El mundo y sus demonios (18 page)

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Authors: Carl Sagan

Tags: #Divulgación Cientifica, Ensayo

BOOK: El mundo y sus demonios
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Los primeros Padres de la Iglesia, a pesar de haberse empapado del neoplatonismo de la cultura en la que nadaban, deseaban separarse de los sistemas de creencia «pagana». Enseñaban que toda la religión pagana consistía en la adoración de demonios y hombres, ambos malinterpretados como dioses. Cuando san Pablo se quejaba (Efesios 6, 14) de la maldad en las alturas, no se refería a la corrupción del gobierno sino a los demonios, que vivían allí:

Porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en las alturas.

Desde el principio se pretendió que los demonios eran mucho más que una mera metáfora poética del mal en el corazón de los hombres.

A san Agustín le afligían los demonios. Cita el pensamiento pagano prevaleciente en su época: «Los dioses ocupan las regiones más altas, los hombres las más bajas, los demonios la del medio... Ellos poseen la inmortalidad del cuerpo, pero tienen pasiones de la mente en común con los hombres.» En el libro VIII de
La ciudad de Dios
(empezado en 413), Agustín asimila esta antigua tradición, sustituye a los dioses por Dios y demoniza a los demonios, arguyendo que son malignos sin excepción. No tienen virtudes que los rediman. Son el manantial de todo el mal espiritual y material. Los llama «animales etéreos... ansiosos de infligir males, completamente ajenos a la rectitud, henchidos de orgullo, pálidos de envidia, sutiles en el engaño». Pueden afirmar que llevan mensajes entre Dios y el hombre disfrazándose como ángeles del Señor, pero su actitud es una trampa para llevarnos a nuestra destrucción. Pueden asumir cualquier forma y saben muchas cosas —«demonio»
quiere decir
«conocimiento» en griego—,
[14]
especialmente sobre el mundo material. Por inteligentes que sean, su caridad es deficiente. Atacan «las mentes cautivas y burladas de los hombres», escribió Tertuliano. «Moran en el aire, tienen a las estrellas por vecinas y comercian con las nubes.»

En el siglo XI, el influyente teólogo bizantino, filosofo y turbio político Miguel Psellus, describía a los demonios con estas palabras:

Esos animales existen en nuestra propia vida, que está llena de pasiones, porque están presentes de manera abundante en ellas y su lugar de residencia es el de la materia, como lo es su rango y grado. Por esta razón están también sujetos a pasiones y encadenados a ellas.

Un tal Richalmus, abad de Schónthal, alrededor de 1270 acuñó un tratado entero sobre demonios, lleno de experiencias de primera mano: ve (aunque sólo cuando cierra los ojos) incontables demonios malevolentes, como motas de polvo, que revolotean alrededor de su cabeza... y la de los demás. A pesar de las olas sucesivas de puntos de vista racionalista, persa, judío, cristiano y musulmán, a pesar del fermento revolucionario social, político y filosófico, la existencia, gran parte del carácter e incluso el nombre de los demonios se mantuvo inalterable desde Hesíodo hasta las Cruzadas.

Los demonios, los «poderes del aire», bajan de los cielos y mantienen ayuntamiento sexual ilícito con las mujeres. Agustín creía que las brujas eran fruto de esas uniones prohibidas. En la Edad Media, como en la antigüedad clásica, casi todo el mundo creía esas historias. Se llamaba también a los demonios diablos o ángeles caídos. Los demoníacos seductores de las mujeres recibían el nombre de íncubos; los de los hombres, súcubos. Hay algunos casos en que las monjas, con cierta perplejidad, declaraban un parecido asombroso entre el íncubo y el cura confesor, o el obispo, y al despertar a la mañana siguiente, según contaba un cronista del siglo XV, «se encontraban contaminadas como si hubieran yacido con varón». Hay relatos similares, pero no en conventos, sino en los harenes de la antigua China. Eran tantas las mujeres que denunciaban íncubos, según argumentaba el religioso presbítero Richard Baxter (en su
Certidumbre del mundo de los espíritus,
1691), «que es impudicia negarlo».
[15]

Cuando los íncubos y súcubos seducían, se percibían como un peso sobre el pecho del soñador.
Mare,
a pesar de su significado en latín, es la antigua palabra inglesa para designar al íncubo, y
nightmare
(pesadilla) significaba originalmente el demonio que se sienta sobre el pecho de los que duermen y los atormenta con sueños. En la
Vida de san Antonio
de Atanasio (escrita alrededor del 360) se describía que los demonios entraban y salían a voluntad de habitaciones cerradas; mil cuatrocientos años después, en su obra
De Daemonialitae,
el erudito franciscano Ludovico Sinistrari nos asegura que los demonios atraviesan las paredes.

Prácticamente no se cuestionó la realidad externa de los demonios desde la antigüedad hasta finales de la época medieval. Maimónides negaba su existencia, pero una mayoría aplastante de los rabinos creían en
dybbuks.
Uno de los pocos casos que he podido encontrar en que incluso se llega a insinuar que los demonios podrían ser
internos,
generados en nuestras mentes, es cuando se le preguntó a Abba Poemen, uno de los Padres del Desierto de la primera Iglesia:

—¿Cómo luchan contra mí los demonios?

—¿Los demonios luchan contra ti? —preguntó a su vez el padre Poemen—. Son nuestras propias voluntades las que se convierten en demonios y nos atacan.

Las actitudes medievales sobre íncubos y súcubos estaban influenciadas por el
Comentario sobre el sueño de Escipión
de Macrobio, escrito en el siglo XIV, del que se hicieron docenas de ediciones antes de la Ilustración europea: Macrobio describió los fantasmas que se veían «en el momento entre la vigilia y el sopor». El soñador «imagina» a los fantasmas como depredadores. Macrobio tenía un sesgo escéptico que los lectores medievales tendían a ignorar.

La obsesión con los demonios empezó a alcanzar un crescendo cuando, en su famosa Bula de 1484, el papa Inocencio VIII declaró:

Ha llegado a nuestros oídos que miembros de ambos sexos no evitan la relación con ángeles malos, íncubos y súcubos, y que, mediante sus brujerías, conjuros y hechizos sofocan, extinguen y echan a perder los alumbramientos de las mujeres, además de generar otras muchas calamidades.

Con esta bula, Inocencio inició la acusación, tortura y ejecución sistemática de incontables «brujas» de toda Europa. Eran culpables de lo que Agustín había descrito como «una asociación criminal del mundo oculto». A pesar del imparcial «miembros de ambos sexos» del lenguaje de la bula, las perseguidas eran principalmente mujeres jóvenes y adultas.

Muchos protestantes importantes de los siglos siguientes a pesar de sus diferencias con la Iglesia católica, adoptaron puntos de vista casi idénticos. Incluso humanistas como Desiderio Erasmo y Tomás Moro creían en brujas. «Abandonar la brujería —decía John Wesley, el fundador del metodismo— es como abandonar la Biblia.» William Blackstone, el célebre jurista, en sus
Comentarios sobre las Leyes de Inglaterra
(1765), afirmó:

Negar la posibilidad, es más, la existencia real de la brujería y la hechicería equivale a contradecir llanamente el mundo revelado por Dios en varios pasajes tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento.

Inocencio ensalzaba a «nuestros queridos hijos Henry Kramer y James Sprenger» que, «mediante Cartas Apostólicas han sido delegados como Inquisidores de esas depravaciones heréticas»: Si las «abominaciones y atrocidades en cuestión se mantienen sin castigo», las almas de las multitudes se enfrentan a la condena eterna.

El papa nombró a Kramer y Sprenger para que escribieran un estudio completo utilizando toda la artillería académica de finales del siglo XV. Con citas exhaustivas de las Escrituras y de eruditos antiguos y modernos, produjeron el
Malleus Maleficarum,
«martillo de brujas», descrito con razón como uno de los documentos más aterradores de la historia humana. Thomas Ady, en
Una vela en la oscuridad,
lo calificó de «doctrinas e invenciones infames», «horribles mentiras e imposibilidades» que servían para ocultar «su crueldad sin parangón a los oídos del mundo». Lo que el
Malleus
venía a decir, prácticamente, era que, si a una mujer la acusan de brujería, es que es bruja. La tortura es un medio infalible para demostrar la validez de la acusación. El acusado no tiene derechos. No tiene oportunidad de enfrentarse a los acusadores. Se presta poca atención a la posibilidad de que las acusaciones puedan hacerse con propósitos impíos: celos, por ejemplo, o venganza, o la avaricia de los inquisidores que rutinariamente confiscaban las propiedades de los acusados para su propio uso y disfrute. Su manual técnico para torturadores también incluye métodos de castigo diseñados para liberar los demonios del cuerpo de la víctima antes de que el proceso la mate. Con el
Malleus
en mano, con la garantía del aliento del papa, empezaron a surgir inquisidores por toda Europa.

Rápidamente se convirtió en un provechoso fraude. Todos los costes de la investigación, juicio y ejecución recaían sobre los acusados o sus familias; hasta las dietas de los detectives privados contratados para espiar a la bruja potencial, el vino para los centinelas, los banquetes para los jueces, los gastos de viaje de un mensajero enviado a buscar a un torturador más experimentado a otra ciudad, y los haces de leña, el alquitrán y la cuerda del verdugo. Además, cada miembro del tribunal tenía una gratificación por bruja quemada. El resto de las propiedades de la bruja condenada, si las había, se dividían entre la Iglesia y el Estado. A medida que se institucionalizaban estos asesinatos y robos masivos y se sancionaban legal y moralmente, iba surgiendo una inmensa burocracia para servirla y la atención se fue ampliando desde las brujas y viejas pobres hasta la clase media y acaudalada de ambos sexos.

Cuantas más confesiones de brujería se conseguían bajo tortura, más difícil era sostener que todo el asunto era pura fantasía. Como a cada «bruja» se la obligaba a implicar a algunas más, los números crecían exponencialmente. Constituían «pruebas temibles de que el diablo sigue vivo», como se dijo más tarde en América en los juicios de brujas de Salem. En una era de credulidad, se aceptaba tranquilamente el testimonio más fantástico: que decenas de miles de brujas se habían reunido para celebrar un aquelarre en las plazas públicas de Francia, y que el cielo se había oscurecido cuando doce mil de ellas se echaron a volar hacia Terranova. En la Biblia se aconsejaba: «No dejarás que viva una bruja.» Se quemaron legiones de mujeres en la hoguera.
[16]
Y se aplicaban las torturas más horrendas a toda acusada, joven o vieja, una vez los curas habían bendecido los instrumentos de tortura. Inocencio murió en 1492, tras varios intentos fallidos de mantenerlo con vida mediante transfusiones (que provocaron la muerte de tres jóvenes) y amamantándose del pecho de una madre lactante. Le lloraron sus amantes y sus hijos.

En Gran Bretaña se contrató a buscadores de brujas, también llamados «punzadores», que recibían una buena gratificación por cada chica o mujer que entregaban para su ejecución. No tenían ningún aliciente para ser cautos en sus acusaciones. Solían buscar «marcas del diablo» —cicatrices, manchas de nacimiento o
nevi—
que, al pincharlas con una aguja, no producían dolor ni sangraban. Una simple inclinación de la mano solía producir la impresión de que la aguja penetraba profundamente en la carne de la bruja. Cuando no había marcas visibles, bastaba con las «marcas invisibles». En las galeras, un punzador de mediados del siglo XVII «confesó que había causado la muerte de más de doscientas veinte mujeres en Inglaterra y Escocia por el beneficio de veinte chelines la pieza».
[17]

En los juicios de brujas no se admitían pruebas atenuantes o testigos de la defensa. En todo caso, era casi imposible para las brujas acusadas presentar buenas coartadas: las normas de las pruebas tenían un carácter especial. Por ejemplo, en más de un caso el marido atestiguó que su esposa estaba durmiendo en sus brazos en el preciso instante en que la acusaban de estar retozando con el diablo en un aquelarre de brujas; pero el arzobispo, pacientemente, explicó que un demonio había ocupado el lugar de la esposa. Los maridos no debían pensar que sus poderes de percepción podían exceder los poderes de engaño de Satanás. Las mujeres jóvenes y bellas eran enviadas forzosamente a la hoguera.

Los elementos eróticos y misóginos eran fuertes... como puede esperarse de una sociedad reprimida sexualmente, dominada por varones, con inquisidores procedentes de la clase de los curas, nominalmente célibes. En los juicios se prestaba atención minuciosa a la calidad y cantidad de los orgasmos en las supuestas copulaciones de las acusadas con demonios o el diablo (aunque Agustín estaba seguro de que «no podemos llamar fornicador al diablo») y a la naturaleza del «miembro» del diablo (frío, según todos los informes). Las «marcas del diablo» se encontraban «generalmente en los pechos o partes íntimas», según el libro de 1700 de Ludovico Sinistrari. Como resultado, los inquisidores, exclusivamente varones, afeitaban el vello púbico de las acusadas y les inspeccionaban cuidadosamente los genitales. En la inmolación de la joven Juana de Arco a los veinte años, tras habérsele incendiado el vestido, el verdugo de Rúan apagó las llamas para que los espectadores pudieran ver «todos los secretos que puede o debe haber en una mujer».

La crónica de los que fueron consumidos por el fuego sólo en la ciudad alemana de Wurzburgo en el año 1598 revela la estadística y nos da una pequeña muestra de la realidad humana:

El administrador del senado, llamado Gering; la anciana señora Kanzier; la rolliza esposa del sastre; la cocinera del señor Mengerdorf; una extranjera; una mujer extraña; Baunach, un senador, el ciudadano más gordo de Wurtzburgo; el antiguo herrero de la corte; una vieja; una niña pequeña, de nueve o diez años; su hermana pequeña; la madre de las dos niñas pequeñas antes mencionadas; la hija de Liebler; la hija de Goebel, la chica más guapa de Wurtzburgo; un estudiante que sabía muchos idiomas; dos niños de la iglesia, de doce años de edad cada uno; la hija pequeña de Stepper; la mujer que vigilaba la puerta del puente; una anciana; el hijo pequeño del alguacil del ayuntamiento; la esposa de Knertz, el carnicero; la hija pequeña del doctor Schuitz; una chica ciega; Schwartz, canónigo de Hach...

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