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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (31 page)

BOOK: El mozárabe
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—Pero, visir —le interrumpió Abuámir—, no debes disgustarte. Lo intentaste y yo estoy muy agradecido. Tengo mi dignidad, compréndeme; si esto no ha salido bien, lo mejor es dejarlo…

—No. No lo consentiré. No te irás de Córdoba. Ya veré qué puedo hacer. Mañana ve a tu trabajo como todos los días. Y espera noticias mías. Te prometo que en menos de una semana me pondré en contacto contigo. Aguanta un poco más; si lo has soportado todos estos meses, podrás soportarlo dos o tres días más.

Abuámir besó las manos de su protector. Ben-Hodair le amaba como si fuera su propio hijo, y Abuámir disfrutaba con ello; el visir era un auténtico señor, dotado de la prestancia y la distinción naturales de un verdadero príncipe, como los personajes que aparecían en su viejo libro de crónicas y que él tanto admiraba. Sabía tratarle sin resultar adulador, sin falsos y artificiosos halagos. La amistad entre ambos, a pesar de la gran diferencia de edad, había nacido de la admiración mutua y de las largas horas de conversación acompañada con el dulce y evocador vino de Málaga.

Abuámir alargó la mano y cogió el cuello de la hermosa botella labrada, hizo un guiño de complicidad al visir y éste le extendió su copa.

—Bien, dejemos este asunto —dijo Ben-Hodair, más relajado ya y sonriendo—. Bebamos y hablemos de nuestras cosas, querido amigo.

Zahra

Esa misma tarde, Ben-Hodair se presentó en Zahra y pidió audiencia al gran visir al-Mosafi. Fue recibido en privado, como correspondía a uno de los visires más importantes de la corte y pariente directo del califa.

—¡Oh, querido Ben-Hodair! —exclamó el gran visir, al tiempo que ambos se abrazaban y se besaban con sincero afecto—. ¡Qué maravillosa fiesta nos diste en tu casa! No es fácil olvidar una experiencia tan interesante. Créeme, Córdoba la recordará durante mucho tiempo; no es frecuente últimamente encontrar tanto buen gusto reunido.

—¡Ah!, me halagas, insigne al-Mosafi, y esos halagos, viniendo de ti, multiplican su valor; porque eres un hombre sensible que detesta la zafiedad y ama lo auténtico. Gracias, muchas gracias…

—Y bien, ¿qué te trae por aquí? ¿Necesitas algo de mí? Sabes que soy tu servidor —le dijo al-Mosafi cordialmente.

—Sé que amas a mi primo Alhaquen como a ti mismo, inestimable y sincero amigo, y que puedo contar contigo en todo lo que esté en tu mano, siempre que te necesite. Pero no vengo a pedir para mí; no me hace falta nada de momento, ¡gracias al Omnipotente! Lo que voy a solicitar es para un joven servidor mío al cual amo de verdad, porque me ha servido incondicionalmente.

—¿Qué deseas para él? —preguntó el gran visir.

—Una ocupación que esté a la altura de sus cualidades; pues es inteligente, imaginativo, hermoso, firme y audaz; flexible o diestro según lo exigen las circunstancias y dotado de gran talento.

—¡Vaya, vaya! —exclamó al-Mosafi—. Y, habiendo encontrado una joya así, ¿por qué no lo mantienes a tu servicio?

—Es de una familia muy noble que pertenece a la provincia de Málaga. Cuando yo fui gobernador me sirvieron lealmente. Pero este joven merece ahora algo más. Mis ocupaciones aquí son limitadas. Ciertamente, es satisfactorio pertenecer directamente a la corte del Príncipe de los Creyentes; pero, a ti no puedo engañarte, mi vida se ha convertido en un honroso retiro…

—Bien, ¿y qué es lo que buscas para ese joven tan valioso? ¿Qué sabe hacer?

—Actualmente ocupa un puesto de subalterno en la notaría del cadí supremo de Córdoba; pero Ben al-Salim no ha sabido sacarle partido a sus cualidades. Puedo asegurarte que sabe hacer de todo; es culto, hábil administrador, ha completado los estudios de leyes y ha gobernado ya un señorío en la costa. Creo que podría desempeñar cualquier puesto de confianza y de cierta relevancia.

Al gran visir al-Mosafi se le iluminó en ese momento la mente. Creyó estar ante una directa inspiración de la Providencia de Dios. Durante días había dado vueltas y vueltas a su cabeza, intentando encontrar a la persona adecuada para administrar los bienes de la favorita. ¿Y si este joven de quien le hablaba Ben-Hodair fuera la persona indicada?

—¿Y dices que sabe administrar y organizar negocios y haciendas? —le preguntó con gran interés.

—¡Oh, naturalmente! Ya te he dicho que ha llevado todo un señorío en la costa, e incluso fue capaz de limpiarlo de piratas; algo que nadie hasta entonces había conseguido.

—¿Y dices también que es refinado y que goza de educación?

—¡Ah, singularmente! —aseguró entusiasmado Ben-Hodair—. ¿Quién crees que me organizó la fiesta que tanto te gustó?

—¡Claro, lo recuerdo perfectamente! —exclamó el gran visir poniéndose en pie súbitamente—. ¡Se trata del joven que me presentaste el día de la fiesta!

—El mismo. Creí que no lo recordarías; había tanta gente…

—¡Cómo podría olvidarle! Desde luego, su presencia y su apostura no pasan inadvertidas.

—Entonces, ¿crees que podrás encontrar algo para él?

—¡Mándamelo! —ordenó el gran visir con rotundidad—. ¡Que se presente ante mí inmediatamente!

—Puedes solicitarle tú mismo —respondió Ben-Hodair—, puesto que mañana por la mañana se encontrará a primera hora en la notaría.

A la mañana siguiente, antes de que llegara Abuámir, un paje de Zahra se personó acompañado de dos guardias reales en la notaría, para citar al joven subalterno en nombre nada menos que del gran visir.

Aquella súbita reclamación causó el efecto que Ben-Hodair deseaba, para vengarse de la actitud de Ben al-Salim; todos los funcionarios se alborotaron ante la solicitud del hombre más importante del califato después de Alhaquen, y el frío cadí se mordió los labios circunspecto, intuyendo que algo importante iba a suceder.

Abuámir se entrevistó con al-Mosafi en una sesión que duró toda la mañana. El gran visir le preguntó por todo, lo divino y lo humano; quiso saber acerca de sus creencias, de sus aspiraciones, de sus conocimientos, de sus amistades, de su vida… Se interesó especialmente por todo aquello que tenía que ver con la justicia, la lealtad y la concepción que el joven tenía del califato, del poder y de la paz.

Abuámir respondió a todas las preguntas sin vacilación, como si fuera su propia alma lo que se estaba desnudando delante del interrogador. Pero, naturalmente, había sido avisado la noche anterior por Ben-Hodair, que le había aleccionado suficientemente acerca del tipo de persona que era al-Mosafi y cuál era su manera de entender el mundo y el reino. Puso en práctica todas sus artes de seducción y representó un papel de sinceridad y firmeza que convenció plenamente a su interlocutor.

Al-Mosafi dio gracias a Dios por haber depositado en sus manos a la persona indicada en aquel momento tan delicado. Abuámir le pareció alguien puro, sin malear, una mente franca y decidida, limpia de absurdas y complicadas visiones; alguien ideal para estar al frente de la casa donde habría de educarse el próximo soberano. Sin embargo, decidió no comunicarle todavía cuál iba a ser su cometido, hasta conocer la opinión de Asbag.

—Bien, ahora sólo falta una cosa —le dijo el gran visir a Abuámir antes de despedirle—; deberás acudir a casa del obispo de los cristianos para que él te haga también algunas preguntas.

—¿Cómo? ¿A casa del mumpti Asbag aben-Nabil? —le preguntó él con una satisfactoria sonrisa.

—Pero… ¿le conoces? ¿Conoces al obispo? —dijo extrañado al-Mosafi.

—¡Ah, naturalmente! Somos viejos amigos.

«¡Oh, Dios, es ésta tu voluntad! —pensó entonces al-Mosafi—; son demasiadas coincidencias.» Se sentó delante del escritorio y se puso a escribir una carta que, una vez finalizada, firmó y enrolló cuidadosamente, atándola y lacrándola luego con su sello para que resultara estrictamente confidencial.

—Toma —dijo luego—, preséntate ante el mumpti Asbag y entrégale esta misiva de mi parte.

Capítulo 33

Córdoba, año 967

El obispo Asbag se alegró al ver de nuevo a Abuámir. Le causaba admiración el rostro inteligente del joven, pero sobre todo sentía que su persona irradiaba una expansiva vivacidad. Siempre que le veía recordaba aquella conversación que mantuvieron el día que se conocieron en casa de Fayic, cuando éste regresó de su peregrinación a La Meca, y la sincera emoción del joven al escuchar los poemas de Mutanabbi. Ambos se saludaron con afecto.

—¿Y dices que te manda el gran visir al-Mosafi? ¿Y que traes una carta de su parte? —le preguntó el obispo—. A ver, dámela.

La carta decía:

Estimado mumpti Asbag:

Aquí tienes a un joven que puede ser ideal para el asunto que ambos debemos resolver. Despacha con él y juzga en consecuencia. Por mi parte, no veo posible encontrar a alguien mejor. Que Alá te guarde.

Abul-Hasan Chafar Ben Uthman al-Mosafi

Cuando el obispo terminó de leer sonrió, alzó la mirada hacia Abuámir y pensó: «Joven, demasiado joven». Pero no le disgustó la idea. Al igual que a al-Mosafi, a él Abuámir le parecía alguien nuevo y diferente, lleno de energía y vitalidad, alguien con carisma. El obispo se propuso entonces convencerse del todo, valorando las ventajas de la juventud de Abuámir frente a cualquier otro personaje que tuviera los pies en el pasado. Al fin y al cabo, los eunucos al-Nizami y Chawdar eran unos viejos incapaces de ver que había otro mundo aparte del anquilosado y revenido sistema implantado por Abderrahmen. Además, el joven le parecía honrado y digno de confianza. Se había educado en la casa del viejo teólogo Aben-Bartal, a quien Asbag conocía desde siempre. Sabía que era un hombre piadoso y lleno de religiosa humildad, un musulmán cumplidor y amigo de la caridad. Pensó: «Sí, al-Mosafi tiene razón. No encontraremos a alguien mejor que Abuámir».

Abuámir, por su parte, no dejaba de estar extrañado ante todo aquello, pues ni siquiera podía imaginar el empleo que le estaban preparando. Había pasado dos noches en claro pensando en su futuro, y una emoción aguda y pertinaz le atenazaba el estómago; la pura, decantada emoción de aquel a quien se le empiezan a abrir caminos.

No obstante tuvo que pasar dos noches más de incertidumbre y espera, pues la nueva cita, esta vez con el gran visir y el obispo a la vez, se fijó para dos días después, en la propia notaría del palacio del cadí de Córdoba.

Abuámir aguardó impaciente hasta que a media mañana llegó el obispo, y un poco después el gran visir acompañado de sus secretarios y de su escolta. Ambos fueron recibidos por el cadí Ben al-Salim, que se mantuvo serio y circunspecto como siempre.

El gran visir reclamó oficialmente a Abuámir, y éste se regodeó al ver la cara del que había sido su jefe hasta ese día, cuyos ojos se endurecieron y adquirieron una opacidad extraña. El cadí trató de sonreír, pero no lo consiguió y el gesto se quedó a medias en una ridícula mueca.

Cuando al-Mosafi, Asbag y Abuámir cruzaron los jardines que se extendían entre el palacio del cadí y los alcázares reales, el joven todavía no sabía cuál era el cometido que le tenían reservado, y su emoción creció a medida que se iban acercando al gran pórtico que daba entrada a los palacios califales de la capital. Ya en la vía principal de acceso, recordó a la joven que días atrás había visto desde su escondite entre los setos la mañana de la fiesta del Profeta.

Atravesaron el arco y nuevamente se adentraron en un amplio espacio ajardinado. Los guardias y los sirvientes que encontraban a su paso se inclinaban en respetuosas reverencias.

A la entrada del edificio les aguardaba un eunuco viejo y desdentado, pero ataviado con la exquisita indumentaria de los chambelanes palaciegos. Ceremoniosamente, los condujo hacia el interior e hizo que les sirvieran agua fresca, perfumada agradablemente con almizcle. Mientras bebía lentamente, Abuámir miraba de soslayo la decoración del impresionante aposento que servía de zaguán al palacio. Todo era viejo y digno. La estancia comunicaba con un pequeño patio con surtidor, perfumado por el aroma de los lirios, que atravesaron para adentrarse en la vivienda. Era una enorme casa antigua, muy fría y llena de habitaciones que daban a los sucesivos patios que fueron atravesando. Todo parecía lustroso y limpio, pero no producía la sensación de estar habitado.

Al final llegaron a lo que parecía ser la parte más noble del edificio. Abuámir pensó que jamás podría orientarse entre aquel laberinto de columnas de mármol, mosaicos de oro, lapislázuli y malaquita, por entre el cual llegaron hasta un espacio abierto y cercado por elevados muros completamente cubiertos de enredaderas.

—Bien, tú aguarda aquí —le ordenó al-Mosafi. El gran visir y el obispo desaparecieron entonces por una hermosa puerta tachonada con dorados adornos de bronce pulido, mientras unos criados atendían de nuevo a Abuámir, ofreciéndole dulces y refrescos.

Subh recibió a Asbag y al-Mosafi en una acogedora estancia, más pequeña que las anteriores, decorada con tapices de cálidos tonos y perfumada con costosas esencias. Había una preciosa mesa tallada y una alacena con vajillas esmaltadas y figuras de gran calidad.

Pero la belleza de Subh eclipsaba a la más hermosa joya que pudiera haber en aquella sala. Asbag se alegró al comprobar que la joven había recobrado la salud: el color había vuelto a sus mejillas y su cuerpo estaba de nuevo lleno de lozanía. Ella se abalanzó hacia el obispo para besarle las manos, pero él eludió un saludo más efusivo porque el gran visir estaba presente.

—Sayida —dijo al-Mosafi—, como te prometimos, hemos traído a alguien para presentártelo y someterlo a tu aprobación para el puesto de administrador de los bienes de los príncipes. Nosotros le consideramos adecuado, pero, naturalmente, tú tienes la última palabra.

La princesa suspiró. Su mirada vagaba inquieta de un lado a otro. Al cabo, se detuvo en el visir y dijo con tono molesto:

—Ya te comuniqué que prefería que ningún extraño se ocupase de ello. No quiero a nadie más en el palacio. ¡Bastante he tenido ya que soportar!

—Pero, sayida —replicó Asbag—, los bienes con los que el califa os a dotado a ti y a tus hijos son cuantiosos; si los dejas en manos de cualquiera pueden sufrir mermas. Haznos caso; solamente queremos vuestro bien.

Subh sacudió obstinadamente la cabeza.

—¿Es que no puedo yo hacerme cargo de mis cosas? —protestó.

—Sí —contestó el obispo—, naturalmente; pero de aquello que os incumbe ahora de forma prioritaria: sacar adelante a vuestros hijos para que uno de ellos pueda reinar el día de mañana. ¿Qué quieres ser: una administradora o una reina madre?

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