El mozárabe (29 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

BOOK: El mozárabe
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Se hizo el silencio y Ben-Hodair inició su discurso. Ensalzó al califa, que se había disculpado por no poder asistir, puesto que se encontraba en Sevilla, y agradeció la asistencia de un pariente presente en su nombre. Aludió al don generoso del Príncipe de los Creyentes, que le había llamado a la corte, y se ofreció a cuantas personalidades y dignidades habían acudido a su casa para darle la bienvenida, agradeciendo asimismo la hospitalidad que le habían manifestado. Y así, prosiguió con toda una retahíla de fórmulas de cortesía que a Abuámir le parecieron interminables. Por último, el visir anunció el plato fuerte del banquete.

—Para esta fiesta —dijo—, amigos, me he permitido prepararos una «bagatela», como regalo de agradecimiento a vuestra solicitud y asistencia a esta humilde casa. Es… poca cosa; digamos… un poema traído desde Málaga… Espero que lo disfrutéis.

El visir se sentó y los criados dejaron en penumbra la sala. Abuámir paseó entonces su mirada por los invitados. Era el grupo de espectadores más selecto que pudiera elegirse, y parecían estar diciendo: «¿Qué puedes enseñarnos?», arrellanados en los cojines y sonriendo con falsa complacencia. Entonces se le hizo un nudo en el estómago, y se arrepintió de haber accedido a organizar todo aquello.

Comenzó a sonar el suave golpeteo de los tambores, que fue acrecentándose, como si de los propios latidos de su corazón se tratara. Se descorrieron los cortinajes y apareció al fondo el dorado sol, que entre sombras fue avanzando hacia el centro de la sala, mientras su luz aumentaba y bañaba las formas circundantes de tenues reflejos dorados. Las bailarinas entraron entonces en escena, cubiertas con hojas de vid, contoneándose suavemente alrededor del astro, como en un sensual acto de adoración, haciendo que los racimos que de ellas pendían bailasen también. La danza no pudo salir mejor, ajustándose al sonido de las dulces fístulas, hasta que desde el fondo penetró un ondulante visillo azul y nacarado que, portado por otras bailarinas, semejaba el mar.

En ese momento, Abuámir advirtió que los invitados estaban extasiados. Pero quedaba aún lo mejor. Entraron las vendimiadoras y robaron los racimos a las vides. Los laúdes irrumpieron entonces con emoción desbordada. El decorado que representaba el lagar apareció también, con un conjuntado trío de pisadores que estrujaban los racimos en una elevada cubeta. Abuámir sabía que éste era el momento principal y que el mosto debía caer en las tinajas que había al pie del entarimado, merced a un mecanismo que liberaba un depósito lleno al efecto de delicioso y dulce vino de Málaga.

El chorro saltó de repente y corrió exhalando su exquisito aroma por toda la sala. Los invitados prorrumpieron en un vehemente y unísono grito de admiración; algunos incluso se pusieron de pie. Las bailarinas corrieron entonces entre las mesas portando jarras llenas del caldo y escanciándolo en las copas que los criados habían depositado momentos antes. El efecto deseado se produjo al momento. Aquél fue para los comensales el mejor vino que habían bebido en su vida.

Abuámir respiró satisfecho y, viendo que la concurrencia estaba verdaderamente impresionada, se hundió relajado en los cojines y se aprestó a disfrutar el poético colofón del espectáculo.

La luz del salón volvió a ser tenue y la música se dulcificó. La expresiva reacción de los presentes cedió el paso a una calma expectante. En ese momento, comenzó a descender la luna plateada, mientras retiraban delicadamente el dorado sol y el lagar, y las bailarinas desaparecían por entre los cortinajes.

El estudiado mecanismo de poleas depositó suavemente la luna en el tapiz central, y, desde el interior, el Loco abrió la puerta por la que debía salir. El laúd desgranó entonces delicados sones de acompañamiento y la voz del recitador se convirtió en la única dueña de la sala:

¿Por qué hizo la luna,

el canto de la tórtola y el vino?

Los tres se han aliado esta noche

para agravar mis nostalgias.

Se encendieron los jardines de su belleza,

y se alejó mi razón.

¿Quién soy ahora? No lo sé.

Cuando miro en el interior para buscar mi alma,

sólo me encuentro con su hermosura y sus ojos de mar.

Se debilitaron mis fuerzas,

y me convertí en esclavo sin ataduras.

Se encendieron los jardines de su belleza,

y es dulce la bebida.

Nada como la voz del Loco para avivar las ascuas de la pasión. Abuámir volvió a mirar en torno a sí y comprobó que las lágrimas empezaban a asomar a los ojos. Llevó entonces la copa a sus labios y apuró el reconfortante vino malagueño, se relajó aún más en los cojines y sintió la plenitud de su propia satisfacción.

Capítulo 30

Córdoba, año 966

Durante días se llevaron a cabo obras en la antigua residencia de los emires que se encontraba en el interior de los alcázares. Construida cuando todavía Córdoba dependía del gran califato de Bagdad, ya entonces presentaba las magnitudes y la suntuosidad propias de los palacios principescos. En ella habitó Abderrahmen, hasta que decidió trasladarse a Medina Al-Zahra, y desde entonces permanecía vacía, como segunda vivienda de los califas, pero apenas utilizada, salvo para las celebraciones de las fiestas del final del ayuno o para recibir a embajadores de carácter excepcional.

Finalizados los arreglos, llegaron interminables recuas de mulas cargadas con fardos, hileras de carretas y un regimiento de sirvientes que fueron introduciendo cuidadosamente toda una serie de enseres embalados. Y Córdoba contempló llena de curiosidad y de extrañeza aquellos movimientos, sin poder explicarse inicialmente lo que estaba sucediendo.

Sin embargo, pronto corrieron los rumores por los mercados, las mezquitas, las alhóndigas y los baños: la favorita, la sayida, madre de los príncipes, se trasladaba al palacio cordobés con sus hijos, sus criadas y sus propios eunucos; dejaba el hermético harén mandado construir por al-Nasir en Zahra y se instalaba definitivamente en la metrópoli. Era algo inaudito.

Nadie había visto jamás a una favorita, nadie había conocido nunca a la madre del que habría de ser su rey; porque la vida amorosa y conyugal de los califas era un asunto que les concernía solamente a ellos, y no se filtraban las noticias. Los matrimonios se celebraban en el secreto del íntimo núcleo de los harenes y quedaban sellados por la presencia de un reducido número de testigos del ámbito familiar y cercano a los soberanos. Luego, lo que sucedía entre las esposas, favoritas y concubinas pertenecía al misterio velado de los jardines interiores y las ocultísimas estancias reservadas al único dominio de los eunucos de confianza. Y todos los que compartían la sangre del Príncipe de los Creyentes, ya fueran hermanos, sobrinos, primos o sus propios hijos, pertenecían al grupo de los «parientes del rey», de entre los cuales el propio califa nombraba a un sucesor y lo presentaba al pueblo, después de que su elección fuera confirmada por el juramento de todos los demás consanguíneos.

La gente podía imaginar cuanto quisiera acerca de lo que sucedía en el lejanísimo serrallo real, pero jamás conocería un dato fidedigno sobre la verdad de su oculto misterio. Por eso, cuando se supo que la sayida se trasladaba a los alcázares, una oleada de curiosidad recorrió Córdoba y comenzaron las conjeturas acerca de cuándo tendría lugar la llegada y cuál sería el recorrido de la esperada comitiva.

El traslado fue repentino, cuando nadie lo esperaba, en la madrugada de la fiesta del Muled; a la hora en que toda Córdoba dormía rendida por las largas horas de diversión para celebrar el nacimiento del Profeta. No obstante, hubo quien llegó a toda prisa por la carretera de Zahra para avisar en su barrio que una gran escolta se dirigía hacia las murallas, acompañando a un importante séquito desde la Medina. «¡Ya están aquí», fue la voz de alarma que corrió a la hora del alba por las calles somnolientas y sembradas de restos de la fiesta. Los patios se alborotaron, la gente saltó de las camas y todo el mundo corrió para coger sitio: unos en la puerta del Norte, otros en la carretera y la mayoría en la explanada de los alcázares. Fue algo extraño ver a la ciudad, que se había sumido hacía pocas horas en el silencio espeso del final de la fiesta, recuperar el bullicio y adueñarse de nuevo de las calles y las plazas recién abandonadas.

Los guardias de la
munya,
previamente notificados, abrieron un gran pasillo a golpes de látigo y porras. No obstante, el pueblo palmeaba y no dejaba de cantar. Volvieron a circular las nueces y los panecillos, los racimos de uva, las granadas, los pastelillos de miel y los pellejos de vino; y pareció que el Muled no había pasado todavía, a pesar de que la noche cálida de primeros de otoño había sido pródiga en jolgorios de todo tipo.

Cuando entró el grupo que encabezaba la comitiva en la plaza de Alqasr, una convulsiva agitación se apoderó del gentío y la masa se abalanzó apretujándose contra el cordón de guardias que protegía el pasillo central.

Delante iba la escolta de Alhaquen, con sus fornidos eslavos cubiertos con pulidas corazas plateadas y metálicas cotas de malla; los seguían los eunucos sobre sus mulas y ataviados con riquísimos ropajes; detrás avanzaban los carromatos con las criadas, cocineras, lavanderas y demás acompañantes; a continuación, la carreta real con la sayida y los príncipes, rigurosamente cerrada a los ojos de todos por espesos cortinajes; y, por último, un nuevo batallón de escoltas sobre robustos caballos.

No supieron prever la reacción que el acontecimiento provocaría en el pueblo y ya no hubo forma de contener a la multitud que, aunque acostumbrada por una parte a las recepciones de grandes personajes venidos del mundo entero, no podía contenerse ante la presencia de lo que para ellos pertenecía al oculto misterio de sus gobernantes y que, por tanto, suscitaba la curiosidad más excitante. El cordón de protección fue desbordado y la gente se abalanzó hacia los caballos, los mulos de los eunucos y las carretas, en un irrefrenable deseo de ver de cerca, de palpar incluso, la realidad de aquel séquito de ensueño salido de las entrañas de Zahra.

Y así se estableció una lucha sin tregua de golpes secos de bastón y latigazos contra una masa convulsiva y delirante de cuerpos sudorosos de mujeres gruesas envueltas en trapos, de muchachos y de viejos que gritaban: «¡Sayida! ¡Sayida!», con los ojos puestos en el suntuoso y herméticamente cerrado carromato que ocupaba el centro de la plaza. Los caballos se encabritaban; los eunucos, acostumbrados al silencio y la quietud del harén, gritaban atemorizados; y el forcejeo no terminaba, de manera que la comitiva no avanzaba hacia el arco que daba entrada a los alcázares. Los capitanes se miraban desconcertados sin atreverse a dar la orden de desenvainar las armas, pues una antigua costumbre prohibía el uso de espadas y lanzas en el interior de las murallas de la ciudad, en observancia del salmo que rezaba: «… haya paz dentro de tus muros y seguridad en tus palacios». Sin embargo parecía que iba a desatarse la tragedia de un momento a otro, porque amanecía ya y no paraba de llegar gente a la plaza.

Hasta que, repentinamente, todos los ojos se fijaron en el carromato real, cuyos cortinajes habían empezado a descorrerse, ante la sorpresa de una multitud que jamás había esperado tal acontecimiento.

En el centro del carruaje, de pie, apareció Subh, con uno de los niños en brazos y el otro sentado a su lado. La elevada estatura de la joven, su rosado rostro nórdico, sus grandes ojos verdes y su dorado cabello, que asomaba bajo el velo en una densa trenza que le caía sobre uno de los hombros, fueron como una aparición iluminada por el tenue sol de la mañana. Y los bellos príncipes, deliciosamente ataviados, completaban el encanto de la imagen.

Se fue haciendo el silencio, hasta que una contenida expectación se adueñó del momento. Entonces Subh desplegó una radiante sonrisa y saludó delicadamente con la mano; tal vez como había visto hacer a las reinas del norte, que se mostraban frecuentemente en público, en los actos religiosos, en las justas, en las fiestas o en los balcones de los palacios.

La multitud prorrumpió en un griterío de júbilo y, espontáneamente, comenzó a dejar paso a la comitiva. El pasillo central volvió a abrirse y las pesadas ruedas del carruaje tirado por bueyes empezaron a girar.

A paso lento, la escolta y el séquito fueron avanzando hacia el pórtico de los alcázares, mientras la turba cesaba su tumulto y, sin quitar los ojos de su reina, servía también de acompañamiento al carro principal.

Junto al gran arco de entrada, en los jardines que conducían al palacio del cadí supremo y que eran compartidos por la vía principal de acceso a los alcázares, dos jóvenes funcionarios aguardaban a que se abrieran las puertas de la notaría, después de haber pasado toda la noche de juerga, y, aunque rendidos por la diversión y el vino, les había sorprendido la madrugada y habían decidido no irse a dormir a sus casas, temiendo no levantarse a tiempo para llegar puntuales a su trabajo. Uno era Abuámir, y el otro su inseparable Qut. Ambos se habían echado, envueltos en sus capas, bajo uno de los cipreses y descansaban plácidamente.

El vocerío de la gran plaza próxima a los jardines y el ruido de los cascos de los caballos de la comitiva despertaron a Qut.

—¡Abuámir, Abuámir! —gritó a su compañero—. Despierta; algo está pasando.

—Hummm… ¿Ya es la hora? —respondió Abuámir somnoliento.

—¡Se acercan caballos y gente, mucha gente! —exclamó Qut.

Los dos jóvenes se incorporaron y se acercaron a unos setos cercanos desde donde se abarcaba la entrada de los alcázares.

—Es una comitiva —dijo Qut—. Alguien viene a los alcázares. Será alguien de la familia del califa.

Permanecieron detrás del seto, viendo pasar a la fila de acompañantes, que avanzaba despacio a pocos metros, ante ellos, y que había dejado ya atrás al gentío, una vez atravesado el gran arco de los alcázares. Pasaron los soldados, los eunucos, los criados; y, finalmente, el carromato de la sayida y los príncipes se detuvo justo delante de ellos, aguardando a que se abrieran las cancelas para entrar.

Entonces Abuámir, llevado por la curiosidad, se acercó aún más, apartando con las manos la densa maraña de arbustos, hasta que pudo asomar completamente el rostro al pasillo abierto en el jardín.

—¿Qué haces? ¿Estás loco? —le reprendió por detrás Qut en voz baja.

Abuámir estaba todavía bajo los efectos del alcohol y aturdido por el sueño del que lo habían sacado, por lo que no era consciente de su atrevimiento. Cuando se quiso dar cuenta, estaba a poco más de un metro del carromato real y tenía frente a sí a Subh, que de perfil aguardaba a que la condujeran hacia la puerta. Se fijó en ella; en su frente perfecta, en sus armoniosos contornos y en sus delicados labios entreabiertos. Se maravilló como si se encontrara ante un ser llegado de otro mundo y, llevado por su arrobamiento, quiso aproximarse aún más. En ese momento crujió una rama seca, y la joven princesa volvió la vista hacia él. Subh no se asustó, tal vez porque venía del fragor de la multitud; esbozó un espontáneo gesto de sorpresa y detuvo sus ojos en los de Abuámir. Luego se turbó visiblemente, pero ambos no dejaron de mirarse. El carro comenzó a avanzar de nuevo, lentamente, mientras Subh mantenía la vista fija en su absorto observador, hasta que se perdió por el pórtico que daba a los jardines interiores.

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