El Mono Desnudo (18 page)

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Authors: Desmond Morris

BOOK: El Mono Desnudo
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Es interesante seguir estos lentos pasos, uno tras otro, mientras prosigue incansablemente el viaje de exploración. Gradualmente, se intentan más y más formas y combinaciones, imágenes más diversas, colores más complejos y conjuntos más variados. Indefectiblemente, se logra una representación cuidadosa, y el mundo exterior puede ser captado y conservado en el papel. Pero en esta fase el primitivo carácter explorador de la actividad del niño queda sumergido en las apremiantes exigencias de la comunicación pictórica. Los primitivos dibujos y pinturas, tanto del niño como del joven chimpancé, no tienen nada que ver con el acto de comunicar. Fue un acto de descubrimiento, de invención, de comprobación de las posibilidades de la variabilidad gráfica. Fue una «acción-pintura», no una señal. No exigía ningún premio, sino que llevaba en sí su propia recompensa; era jugar por jugar. Sin embargo, como muchos otros aspectos de los juegos de los niños, se mezcla muy pronto con otros objetivos adultos. La comunicación social se lleva toda la respuesta, y se pierde la inventiva original, la pura emoción de «trazar una línea porque sí». Es algo que sólo resurge en los adultos cuando trazan rayas sin objeto. (Esto no significa que hayan perdido su inventiva, sino únicamente que su campo de invención ha sido trasladado a esferas más complejas y tecnológicas.)

Afortunadamente para el arte explorador de la pintura y el dibujo, han sido actualmente descubiertos otros métodos mucho más eficaces para reproducir imágenes del medio ambiente. La fotografía y sus derivados han hecho inútil la «información pictórica» representativa. Esto ha roto las pesadas cadenas de responsabilidad que tuvieron aherrojado el arte durante tanto tiempo. La pintura puede volver a explorar, esta vez en forma madura y adulta. Y esto, huelga decirlo, es precisamente lo que está haciendo hoy.

Escogí este ejemplo particular de comportamiento explorador porque revela claramente las diferencias existentes entre nosotros y nuestro más próximo pariente actual, el chimpancé. Podrían hacerse comparaciones semejantes en otras esferas. Un par de ellas merecen una breve mención. La exploración del mundo del sonido puede ser observada en ambas especies. La invención vocal, como ya hemos visto, brilla virtualmente por su ausencia en el chimpancé; en cambio, el «ruido de persecución» desempeña un importante papel en su vida. Los jóvenes chimpancés investigan reiteradamente el potencial sonoro de actos tales como dar porrazos, golpear el suelo con los pies o aplaudir. Llegados a la edad adulta, desarrollan esta tendencia hasta convertirla en prolongadas sesiones sociales de redobles de tambor. Un animal tras otro, patea, chilla, arranca vegetales y golpea tocones o troncos huecos. Estas exhibiciones colectivas pueden durar media hora o más. Su función exacta nos es desconocida, pero producen el efecto de excitar recíprocamente a los miembros de un grupo. En nuestra propia especie, el tamborileo es también una de las formas más extendidas de expresión musical. Empieza muy pronto, como en el chimpancé, cuando los niños comienzan a probar, de manera parecida, el valor de percusión de los objetos que tienen a su alcance. Pero así como los chimpancés adultos no logran gran cosa más que un simple repiqueteo rítmico, nosotros elaboramos complejos polirritmos, a los que añadimos vibraciones agudas. También hacemos ruidos adicionales soplando en cavidades huecas y rascando o arrastrando piezas de metal. Los gritos y aullidos del chimpancé se convierten, en nosotros, en cantos inventados. Parece que en grupos sociales más simples el desarrollo de nuestras complicadas representaciones musicales tuvo un papel muy semejante al de las sesiones de tambor y de gritos de los chimpancés, o sea, la excitación recíproca y colectiva. A diferencia de los dibujos y pinturas, no fue una forma de actividad destinada a la transmisión de información detallada en gran escala. El envío de mensajes mediante redobles de tambor, propio de ciertas civilizaciones, constituyó una excepción a la regla; en la inmensa mayoría de los casos, la música germinó como sincronizador y excitante colectivo. Sin embargo, su contenido inventivo y explorador se hizo cada vez más vigoroso, y, libre de toda función «representativa» importante, llegó a convertirse en importante campo de experiencia estética abstracta. (Debido a su anterior función informadora, la pintura acaba ahora de alcanzar este nivel.)

La danza siguió aproximadamente la misma trayectoria que la música y el canto. Los chimpancés incluyen muchos balanceos y movimientos de baile en sus ritmos sonoros, y aquéllos acompañan también las provocadoras representaciones musicales de nuestra especie. Estos movimientos han evolucionado, como la música, hasta convertirse en representaciones estéticamente complejas.

La gimnasia se ha desarrollado en estrecha relación con la danza. Los ejercicios físicos rítmicos son comunes a los juegos de los jóvenes chimpancés y de los niños. Se estilizan rápidamente, peor conservan un marcado elemento de variación dentro de las pautas estructuradas que asumen. Sin embargo, los juegos físicos de los chimpancés no se desarrollan ni maduran, sino que son pronto olvidados. Nosotros, en cambio, exploramos sus posibilidades hasta el máximo y los perfeccionamos en nuestra vida adulta hasta convertirlos en formas complejas de ejercicio y de deporte. Tienen, también, importancia como procedimientos de sincronización colectiva, pero, en el fondo, son medios para proseguir y desarrollar la exploración de nuestras facultades físicas.

La escritura, como retoño formalizado del dibujo, y la comunicación vocal verbalizada, han sido, desde luego, perfeccionadas como nuestro medio principal de transmitir y registrar información, pero han sido también utilizadas, en enorme escala, como vehículos de exploración estética. La intrincada transformación de los gruñidos y chillidos ancestrales en complejas y simbólicas palabras nos ha permitido «jugar» con las ideas y manipular las series de vocablos (primariamente instructivos) con nuevos fines de juego estético y experimental.

Así, en todas estas esferas —pintura, escultura, dibujo, música, canto, danza, gimnasia, juegos, deportes, escritura y oratoria—, podemos desarrollar, para nuestra satisfacción, y a lo largo de toda nuestra vida, formas complejas y especializadas de exploración y experimentación. Gracias a un minucioso entrenamiento, como actores y como espectadores, podemos sensibilizar nuestra reacción al inmenso potencial explorador que nos brindan estas actividades. Si dejamos a un lado sus funciones secundarias (ganar dinero, conseguir una posición, etcétera), surgen todas ellas, biológicamente, como prolongación en la vida adulta de pautas de juego infantiles o preinfantiles, o como superposición de «reglas de juego» a los sistemas adultos de información-comunicación.

Estas reglas pueden formularse en los siguientes términos: 1) investigarás lo que no conoces hasta que llegue a serte familiar; 2) repetirás rítmicamente lo familiar; 3) variarás esta repetición en todas las maneras posibles; 4) elegirás las más satisfactorias de estas variaciones y las cultivarás a expensas de las otras; 5) combinarás una y otra vez estas variaciones; y 6) harás todo esto por ello mismo, como una finalidad en sí misma.

Estos principios se aplican a todos los grados de la escala, ya se trate de un niño que juega en la arena, ya de un compositor que trabaja en una sinfonía.

Esta última regla es particularmente importante. El comportamiento exploratorio representa también un papel en las normas básicas, y necesarias para la supervivencia, de la alimentación, la lucha, el apareamiento, etcétera. Pero aquí se limita a las primeras fases apetitivas de los episodios de actividad, y va dirigido a satisfacer sus especiales exigencias. Para muchas especies de animales, no es más que esto. No hay exploracíon como finalidad en sí. En cambio, en los mamíferos superiores y, sobre todo, en nosotros, se ha emancipado como impulso distinto y separado. Su función es proporcionarnos un conocimiento lo más sutil y completo del mundo que nos rodea y, si es posible, de nuestras propias facultades en relación con él. Este estado de alerta no se perfecciona en los contextos específicos de los objetivos básicos de supervivencia, sino en términos generalizados. Lo que adquirimos de esta manera puede ser aplicado en todas partes, en todo momento y en toda ocasión.

He prescindido en este comentario del desarrollo de la ciencia y de la tecnología, porque éste ha sido principalmente afectado por mejoras específicas en los métodos empleados para el logro de los objetivos básicos de supervivencia, tales como la lucha (armas), la alimentación (agricultura), el hogar (arquitectura) y el bienestar (medicina). Sin embargo, es interesante observar que, con el paso del tiempo, a medida que los perfeccionamientos técnicos se han entrecruzado más unos con otros, el puro impulso de exploración ha invadido también la esfera científica. La investigación científica se mueve, en gran parte, sobre los principios de juego anteriormente mencionados. En la investigación «pura», el científico emplea virtualmente su imaginación de la misma manera que el artista. Habla de un bello experimento, más que de un experimento eficaz. Como el artista, se dedica a la exploración por la propia exploración. Si los resultados de su estudio resultan útiles en el contexto de algún otro objetivo específico de supervivencia, tanto mejor; pero esto es secundario.

En todo comportamiento exploratorio, sea artístico o científico, se desarrolla el eterno combate entre los impulsos neofílico o neofóbico. El primero nos empuja a nuevas experiencias; nos hace buscar afanosamente la novedad. El segundo nos retiene, hace que nos refugiemos en lo conocido. Nos hallamos constantemente en un estado de equilibrio inestable entre las atracciones opuestas del nuevo estímulo excitante y del antiguo y familiar. Si perdemos nuestra neofilia, nos quedaremos estancados. Si perdemos nuestra neofobia, correremos hacia el desastre. Este estado de conflictos explica no sólo las más visibles fluctuaciones de las modas y caprichos, del tocado y el vestido, de los muebles y los coches; sino que constituye también la misma base de todo nuestro progreso cultural. Exploramos y nos atrincheramos; investigamos y nos estabilizamos. Paso a paso, aumentamos el conocimiento y la comprensión, tanto de nosotros mismos como del complejo medio en que vivimos.

Antes de terminar con este tema, debemos mencionar un último y especial aspecto de nuestra comportamiento exploratorio. Se refiere a una fase crítica del juego social durante el período infantil. Cuando el niño es muy pequeño, su juego social se dirige primordialmente hacia los padres; pero a medida que crece su interés se desvía y se inclina hacia los otros niños de su misma edad. El niño se convierte en miembro de un «grupo de juego» juvenil. Este es un peldaño crítico en su desarrollo. Como fenómeno exploratorio, tendrá efectos de gran alcance en la vida ulterior del individuo. Desde luego, todas las formas de exploración en la edad temprana tienen consecuencias a largo plazo —el niño que fracasa en su exploración de la música o de la pintura encontrará difíciles estas materias cuando llegue a la edad adulta—, pero los contactos de juego, de persona a persona, son aún más críticos que todo lo demás. Por ejemplo, el adulto que se encare por vez primera con la música, sin previa exploración infantil de la materia, puede encontrarla difícil, pero no imposible. El niño que se haya visto severamente privado de contacto social, como miembro de un grupo de juego, se hallará siempre en situación de grave inferioridad en sus interacciones sociales de adulto. Experimentos realizados con monos han demostrado que el aislamiento infantil produce no sólo un adulto socialmente retraído, sino que crea también un individuo antisocial y despegado de los padres. Los monos criados en aislamiento lejos de otros simios pequeños, no supieron participar en juegos colectivos cuando eran mayores. Aunque los solitarios eran físicamente sanos y habían crecido bien en su aislamiento, eran completamente incapaces de sumarse a las cabriolas generales. En vez de esto, permanecían acurrucados e inmóviles, en un rincón del cuarto de juego, apretándose generalmente el cuerpo con los brazos y tapándose los ojos con las manos. Cuando llegaron a la madurez, no mostraron ningún interés por el otro sexo, a pesar de ser ejemplares físicamente sanos. Las hembras aisladas, apareadas por la fuerza, parieron con toda normalidad, pero después trataron a sus hijos como si fuesen cargantes parásitos empeñados en agarrarse a su cuerpo. Les golpeaban, los rechazaban y acababan matándolos o desentendiéndose de ellos.

Experimentos similares, realizados con jóvenes chimpancés, demostraron que, mediante una prolongada rehabilitación y un cuidado especial, podía remediarse, en esta especie, el mal comportamiento adquirido, pero incluso así el peligro resulta incalculable. En nuestra propia especie, los niños excesivamente protegidos padecerán siempre graves inconvenientes en sus contactos sociales de adultos. Esto es particularmente importante en el caso del hijo único, que por falta de compañeros sufrirá una grave desventaja de origen. Si no experimenta los efectos socializadores del barullo del grupo juvenil, se expone a ser tímido y retraído durante el resto de su vida, a encontrar difícil o imposible la formación de un lazo sexual, y a ser un mal padre, si llega a serlo.

De esto se desprende claramente que el proceso de crianza tiene dos fases distintas; una, la primera, se dirige hacia el interior; otra, la segunda, hacia el exterior. Ambas tienen vital importancia, y podemos aprender muchísimo sobre ellas fijándonos en el comportamiento de los monos. Durante la primera fase, el hijo es amado, mimado y protegido por la madre. Llega a comprender la seguridad. En la segunda, es incitado a volcarse hacia fuera, a establecer contactos sociales con otros jóvenes. La madre se vuelve menos cariñosa y limita su actuación protectora a los momentos de grave temor o de alarma, cuando peligros externos amenazan la colonia. En realidad, llega a castigar al grandullón si éste se empeña en seguir agarrado a su peludo mandil fuera de los casos de verdadero pánico. Y él lo comprende y acepta su creciente independencia.

La situación sería fundamentalmente idéntica para un retoño de nuestra propia especie. Si cualquiera de estas fases básicas es mal dirigida por los padres, el hijo se encontrará con graves dificultades en su vida futura. Si ha carecido de la primitiva fase de seguridad, pero ha sido convenientemente activo durante la fase de independencia, le resultará bastante fácil establecer nuevos contactos sociales, pero será incapaz de conservarlos o de hacer que lleguen a ser realmente profundos. Si ha disfrutado de gran seguridad en la primera fase, pero ha sido excesivamente protegido en la segunda, tropezará con enormes dificultades para establecer sus nuevos contactos de adulto, y tenderá a agarrarse desesperadamente a los antiguos.

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