Authors: Jesús Sánchez Adalid
Cuando Asbag empezaba a aburrirse en Merseburg, aguardando a que Mayólo se decidiese de una vez, por todas a emprender su vuelta a Cluny, sucedió algo que le dio la oportunidad de sentirse útil. El abad había tenido conocimiento de que había llegado una embajada de sarracenos para entrevistarse con los cancilleres del emperador, y le pareció adecuado pedirle al obispo mozárabe que interviniera.
—Al fin y al cabo —le dijo—, fuisteis consejero de un rey de sarracenos; ¿quién mejor que vos podría interpretar sus intenciones?
—¿De dónde vienen esos musulmanes? —le preguntó Asbag.
—Son enviados del califa de Egipto.
—En concreto, ¿qué habré de negociar?
—Oh, se trata de algo complejo. Desde que el califa al-Muizz se instaló con toda su corte en Egipto, en el Mediterráneo no ha vuelto a haber paz. Esos embajadores pretenderán seguramente que el emperador les pague algún tributo a cambio de respetar a nuestros comerciantes. Es algo que viene de largo… Los sarracenos pujan por hacerse los únicos dueños del mar y de las costas del sur de Europa. Ya les pertenece Sicilia y con frecuencia se aventuran a hacer incursiones en el litoral de Italia. En vuestra conversación con ellos habréis de procurar conocer cuáles son sus verdaderas intenciones.
Esa misma tarde, un canciller del emperador vino a recoger a Asbag al monasterio donde se hospedaba. El encuentro con los embajadores musulmanes se celebraría en el palacio central de Merseburg, y ambos se trasladaron allí.
El legado del califa fatimí le pareció a Asbag un hombre enigmático. Su acento árabe era genuinamente bagdadí, pero las maneras y el aspecto parecían los propios de un instruido negociante persa, de los que él había visto con frecuencia en Zahra, durante el tiempo que estuvo en la biblioteca de Alhaquen. Se llamaba Aben al-Kutí. Era delgado, de mirada misteriosa, largos brazos y una luenga barba obscura sobre el pecho. Vestía con el albornoz de Persia, prolongado hasta los pies, que asomaban calzados en unas puntiagudas babuchas curvadas hacia arriba. Sus postraciones, reverencias y saludos empalagosos, hechos de cumplido, terminaron por convencer a Asbag de que se trataba de un hombre educado en los usos de los mercaderes.
Cuando el mozárabe pronunció el saludo, al-Kutí dio una especie de respingo que luego trató de disimular. Sin duda reconoció inmediatamente el acento hispano del obispo y no pudo evitar la sorpresa, pues de todos era conocida la enemistad que existía desde antiguo entre el califa fatimí y el de Córdoba. Sobre todo desde que el soberano de Egipto había pretendido extender sus dominios hasta el norte de África Occidental.
—¿Eres súbdito del príncipe de Córdoba? —preguntó al-Kutí, exhibiendo una enigmática sonrisa.
—Bueno —respondió Asbag para escapar del trance—, soy un obispo de la Iglesia… Dependo directamente del Papa de Roma; él es mi rey.
—¡Ah, muy bien! —exclamó satisfecho el embajador musulmán—. ¡Mejor! ¡Mucho mejor! Mi señor, el Príncipe de los Creyentes, el gran califa de al-Muzziya al-Qahira saluda al mumpti de Roma y al emperador de los rumies, y pide la protección de Alá para ellos. Yo, su humilde servidor, me pongo a sus pies.
Asbag se inclinó moderadamente para acoger la fórmula. Después, midiendo con cautela sus palabras, dijo:
—El augusto emperador de los romanos, Otón el Grande, me autoriza a preguntarte en su nombre qué es lo que deseas de él.
Al-Kutí exhibió de nuevo su sonrisa y, sin apenas inmutarse, respondió:
—Ah, muy agradecidos. Siempre es bueno parlamentar con alguien que conoce a la perfección la lengua de los árabes; pero las órdenes de mi señor son muy explícitas: sólo manifestaremos sus deseos en presencia del rey de los rumies.
—¿Qué pasa? —dijo Asbag extendiendo las manos—. ¿Desconfías de mí?
—Oh, no, no, no… Nada de eso. Eres un obispo y te debes a la verdad. Pero, ya te lo he dicho, el califa ha sido muy exigente en eso: sus embajadores sólo hablarán ante el emperador.
Aquello desconcertó a Asbag. Detrás de él, un poco alejado, se encontraba el
magnus canciliarius
del emperador. Como estaban hablando en árabe, el ministro no entendía una palabra y se impacientó.
—¿Qué sucede? —preguntó el canciller—. ¿Qué es lo que piden?
—Quieren entrevistarse con el emperador —le respondió Asbag.
—¿Eh…? ¿Pero quiénes se han creído que son? —respondió el ministro enardecido.
—¡Chsss…! ¡Un momento, por favor! —le contuvo Asbag.
La situación se puso tensa. Al-Kutí alzó la vista con un gesto altanero.
—Bien, bien —dijo con frialdad—. Si el orgullo de vuestro rey le impide recibir a los dignatarios del Príncipe de los Creyentes…
—No, por favor —se apresuró a decir el mozárabe—. Lo que sucede es que la salud del emperador no es buena hoy; se encuentra algo fatigado y necesita descansar.
—Bien, en ese caso, aguardaremos a que se reponga —dijo el embajador musulmán.
Asbag comprendió que el asunto se presentaba difícil. Se despidió por el momento de al-Kutí y fue inmediatamente a ver al abad Mayólo. Le dijo:
—No hablarán con nadie que no sea el emperador en persona.
—¿Cómo? —exclamó el abad—. ¿Y a qué creéis que se debe esa actitud?
—Está muy claro. Afirman que su monarca es un igual del rey de los romanos. No están dispuestos a admitir ninguna soberanía superior a la de su monarca. Traen instrucciones muy precisas.
—¡Vaya por Dios! —exclamó disgustado Mayólo—. ¿Y qué pensáis que querrán plantearle a Otón?
—¡Hummm…! Me temo que su actitud será amenazadora. Seguramente buscan un pacto. Se consideran los dueños del Mediterráneo y pretenderán imponer un tributo.
—¡Oh, no! —se quejó Mayólo—. ¡Lo que faltaba! No podemos darle ese disgusto al emperador, precisamente ahora que está tan deprimido. Es el momento más inoportuno para iniciar una guerra contra los sarracenos. ¿Y si no los recibe?
—Lo tomarán como una gran ofensa —respondió el mozárabe—. Regresarán a al-Qahira y, seguramente, en breve los barcos sarracenos empezarán a asolar el litoral del imperio. Pienso que será mejor que Otón los reciba.
El abad Mayólo se quedó pensativo, con un profundo gesto de preocupación grabado en el rostro. Después dijo:
—Veo que no tenemos otro remedio. Lo que yo pretendía era mantener a Su Majestad alejado de los problemas por un cierto tiempo. Su espíritu se encuentra desolado y necesitaba retirarse en la oración para implorar la paz del corazón. Pero veo que Satanás no piensa darle esa tregua. El próximo domingo es Pentecostés; pediremos al Espíritu Santo que todo se solucione favorablemente. Hablaré hoy mismo con el emperador. Hace algún tiempo que casi no quiere ver a nadie, excepto a sus familiares y a mi humilde persona.
Instalaron el trono del emperador en el salón principal del palacio. La decoración era muy austera: un gran blasón de madera con los colores imperiales en la pared frontal, seis sillas tapizadas de cuero y una gran piel de búfalo que cubría el suelo en el centro. El embajador sarraceno, sus dos acompañantes, el canciller Mayólo y Asbag aguardaban en silencio. El obispo mozárabe le había pedido un momento antes a al-Kutí que fuera lo más breve posible.
Otón entró apoyándose en el hombro de su hijo. Su barba estaba completamente blanca y su mirada perdida. Se sentó en el trono y el joven Otón permaneció de pie a su lado.
Cuando el abad Mayólo hubo terminado de rezar una plegaria, Asbag presentó al embajador musulmán. Al-Kutí se arrojó al suelo y pronunció una por una las fórmulas de salutación. El emperador escuchó aquellas palabras incomprensibles para él con escaso entusiasmo. Después el mozárabe las tradujo resumiendo cuanto pudo.
Otón, con una voz fatigosa y gutural, preguntó:
—¿Qué es lo que tu señor quiere de mí?
Asbag tradujo. El embajador pronunció su discurso:
—Mi señor, el Comendador de los Creyentes, califa de al-Qahira, rey de Egipto, Mahdiya, Alejandría, Barqah, Túnez y Trípoli, recibe ya tributo de Córcega, Cerdeña, Baleares y Sicilia. Su flota es poderosa y ha recibido del Todopoderoso el encargo de velar por la paz en el mar Mediterráneo. Una paz a la que todos hemos de contribuir. Tú eres el rey de los romanos y por ello te interesa también que el amplio litoral de tu reino se encuentre protegido. Y, para ello, mi señor te solicita la módica suma de diez mil dinares de oro, de cualquier acuñación, más cincuenta doncellas de cabellos rubios, de buena presencia. Si quieres, puedes hacerme entrega a mí de tal tributo, o ponerlo en manos del emir de Palermo anualmente; él se encargará de hacerlo llegar a al-Qahira.
Asbag se quedó lívido. Un frío sudor empezó a correrle por la espalda. Permaneció durante un rato como paralizado, pero todos aguardaban su traducción. Finalmente, se decidió y explicó puntualmente lo que al-Kutí exigía.
El rostro de Otón se congestionó de repente. Se puso en pie y quiso decir algo, pero un repentino ataque de tos se lo impidió. Su hijo le golpeó suavemente en la espalda. Después trajeron un vaso con agua. Cuando a duras penas el emperador pudo expresarse, lo hizo a gritos, entrecortadamente, entre toses:
—¡Fuera…! ¡Maldito sarraceno! ¡Que lo echen a patadas de mi presencia! ¡Fuera!
El joven Otón se acercó entonces, enfurecido, hasta donde estaban Asbag y Mayólo estupefactos.
—¡Pero…! ¡Cómo se os ocurre…! ¡Vamos, ya habéis oído a mi padre, que se marchen esos sarracenos!
Padre e hijo desaparecieron por la puerta de la estancia que daba a sus aposentos. El resto de los presentes se quedaron petrificados, mirándose unos a otros. Mayólo reaccionó entonces y corrió detrás de Otón, pero antes de salir le dijo a Asbag:
—¡Despedidlos! Hacedlo con la mayor delicadeza posible, pero ¡despedidlos!
Cuando los musulmanes y el mozárabe se quedaron solos en el salón, Asbag intentó esbozar una sonrisa para quitarle hierro al suceso.
—Bueno, ya habéis visto, el emperador tiene algo de catarro…
Pero al-Kutí enarcó las cejas, irguió la espalda y dijo:
—¡Tu rey se arrepentirá! ¿Crees que no he comprendido lo que ha pasado? ¿Piensas que soy tonto?
Dicho esto, salió airadamente, seguido de sus acompañantes. Ese mismo día abandonaron Merseburg.
Fez, año 973
Nahar ocupaba por completo la mente de Abuámir; él no podía dejar de pensar en ella. Nunca antes el deseo de una mujer le había obsesionado de aquella manera. Desde su más temprana juventud, su naturaleza fogosa había tenido siempre dónde desahogarse, sin necesidad de buscar demasiado. Se había acostumbrado desde siempre a ser él el deseado. Alguna criada de la casa, las jóvenes del mercado, una viuda rica y más tarde una bella princesa de cabellos dorados; por no hablar de las múltiples ocasiones esporádicas en la que alguna mujer se había rendido a él nada más conocerlo. Pero esta vez era diferente. Ella ni siquiera le miraba. A veces incluso tenía la sensación de que sentía hacia él un oculto desprecio.
Que Nahar hubiera sido un obsequio de aquellos viejos miserables la convertía en una propiedad de Abuámir. Nada más que eso. Y ello ocasionaba que la relación entre ellos estuviera desequilibrada desde un principio. No es lo mismo pertenecer a alguien por dominio que por amor. El lo sabía, y por eso ansiaba cada vez más sentirse amado por ella. No estaba acostumbrado a conseguir el amor por otro poder que no fuera el fuego de su mirada o el intenso atractivo con que Dios le había dotado.
Pero esta vez todos sus trucos de seducción se estrellaban como contra un muro. Procuraba cruzarse con ella en cualquier rincón de la casa, le lanzaba una sonrisa, una mirada ardiente. Nada. Ella bajaba los ojos y seguía su camino, o le sostenía la incitación desafiante, como respondiéndole: «Sí, ya sé que soy tuya, que me deseas y que puedes tomarme cuando quieras; pero tendrás que hacer uso de tu derecho sobre mí». Ella le desconcertaba. Algunas veces intentó hablarle, como sin interés, de cosas insustanciales, para comprobar si algo en ella delataba un sentimiento, alguna esperanza para él; pero era peor, porque ella contestaba fríamente, sin ocultar en absoluto su desprecio y su indiferencia. Incluso seguía ocupándose de sus asuntos como si nada, sacando agua del pozo, barriendo el enlosado del patio, retirando los hojas secas de los geranios; hasta que él llegaba a enojarse. Una vez la sostuvo furioso, apretándole con los dedos un brazo.
—¿Quieres escucharme? —le gritó, incapaz de dominarse.
Ella sonrió con insultante ironía, soltó el cántaro en el suelo y sacó pecho frente a él.
—¿Me lo vas a hacer aquí o subo a la alcoba? —le dijo entre dientes—. ¿O prefieres que me unte miel en los pechos como les gustaba a esos viejos?
El la abofeteó. Y enseguida se dio cuenta de que el no poder controlarse le humillaba aún más. Corrió tras ella y le suplicó:
—¡Perdóname!
Nahar se volvió entonces y escupió al suelo con desprecio.
A partir de aquel día Abuámir procuró no cruzarse más en su camino. Temía encontrarse con sus ojos. No obstante, soñaba con ella, cuando era capaz de dormir, porque empezó a tardar en conciliar el sueño. Buscó por ahí mujeres, para sentirse seguro, a las que hechizó enseguida con sus ojos; se emborrachó, hizo el ridículo; se le cayeron gruesos lagrimones al escuchar poesías de amor. ¿Qué le estaba sucediendo? Lo peor de todo fue descubrirse a sí mismo buscándola furtivamente, espiándola desde las galerías, ocultándose tras los arbustos del huerto. Ya no podía más.
Pronto empezó a recibir quejas de las mujeres de la casa. Ella era arrogante y dominadora. Se había educado en la casa de un jefe orgulloso de las montañas, se había acostumbrado a ser dueña y señora, y a que todo el mundo diera vueltas a su alrededor.
Desde que Abuámir se instaló en Fez, Utmán se ocupó de todos los asuntos domésticos; estaba acostumbrado a ello puesto que ya lo había hecho para Ben Afla, y sabía gobernar tanto a la servidumbre como a los guardias de un gobernador. No era alguien refinado, eso ya lo sabía Abuámir, pero resultaba insustituible a la hora de atender a los africanos y tenía un especial sexto sentido para adivinar la verdadera intención de las personas. Una mañana le habló a Abuámir acerca de Nahar.
—Cuidado con esa mujer —le advirtió—. Es una fiera. Golpea a las criadas y se cree la dueña de la casa, cuando no es nada más que una esclava.
—Bien, bien —respondió Abuámir—, ya me ocuparé yo de eso. Pero comprende que fue arrancada de su pueblo y que perdió cruelmente a sus familiares.