El nazi perfecto (11 page)

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Authors: Martin Davidson

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BOOK: El nazi perfecto
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La herencia de la Primera Guerra Mundial y sus secuelas revolucionarias infundieron en Bruno una ambición personal y ardiente, la de que algún día participaría en «la lucha callejera en una ciudad», pero no como un soldado del ejército. Todo lo que había visto y vivido entre 1914 y 1922, todo aquello con lo que había crecido, había desembocado en un fracaso abyecto. Nunca cifraría sus esperanzas como su padre había hecho, en el tipo de militarismo prusiano representado por todos aquellos hombres que habían salido de Perleberg camino del frente en 1914. Bruno quería un modelo para el futuro, no el pasado.

Buscaba una política que fusionara la valentía de las trincheras con el poder de la mitología alemana, y una ideología lo bastante poderosa para encabezar el ataque contra un mundo de enemigos políticos, en especial los de izquierdas. Combinaría el idilio de Jünger con el universo castrense, el nacionalismo extremo y la brutalidad de los Freikorps. Lo que Bruno necesitaba era un partido —y un dirigente— que englobara las tres cosas. No estaba solo en su búsqueda ni era el único para el que las circunstancias de la juventud habían determinado las decisiones posteriores. «Las experiencias de la guerra, la revolución y la inflación te enseñan todo lo que necesitas saber. No nos ahorraron ninguna. Nos expulsaron rudamente de la infancia y nunca nos mostraron el camino correcto. La desdicha, la vergüenza, el odio, las mentiras y la guerra civil se grabaron en nuestra alma y nos hicieron crecer deprisa. Así que buscamos y encontramos a Adolf Hitler. Lo que nos atrajo como un imán fue precisamente el hecho de que sólo nos puso exigencias y no nos prometió nada. Exigía únicamente nuestro total compromiso con él y con Alemania.»
[44]
Esto escribía un oficinista nacido en 1911. Era un imán que muy pronto también tendría a Bruno firmemente sujeto.

¡REALIZACIÓN! 1922-1926
4

Hasta los dieciséis años, la experiencia del mundo de Bruno había sido indirecta y remota. Todo esto cambió en 1922, cuando su familia se mudó de la recóndita Perleberg al drama de Berlín, la ciudad más grande e inestable de Alemania. Tras la disolución de los Freikorps a finales de 1920, los barracones de Perleberg ya no necesitaban a su
Wachtmeister
y fue la ocasión perfecta para que Max reanudase su carrera en el sector del orden público. Bruno debió de recibir extasiado la noticia de que se mudaban a la gran capital imperial. El joven don nadie provinciano iba a convertirse en un
Berliner
. La ciudad de Federico el Grande y de Otto von Bismarck estaba aguardando para engullirle.

Incluso en la pobreza de principios de los años veinte, Berlín, desbordante de historia, era una de las grandes metrópolis del mundo. Para un chico tan embelesado con la idea del poder alemán como Bruno, ni Múnich ni Hamburgo podían comparársele. Detrás del esplendor, sin embargo, se escondía una historia muy distinta. Si Bruno quería ver por sí mismo lo profundos que eran los rasgos defectuosos que surcaban la faz de la República de Weimar, había llegado al lugar adecuado. Berlín era Alemania en su aspecto más crudo, infestado de caos e indigencia. Fuera de la zona céntrica del gobierno se extendían las barriadas industriales del norte y el este, asoladas por los míseros extrarradios más vastos y hacinados de toda Europa. Hacia el sur y el oeste estaban los barrios suntuosos y verdes, con sus bellas mansiones rodeadas de bosques y ríos, en severo contraste con el laberinto de callejuelas y vecindarios de cinco pisos llamados
Hinterhöfe
o
Mietkasernen
(barracones alquilados) y construidos alrededor de sórdidos patios centrales en los que vivía la ingente población berlinesa. Eran furiosos semilleros de extremismo de derechas e izquierdas.
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El Partido Comunista Alemán, o KPD, todavía contaba con una ferviente lealtad en la ciudad, a pesar de que los Freikorps habían impedido la revolución bolchevique total. La capital había merecido con creces su apodo de «Berlín rojo» porque podía jactarse de poseer la segunda mayor población comunista después de Moscú. Presidiéndolo todo estaba el Parlamento de Weimar o Reichstag, que desesperadamente trataba de controlar la anarquía política con sus coaliciones permanentemente inestables.

Aun así, los Langbehn tuvieron suerte. Como correspondía a la familia de un inspector judicial, su nuevo hogar se encontraba en la elegante y confortable Charlottenburg, un barrio situado en el oeste inmediato del centro de Berlín, comunicado con el corazón urbano por el gran eje este-oeste (el bulevar de seis carriles que une la puerta de Brandeburgo con el lindero oeste de la ciudad). Ni lleno de barriadas ni favorecida por el aislamiento residencial, la vivienda distaba un corto trayecto en el sistema de transporte público de Berlín, que se modernizaba rápidamente, de las zonas céntricas en torno al Unter den Linden y Potsdamer Platz, así como del más ostentoso extremo oeste de la Kurfürstendamm.

Es dudoso que Bruno tuviera tiempo o inclinación a disfrutar de este ambiente. Corrían tiempos airados y turbulentos en Berlín. Aunque hubiera querido, le habría sido imposible evitar la política sectaria. De hecho se esforzaba en encontrarla. Cada movimiento del espectro político tenía allí su asidero y organizaba innumerables concentraciones, manifestaciones de masas y desfiles. La ciudad hervía de formaciones paramilitares. Los comunistas tenían su ideología marxista y su Roten Frontkämpferbund (RFK). Hasta el centrista SPD poseía su organización del Reichsbanner. Bastaba con transitar por una acera berlinesa para verse envuelto en una disputa, rodeado por una algarabía de carteles y titulares cada vez más estridentes que convertían «la calle en un periódico vertical a doble página
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». Tal como los nazis afirmaron más tarde, «quien conquista la calle conquista a las masas y conquistar a las masas es conquistar el Estado».

Para los expresionistas que afluían a Berlín, como Otto Dix y George Grosz, no había otra manera de plasmar las escenas callejeras que como un afilado torbellino de inquietud y potencial violencia. Hacía mucho que había muerto el estilo caballeresco de la antigua política; lo único que quedaba era un caos fragmentado y enfurecido.
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Hasta los centros docentes eran viveros de activismo político, y entre ellos la escuela Leibniz donde Bruno estaba terminando sus dos últimos años de estudio. Como recordaba de sus años escolares en Berlín el autor y periodista emigrado Sebastian Haffner, eran los adolescentes fanáticos (los alumnos como Bruno) los que mantenían encendida la antorcha del odio y la agitación en unas aulas donde todo el mundo quería que las cosas se calmasen:

Después [1920, más o menos], decayó entre los chicos el interés por la política. Todos los partidos habían pactado y el tema había perdido totalmente su atractivo […] Muchos de nosotros buscábamos nuevos intereses: la filatelia, por ejemplo, el piano o el teatro. Sólo unos pocos se mantuvieron fieles a la política y por primera vez caí en la cuenta de que, por extraño que parezca, eran los más estúpidos, zafios y desagradables de mis condiscípulos. Empezaron a ingresar en las “buenas” asociaciones: la Federación Juvenil Nacional Alemana o la Asociación Bismarck […] y pronto exhibieron manoplas, porras y hasta cachiporras en el instituto. Organizaban peligrosas expediciones nocturnas para pegar o eliminar carteles y empezaron a hablar en una jerga determinada que les distinguía de nosotros. También comenzaron a dar muestras de hostilidad hacia los chicos judíos.
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Incluso entre muchachos tan jóvenes como aquéllos se estaba formando un núcleo duro que se volvió más radical con el paso de los años; el historial posterior de Bruno demostró que era en muchos sentidos uno de ellos.

El sueño nacionalista que había surgido en toda Alemania sedujo a sus seguidores con algo más que la simple agresión desnuda. Tan poderosos como las porras y las manoplas eran los panfletos, folletos, octavillas y propaganda del movimiento
völkisch
que salían de las prensas. La combinación de conmovedores himnos a la raza alemana y las malévolas caricaturas de los adversarios raciales alemanes encontraban un público ávido y excitaban a hombres como Bruno, hambriento de las certezas y la elevación que prometían
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. Leer la literatura con la que el nazismo construyó sus credenciales políticas demostró ser tan movilizador como la emoción del combate en las calles: «Aquel día vi al primer nacionalista [manifestantes] con una esvástica roja como la sangre en un estandarte y una foto de Hitler rodeado de ramas de pino. El valor y el estilo de aquellos hombres me hechizaron […] Empecé a leer literatura
völkisch
y en especial el
Manual de la cuestión judía
de Theodor Fritsch. Luego me alisté en sus filas y así empezaron en mi vida las horas maravillosas y amargas que nunca habría querido perderme.»
[50]

Bruno había encontrado a otros jóvenes de su edad que, al igual que él, estaban desgarrados por el odio a la República de Weimar, una frustración inconsolable por la derrota no en una simple guerra, sino en una Guerra Mundial, y la aversión a los comunistas y a los judíos, a quienes culpaban de las dos cosas. Comenzaron a coquetear con un nihilismo a la moda, que llegó a definirse como un punzante desprecio y una repugnancia exagerada y que les unió como generación. Lo que empezó como una actitud adolescente estaba en camino de convertirse en una convicción profunda
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. Su funesta complacencia en estas posturas ya era bastante destructiva. Pero aún más peligroso era el sueño de despertar nacional generado por su indignación y su rencor, que parece haber atrapado tanto a Bruno como a un gran número de sus desilusionados correligionarios nacionalistas.

Pero por imperioso que fuese esto, el escolar Bruno tuvo que afrontar la pregunta más acuciante: ¿qué carrera iba a elegir? La Alemania de los años veinte no era una época para abandonar la escuela sin un empleo, y tampoco sus padres le habrían permitido descuidar sus perspectivas de futuro. Tenía una mente rápida y le atrajo una profesión que combinaba los conocimientos científicos con la habilidad física: dentista. La medicina estaba excluida, pues no disponía de medios económicos ni quizá tenía la paciencia de ir a la universidad. Pero ser dentista era la transacción ideal, especialmente en la forma profesional no universitaria que entonces era factible en Alemania. Fue una elección sagaz. Los dentistas eran inmunes a las vicisitudes de la economía (a todo el mundo le duelen las muelas) y suscitaban respeto sin estar encerrados en torres de marfil. Solicitó una plaza en un centro docente cercano a Charlottenburg y le aceptaron.

Pero Bruno no pudo olvidar la política durante largo tiempo. En 1923, dos desastres golpearon a la República de Weimar, una bendición del cielo para la derecha iracunda, que observó con una alegría maliciosa cómo la legitimidad del gobierno se veía sometida a una dura prueba. Primero, a principios de enero de 1923, el detestado ejército francés entró en el corazón industrial de Alemania, el valle del Ruhr, y lo ocupó desafiante.
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La violación de las fronteras alemanas —unida a la utilización de soldados coloniales— fue recibida con furia y vergüenza
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. Como escribió más tarde un historiador alemán: «Sólo sirvió para que la opinión pública alemana cerrara filas en una orgía de frenesí nacionalista […] Circuló un aluvión de propaganda […] acusando a los franceses de practicar una política de terror, brutalidad, violaciones, destrucción, abusos de justicia, sadismo y una generación intencionada de hambre y enfermedades.»
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Antes de tener la oportunidad de afrontar la emergencia francesa, Alemania se vio de nuevo postrada de rodillas: esta vez por el dinero. Justo cuando la perspectiva de un fortalecimiento de la divisa y una subida del nivel de vida podrían haber apartado de la política a la generación de Bruno, la hiperinflación dinamitó toda la economía. Alemania había estado imprimiendo dinero con un celo excesivo desde 1919 para pagar las deudas de la posguerra, con resultados alarmantemente previsibles. Antes de 1914, el dólar valía alrededor de cuatro marcos, pero «en agosto de 1923 el dólar valía un millón. Leímos esto con un ligero jadeo, como si fuera el anuncio de alguna marca espectacular. Quince días más tarde, se había convertido en una cifra insignificante porque, como si hubiera adquirido una nueva energía, el valor del dólar se multiplicó por diez y empezó a aumentar hasta cien millones y [billones]. En septiembre, un millón de marcos ya no tenía ningún valor práctico, y un [billón] pasó a ser la unidad de pago».
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Para noviembre de 1923, un dólar «costaba» cuatro trillones de marcos; ahora, los trayectos normales para la compra se tenían que hacer empujando carritos cargados de billetes sin valor y a cada minuto se añadían ceros al precio de las mercancías: una taza de café triplicaba su coste antes de terminarla. «La casa de mis padres, que había costado 38.000 marcos, se vendió por lo que había llegado a ser el precio de una libra de mantequilla. Los ahorros en el banco se desintegraron hasta casi cero. Lo que mis padres habían poseído en toda su vida estaba ahora en manos de extranjeros, y se vieron arrojados a la calle. La pérdida de todo por lo que habían trabajado durante toda su vida les llevó a una muerte prematura. Simplemente les resultaba incomprensible que un montón de billetes no valiera literalmente nada.»
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Era difícil prever hacia dónde apuntaría el dedo acusador: «Los bávaros, que preferían trocar los productos agrícolas, despreciaban el dinero como “confeti judío” de Berlín.»
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Estos dos sucesos traumáticos empujaron aún más a Bruno hacia las garras de los nacionalistas extremos. Se vieron truncadas sin remedio todas las aspiraciones que pudiera haber tenido de ir a la universidad. Aunque sus padres estaban tan aislados como era posible (al menos el empleo de Max de
Justiz Inspekteur
parece que era seguro), los ahorros de la familia estaban agotados. Pero el daño era mucho más profundo y había creado no sólo indigencia, sino una desilusión sumamente corrosiva. Lo que había parecido sólido reveló que era hueco y fraudulento; la solidez del dinero se había convertido en un espejismo sin ningún valor. Mi abuela Thusnelda solía describirnos a menudo el horror que había causado la hiperinflación y lo orgullosa que su generación había estado más tarde de la extraordinaria estabilidad del marco alemán en la posguerra. Durante los años setenta, cuando el Reino Unido estaba devastado por huelgas generalizadas y prolongados cortes de electricidad, nos enviaba paquetes, provisiones de emergencia como azúcar y mantequilla, convencida de que nos estaba protegiendo de la pobreza que Alemania había sufrido a principios de los años veinte.

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