La última sinagoga de Charlottenburg, la que había en la Schulstrasse (actual Behaimstrasse), fue incendiada más tarde esa misma noche, asimismo «protegida» de los bomberos de Berlín por una brigada de centinelas de las SA. Se calcula que para la mañana del 10 de noviembre 7.500 comercios habían sido asaltados en toda Alemania, treinta mil judíos fueron detenidos y muchos de ellos enviados a campos de concentración. Nadie sabe el número de heridos o muertos.
Ésta fue la última experiencia de violencia callejera que vivió Bruno. La «Noche de los cristales rotos» fue el apogeo de un decenio de salvajismo e intimidación. Los días siguientes, los nazis pudieron reposar y felicitarse de una buena noche de trabajo, pero sabían que sería la última. Incluso en el interior del país, el precio de todas aquellas agresiones fue una reprobación angustiada. Es un rasgo típico que esta condena no contuviera una defensa de las víctimas judías, sino que sólo expresara un rechazo de los métodos empleados y los argumentos que prestaban a los críticos extranjeros del nazismo. Como dijo una respetable mujer de clase media alta:
las sinagogas están ardiendo, las tiendas y las casas de los judíos están completamente destruidas, estamos causando más estragos que los hunos, te avergüenzas de ser alemana y todo esto se presenta como una acción espontánea, ¡¡espontánea en un país tan rígidamente organizado como Alemania!! Es una deshonra, y otros países hostiles tendrán razón en decir que no necesitan preparar ninguna propaganda contra nosotros, porque nosotros mismos les hemos dado un material mejor que el que ellos habrían encontrado por su cuenta.
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Las autoridades nazis pronto coincidieron con este criterio. Los sucesos de aquella noche de noviembre habían sido en realidad muy infortunados. La «cuestión judía» precisaba una «solución» que eludiese la mirada sagaz de las potencias enemigas, y más coherente con el amor propio tan civilizado de Alemania. La lucha continuaría, pero de un modo más sistemático y menos anárquico. La «Noche de los cristales rotos» había sido una ruda interrupción de la tarea real que ahora abordaban las SS y su auxiliar el SD.
A finales de 1939, dos años después de asumir su puesto, Bruno podía mirar atrás con una satisfacción considerable. Había acometido eficazmente sus dos campos de interés principales: el sistema sanitario y las actividades de los movimientos opositores derechistas. Confirmaba este punto el informe trimestral de situación,
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compilado por el SD, que evaluaba el progreso realizado contra los adversarios del nacionalsocialismo. El informe tomaba nota de que la oposición de derechas se había visto efectivamente obligada a buscar apoyo en el extranjero. Pero más gratificante todavía para Bruno sería la confirmación en el informe de que, en parte como consecuencia de la
November Aktion
(esto es, la «Noche de los cristales rotos»), la legislación había finalmente «zanjado» la «cuestión judía» en lo referente al aspecto médico: «Que, con efectos a partir del 31 de enero de 1939, la totalidad del sistema sanitario se encontraba ya plenamente purgado de judíos, incluidos dentistas y farmacéuticos.»
Bruno y el SD podían ahora dedicar su atención a nuevos objetivos, a saber: la guerra de venganza contra las superpotencias occidentales que habían «ganado» la Primera Guerra Mundial sólo porque la traición y la sedición habían minado el frente nacional alemán, y la lucha étnica contra el pueblo que Hitler estaba convencido de que era el enemigo racial más amenazador: los judíos. El ejército alemán, la Wehrmacht, libraría la primera. Las SS emprenderían la segunda. Bruno intervendría en ambas.
El 28 de abril de 1939, Bruno y Thusnelda, al igual que todos sus compatriotas, fueron obsequiados con una emisión radiofónica en la que su Führer exponía con lujo de detalles todos los logros que había conseguido para el país. Era nada menos que la proclama de una transformación nacional. «He remediado el caos de Alemania», informaba Hitler,
restaurado el orden, incrementado enormemente la producción en todos los sectores de nuestra economía […] He logrado reponer en una actividad útil a los siete millones de parados cuya situación tanto nos afligía […] No sólo he unido políticamente a la nación alemana, sino que también la he rearmado militarmente y he intentado además anular ese tratado cuyos 418 artículos contienen la violación más inmunda que […] jamás han sufrido unos seres humanos. He restituido al Reich las provincias que nos arrebataron en 1919; he devuelto a la patria a los millones de alemanes profundamente infelices que nos secuestró el enemigo; he restablecido la unidad histórica milenaria del territorio alemán; y he […] procurado llevar a cabo todo esto sin derramar sangre y sin infligir los sufrimientos de la guerra a mi pueblo o a cualquier otro. He realizado todo esto […] con mi propio esfuerzo, yo que hace veinte años era todavía un trabajador y un soldado alemán desconocido…
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Los miembros de la familia Langbehn o la familia Pahnke-Lietzner suscribieron cada sílaba de este discurso. Se sumaban de buena gana a los millones de alemanes que eufóricamente apoyaban cada una de estas declaraciones. Hitler, su gran estadista, había superado en habilidad al resto de Europa sin provocar una guerra. El desempleo parecía pertenecer al pasado; el rearme encubierto había sido una burla provechosa del Tratado de Versalles y Alemania había empezado a ocupar un puesto destacado en el escenario internacional. Alemania sin Hitler era simplemente inconcebible, como ratificaban periódicamente los «informes del Reich» de Bruno, no obstante los focos de descontento que ni siquiera la propaganda de Goebbels podía acallar totalmente.
Por lo que respectaba a Bruno, Hitler había disipado los dos grandes traumas que habían deshecho a la República de Weimar: la humillación de la Primera Guerra Mundial y la catástrofe económica de la Gran Depresión. Por eso tantos alemanes veían a Hitler como si fuera un mesías que había aportado una salvación popular a un país desorientado.
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Y no sólo en el ámbito nacional: ¿quién podría haber vaticinado sus triunfos internacionales, todos ellos obtenidos sin derramamiento de sangre (las víctimas de la
Kristallnacht
, de la represión de las SS o la depuración racial nazi no contaban). En flagrante violación de lo prescrito por la Sociedad de las Naciones, Renania se había remilitarizado; lo más glorioso de todo, en marzo de 1938 Austria había sido reincorporada al redil mediante el llamado Anschluss, un acto que era a medias absorción por la fuerza y a medias una capitulación alegre. A la anexión siguió en septiembre la «germanización» de los Sudetes, una usurpación brillantemente organizada de los límites orientales de Checoslovaquia, con el pretexto (no del todo inventado) de los agravios allí sufridos por la población alemana, y que Hitler culminó dando sopas con honda a Neville Chamberlain en Múnich.
Todos estos sucesos habían estado a punto de desencadenar una guerra, pero en cada ocasión Hitler había eludido el conflicto gracias a su audacia política, su astucia y su capacidad hipnótica para conseguir lo que quería, y gracias también al respaldo de la fuerza intimidatoria de su ejército en rápida expansión y su manifiesta disposición a utilizarlo. Fue una campaña efectuada con sombreros de copa, encuentros diplomáticos, reuniones internacionales y conciliación extranjera. En consecuencia, el temor a una agresión alemana era en todo momento grande. La primera etapa de agresiva expansión alemana había desembocado en la reunificación triunfal en el más amplio
Volksgemeinschaft
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de millones de
Volksgenossen
o compañeros de raza. El país estaba de nuevo en marcha, aparentemente libre de los horrores de 1914-1918, cuyo legado funesto aún atormentaba la memoria de millones de alemanes mayores que no olvidaban el tiempo pasado en las trincheras.
A Hitler le deleitaba la exaltación que hacía de él su pueblo, se complacía en posar como el «dictador de la paz», pero no para siempre. Empezó a lanzar insinuaciones oscuras: la paz, aunque buena, era sólo un paréntesis; habría guerra en algún momento: «Durante años, las circunstancias me han obligado a hablar de paz casi continuamente […] [Pero] es evidente que la propaganda pacifista […] puede llevar a un espíritu derrotista que a la larga socavaría inevitablemente el éxito del presente régimen […] ahora es necesario reeducar gradualmente al pueblo alemán para que entienda que hay cosas que deben obtenerse por la fuerza cuando fracasan los medios pacíficos.»
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A Hitler le preocupaba que los alemanes empezaran a ablandarse a causa de la política encaminada a evitar la guerra; incluso habían acuñado una expresión para la reciente sucesión de victorias no conflictivas: «guerras de flores» las llamaban, en que los únicos misiles que se lanzaban eran guirnaldas y ramilletes. Para muchos era sumamente seductora la idea de que Alemania pudiese alcanzar la grandeza sin pagar un precio, pero Hitler procuraba no alentarla demasiado. «Un día», les advirtió, «la “cuestión alemana” exigiría una solución más expeditiva»:
He asumido la tarea de resolver el […] problema alemán de espacio. Tened presente, por tanto, que mientras yo viva este pensamiento presidirá toda mi existencia. Además, podéis estar seguros de que nunca retrocederé ante las medidas más extremas, porque estoy convencido de que esta cuestión hay que zanjarla de una manera u otra.
Pese a la vaguedad de este discurso, las «medidas extremas» a todas luces incluían la guerra. Ningún país había conquistado nunca su espacio vital sin luchar por él. Los recursos del mundo eran limitados. Sus pueblos estaban racialmente estratificados y no se debían nada entre ellos. Las relaciones internacionales se basaban en el recelo mutuo y una competencia feroz. El precio por no librar una guerra era el mismo que por perderla: degradación, humillación, impotencia. La Depresión había demostrado a Hitler que la economía mundial era una guerra en todo salvo en el nombre.
Para Bruno y otros nazis comprometidos que compartían las ambiciones de Hitler, la guerra era la expresión suprema de la ideología nazi. Un país preparado para el combate era un país en la plenitud de su fuerza. Pero la guerra también significaba la cumbre de la
Weltpolitik
. Nada daría a los nazis el poder que deseaban tan rápida o decisivamente como la conquista y la dominación militar, y había llegado el momento de que los alemanes se acostumbraran a esta idea. En especial debía mentalizarse el ejército. Hitler había dirigido casi toda la economía nacional hacia el rearme, había afrontado la consternada oposición internacional y borrado del mapa a todos los enemigos internos, tanto dentro de las SA como entre la población civil. Llegaba la hora de que la Wehrmacht correspondiese a este acto de fe y cumpliera el papel que Hitler le tenía asignado.
Tal como él lo concebía, redimir a Alemania era una tarea de repercusiones tan enormes que, una vez emprendida, rebasaría las fronteras del país y abarcaría a toda Europa. Quizá hubiera aún en París o en Londres personas que rezaban para evitar la guerra mediante negociaciones y una política conciliatoria, pero dudo de que en las SS hubiera muchos que lo pensaran. Hitler había depositado todas sus esperanzas en las fuerzas armadas, creado un aparato de seguridad que subyugaba a toda la población y predicado una ideología racial extrema y despiadada. Nadie podía dudar de adónde conducía todo aquello, y menos que nadie un hombre tan bien situado como Bruno. Para 1939 él sabía que las únicas incógnitas eran contra quién y cuándo se libraría la guerra.
Polonia, con sus corredores que dividían a Alemania,
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había sido una afrenta geográfica para el Gran Reich desde los días de la Primera Guerra Mundial, cuando Alemania había invadido gran parte de su territorio. El más extenso de sus vecinos eslavos ofrecía a Hitler la clave de futuros sueños de un
Lebensraum
oriental. Bruno había contemplado jubiloso el espectáculo crispante de cómo Hitler conducía a Alemania al borde de la guerra. Pero hasta el Führer tenía que armarse de valor antes de lanzarse al abismo.
Había que preparar el terreno con dos iniciativas diplomáticas, no con los enemigos, sino con los aliados. En primer lugar, Alemania firmó un tratado con la Italia de Mussolini, con objeto de proteger el flanco meridional del Reich. Y después, sorprendentemente, Hitler ultimó un tratado de no agresión para asegurar el frente oriental con un gobierno que estaba en lo más alto de la lista de demonios nazis (y recíprocamente): la Unión Soviética de Stalin. Este acuerdo se denominó el pacto Molotov-Ribbentrop, por el nombre de los dos ministros de Exteriores que contribuyeron a firmarlo. Ignoro cómo Bruno y sus camaradas encajaron este viraje extraordinario, si comprendieron el descarado cinismo que lo impulsaba o si se vieron obligados a ocultar su perplejidad. En cualquier caso, eliminados estos obstáculos quedaba expedita la vía hacia la guerra.
Fue el SD el encargado de inventar la artimaña que acabaría provocándola. Consistió en simular un ataque «polaco» a una emisora de radio fronteriza con Alemania, el conocido como incidente de Gleiwitz, que se utilizó para «justificar» unas represalias contundentes. La noche del 31 de agosto de 1939, agentes del SD disfrazados con el uniforme polaco se apoderaron de la emisora y transmitieron desde ella mensajes antialemanes en polaco. Dejaron en el lugar el cuerpo de un simpatizante polaco muy conocido, con el fin de dar la impresión de que había habido una intensa batalla con armas de fuego. Era una farsa montada para que Alemania pareciera víctima de una provocación imperdonable. Desencadenada por aquel «insulto al país», la invasión de Polonia, codificada como «Operación Blanca», se inició el 1 de septiembre. Hitler por fin había acometido su intento de crear un imperio alemán no alrededor de una mesa de negociaciones, sino con los tanques, la infantería y los bombarderos más modernos y temibles del mundo. Los aliados juraron que una invasión de Polonia equivaldría a una declaración de guerra. Esta vez no era un farol. La conciliación occidental se había agotado y unos días después Alemania estaba de nuevo en guerra con Gran Bretaña y Francia.
Los años de desafío, fintas y bravuconadas se habían acabado. Bruno y miles de compatriotas suyos estaban a punto de vivir la aventura militar que tan ansiosamente habían esperado. Pocas semanas después se alistó en el ejército. Con el peso de los recuerdos que gravitaban sobre él, y el de su padre enrolado en 1917, nada iba a impedirle que se alistara ahora que tenía una guerra propia: ni la perspectiva de una prolongada ausencia de casa, ni la interrupción de su trabajo en las SS ni la pérdida de sus ingresos de dentista. El servicio activo parecía el destino natural de una vida consagrada a admirar todo lo castrense. Era la prueba máxima con la que medirse y compararse no sólo con heroicas generaciones anteriores, sino con su propia retórica nazi.