El monstruo subatómico (27 page)

Read El monstruo subatómico Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia, Ensayo

BOOK: El monstruo subatómico
2.37Mb size Format: txt, pdf, ePub

En 1817, el químico sueco Jöns Jakob Berzelius descubrió unas trazas de una sustancia desconocida en el ácido sulfúrico, algo que él tomó por un compuesto del telurio. Tras examinarlo más detenidamente, decidió, en 1818, que lo que había encontrado era una sustancia que no contenía telurio, sino un elemento extraño similar al mismo en sus propiedades. Quiso equilibrar la «Tierra» que el telurio presentaba, y dado que «cielo» ya se había usado, eligió «Luna», y llamó al nuevo elemento selenio, según la diosa griega de la Luna.

El selenio existe en diferentes formas, dependiendo de la disposición de sus átomos. Una de esas formas es de un color gris plateado que, en ocasiones se llama «selenio gris». Éste muestra ciertas propiedades metálicas y posee, por ejemplo, una leve tendencia a conducir una corriente eléctrica, aunque otras formas del elemento no lo hacen.

La tendencia es muy pequeña, pero, en 1873, Willoughby Smith observó que, cuando el selenio gris se expone a la luz solar, la conductividad eléctrica del elemento aumenta marcadamente. En la oscuridad, la conductividad disminuye, tras un breve intervalo, hasta alcanzar de nuevo el bajo nivel original. El descubrimiento no suscitó gran interés en la época, pero fue la primera demostración de una conversión
directa
de la luz en electricidad.

Luego, en 1888, el físico alemán Heinrich Rudolf Hertz estaba experimentando con corrientes eléctricas obligadas a saltar a través de un entrehierro (experimentos que dieron como resultado el descubrimiento de las ondas radio). Vio que, cuando brillaba la luz ultravioleta en el lado cargado negativamente del entrehierro, la corriente eléctrica lo saltaba con mayor facilidad que al contrario. Esta vez el mundo de la ciencia escuchó, y suele atribuirse a Hertz el mérito del descubrimiento del efecto fotoeléctrico aunque existía ya en el hallazgo, por parte de Smith, de la conducta del selenio, quince años antes.

El efecto fotoeléctrico se produce porque la luz puede hacer salir los electrones de los átomos, si se dan las apropiadas longitudes de onda y los átomos apropiados. Los físicos no tuvieron explicación para los detalles exactos del efecto hasta 1905, cuando Albert Einstein aplicó al problema la entonces nueva teoría del cuanto, y consiguió con ello el premio Nobel.

Sin embargo, la aplicación práctica de un fenómeno observado no tiene por qué esperar a la explicación científica apropiada.

Por ejemplo, en 1889, sólo un año después de la demostración de Hertz del efecto fotoeléctrico, dos físicos alemanes, Johann P. L. J. Elster y Hans Friedrich Geitel, estaban trabajando juntos sobre este fenómeno.

Pudieron demostrar que algunos metales presentaban el efecto fotoeléctrico con mayor facilidad que otros. (Es decir, que los electrones eran más fácilmente liberados de algunos tipos de átomos que de otros.) Los metales álcali eran más sensibles al efecto, y los metales álcalis más comunes eran el sodio y el potasio. Por tanto, Elster y Geitel trabajaron con una aleación de sodio y potasio, y descubrieron que una corriente podía ser forzada a través de ellos y por un entrehierro sin dificultad en presencia de luz visible, pero no en la oscuridad.

Esta fue la primera «célula fotoeléctrica», o «fotocélula», y se emplea para medir la intensidad de la luz. A mayor intensidad, mayor corriente eléctrica, y mientras la primera era difícil de medir directamente, la segunda resultaba muy fácil de medir.

Aunque los científicos podían. y lo hicieron, emplear la fotocélula de sodio-potasio con fines científicos, resultaba muy poco práctica para la vida cotidiana. El sodio y el potasio son sustancias sumamente activas y peligrosas. y requieren el mayor de los cuidados en su manipulación.

Aproximadamente en la misma época en que Elster y Geitel producían su fotocélula. un inventor estadounidense, Charles Fritts, utilizaba la rara propiedad del selenio gris que Smith había observado con anterioridad. Fritts preparó pequeñas obleas de selenio, revestidas con una delgada capa de oro. Las incorporó a un circuito eléctrico de tal forma que una corriente sólo fluía cuando las obleas de selenio (otro tipo de fotocélula) estaban iluminadas.

Así pues, las fotocélulas existían va desde hacía unos cuatro años cuando Dodge escribió su articulo en
Munseys Magazine.
Sin embargo, eran unos objetos raros, y no puedo culpar a Dodge si no había oído hablar de ellos. Y lo que es más, aunque las conociese, apenas parecían ser, en aquel tiempo, más que pequeños artilugios condenados para siempre a usos menores, y ciertamente no candidatos a la conversión en gran escala de la luz solar en energía útil. En realidad, a pesar de las grandilocuentes alegaciones de Fritts, la fotocélula de selenio convertía en electricidad menos del 1% de la luz que caía sobre ella, una eficacia espantosamente baja.

De todos modos, las fotocélulas de selenio podrían utilizarse para unos interesantes propósitos menores. El más familiar de ellos para el público en general es el «ojo eléctrico».

Supongamos que una puerta está equipada con algún dispositivo que puede mantenerla abierta si se deja que funcione sin impedimentos. Supongamos, además, que una pequeña corriente eléctrica puede accionar un relé que active otro mayor que sirva para cerrar la puerta. La pequeña corriente eléctrica pasa a través de un circuito que incorpora una fotocélula de selenio.

Imaginemos a continuación una pequeña fuente de luz en un lado de la puerta que envía un débil rayo a través de ésta hasta la fotocélula de selenio que se halla en el otro lado. Mientras ese pequeño rayo existe, la fotocélula de selenio permite el paso de la pequeña corriente que activa el relé y mantiene las puertas cerradas.

Si, en cualquier momento, se produce una interrupción del rayo de luz, incluso durante muy poco tiempo, la fotocélula de selenio, momentáneamente en la oscuridad, se resiste a permitir que pase la corriente. La débil corriente falla, el relé no es activado, y ya no hay nada que mantenga las puertas cerradas. Por lo tanto, la puerta se queda abierta hasta que la luz funciona de nuevo y entonces se cierra.

Una persona que se aproxime a la puerta bloquea la luz con su cuerpo apenas llega allí. La puerta se abre «por si misma» un momento para permitirle pasar, y luego se cierra otra vez.

(Siempre he creído que si alguien no supiera nada acerca de ojos eléctricos, se podría hacer que le observara a uno acercarse a la puerta y entonces gritar: «¡Ábrete, Sésamo!» Durante un desconcertante momento. el observador creería encontrarse en el cuento de Alí Babá de
Las mil y una noches.
Eso es lo que Arthur C. Clarke intenta decir cuando afirma que la tecnología avanzada equivale a la magia para un no iniciado.)

La fotocélula de selenio, y las fotocélulas en general, no fueron mejoradas de forma perceptible hasta mediado el siglo XX. En 1948, los científicos de Bell Telephone inventaron el transistor (véase
X representa
lo desconocido,
del mismo autor), y eso lo cambió todo. El transistor funciona porque pueden liberarse electrones de átomos como los del silicio o el germanio. Por lo tanto, la investigación en el campo de los transistores significa investigar algo que podría presentar un efecto fotoeléctrico.

Esto, en realidad, no resultó inmediatamente obvio, y cuando Darryl Chapin, de Bell Telephone, estaba buscando alguna fuente de electricidad que pudiese emplearse para los sistemas telefónicos en áreas aisladas (algo que mantuviese en funcionamiento los sistemas si fallaban las fuentes tradicionales), probó las fotocélulas de selenio. No funcionó. No podía convertirse en electricidad una cantidad suficiente de luz solar para hacerlo de uso práctico.

No obstante, en otra sección de Bell Telephone, Calvin Fuller estaba trabajando con la clase de obleas de silicio empleadas en los transistores y halló, más o menos accidentalmente, que la luz solar producía en ellas una corriente eléctrica. Fuller y Chapin se unieron y produjeron la primera célula solar práctica.

Las primeras células solares tenían una eficacia del 4%, y con el tiempo consiguieron llegar al 16%.

A partir de este punto fue posible soñar con la energía solar de una manera mucho más sofisticada que los espejos cóncavos que imaginara Dodge. Supongamos que hubiera varios kilómetros cuadrados de células solares instaladas en alguna zona desértica, donde la luz solar fuera relativamente estable. ¿ No producirían una corriente continua de electricidad, no contaminada e interminable, en grandes cantidades?

El inconveniente es que una célula solar, aunque individualmente sea poco cara, en las enormes cantidades necesarias para revestir una gran zona del espacio de la Tierra resultaría prohibitivamente costosa. Y añádase a esto los elevados gastos para un mantenimiento apropiado después de la instalación.

No obstante, las células solares se han empleado para fines menores, como para propulsar los satélites en órbita, y han demostrado funcionar allí perfectamente. (Yo utilizo una calculadora de bolsillo alimentada por células solares, por lo que carece de pilas y no las necesitará nunca.)

Lo que debemos lograr es que las células solares sean más baratas, más eficaces y más fiables. En vez de tener que emplear grandes cristales únicos de silicio, de los que pueden desprenderse pequeñas astillas, podría llegar a ser posible utilizar silicio amorfo compuesto por diminutos cristales trabados, cuya producción sería mucho más barata.

Y en vez de instalar células solares campo sobre campo, cubriendo vastas extensiones de tierras desérticas, donde el aire no es perfectamente transparente (especialmente cuando el Sol está bajo), podríamos instalarías en la Luna, donde durante dos semanas seguidas todo el cielo es resplandor y no hay aire que interfiera; o incluso en el espacio, donde casi nunca es de noche y todo el firmamento está lleno de luz solar casi siempre.

De este modo, el sueño romántico de Dodge podría, finalmente, hacerse realidad.

XV. ¡ARRIBA!

La semana pasada me encontraba en Boston para la inauguración de un nuevo edificio en el Centro Médico de la Universidad de Boston. A fin de cuentas, soy profesor de Bioquímica allí, y debo hacer
algo
para demostrarlo de vez en cuando.

Di una charla en el almuerzo, y antes me entrevistaron y me dijeron que dicha entrevista aparecería al día siguiente en el
USA Today,
pero yo no lo vi. (A pesar de la reputación de que poseo un ego monstruoso, por lo general consigo no verme en los periódicos o en la televisión. Me pregunto el porqué. ¿Será porque no tengo un ego monstruoso?)

Alguien me dijo, un par de días después:

—Ayer salió una entrevista suya en el
USA Today.

—¿De veras? —exclamé. —No la vi. ¿Era interesante? —Decían que usted no va en avión —fue la respuesta.

¡Gran noticia! Cada vez que me entrevistan aparece esto. Ningún entrevistador, durante un número considerable de años, ha dejado de preguntarme por qué no voy en avión. Naturalmente, la respuesta es que tengo miedo a volar, y no tengo el menor interés en corregir ese temor. Pero ¿por qué? ¿Por qué eso ha de salir siempre en los titulares?

Cuando sugiero que carece de importancia el que no vaya en avión, el entrevistador siempre se siente obligado a reflexionar sobre el hecho curioso de que, en mi imaginación, recorro el Universo de una punta a otra y. sin embargo, no vuelo en la vida real.

¿Por qué, pregunto una vez más? También escribo novelas policíacas y nunca he matado a nadie, o escribo cosas fantásticas, sin realizar encantamientos en la vida real.

Me cansa un poco el ser una fuente constante de asombro para todos simplemente porque no voy en avión, y a veces pienso que me hubiera librado de este problema si jamás se hubiera pensado en todo este asunto del volar.

Así que vamos a considerar los orígenes de eso de ascender a los cielos. y planteémonos una pregunta: ¿Cómo se llamaba el primer aeronauta? No, la respuesta no es Orville Wright.

La gente siempre ha querido volar. Supongo que lo que les dio esta idea, en primer lugar, fue el hecho de que existían algunos seres vivos que lo hacían. Existen en la actualidad tres grupos de animales que han desarrollado el vuelo verdadero: insectos, aves y murciélagos. (También existe un cuarto grupo: los reptiles voladores del mesozoico, en la actualidad extintos, pero su existencia fue desconocida para los seres humanos hasta el siglo XIX.)

Todos los organismos voladores tienen algo en común: alas que baten contra el aire. Sin embargo, cada variedad posee alas de un tipo característico. Los seres humanos han atribuido a cada tipo de alas unos caracteres míticos adecuados, y han conseguido de este modo dejar muy clara la relativa popularidad de las tres. Así, demonios y dragones tienen alas de murciélago; las hadas, diáfanas alas de mariposa, y los ángeles están equipados con grandes alas de pájaro.

Cuando los seres humanos soñaron con volar, recurrieron a cosas mágicas: alfombras que volaban al oír una palabra mágica, caballos de madera que volaban al darle vueltas a una clavija mágica, etcétera. Cuando se pedía cierto realismo, se imaginaba que la criatura voladora poseía alas. El ejemplo más famoso es Pegaso, el caballo alado.

Entre los antiguos nadie pareció percatarse de que todos los organismos que volaban eran pequeños. Los insectos son diminutos, los murciélagos, por lo general, tienen el tamaño de un ratón, e incluso las más grandes aves voladoras son mucho más pequeñas que muchos de los animales que no vuelan (o incluso que aves no voladoras como los avestruces). Si se hubieran percatado de ello, la gente tal vez habría deducido que no había modo razonable de que unas criaturas auténticamente grandes pudiesen volar. No podía haber pitones con alas (dragones), ni caballos alados, ni hombres con alas.

Si la gente ignoraba esta obvia (retrospectivamente) deducción tal vez era porque les parecía que había algo, aparte de la pequeñez, que constituía la clave del volar. Las aves eran las criaturas voladoras por excelencia, y lo que tenían que no poseían las no aves era: plumas.

Y lo que es más: las plumas son fáciles de asociar con el vuelo. Son tan ligeras que se han convertido en imagen de esa cualidad. El cliché es: «Ligero como una pluma». Una pequeña pluma cubierta de pelusa flotará en el aire, elevándose con cada soplo de viento casi como si tratase de volar por sí misma, incluso sin el impulso de una vida interior.

Other books

Muerte en las nubes by Agatha Christie
A New Beginning by Sue Bentley
The Vampire Voss by Colleen Gleason
Dry: A Memoir by Augusten Burroughs
A Kind of Eden by Amanda Smyth
Deranged by Harold Schechter
The Berkeley Method by Taylor, J. S.