en los pulmones y falleció, y mi madre no pudo soportar su ausencia y murió pocos días después, creo que de pena. Un notario de Chartres lo arregló todo; me dejaron la casa y algo de dinero. He vendido cuanto poseía; no deseo volver a mi ciudad, ya no tengo nada que me ate allí.

»Ahora Burgos es mi ciudad.

Aquella noche Teresa y Enrique se unieron con la intensidad de los amantes que vuelven a encontrarse tras varias semanas distanciados.

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