El nombre de la bestia (2 page)

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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

BOOK: El nombre de la bestia
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El ribete de una de las vendas llevaba una larga inscripción jeroglífica, un pasaje de El Libro de los Muertos: «Señorea sobre las columnas de Shu y secunda los arrebatos de Ra. Divide los años, su boca está oculta, su boca está silenciosa, las palabras que dice son secretos, consuma la eternidad, su vida perdurará como la del Dios Hetep».

Dentro de unos instantes, se dijo Aisha, de un momento a otro, vería su rostro. De todos los pueblos de la antigüedad, sólo los egipcios preservaron sus cuerpos para que los viesen las generaciones posteriores. Nadie podría ver jamás el rostro de César ni el de Constantino, pero en una ocasión ella, temblorosa y estremecida, sola en la quietud de una noche cerrada, entró en una cámara silenciosa y vio las facciones de Usima're'- setpenre' o Ramsés el Grande. Alejandro, Saladino y Napoleón no eran ya más que polvo, pero ella había contemplado con emoción el durmiente rostro de Tutmosis III, el vencedor de Megiddo. Frente a frente, los vivos y los muertos; los quebradizos huesos y la fluida sangre.

Desmontó con cuidado la culata y luego el cañón, sin dejar de sujetar firmemente el cuerpo del alma, mientras oprimía el trinquete hacia dentro con un dedo. Después desenroscó la tuerca de la base del cañón y la quitó.

Aisha retiró la primera venda arrollada al cuello y a la cabeza. Él yacía como un amante mientras ella lo desnudaba. Sus miembros recibían sus caricias en silencio. La paciencia de la muerte.

«¿Qué quieres ser de mayor?», le preguntó su madre cuando tenía nueve años. Extraña pregunta para una niña egipcia. ¿Qué podían esperar la mayoría de las niñas de aquel mundo? El matrimonio y los hijos. Las torpes caricias de hombres mucho mayores que ellas.

Pero los padres de Aisha eran cultos y progresistas, decididos exponentes del panarabismo nasserista, beneficiarios de la política de la
infitah
de Sadat. La niña respondió a la pregunta de su madre sin vacilar:
«Athariyya
». Quería ser arqueóloga.

Desde que tenía cuatro años, había ido a comer o a merendar junto a las pirámides de Gizeh con ocasión de los festivales de primavera de Sham al-Nasim. Comía huevos pintados y pescado en salmuera, y jugaba sola a la sombra del monumento erigido en honor a Keops. Alzaba una y otra vez la vista hacia la imponente mole de piedra, empequeñecida, amedrentada por la implacable presencia y, sin embargo, ávida de saber lo que había dentro, qué tinieblas, qué luces y qué sombras. Era casi como si despertase en ella recuerdos, tenebrosos recuerdos inimaginables a su edad.

El día que cumplió nueve años la llevaron por primera vez al Museo Egipcio. Se dirigieron a través de pórticos de blancas columnas hacia asombrosas naves. Su madre la condujo directamente a la primera planta por la escalera noreste, hacia las cámaras donde se guardaban los tesoros de Tutankamón. En una larga nave, a la derecha de las escaleras, había una urna de cristal con la máscara mortuoria del joven rey. Era lo más hermoso que Aisha había visto nunca, y se quedó clavada delante del cristal, incapaz de apartar la mirada. Aquel rostro, aquella cara, aquellos labios ribeteados de oro, aquellos ojos de negra obsidiana, y su propio rostro reflejado en aquella profundidad.

Estuvo horas caminando por cámaras encantadas de altos techos, rebosantes de huellas del pasado. Por todas partes había máscaras de oro, cajas de marfil, lámparas de alabastro tallado, jarrones de lapislázuli. Y conforme caminaba, su infancia parecía abandonarla y el peso muerto de las pirámides alzarse desde su pequeño corazón como si fuese un tul. El oro de los siglos y las pintadas imágenes de los antiguos dioses despertaron en ella algo que jamás se adormecería.

Ahora era cirujana. Su escalpelo se abría paso a través del tiempo hasta los huesos. Manipulaba ya la última venda; estaba segura. Las vendas estaban flojas y bastaba un ligero toque para retirarlas. Muy pronto, él le pertenecería. Era como una seducción; como si él fuese su novio. Deseaba separar y besar sus cubiertos labios, como para resucitarlo con su aliento. Con sumo cuidado, deslizó el escalpelo desde el hombro izquierdo hasta la muñeca. Dejaría la cara para el final.

Cogió una de las piezas de muestra del maletín y la dejó en la mesa junto al arma desmontada. La muestra se partió en dos mitades idénticas. En el interior, el metal estaba moldeado de tal manera que encajaba con absoluta precisión en el gatillo del subfusil Walther. Retiró una de las piezas del gatillo y la sustituyó por una de las mitades de la muestra. Hizo lo mismo con el resto de las piezas de metal y luego lo dejó todo sobre un banco en el que había un equipo completo de soldadura. Tenía que soldar todas las piezas y luego pulirlas hasta que pareciesen nuevas.

En el otro extremo procederían a la inversa. Enviarían los cargadores por separado. Era complicado, pero merecía la pena. Merecía la pena tomarse todas las molestias que hiciese falta.

Al pasar por la muñeca, el escalpelo rozó el brazalete que habían visto a través de la pantalla de rayos X. Aisha distinguió un dorado destello bajo la fina incisión. La posición del brazalete no era la habitual y ya había suscitado apasionados comentarios. No era infrecuente encontrar joyas en las momias, fuesen de hombres o de mujeres, pero era raro que estuviesen directamente sobre el cuerpo, en lugar de en el exterior, sobre el vendaje.

Aisha dejó el escalpelo y empezó a retirar la venda como si de la fina piel de un fruto se tratase. Sus dedos se movían rápida y metódicamente, con la habilidad que proporciona una larga experiencia; pero en lo más profundo de su mente, en el más recóndito de sus abismos notaba algo extraño, algo distinto a lo esperado. Las vendas iban aflojándose y cayendo conforme ella las manipulaba. Lo que había debajo no era carne muerta, sino tela, la oscura tela de una gruesa manga. Y el tejido y el paño no eran lo que debían ser, en absoluto.

Sintió latir su corazón aceleradamente, desprendiéndose y alejándose de ella. Los dedos se le quedaron entumecidos y agarrotados, convertidos en algo que procedía independientemente de su voluntad. Se quedó observando mientras los otros retiraban las pútridas vendas, viendo la oscura tela rasgarse cuando practicaron la abertura. Notaba los ojos de Megdi clavados en ella. Percibía su perplejidad. Pero ella había dejado atrás la perplejidad y sentía algo muy distinto: temor, rechazo, incredulidad.

El brazalete de oro asomó en la muñeca de su príncipe muerto, amarillo sobre el fondo blanco del hueso. Aisha le levantó el brazo con suavidad y lo ladeó ligeramente. La cámara empezó a girar y ella oía su corazón latir muy lejos de allí.

—Aisha —la llamaba una voz—. ¿Estás bien, Aisha?

Ella sonrió, enarcó las cejas y meneó la cabeza. Se apoyó con una mano en el borde de la mesa para no perder el equilibrio. En la otra mano, la muerta muñeca yacía como un pecado, pálida e inexpugnable. Notaba la trabajosa respiración de Butrus mientras miraba lo mismo que ella y, de pronto, oyó el estrépito producido por la cámara de vídeo al estrellarse contra el suelo.

Y en su mano, ciñendo el hueso de una muñeca, con las manecillas señalando las cinco y media, un Rolex reflejaba la intensa luz del techo.

Egipto tuvo aquel año un extraño invierno.

I

El segundo ¡Ay! ha pasado. Mira que viene

enseguida el tercero
.

Apocalipsis, 11,14

Capítulo
I

Londres

3 de septiembre de 1999

L
a llamada llegó a las 17.23. Duró exactamente siete segundos y no pudo ser localizada. Aquel día se habían producido ya veintiséis llamadas —bromas pesadas, todas ellas—, pero ésta iba en serio. Para empezar, el comunicante utilizó la contraseña entonces vigente en el INLA, el Ejército Irlandés de Liberación Nacional: «Carryduff». Además, conocía la diferencia entre la Policía de los Transportes Británicos (BTP) y los agentes del cuerpo dependientes del Ministerio del Interior. Y tenía el número de teléfono de la sala de control de la BTP. Por otro lado, ya se habían producido dos explosiones en importantes estaciones aquella semana y nadie estaba dispuesto a correr riesgos.

La primera bomba había explotado el lunes en Euston, con un balance de tres muertos y cuarenta y dos heridos graves, y la segunda el martes en Paddington, a consecuencia de la cual una agente que ayudaba a despejar el vestíbulo resultó mutilada. El miércoles y el jueves se vivió verdadero pánico en toda la capital y en varias estaciones de provincias, desde Newcastle a Portsmouth. La compañía estatal de ferrocarriles, la British Rail, se esforzaba al máximo para que el país no quedase paralizado. El calamitoso estado de las autopistas, unido a una densa niebla, hacía imperativo que la red de ferrocarriles funcionase a plena capacidad. Los bromistas se lo estaban pasando en grande, pero nadie más le veía ninguna gracia al asunto.

En las llamadas auténticas había, sin embargo, algo raro. El comunicante que avisó de la colocación de las bombas en Euston y en Paddington utilizó palabras en clave conocidas por los miembros de la Brigada Antiterrorista de Scotland Yard, pero eran palabras codificadas que pertenecían a organizaciones radicalmente distintas. La primera correspondía al FPLP (Frente Popular para la Liberación de Palestina) y la segunda al ASALA, un grupo guerrillero armenio que se formó en Beirut en 1975. Ni unos ni otros tenían, aparentemente, motivos para colocar bombas en lugares públicos de Londres. El INLA sí.

A las 17.28, el jefe de estación de King's Cross fue alertado sobre la posibilidad de que se colocasen una o varias bombas en su estación.

Agentes de la policía vigilaban ya las inmediaciones del lugar. Eran agentes de la BTP ayudados por seis hombres de la Met, la policía metropolitana. Tanto ellos como el personal de la estación se habían pasado la semana desalojando andenes, tiendas y bares; pero, pese a la práctica que tenían, tardaron más de cuatro minutos en hacer que saliese el último civil.

Era la hora punta de un viernes por la tarde y la gente estaba que trinaba. Se habían formado enormes colas para el
1800
de Edimburgo, el tren que transportaba al grueso de los obreros y empleados que regresaban al noreste de Inglaterra y a Escocia tras una dura semana de trabajo en la gran ciudad. En sus hogares les esperaban sus esposas e hijos. Pero aún lo tenían peor quienes, trabajando igualmente en Londres, vivían en localidades más cercanas como Cambridge y Ely, porque regresaban todos los días a casa por la tarde y llevaban tres días consecutivos con desesperantes retrasos. Y el viernes era peor; el peor día y a la peor hora.

Tras salir los últimos pasajeros, que se alejaron cansinamente bajo una gris llovizna, empezaron a oírse las sirenas en Euston Road, a la altura de la estación de St. Paneras. El tráfico estaba atascado en arterias importantes como Pentonville, Caledonian y Grays Inn. Las luces de los faros deslumbraban a los viandantes, que circulaban con cara de circunstancias conforme iban llegando las unidades de emergencia en coches patrulla y turismos de la policía sin distintivo.

Los primeros en llegar fueron los miembros de la Brigada Antiterrorista y de Desactivación de Explosivos, seguidos, unos quince minutos después, por un grupo de Operaciones Especiales del Ministerio del Interior. Los militares estaban aún en camino. Hombres de paisano, con cara de pocos amigos, se apearon bajo la llovizna. Varios oficiales de policía se les unieron en seguida y todos empezaron a hacer preguntas atropelladas.

Lo peor estaba a punto de empezar: el penoso y lento rastreo de la enorme estación mientras, quién sabía dónde, el tictac de un reloj se acercaba inexorablemente a la siguiente explosión. Si es que de verdad habían colocado una bomba.

King's Cross no es un lugar muy adecuado para localizar una bomba. Las escasas cafeterías son tascas de mala muerte, centro de operaciones, muchas de ellas, de camellos, chulos y prostitutas. No hay tiendas propiamente dichas y los cuchitriles que hay no están abiertos a esas horas del viernes. Ninguna de las innumerables pensiones y hoteles baratos situados en las calles que dan a la parte alta de Euston Road, dispone de más instalaciones que las imprescindibles para servir un té y unas galletas.

Pero lo cierto es que no había manera de desplazarse desde allí, a menos que quisiera uno hacerlo a pie. Las bocas del metro habían sido cerradas a los pocos minutos de recibirse el aviso. Los autobuses y los taxis estaban atrapados en un interminable atasco que les impedía circular en cualquier dirección. Además, ¿qué sentido tenía marcharse de allí? Casi todas las personas congregadas en las inmediaciones de la estación permanecían allí por una única razón: volver a casa para el fin de semana, un fin de semana que se les acortaba por momentos.

En el interior de la estación, el grupo de desactivación de explosivos aguardaba órdenes. Eran cuatro, con el equipo completo: traje de protección, sondas Allen, varillas extensibles, espejos, imanes y visores. No estaban ni impacientes ni tranquilos. Si había una bomba se harían cargo de ella. Si podían, claro. De momento, lo de menos era saber quién la había colocado y por qué. Lo único que importaba era saber si de verdad la habían colocado y, en caso afirmativo, cuál era su potencia y qué dificultades presentaba su desactivación. O si las habían colocado. Porque el plural no era una posibilidad desdeñable.

De acuerdo con las normas establecidas tras los falsos avisos de bomba que se produjeron en la estación a principios de 1991, en King's Cross se había eliminado todo aquello que brindase la oportunidad de depositar una carga explosiva: papeleras, buzones y las grandes huchas metálicas que instalaban las organizaciones de beneficencia. La consigna de equipajes llevaba cerrada mucho tiempo, de manera que rastrear el vestíbulo y los andenes no presentaba mayores problemas. En las tiendas y cafeterías del interior de la estación ya era otro cantar. Pero tenían que asegurarse. Por encima del enorme panel donde se consignaban las llegadas y las salidas, ahora suspendidas, las manecillas del reloj proseguían su marcha inexorable. Los miembros del equipo de desactivación se movían en silencio al compás de los latidos de su corazón.

El presunto responsable de la negligencia que hubiese hecho posible la colocación de la bomba sería sometido a media docena de investigaciones que no conducirían a ninguna parte, perdidas en ramificaciones hacia otros compañeros hasta ser abandonadas por completo.

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