El Mono Desnudo (22 page)

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Authors: Desmond Morris

BOOK: El Mono Desnudo
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He dicho anteriormente que los chimpancés apaciguan a sus rivales ofreciendo una mano desarmada al individuo dominante. Nosotros empleamos también este ademán, en su típica forma de petición de súplica. También lo hemos adoptado como forma común de saludo, expresada en el amistoso apretón de manos. Muchas veces, los ademanes amistosos provienen de las actitudes de sumisión. Ya hemos visto cómo acontecía algo semejante con las reacciones de la risa y la sonrisa (las cuales, dicho sea de paso, se producen todavía en situaciones apaciguadoras, en forma de tímida sonrisa y de risita nerviosa). El apretón de manos constituye una ceremonia mutua entre individuos de igual o parecido rango, pero se transforma en inclinación para besar la mano cuando existe una gran desigualdad de categoría. (Este último refinamiento es cada vez más raro, debido a la creciente «igualdad» entre los sexos y las diferentes clases, pero persiste aún en ciertas esferas especializadas donde se conserva un rígido respeto a la jerarquía, como en el caso de la Iglesia.) En algunos casos, el apretón de manos se ha transformado en una acción consistente en asirse o retorcerse las propias manos. En algunas civilizaciones representa el saludo corriente de apaciguamiento; en otras, se emplea únicamente en situaciones de extremada «imploración».

Hay otras muchas especialidades culturales en el reino del comportamiento de sumisión, tales como arrojar la toalla o izar bandera blanca; pero esto no nos interesa aquí. Sin embargo, merece la pena mencionar un par de trucos remotivadores sencillos, aunque sólo sea por su interesante semejanza con los empleados por otras especies. Recordemos el empleo de ciertos procedimientos juveniles, sexuales o de asco, frente a individuos agresivos o potencialmente agresivos, como método de despertar sentimientos pacíficos que contrarresten y eliminen las dos violencias. En nuestra propia especie, el comportamiento infantil por parte de adultos sumisos es muy corriente durante el galanteo. La pareja adopta a menudo el «lenguaje infantil», no porque tienda al paternalismo, sino porque con ello provoca cada cual sentimientos cariñosos y protectores, maternales o paternales, en el compañero, y eliminan, por ende, otros sentimientos más agresivos (o, por decirlo así, más temibles). Es divertido observar, si pensamos en el desarrollo de esta actitud en el cortejo de los pájaros, el extraordinario incremento de la mutua alimentación durante nuestra propia fase de galanteo. En ningún otro momento de nuestra vida nos esforzamos tanto en obsequiar a la pareja con apetitosos bocados o en regalarle cajas de bombones.

En cuanto a la remotivación, en el aspecto sexual, se produce siempre que el subordinado (macho o hembra) acepta una actitud generalizada de «femineidad» frente al individuo dominante (macho o hembra), en una coyuntura más agresiva que realmente sexual. Es un hábito muy extendido, pero el caso más específico de la presentación del trasero, como postura femenina de apaciguamiento, se ha extinguido virtualmente al desaparecer la propia postura sexual original. Esta se reduce ahora, casi exclusivamente, a una forma de castigo escolar, con azotes rítmicos, que sustituyen los rítmicos golpes de pelvis del macho comunicante. Dudamos mucho de que los maestros persistieran en esta costumbre si se diesen plena cuenta de que, en realidad, realizan con sus alumnos una antigua forma primate de cópula ritual. Podrían infligir la misma penalidad a sus víctimas sin necesidad de obligarles a adoptar aquella inclinada y sumisa postura femenina. (Es muy significativo que raras veces, o quizá nunca, son azotadas las colegialas de esta manera; el origen sexual de la acción sería, entonces, harto evidente.) un autor sugirió, ingeniosamente, que el motivo de que a veces se obligue a los alumnos a bajarse los pantalones para recibir el castigo no tiene nada que ver con el aumento del dolor, sino que sirve más bien para que el macho dominante vea el enrojecimiento de las nalgas durante la azotaina, cosa que recuerda vivamente el rubor de los cuartos traseros de la hembra primate cuando se halla en plena condición sexual. Sea de ello lo que fuere, una cosa es cierta en este extraordinario ritual: como truco remotivador de apaciguamiento, constituye un enorme fracaso. Cuanto mayor es el estímulo cripto-sexual producido por el desdichado alumno sobre el macho dominante, tanto mayor es la probabilidad de que éste persista en el ritual, y, habida cuenta de que los rítmicos movimientos pélvicos se han convertido simbólicamente en rítmicos golpes de bastón, la víctima se encuentra de nuevo en el punto de partida. Logró convertir el ataque directo en ataque sexual, pero fue engañado por la conversión simbólica de este último en otra maniobra agresiva.

El tercer truco remotivador, el del aseo, ejerce en nuestra especie un papel secundario, pero útil. Con frecuencia damos golpecitos y pasamos la mano para calmar a un individuo irritado, y muchos de los miembros más dominantes de la sociedad se pasan largas horas haciéndose asear y acicalar por sus subordinados. Pero volveremos sobre este tema en otro capítulo.

Las actividades de diversión representan también un papel en nuestros encuentros agresivos, las cuales se presentan en casi todas las situaciones de violencia o de tensión. Sin embargo, nos diferenciamos de otros animales en que no nos limitamos a unas pocas maniobras de diversión típicas de la especie. Empleamos, virtualmente, toda clase de acciones triviales como desahogo de nuestros irritados sentimientos. Al hallarnos en un estado de conflicto, arreglamos los objetos que tenemos a mano, encendemos un cigarrillo, nos limpiamos las gafas, consultamos nuestro reloj de pulsera, nos servimos una copa o mordisqueamos un poco de comida. Desde luego, cualquiera de estas acciones puede ser realizada por motivos funcionales, pero en su papel de actividad la diversión deja de servir a su respectiva función. Los objetos que son puestos en orden estaban ya adecuadamente colocados. El cigarrillo que encendemos en un momento de tensión, sucede a veces a otro sin terminar y que hemos aplastado nerviosamente. Tampoco el número de cigarrillos fumados durante el período de tensión guarda relación alguna con la habitual demanda fisiológica de nicotina de nuestro organismo. Las gafas tan cuidadosamente frotadas estaban ya limpias. El reloj al que furiosamente damos cuerda, no la necesitaba en absoluto, y, cuando lo consultamos, nuestros ojos no ven siquiera la hora que es. Cuando sorbemos una bebida de diversión, no lo hacemos porque tengamos sed. Cuando mordisqueamos alguna comida de diversión, no lo hacemos porque tengamos hambre. Todas estas acciones las realizamos, no por la recompensa normal que traen consigo, sino, simplemente, para hacer algo que alivie nuestra tensión. Esas acciones se producen con particular frecuencia durante las fases iniciales de los encuentros sociales, cuando las agresiones y miedos ocultos acechan a flor de piel. En los banquetes, o en las pequeñas reuniones sociales, se ofrecen cigarrillos, bebidas y bocadillos en cuanto terminan las mutuas ceremonias de apaciguamiento del apretón de manos y el saludo. E incluso en los espectáculos, como el teatro y el cine, se interrumpe deliberadamente en el curso de los acontecimientos mediante cortos intervalos, para permitir al público la breve realización de sus actividades de diversión predilectas.

Cuando pasamos por los momentos más intensos de tensión agresiva, tendemos a volver a ciertas actividades diversivas que compartimos con otras especies de primates, y nuestros desahogos toman un cariz más primitivo. El chimpancé, cuando se encuentra en semejante situación, se rasca reiterada y agitadamente, con movimientos especiales y distintos a la reacción normal a la picazón. En general, se limitan a la región de la cabeza y, algunas veces, de los brazos. Los propios movimientos son bastante estilizados. Nosotros nos comportamos de manera parecida, mediante ostentosas operaciones de aseo, que son otros tantos movimientos diversos. Así, nos rascamos la cabeza, nos mordemos las uñas, nos «lavamos» la cara con las manos, nos tiramos de la barba o del bigote si los llevamos, nos alisamos el cabello, nos frotamos o pellizcamos la nariz, nos sonamos, nos tiramos de la oreja o hurgamos en su conducto, nos frotamos el mentón, nos humedecemos los labios y nos frotamos las manos como si las enjugáramos. Si estudiamos atentamente los momentos de arduo conflicto, observaremos que todas estas actividades son realizadas de manera ritual, sin la cuidadosa y localizada precisión de los verdaderos actos de aseo. El movimiento diversivo de rascarse la cabeza puede ser, en un individuo, completamente distinto del equivalente de dicho movimiento en otro, pues cada cual tiene su manera característica de hacerlo. Como no se trata de un verdadero aseo, no importa que toda la atención se concentre en una zona, mientras las demás permanecen descuidadas. En cualquier interacción social entre un personal grupo de individuos, los miembros subordinados de éste se distinguen fácilmente por la mayor frecuencia de estas actividades diversas. En cambio, el individuo realmente dominante puede ser identificado por la ausencia casi absoluta de tales acciones. Si el miembro ostensiblemente dominante del grupo realiza un gran número de pequeñas actividades diversivas, podemos estar seguros de que su dominio oficialmente reconocido es amenazado, de algún modo, por otros individuos presentes.

Al estudiar todas estas pautas de comportamiento, agresivas y sumisas, hemos dado por supuesto que los individuos en cuestión «decían la verdad» y que no alteraban consciente y deliberadamente sus acciones con vistas a un fin determinado. «Mentimos» más con las palabras que con las demás señales de comunicación, pero, incluso así, el fenómeno no debe ser enteramente pasado por alto. Es extraordinariamente difícil «decir» mentiras con los hábitos de comportamiento que hemos estudiado; pero no es imposible. Como ya hemos dicho, los padres que adoptan estos procedimientos para con sus hijos pequeños suelen fracasar mucho más rotundamente de lo que se imaginan. En cambio, tales maniobras pueden tener más éxito entre adultos, más preocupados por el contenido de la información verbalizada de las interacciones sociales. Desgraciadamente para el de comportamiento mentiroso, éste suele mentir únicamente con algunos elementos seleccionados de su total repertorio de señales, pero, sin que él mismo se dé cuenta, los otros elementos le delatan. Los más hábiles de comportamiento mentiroso son los que, en vez de aplicarse conscientemente en alterar señales específicas, se imaginan hallarse en el estado de ánimo que quieren aparentar y dejan que los pequeños detalles salgan por sí solos. Este método es frecuentemente empleado con gran éxito por los mentirosos profesionales, tales como actores y actrices. Toda su vida de trabajo está dedicada a la realización de mentiras de comportamiento, proceso que, en ocasiones, puede ser extraordinariamente perjudicial para su vida privada. También los políticos y los diplomáticos se ven obligados a mentir mucho en su comportamiento, pero, a diferencia de los actores, no están «autorizados» para ello, y los resultantes sentimientos de culpabilidad entorpecen sus representaciones. Y tampoco siguen, como los actores, largos cursos de entrenamiento.

Incluso sin un entrenamiento profesional, pero sí con un poco de esfuerzo y un estudio atento de los hechos presentados en este libro, es posible lograr el efecto deseado. Así lo he comprobado deliberadamente, en varias ocasiones y con más o menos éxito, en mis tratos con la Policía. Para ello, razoné de la siguiente forma: si existe una fuerte tendencia biológica a dejarse apaciguar, por actitudes de sumisión, esta predisposición puede ser aprovechada si empleamos las señales adecuadas. La mayoría de los conductores de automóvil, al ser detenidos por alguna leve infracción de las normas del tráfico, reaccionan inmediatamente proclamando su inocencia o dando alguna justificación de su comportamiento. Al obrar así, defienden su territorio (móvil) y se constituyen en rivales territoriales del guardia. Es el peor procedimiento, pues obliga al agente a pasar al contraataque. Por el contrario, si se adopta una actitud de abyecta sumisión, será muy difícil que el agente de Policía deje de experimentar una sensación de apaciguamiento. La total confesión de la culpa, fundada en una mera estupidez e inferioridad, coloca al agente en una posición inmediata de dominio, desde la cual le resulta difícil atacar. Hay que expresarle gratitud y admiración por su diligencia en detenerle a uno. Pero no bastan las palabras, sino que hay que acompañarlas con las actitudes y gestos adecuados. Hay que demostrarle temor y sumisión, tanto con las actitudes del cuerpo como con la expresión facial. Por encima de todo, es esencial apearse rápidamente del coche y salir al encuentro del agente. Hay que impedir que éste venga en la dirección del infractor, pues si lo hace se habrá desviado de su ruta y se sentirá amenazado. Además, al permanecer en el coche uno se queda en su propio territorio. En cambio, si se aleja de aquél, debilita automáticamente su propio estatuto territorial. Más aún: la posición del que se queda sentado en su coche es, en sí misma, dominante. La fuerza de la posición sentada constituye un elemento poco corriente en nuestro comportamiento. Nadie debe permanecer sentado cuando el «rey» está de pie. Cuando el «rey» se levanta, todo el mundo se levanta, esta es una excepción particular a la regla general sobre la verticalidad agresiva, según la cual el grado de sumisión está en proporción directa con la disminución de la altura. Al salir de su coche, uno renuncia, pues, a sus derechos territoriales y a su posición dominante, y se coloca en el estado de inferioridad adecuado para las acciones sumisas que habrán de seguir. Sin embargo, cuando uno se ha puesto de pie, debe procurar no erguir el cuerpo, sino más bien encogerse, agachar la cabeza y doblegarse en general. El tono de voz es tan importante como las palabras que se emplean. Conviene adoptar una expresión facial angustiada y mirar hacia otro lado, y se pueden añadir, a mayor abundamiento, algunas actividades diversivas centradas en el propio aseo.

Desgraciadamente, el conductor de automóvil, como tal, suele centrarse en un estado de ánimo de defensa territorial, y le cuesta muchísimo disimularlo. Esto requiere una práctica considerable, o un estudio eficaz de las señales no verbales de comportamiento. Si uno carece de dominio personal en su vida corriente, el experimento, por muy bien proyectado que esté, puede dar resultados sumamente desagradables; en este caso, es preferible pagar la multa.

Aunque este capítulo está dedicado al comportamiento de lucha, sólo hemos tratado, hasta ahora, de los métodos de evitar el verdadero combate. Cuando la situación degenera, al fin, en contacto físico directo, el mono desnudo —desarmado— se comporta de un modo que contrasta curiosamente con el que observamos en otros primates. Para éstos, los dientes, son el arma más importante; en cambio, para nosotros, lo son las manos. Ellos agarran y muerden; nosotros agarramos y apretamos, o golpeamos con los puños cerrados. Sólo en los niños muy pequeños desempeñan los mordiscos, en los combates sin armas, un papel importante. Naturalmente, los músculos de sus brazos y de sus manos no están aún lo bastante desarrollados para producir un gran impacto.

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