Las tradiciones religiosas suelen ser tan ricas y variadas que ofrecen grandes oportunidades de renovación y revisión, especialmente cuando sus libros sagrados se pueden interpretar metafórica y alegóricamente. Hay pues un terreno medio para confesar errores antiguos, como hizo la Iglesia católica romana al reconocer en 1992 que Galileo tenía razón, que la Tierra gira alrededor del Sol... con tres siglos de retraso, pero con valentía y la mejor recepción a pesar de todo. El catolicismo romano moderno no discute en absoluto el big bang, el universo de quince mil millones de años, la emergencia de las primeras criaturas vivas de moléculas prebiológicas ni la evolución de los humanos a partir de ancestros similares a los monos... aunque tiene opiniones especiales sobre la «dotación de alma». La corriente principal de la fe protestante y judía adopta también esta firme posición.
En discusiones teológicas con líderes religiosos, a menudo les pregunto cuál sería su respuesta si la ciencia demostrara la refutación de un dogma de su fe. Cuando se lo planteé al actual Dalai Lama, el decimocuarto, contestó sin dudar ni un momento de un modo muy diferente al de los líderes religiosos conservadores o fundamentalistas. En este caso, dijo, el budismo tibetano tendría que cambiar.
¿Aunque sea realmente un dogma central como (me costó encontrar un ejemplo) la reencarnación?, le pregunté.
Aun en este caso, me contestó.
De todos modos—añadió con un guiño—va a ser difícil refutar la reencarnación.
Sencillamente, el Dalai Lama tiene razón. La doctrina religiosa que se hace inmune a la refutación tiene que preocuparse poco del avance de la ciencia. La gran idea común a muchas fes de un creador del universo es una de esas doctrinas... tan difícil de demostrar como de negar.
Moisés Maimónides, en su
Guía para perplejos,
mantenía que sólo se podía conocer verdaderamente a Dios si se permitía un estudio libre y abierto de la física y la teología (I, 55). ¿Qué pasaría si la ciencia demostrase que el universo es infinitamente viejo? Tendría que revisarse seriamente la teología (II, 25). Ciertamente, éste es el descubrimiento concebible de la ciencia que podría refutar a un creador... porque un universo infinitamente viejo no habría sido creado nunca. Siempre habría estado allí.
Hay otras doctrinas, intereses y atenciones que también muestran preocupación por lo que descubrirá la ciencia. Sugieren que quizá sea mejor no saber. Si resulta que hombres y mujeres tienen diferentes propensiones hereditarias, ¿no se usará esto como excusa para que los primeros aniquilen a las segundas? Si hay un componente genético de violencia, ¿podría justificarse la represión de un grupo étnico por otro, o incluso la encarcelación preventiva? Si la enfermedad mental es pura química del cerebro, ¿no destruye eso todos nuestros esfuerzos por entender la realidad o ser responsables de nuestras acciones? Si no somos la obra especial del creador del universo, si nuestras leyes morales básicas están simplemente inventadas por legisladores falibles, ¿no queda socavada nuestra lucha por mantener el orden en la sociedad?
Me parece que en cada uno de estos casos, religioso o secular, salimos ganando si conocemos la mejor aproximación posible a la verdad... y si mantenemos la conciencia atenta a los errores cometidos por nuestro grupo de interés o sistema de creencia en el pasado. En todos los casos, las consecuencias que se temen de un conocimiento generalizado de la verdad son exageradas. Y además, no somos lo bastante sabios para saber qué mentiras, o incluso qué matices de los hechos, pueden servir a un propósito social mejor, especialmente a largo plazo.
El pensamiento del hombre... ¿hasta dónde avanzará? ¿Dónde encontrará límites su atrevida impudicia? Si la villanía humana y la vida humana deben crecer en justa proporción, si el hijo siempre debe superar la maldad del padre, los dioses tienen que añadir otro mundo a éste para que todos los pecadores puedan tener espacio suficiente.
E
URÍPIDES
,
Hippolytus
(428 a. J.C.)
E
n una reunión con el presidente Harry S. Truman en la posguerra, J. Robert Oppenheimer —director científico del «Proyecto Manhattan» de armas nucleares— comentó lúgubremente que los científicos tenían las manos manchadas de sangre, que habían conocido el pecado. Más tarde, Truman comunicó a sus ayudantes que no quería ver nunca más a Oppenheimer. A veces se castiga a los científicos por hacer el mal y a veces por advertir de los malos usos a que se puede aplicar la ciencia. Es más frecuente la crítica de que tanto la ciencia como sus productos son moralmente neutrales, éticamente ambiguos, aplicables por igual al servicio del mal y del bien. Es una vieja acusación. Probablemente se remonta a la época de la talla de herramientas de piedra y al dominio del fuego. Puesto que la tecnología se ha encontrado en nuestra línea ancestral desde antes del primer humano, puesto que somos una especie tecnológica, no es tanto un problema de ciencia como de naturaleza humana. No quiero decir con esto que la ciencia no tenga responsabilidad por el mal uso de sus descubrimientos. Tiene una responsabilidad profunda y, cuanto más poderosos son sus productos, mayor es su responsabilidad.
Como las armas de ataque y derivados del mercado, las tecnologías que nos permiten alterar el entorno global que nos sostiene deberían someterse a la precaución y la prudencia. Sí, somos los mismos viejos humanos que lo han hecho hasta ahora. Sí, estamos desarrollando nuevas tecnologías como siempre. Pero cuando las debilidades que siempre hemos tenido se unen con una capacidad de hacer daño a una escala planetaria sin precedentes, se nos exige algo más: una ética emergente que también debe ser establecida a una escala planetaria sin precedentes.
A veces los científicos lo intentan de los dos modos: aceptar el mérito por aquellas aplicaciones de la ciencia que enriquecen nuestras vidas, pero distanciarse de los instrumentos de muerte, tanto intencionados como inadvertidos, que también se derivan de la investigación científica. El filósofo australiano John Passmore escribe en el libro
La ciencia y sus críticos:
La Inquisición española intentó evitar la responsabilidad directa en la quema de herejes entregándolos al brazo secular; quemarlos ella misma, explicaba piadosamente, sería totalmente impropio de sus principios cristianos. Pocos de nosotros dejaríamos que la Inquisición se limpiase tan fácilmente las manos de sangre; ellos sabían muy bien lo que ocurriría. Del mismo modo, cuando la aplicación tecnológica de los descubrimientos científicos es clara y obvia —como cuando un científico trabaja con gases nerviosos— no puede declarar que estas aplicaciones no «tienen nada que ver con él», basándose en que son fuerzas militares, no científicas, las que usan los gases para mutilar o matar. Eso es aún más obvio cuando el científico ofrece ayuda deliberada a un gobierno a cambio de financiación. Si un científico, o un filósofo, acepta fondos de un cuerpo como una oficina de investigación naval, les está engañando si sabe que su trabajo será inútil para ellos y debe aceptar parte de responsabilidad por el resultado si sabe que les será útil. Está sometido, como corresponde, a alabanzas o culpas en relación con cualquier innovación que salga de su trabajo.
Proporciona un caso histórico importante: la carrera del físico nacido en Hungría Edward Teller. Teller quedó marcado de joven por la revolución comunista de Béla Kun en Hungría, en la que se expropiaron las propiedades de familias de clase media como la suya, y por la pérdida de una pierna, que le producía un dolor permanente, en un accidente de circulación. Sus primeras contribuciones iban de las reglas de selección de la mecánica cuántica y la física de estado sólido a la cosmología. Fue él quien acompañó al físico Leo Szilard a ver a Albert Einstein cuando se encontraba de vacaciones en Long Island en julio de 1939... una reunión que llevó a la carta histórica de Einstein al presidente Franklin Roosevelt en la que le apremiaba, a la vista de los acontecimientos científicos y políticos de la Alemania nazi, a desarrollar una bomba de fisión o «atómica». Reclutado para trabajar en el «Proyecto Manhattan», Teller llegó a Los Álamos y poco después se negó a colaborar... no porque le desesperara lo que podría llegar a hacer una bomba atómica, sino por lo contrario: porque quería trabajar en una arma mucho más destructiva, la bomba de fusión, termonuclear o de hidrógeno. (Si bien la bomba atómica tiene un límite superior práctico en su rendimiento o energía destructiva, la bomba de hidrógeno no lo tiene. Pero ésta necesita una bomba atómica como detonante.)
Una vez inventada la bomba de fisión, después de la rendición de Alemania y Japón, terminada la guerra, Teller siguió defendiendo con ahínco lo que se llamó «la súper», con la intención específica de intimidar a la Unión Soviética. La preocupación por la reconstrucción de la Unión Soviética, endurecida y militarizada bajo Stalin, y la paranoia nacional en Norteamérica llamada maccarthismo le allanaron el camino. Sin embargo encontró un importante obstáculo en la persona de Oppenheimer, que se había convertido en presidente del Comité Asesor General de la Comisión de Energía Atómica de la posguerra. Teller expresó un testimonio crítico en una audiencia del gobierno cuestionando la lealtad de Oppenheimer a Estados Unidos. Se suele creer que la participación de Teller jugó un importante papel en sus repercusiones: aunque el comité de revisión no impugnó exactamente la lealtad de Oppenheimer, por algún motivo se le negó la acreditación de seguridad y fue apartado de la Comisión de Energía Atómica. Teller pudo emprender el camino hacia la «súper» libre de obstáculos.
La técnica de fabricación de un arma nuclear se suele atribuir a Teller y al matemático Stanislas Ulam. Hans Bethe, el físico premio Nobel que dirigía la división técnica del «Proyecto Manhattan» y que tuvo un papel destacado en el desarrollo de las bombas atómica y de hidrógeno, atestigua que la sugerencia original de Teller era errónea y que fue necesario el trabajo de muchas personas para hacer realidad el arma termonuclear. Con las contribuciones técnicas fundamentales de un joven físico llamado Richard Garwin, en 1952 se hizo explotar el primer «mecanismo» estadounidense termonuclear: como era muy poco manejable para llevarlo en un misil o bombardero, se hizo explotar en el mismo lugar donde se había montado. La primera bomba de hidrógeno verdadera fue una invención soviética que se hizo explotar al año siguiente. Se ha planteado el debate de si la Unión Soviética habría desarrollado una arma termonuclear si no lo hubiera hecho antes los Estados Unidos, y si realmente era necesaria el arma termonuclear estadounidense para impedir el uso soviético de la bomba de hidrógeno, dado el sustancial arsenal de armas de fisión que ya poseía entonces Estados Unidos. Las pruebas actuales indican que la Unión Soviética —incluso antes de hacer explotar su primera bomba de fisión— tenía un diseño realizable de arma termonuclear. Era «el siguiente paso lógico». Pero el conocimiento, por espionaje, de que los americanos estaban trabajando en ella aceleró la búsqueda soviética de armas de fusión.
Desde mi punto de vista, las consecuencias de una guerra nuclear global se hicieron mucho más peligrosas con la invención de la bomba de hidrógeno, porque las explosiones aéreas de las armas termonucleares son mucho más capaces de quemar ciudades y generar grandes cantidades de humo, enfriando y oscureciendo la Tierra, y de inducir un invierno nuclear a escala global. Este es quizá el debate científico más controvertido en el que me he visto envuelto (desde 1983-1990 aproximadamente). El debate tenía un enfoque político en su mayor parte. Las implicaciones estratégicas del invierno nuclear eran inquietantes para los que se aferraban a una política de venganza masiva para impedir un ataque nuclear, o para los que deseaban conservar la opción de un primer ataque masivo. En ambos casos, las consecuencias ambientales provocan la autodestrucción de cualquier nación que lance gran número de armas termonucleares aun sin venganza del adversario. De pronto, un segmento importante de la política estratégica durante décadas y la razón para acumular decenas de miles de armas nucleares se hizo mucho menos creíble.
Los descensos de la temperatura global que se predecían en el informe científico original sobre el invierno nuclear (1983) eran de 15-20 °C; las estimaciones actuales son de 10-15 °C. Los dos valores son correctos si se consideran las irreducibles indeterminaciones de los cálculos. Ambos descensos de temperatura son mucho mayores que la diferencia entre las temperaturas globales actuales y las de la última era glacial. Un equipo internacional de doscientos científicos ha estimado las consecuencias a largo plazo de la guerra termonuclear global y ha llegado a la conclusión de que, con un invierno nuclear, la civilización global y la mayor parte de la gente de la Tierra —incluyendo los que están alejados de la zona objetivo de la latitud media norte— correría grandes riesgos, principalmente por hambre. Si alguna vez llegara a producirse una guerra nuclear a gran escala, con las ciudades como objetivo, el esfuerzo de Edward Teller y sus colegas en Estados Unidos (y el equipo ruso correspondiente dirigido por Andréi Sajárov) podría ser responsable de que se cerrara el telón del futuro humano. La bomba de hidrógeno es, con diferencia, el arma mas horrible inventada jamás.
Cuando se descubrió el invierno nuclear en 1983, Teller se apresuró a argumentar: 1) que la física estaba equivocada, y 2) que el descubrimiento se había hecho años antes bajo su tutela en el Laboratorio Nacional Lawrence Livermore. En realidad no hay ninguna prueba de este descubrimiento previo y hay una cantidad considerable de pruebas de que los encargados en todas las naciones de informar a los líderes nacionales de los efectos de las armas nucleares pasaron casi siempre por alto el invierno nuclear. Pero, si lo que decía Teller era verdad, fue una falta de conciencia flagrante por su parte no haber revelado el supuesto descubrimiento a las partes afectadas: los ciudadanos y jefes de la nación y del mundo. Como en la película de Stanley Kubrick
Doctor Strangelove {¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú},
reservar la información del arma definitiva —de modo que nadie conozca su existencia ni lo que puede hacer—es completamente absurdo.