Junto al bordillo que rodeaba la estación de King's Cross, el ayuntamiento había instalado una papelera junto a cada farola, por higiene y civismo, y para sacar algún dinero por los anuncios que llevaban. Había en total veintisiete papeleras de un metro de profundidad que se vaciaban todos los días.
Aquella noche, grupos de frustrados pasajeros se arremolinaban junto a las papeleras. Se recostaban en ellas, dejaban las bolsas de viaje o las maletas debajo, los maletines encima, y echaban la ceniza de los cigarrillos dentro, sin pensar. Y la lluvia seguía cayendo sobre ellos, sobre las papeleras y su contenido, produciendo una especie de adormecimiento.
Y explotaron; no todas a la vez, sino a intervalos de diez segundos, el tiempo justo para provocar el pánico pero sin dar tiempo a salir corriendo, en el supuesto de que alguien hubiese sabido hacia dónde hacerlo y de que hubiera algún lugar que se pudiese considerar seguro.
En la estación, oyeron las explosiones, una tras otras, atronando el aire de la tarde, provocando un temblor que parecía interminable, como una pesadilla en la que las detonaciones se sucediesen sin el alivio del despertar. Luego, al fin, se hizo el silencio; un silencio que se podía cortar, algo como una untuosa sustancia que impregnó las calles. Momentos después oyeron los gritos. Los gritos que seguirían resonando en sus cabezas durante toda la vida.
T
om Holly llegaba tarde. Era uno de esos desdichados que se las arregla para no llegar nunca a tiempo a nada; alguien a quien el destino ha asignado el papel de último de la fila. En el colegio había pasado muchas horas castigado sin recreo, excusándose por escrito por haber llegado tarde a una clase o a un examen. De mayor llegó tarde a su boda, al nacimiento de sus dos hijas y al entierro de su madre. En los cines, en los teatros y en las iglesias, era el indefectible pejiguera que se abría paso hacia su sitio en la oscuridad mientras los demás trataban de seguir la película o la obra, o de no perderse mientras cantaban.
Hoy no importaba. Hoy todo iba con retraso, toda la ciudad. Las bombas de King's Cross habían sumido a la capital en el dolor y el desorden. Las estaciones de interconexión entre el metro y la red de ferrocarriles habían sido evacuadas, las calles de las inmediaciones despejadas y cortadas al tráfico, y las bocas de metro cerradas una a una. Los cordones policiales bloqueaban las principales arterias. No se veía un taxi, y los pocos que se creyeron afortunados por encontrar uno miraban con envidia a los empapados viandantes que no tenían que soportar el descomunal atasco.
Tom se enteró de la explosión de las bombas poco antes de salir de Vauxhall House. Por un instante le aterrorizó la idea de que pudieran retenerlos a todos en caso de que las bombas las hubiese colocado algún grupo de Oriente Próximo. Pero en seguida corrió la noticia de que habían sido los irlandeses.
En el departamento respiraron con alivio, aunque éste no tardó en dejar paso a la indignación y al dolor a medida que se iban conociendo mejor las proporciones de la carnicería. Sin entretenerse más que lo imprescindible para llamar a Linda por teléfono y decirle que no saliese de casa, Holly cerró su despacho (era jefe de la sección de Egipto del Servicio Secreto Británico) y salió a la calle bajo la persistente llovizna. Eran entonces las siete menos cuarto.
Vauxhall House estaba situada justo al sur de Lambeth, no lejos de la ahora ruinosa Century House, que albergó la sede central del Servicio Secreto Británico hasta hacía unos años. El nuevo edificio se alzaba junto al Támesis, frente a la Tate Gallery y Westminster. Holly cruzó el río por Vauxhall Bridge y enfiló hacia el este de Buckingham Palace, cruzando el Malí hasta St. James. Oyó extinguirse a lo lejos el sonido de una sirena. La vigilancia en torno al palacio de Buckingham se había redoblado.
Un local llamado Royal Overseas League, en Park Place, venía haciendo las veces de club para Tom desde hacía más de diez años. Le cuadraba bastante bien: no era ni demasiado elegante ni demasiado estirado; tampoco era caro, factor importante para alguien con un sueldo del SSB y sin otros ingresos, pero sí lo suficientemente respetable para sus reuniones informales con amigos y contactos. Casi equidistaba del Ministerio de Asuntos Exteriores y de las embajadas de Egipto y Estados Unidos, admitían por igual a hombres y mujeres y no era un local donde en seguida le reconociesen a uno, pero, si le reconocían, ello no daba lugar a comentarios.
La cita de aquella noche era algo distinta de lo habitual. Tom quería evitar que le viesen determinadas personas y que le hicieran preguntas. Quizás habría sido aconsejable un lugar más discreto, pero había desechado la idea. Si lo estaban siguiendo —una posibilidad que, a lo largo de las dos últimas semanas se había convertido casi en una certeza—, una entrevista secreta con Michael Hunt y Ronnie Perrone no haría sino provocar una vigilancia más rigurosa. Allí, en el ROL, como llamaban comúnmente al local, darían la impresión de ser tres viejos amigos que se reúnen para tomar unas copas y evocar recuerdos. No es que fuese una gran coartada, pero no se hallaba en situación de desdeñarla.
Michael le aguardaba en el vestíbulo. Llevaba una vieja y arrugada gabardina con todo el aspecto de que le acababan de quitar las bolas de alcanfor para el viaje a Londres y unos zapatos demasiado ligeros para el clima inglés. Tom le recordaba con el pelo negro, pero ya lo tenía entrecano. Michael sonrió algo cohibido al aparecer Tom por la puerta.
—Perdona, Michael, debí telefonear. He tenido que venir a pie. Está toda la ciudad paralizada. Dios mío, es tardísimo —dijo al mirar su reloj y ver que eran casi las ocho—. Gracias por haberme esperado.
—No tenía otro sitio adonde ir —repuso Michael.
—Podías haber ido al Ritz, que está a la vuelta de la esquina.
—No es mi estilo, ya me conoces.
Se estrecharon la mano, algo nerviosos. Habían pasado tres años, casi cuatro. La sonrisa se desvaneció del rostro de Tom al soltar la mano de su amigo.
—Lo siento, Michael. Me refiero a lo de tu padre.
Michael asintió con la cabeza. Había llegado de El Cairo aquella misma tarde y a la mañana siguiente tenía que estar en Oxford para asistir al entierro de su padre.
—Es a las once de la mañana. ¿Irás?
—Quisiera ir, sí —repuso Holly asintiendo con la cabeza—. Si Paul no pone ninguna objeción.
Paul era el hermano de Michael, un sacerdote católico que no veía con muy buenos ojos a Tom ni sus frecuentes manifestaciones de ateísmo. Paul oficiaría el funeral.
—No le importará. Eres un viejo amigo. Mi padre te apreciaba y no se puede decir lo mismo de muchos. No será una ceremonia multitudinaria precisamente.
—Supongo que no. ¿Qué tal si entramos? —dijo Tom empezando a quitarse la empapada gabardina—. Primero nos tomamos unas copas y luego cenamos algo. ¿O tienes ya apetito?
Michael sonrió y negó con la cabeza.
—Perdona un momento, Michael.
Tom se volvió, dejó la gabardina en el mostrador del guardarropía que estaba a su izquierda, cogió el resguardo y se dirigió al conserje.
—¿Ha preguntado por mí el señor Perrone?
—No, señor Holly —respondió el conserje—. Sólo ha preguntado por usted el caballero con quien estaba usted hablando ahora.
—Ya. Seguramente ha debido de quedarse atascado como yo. Cuando llegue, dígale que estamos dentro, en el bar. Ya conoce el camino.
—De acuerdo, señor.
Holly se disponía a dar media vuelta, pero lo pensó mejor y se dirigió de nuevo al conserje.
—¿Se sabe algo más de lo de King's Cross, John?
—Ochenta y tres cuerpos han sacado ya —contestó John con expresión afligida—, pero probablemente serán más de cien. Como en el bombardeo, igual. Sólo que entonces había una guerra y esto ha sido a sangre fría. Una canallada. No tiene nombre. Tendrían que echar de aquí a todos los irlandeses.
—Una canallada, John. Incalificable.
Holly respiró hondo y se volvió hacia su amigo. Qué poco sabía la gente de canalladas.
—¿Va a venir Ronnie Perrone?
—Sí. Perdona, tenía que habértelo dicho.
—No a compadecerse, supongo.
Holly meneó la cabeza. Su pelirroja y revuelta cabellera empezaba a clarear.
—No. Pero no pensemos en ello hasta mañana. Esta noche es mejor…
—Aprovechar que estoy aquí.
—Sí, si quieres expresarlo así. Pero vayamos arriba, Michael, aquí no podemos hablar.
Arriba estaba el bar, al que se accedía por un tramo de escaleras situado a la izquierda, según se entraba. Estaba prácticamente vacío. No era una noche para salir o distraerse tomando unas copas después del trabajo. Los destellos que producían las luces en las botellas de distintos colores le daban al local un aire de forzada animación. En un rincón, junto a las ventanas que daban al jardín y a un sendero, una mujer de mediana edad con traje sastre estaba sentada tomando un coñac. La oscuridad cubría el jardín como un negro paño. El barman se levantó lentamente del taburete y, algo vacilante, le sonrió a Holly.
—Encantado de verlo, señor Holly. Es agradable ver entrar alguna cara conocida.
—Un poco tranquilo está esto esta noche.
—Sí, señor. Mala noche.
—Cierto, cierto —dijo Holly—. Yo tomaré un Glenfiddich con un toque de ginger.
—Americano, ¿verdad, señor?
—No, normal.
—De acuerdo, señor.
—¿Qué tomas tú, Michael? —preguntó Tom ladeando ligeramente el cuerpo.
—¿Yo? Pues…, un Campari con sifón, sin hielo.
—¿Unas gotas de limón, señor?
—Sí, está bien.
Ya con los vasos en la mano, fueron a sentarse a una mesa lo más alejada posible de la que ocupaba la mujer del coñac. Tom reparó en que a su amigo le había temblado un poco la mano al posar el vaso en la mesa. ¿Sería a causa de la aflicción o por otro motivo?
Recordaba a Michael en el MFCAS, el Centro de Estudios Árabes de Oriente Próximo, dirigido por los británicos, cuando tenía la sede en un pueblo de Líbano, Shemlan, en las colinas de Shouf, desde las que se domina el sur de Beirut. Allí, atiborrándose de gramática árabe, de los imperativos de
yaiya
y de
itta'ada
; recorriendo de noche con las chicas de la ciudad los atestados cafés de Mujtar que se erguían al borde de un alto acantilado. Los hacinados recuerdos de besos mezclados con la fragancia de las buganvillas, escuchando a medianoche
Songs of love and hate
en el tocadiscos, Michael abrumado por el amor o por las ideas. Las confidencias, las revelaciones, las prudentes distancias que guardaban, el pequeño y precario caparazón en que cada uno se replegaba, el principio de una vida que no era realmente una vida. Y en las laderas de las lomas que les rodeaban se cernía la oscuridad, cada vez más densa, maculada, tensa; un mercado para el derramamiento de sangre.
—Bebe, Michael. Esto ya no lo encontrarás en El Cairo el año que viene.
—Mejor que yo debes de saberlo, Tom —dijo Michael tomando un sorbo del amargo Campari y enarcando una ceja—. Ya no conozco estos entresijos como tú.
—Vamos, Michael, que tú vives allí y sabes lo que pasa. Nadie necesita conocer los «entresijos».
Michael meneó la cabeza lentamente. Era un hombre alto que se movía con una desenvoltura que parecía estudiada. Tenía las facciones egipcias, herencia de su madre, una cristiana copta de Asyut que se casó con el padre de Michael en 1952, dos días después de que una multitud enfurecida incendiase el Shepheard's Hotel de El Cairo. Casarse parecía una locura. Los extranjeros hacían las maletas y se marchaban de Egipto con independencia de que fuesen griegos, armenios, británicos o ciudadanos de países de Oriente Próximo. La revolución nasserista se produjo seis meses después. Fue un matrimonio inoportuno.
Los recién casados se quedaron. El padre de Michael no tuvo alternativa. Oficial de transmisiones del escuadrón D del legendario regimiento de los Life Guards, sería uno de los últimos soldados británicos en abandonar el territorio egipcio. Michael nació en 1953 en el Hospital Copto de El Cairo; al año siguiente nació su hermano Paul. Menos de dos años después, en marzo de 1956, el escuadrón D embarcó en Port Said junto al 2.° batallón de granaderos y vieron cómo Egipto se alejaba de ellos para siempre.
Michael se crió en Oxford; un chico inglés con rasgos y color de piel egipcios. En el internado algunos chicos le apodaban
el Gippo
, hasta que él les dio contundentes razones para que dejasen de llamarlo así. Casi todos los años, desde los cinco, su madre le llevaba a El Cairo a pasar una temporada con la familia. Allí aprendió a hablar el árabe egipcio. Asistía a la École des Frères e hizo muchos amigos. Pero su padre nunca le acompañó. No volvió jamás a un país que creía que le había traicionado y rechazado. El mayor Ronald Hunt —luego ascendido a coronel— amó a una egipcia, pero odiaba a Egipto.
No, no era del todo verdad. Le encantaba contemplar las pirámides al amanecer y las falúas en el Nilo, aspirar el aroma de las especias en un oscuro bazar y presenciar la monta de camellos en el club Gezira. Pero, dejando aparte a su esposa, despreciaba de todo corazón a los egipcios. Era lo que debía hacer: su clase y su arruinado Imperio se lo exigían, como una perversa prueba de lealtad. Los llamaba a todos «negros»; egipcios, griegos, turcos, armenios y judíos eran iguales a sus ojos. Resultaba difícil comprender que una egipcia hubiese inspirado tanta pasión a un hombre así. Pero la madre de Michael había sido muy hermosa. Y su familia era muy rica.
—Sólo sé lo que veo y lo que oigo. Ignoro lo que se cuece entre bastidores. Si me has hecho venir aquí esperando obtener información privilegiada, pierdes el tiempo.
—¿Por qué estás tan susceptible, Michael? Me he limitado a decir lo que todo el mundo sabe. Es cuestión de meses, de un año a lo sumo: los fundamentalistas van a tomar el poder en Egipto.
—No diría yo que eso esté tan claro.
—Ya lo creo que sí, Michael. Los acontecimientos se aceleran. Ahmed Badri se entrevistó la semana pasada con Yusuf Otman.
—¿Otman? —preguntó Michael mirando a su amigo con curiosidad—. ¿El jefe de la Hermandad Musulmana?
Holly asintió.
—La prensa no lo ha comentado —dijo Michael—. Ni siquiera un periódico como
al-Itissam
.