El misterio del cuarto amarillo (29 page)

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Authors: Gastón Leroux

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: El misterio del cuarto amarillo
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–Joseph Rouletabille -dijo el letrado Henri-Robert- no está citado oficialmente como testigo, pero espero que, en virtud de su poder discrecional, el señor presidente esté dispuesto a interrogarlo.

–¡Está bien! – dijo el presidente-, lo interrogaremos. Pero terminemos de una vez...

El fiscal se incorporó:

–Tal vez sería mejor -observó el representante del ministerio público- que este joven nos diga de inmediato el nombre de quien él denuncia como asesino.

El presidente aceptó con una irónica reserva:

–Si el señor fiscal le otorga alguna importancia a la declaración del señor Joseph Rouletabille, no veo inconveniente en que el testigo nos diga de inmediato el nombre de su asesino.

Se hubiera oído volar una mosca.

Rouletabille se calló, mirando con simpatía al señor Robert Darzac, quien, por primera vez desde el comienzo del debate, mostraba una expresión agitada y llena de angustia.

–Y bien -repitió el presidente-, lo escuchamos, señor Joseph Rouletabille. Esperamos el nombre del asesino.

Rouletabille buscó tranquilamente en el bolsillo de su chaleco, sacó un enorme reloj de bolsillo, miró la hora y dijo:

–Señor presidente, recién podré decirle el nombre del asesino a las seis y media. ¡Todavía nos quedan cuatro largas horas por delante!

En la sala se oyeron murmullos de asombro y desilusión. Algunos abogados dijeron en voz alta:

–¡Se burla de nosotros!

El presidente parecía estar encantado; los letrados Henri-Robert y André Hesse estaban molestos.

El presidente dijo:

–Esta broma ha durado bastante. Puede retirarse, señor, a la sala de los testigos. Queda a nuestra disposición.

Rouletabille protestó:

–¡Le aseguro, señor presidente -gritó con su voz aguda y chillona-, le aseguro que, cuando le haya dicho el nombre del asesino, comprenderá que no podía decírselo sino a las seis y media! ¡Palabra de honor, hombre! ¡Palabra de Rouletabille!... Pero, mientras esperamos, puedo darle algunas explicaciones sobre el asesinato del guardabosque... El señor Frédéric Larsan, quien me vio trabajar en el Glandier, puede decirle con qué cuidado estudié todo este caso. Por más que tenga una opinión contraria a la suya y afirme que al hacer detener al señor Robert Darzac hizo detener a un inocente, no duda de mi buena fe, ni de la importancia que es preciso acordarle a mis descubrimientos, que a menudo corroboraron los suyos.

Frédéric Larsan dijo:

–Señor presidente, sería interesante oír al señor Joseph Rouletabille, mucho más si no coincide con mi opinión.

Un murmullo de aprobación recibió estas palabras del policía. Aceptaba el duelo como un buen jugador. La competencia entre esas dos inteligencias que se habían abocado al mismo trágico problema y que habían llegado a dos soluciones diferentes prometía ser apasionante.

Como el presidente se mantuvo callado, Frédéric Larsan prosiguió:

–Estamos, pues, de acuerdo en la cuchillada en el corazón que el asesino de la señorita Stangerson le asestó al guardabosque; pero, como no estamos de acuerdo respecto del asunto de la huida del asesino del costado del patio, sería interesante saber cómo explica esa huida el señor Rouletabille.

–¡Por cierto -dijo mi amigo-, sería interesante!

Toda la sala volvió a echarse a reír. El presidente declaró de inmediato que, si volvía a repetirse semejante cosa, no dudaría en cumplir su amenaza de hacer evacuar la sala.

–Verdaderamente -terminó el presidente-, no veo qué puede prestarse a risa en un asunto como este.

–¡Yo tampoco! – dijo Rouletabille.

Algunas personas, delante de mí, se metieron el pañuelo en la boca para no estallar en carcajadas...

–Vamos -dijo el presidente-, ya oyó, jovencito, lo que acaba de decir el señor Frédéric Larsan. Según usted, ¿cómo huyó del costado del patio el asesino?

Rouletabille miró a la señora Mathieu, quien le sonrió con tristeza.

–Ya que la señora Mathieu -dijo- ha aceptado confesar el interés que sentía por el guardabosque...

–¡La zorra! – gritó el tío Mathieu.

–¡Hagan salir al tío Mathieu! – ordenó el presidente.

Se llevaron al tío Mathieu.

Rouletabille prosiguió:

–... Como ella hizo esa confesión, no hay problema en que les diga que la señora a menudo mantenía conversaciones con el guardabosque por la noche, en el primer piso del torreón, en una habitación que, en otros tiempos, fue un oratorio. Esas conversaciones se volvieron especialmente frecuentes en los últimos tiempos, cuando el tío Mathieu estaba clavado en el lecho por su reuma.

Una inyección de morfina, oportunamente administrada, le daba al tío Mathieu calma y reposo, y tranquilidad a su esposa durante las escasas horas en las que tenía necesidad de ausentarse. La señora Mathieu iba al castillo por la noche, envuelta en un gran chal negro que le servía, dentro de lo posible, para disimular su personalidad y la hacía parecer un sombrío fantasma que, algunas veces, alteró las noches del tío Jacques. Para avisar a su amigo de su presencia, la señora Mathieu imitaba el maullido siniestro del gato de la tía Agenoux, una vieja bruja de Sainte-Geneviéve-des-Bois. De inmediato, el guardabosque bajaba del torreón y le abría la pequeña poterna
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a su amante. Cuando, hace poco, se iniciaron las reparaciones del torreón, las citas prosiguieron en la antigua habitación del guardabosque, en el mismo torreón, ya que la nueva habitación, que momentáneamente habían asignado al desdichado servidor, en el extremo del ala derecha del castillo, sólo estaba separada del alojamiento del mayordomo y de la cocinera por un tabique extremadamente delgado.

La señora Mathieu acababa de dejar al guardabosque en perfecta salud, cuando se produjo el drama del diminuto rincón del patio. La señora Mathieu y el guardabosque, como ya no tenían nada más que decirse, habían salido juntos del torreón... Supe esos detalles, señor presidente, a través del examen, que emprendí a la mañana siguiente, de las huellas de pasos en el patio de honor... Bernier, el casero, a quien yo había visto vigilando con su fusil detrás del torreón, tal como le permitiré a él mismo que se lo explique a usted, no podía ver lo que ocurría en el patio de honor. Sólo llegó un poco más tarde, atraído por los disparos y, a su vez, disparó. Tenemos entonces al guardabosque y a la señora Mathieu en medio de la oscuridad y el silencio del patio. Se desearon buenas noches; la señora Mathieu se dirige hacia la verja abierta del patio y él vuelve para acostarse a su cuartito voladizo, en el extremo del ala derecha del castillo.

Está llegando a su puerta, cuando resuenan los disparos; se da vuelta, ansioso, vuelve sobre sus pasos, va a alcanzar el ángulo del ala derecha del castillo cuando una sombra se arroja sobre él y lo ataca. Muere. Su cadáver es recogido enseguida por personas que creen tener al asesino y que, en realidad, se llevan a la víctima. Entre tanto, ¿qué hace la señora Mathieu? Sorprendida por las detonaciones y por la invasión del patio, se hace lo más pequeña que puede en la oscuridad y el patio. El patio es grande y, al hallarse cerca de la verja, la señora Mathieu podía escapar inadvertida. Pero no lo hizo. Se quedó y vio cómo se llevaban el cadáver. Con el corazón oprimido por una angustia muy comprensible y empujada por un presentimiento trágico, fue hasta el vestíbulo del castillo, echó una mirada a la escalera iluminada por el cabo de vela del tío Jacques, la escalera donde habíamos extendido el cuerpo de su amigo, lo vio y huyó. ¿Había llamado la atención del tío Jacques? El caso es que este se encontró con el fantasma negro, que ya le había hecho pasar varias noches en blanco.

Esa misma noche, antes del crimen, lo habían despertado los gritos del Animalito de Dios y había visto, por su ventana, al fantasma negro... Se había vestido a toda prisa y así nos explicamos que llegara al vestíbulo completamente vestido, cuando llevábamos el cadáver del guardabosque. Entonces, aquella noche, en el patio de honor, sin duda quiso ver de cerca, de una vez por todas, el rostro del fantasma. La reconoció. El tío Jacques es un viejo amigo de la señora Mathieu. Ella le debe de haber confesado sus entrevistas nocturnas y suplicado que la salvara en ese momento difícil. El estado de la señora Mathieu, que acababa de ver a su amigo muerto, sin duda era lastimoso. Al tío Jacques le dio pena y la acompañó, a través del robledal y fuera del parque, más allá de las orillas del estanque, hasta el camino de Épinay. Allí, ella no tenía que recorrer sino unos pocos metros para llegar a su casa. El tío Jacques volvió al castillo y, al percatarse de la importancia judicial que tendría para la amante del guardabosque el hecho de que se ignorara su presencia en el castillo durante esa noche, trató de ocultarnos lo mejor posible ese episodio dramático de una noche que ya tenía tantos. No tengo ninguna necesidad -agregó Rouletabille- de pedirle a la señora Mathieu y al tío Jacques que corroboren este relato. Sé que las cosas ocurrieron así. Simplemente apelaré a los recuerdos del señor Larsan, quien sin duda comprende cómo me enteré de todo, pues me vio, a la mañana siguiente, inclinado sobre una doble pista donde se podían detectar, marchando juntas, las huellas de los pasos del tío Jacques y los de la señora.

Al llegar a este punto, Rouletabille se volvió hacia la señora Mathieu, quien se había quedado en el estrado, y le hizo un saludo galante.

–Las huellas de los pies de la señora -explicó Rouletabille- tienen un extraño parecido con los rastros de los pies elegantes del asesino...

La señora Mathieu se estremeció y miró fijamente al joven reportero con una feroz curiosidad. ¿Qué se atrevía a decir? ¿Qué quería decir?

–La señora tiene pies elegantes, largos y un poco grandes para una mujer. Excepto por la punta del botín, es el pie del asesino...

Hubo algunos movimientos en el auditorio. Rouletabille, con un gesto, hizo que cesaran. Verdaderamente, se podría haber dicho que ahora era él quien mantenía el orden de la audiencia.

–Me apresuro a decir -afirmó- que esto no significa gran cosa y que un policía que construyera un sistema sobre semejantes señales exteriores, sin sostenerlo con una idea general, caería de cabeza en un error judicial. También el señor Robert Darzac tiene los pies semejantes a los del asesino y, sin embargo, ¡no es el asesino!

Nuevos movimientos.

El presidente le preguntó a la señora Mathieu:

–¿Es así como ocurrieron las cosas esa noche, señora?

–Sí, señor presidente -respondió ella. Es como para creer que el señor Rouletabille estaba detrás de nosotros.

–¿Entonces vio usted huir al asesino hasta el extremo del ala derecha, señora?

–Sí, del mismo modo que vi cómo se llevaron, un minuto más tarde, el cadáver del guardabosque.

–¿Y qué pasó con el asesino? Usted se quedó sola en el patio de honor; sería lógico que usted lo hubiera visto entonces... Ignoraba su presencia y para él era el momento de escapar...

–No vi nada, señor presidente -gimió la señora Mathieu. En ese momento, la noche se había puesto muy oscura.

–Entonces -dijo el presidente-, será el señor Rouletabille quien nos explicará cómo huyó el asesino.

–¡Evidentemente! – replicó de inmediato el joven, con tal seguridad que el propio presidente no pudo evitar sonreír.

Y Rouletabille retomó la palabra:

–¡Era imposible que el asesino huyera de forma normal del costado del patio, en el cual había entrado sin que lo viéramos! ¡Si no lo hubiéramos visto, lo habríamos tocado! Es un minúsculo espacio de patio, un pedazo de nada, un cuadrado rodeado de fosos y de altas verjas. ¡El asesino tendría que haber caminado sobre nosotros o nosotros sobre él! ¡Ese cuadrado también estaba casi materialmente cerrado por las fosas, las verjas y por nosotros mismos, al igual que el "cuarto amarillo"!

–¡Entonces, díganos, puesto que el hombre entró en ese cuadrado, cómo logró que no lo encontraran!... ¡Hace media hora que no le pregunto otra cosa!...

Rouletabille recurrió una vez más al reloj de bolsillo que guardaba en su chaleco, le echó una mirada tranquila y dijo:

–Señor presidente, ¡aunque vuelva a preguntarme eso durante tres horas y media, sólo podré responderle ese punto a las seis y media!

Esta vez los murmullos no fueron ni hostiles ni desencantados. Empezaban a tener confianza en Rouletabille. Le tenían confianza. Y les divertía esa pretensión de fijarle una hora al presidente como habría fijado una cita con un compañero.

En cuanto al presidente, después de preguntarse si debía enojarse, optó por divertirse con ese muchacho, como todo el mundo. Rouletabille despertaba simpatía y el presidente ya estaba totalmente contagiado de ella. En resumidas cuentas, había definido con tanta precisión el papel de la señora Mathieu en el caso, y explicado tan bien cada uno de sus gestos de aquella noche, que el señor de Rocoux se veía obligado a tomarlo casi en serio.

–Y bueno, señor Rouletabille -dijo-, ¡que sea como usted desea!

¡Pero no quiero volver a verlo antes de las seis y media!

Rouletabille saludó al presidente y, balanceando su gran cabeza, se dirigió hacia la puerta de los testigos.

*     *     *

Su mirada me buscaba. No me vio. Entonces me aparté discretamente de la multitud que me rodeaba y salí de la sala de audiencias, casi al mismo tiempo que Rouletabille. Este excelente amigo me recibió efusivamente. Estaba feliz y locuaz. Me estrechó las manos con júbilo. Le dije:–No le preguntaré, mi querido amigo, qué fue a hacer a Norteamérica. Me respondería, sin duda, como al presidente, que no puede contestarme hasta las seis y media.

–¡No, mi querido Sainclair, no, mi querido Sainclair! Le voy a decir de inmediato lo que fui a hacer a Norteamérica porque usted, usted es un amigo: ¡fui a buscar el nombre de la segunda mitad del asesino!

–Así que el nombre de la segunda mitad...

–Eso es. Cuando dejamos el Glandier por última vez, conocía las dos mitades del asesino y el nombre de una de ellas. Lo que fui a buscar a Norteamérica fue el nombre de la otra mitad...

Entramos, en ese momento, en la sala de los testigos. Todos se acercaron a Rouletabille con grandes manifestaciones de aprecio. El reportero fue muy amable, excepto con Arthur Rance, a quien trató con ostensible frialdad. Frédéric Larsan entró en ese momento en la sala y Rouletabille se dirigió a él, le dio uno de esos apretones de manos cuyo doloroso secreto poseía y de los que se sale con las falanges quebradas. Para demostrarle tanta simpatía, Rouletabille debía de estar muy seguro de haberlo vencido. Larsan sonrió, seguro de sí mismo, preguntándole, a su vez, qué había ido a hacer a Norteamérica. Entonces, Rouletabille, muy amable, lo tomó del brazo y le contó diez anécdotas de su viaje. En un momento, se alejaron, conversando de cosas más serias y, por discreción, los dejé. Además, tenía mucha curiosidad por regresar a la sala de audiencias, donde continuaba el interrogatorio de los testigos. Volví a mi lugar y pude comprobar de inmediato que el público no le daba más que una importancia relativa a lo que pasaba ahora, y que esperaba con impaciencia las seis y media.

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