En la primavera de 1888 mi padre murió repentinamente de un ataque de apoplejía. Lo supe por una carta que me envió mi tía, la cual me escribió diciéndome que mi padre le había dejado todo a ella, con instrucciones de que continuara librándome la asignación hasta que se cumpliera mi mayoría de edad, en el mes de enero siguiente. No me invitaba a acudir al funeral, ni yo quise ir: yo sabía que no había significado nada para él y creo que lloré por mi propia falta de dolor, más que por aquel hombre al que apenas había conocido.
Aquel verano fue tan frío y lluvioso que difícilmente mereció ese nombre, y el otoño se ensombreció aún más por los continuos sucesos y atrocidades acontecidos en Whitechapel
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. Mis paseos solitarios se redujeron: ya no me sentía tranquila caminando más allá de los límites de St John Wood; y, después, en diciembre, el capitán Tremenheere fue trasladado a Aldershot, y se llevó a su familia con él.
Mi vigésimo primer cumpleaños pasó, y no encontré otro trabajo, hasta que una mañana, después del desayuno, mientras estaba curioseando descuidadamente un artículo, mis ojos se detuvieron en un anuncio que aparecía debajo:
«
Se ruega a Constance Mary Langton, hija de la difunta Hester Jane Langton (de soltera, Price), domiciliada antaño en Bartram's Court, Holborn, que se ponga en contacto con Montague y Venning, notarios públicos, en sus oficinas de Wentworth Road, Aldeburgh, por un asunto que le interesa especialmente
».
Yo había imaginado que todo se aclararía con la respuesta del señor Montague, pero su carta simplemente solicitaba «pruebas consistentes que puedan aportarse» de que yo era la verdadera Constance Mary Langton en cuestión. Mi tío bromeó mientras redactaba un certificado a tal efecto, y dijo que, en realidad, por lo que él sabía, yo podía ser una vagabunda que se hubiera colado en la casa de Bartram's Court el día en que a él se le ocurrió llamar… Aquélla era una observación que me perturbó más de lo que él podría imaginar jamás. También se me solicitaba la fecha y el lugar de mi nacimiento —respecto a esto último, sólo pude escribir: «En el campo, cerca de Cambridge»— y declarar si tenía hermanas «u otros familiares cercanos de sexo femenino» vivos, a lo cual contesté que no había nadie, por lo que yo sabía. En respuesta a mi carta, recibí una nota del señor Montague diciéndome que vendría a Londres en los próximos días y que le encantaría visitarme, cuando yo considerara conveniente, «para tratar el asunto del legado». Mi tío pensó, por el texto del anuncio, que el legado procedería de alguien de la rama materna, pero no pudo arrojar más luz sobre el caso: él nunca había tenido demasiado interés en la historia de su familia. Muy probablemente, me advirtió, se trataría de una pequeña suma de dinero o algunas piezas de mobiliario viejo, legado a mi madre por alguna tía olvidada o por algún primo. Pero aquellas breves indagaciones habían vuelto a despertar mis fantasías infantiles, según las cuales había algún misterio en torno a mi nacimiento. Yo nunca le había mencionado esas sospechas a mi tío, y me sentí secretamente aliviada cuando me dijo que no estaría presente en la entrevista, asegurándome que aquello era un asunto que sólo me concernía a mí, sobre todo porque ya era mayor de edad; en todo caso, si lo necesitaba, podía ordenar que alguien fuera a buscarlo al estudio.
El señor Montague vino a verme una gélida mañana de enero. Yo estaba de pie junto a la ventana cuando Dora le hizo pasar al salón, y se detuvo cuando la puerta se cerró tras él, aparentemente conmocionado por algo que vio en mí. Era un hombre alto y enjuto, y ligeramente encorvado, con el pelo gris marcadamente peinado hacia las sienes. Tenía el rostro surcado por arrugas que parecían deberse a un padecimiento o a una enfermedad; su piel era de una tonalidad grisácea, y había sombras oscuras como cardenales bajo sus ojos. Podía tener una edad entre los cincuenta y los setenta, y aun así, mostró cierto aire de inseguridad, incluso de temor, cuando le tendí la mano —la suya estaba helada— y le invité a tomar asiento junto a la chimenea.
—Me pregunto, señorita Langton —comenzó—, si el nombre de Wraxford significa algo para usted.
Su voz era grave y refinada, con un toque gutural.
—Nada en absoluto, señor.
—Comprendo…
Me observó en silencio durante unos instantes, y después asintió con la cabeza como si estuviera confirmando algo para sí mismo.
—Muy bien. Señorita Langton, estoy aquí porque un cliente mío, la señorita Augusta Wraxford, ha muerto hace unos meses, dejando la mayor parte de su hacienda a «mi familiar más cercano de sexo femenino que aún esté viva». Y suponiendo, discúlpeme, que usted sea la verdadera Constance Mary Langton, y la nieta, por rama materna, de Maria Lovell y William Lloyd Price, entonces usted será la principal beneficiaria del testamento de Augusta Wraxford, y la única heredera de Wraxford Hall.
Sus palabras sonaron como si estuviera preparándome para darme noticias de alguna desgracia gravísima.
—La propiedad consiste en una casa señorial abandonada… muy grande, pero de todo punto inhabitable, asentada en varios centenares de acres de bosque cerca de la costa de Suffolk. Las tierras están cargadas con fuertes deudas, y rinde, como mucho, doscientas libras, después de satisfacer a los acreedores…
—¡Doscientas libras! —exclamé.
—Debo advertirle —dijo, en el mismo tono compungido— que no será fácil encontrar un comprador. Wraxford Hall tiene una historia oscura… pero antes de ocuparnos de eso, estoy obligado a preguntarle algunas cuestiones… aunque, confieso, señorita Langton, que sólo con mirarla… bueno, el parecido es muy notable…
Se interrumpió bruscamente, como si se hubiera impresionado por lo que él mismo acababa de decir.
—¿El parecido…? —señalé.
—Discúlpeme, es sólo… ¿Puedo preguntarle, señorita Langton, si usted se parece a su madre…? En el aspecto físico, quiero decir…
—No, señor. Mi madre casi medía seis pies de alto, y… es evidente que no me parezco a ella. ¿Puedo preguntarle, señor, cómo ha sabido de mi existencia?
—Por la noticia del fallecimiento de su madre en
The Times
. La señorita Wraxford me había ordenado seguir la pista de la descendencia femenina de la familia, lo cual resultó una tarea larga y difícil. Yo tenía información hasta la boda de sus padres, pero a partir de ahí se perdía todo rastro, hasta que un empleado mío, que lee todos los periódicos cada mañana, encontró la noticia del fallecimiento. Pero en aquel entonces no me pude tomar la libertad de presentarme ante usted. La señorita Wraxford pensaba que las falsas expectativas son malas para formar la personalidad y, desde luego, mientras ella estuvo viva, siempre cupo la posibilidad de que pudiera cambiar el testamento. Y para cuando ella murió, la antigua casa donde vivió usted ya había cambiado de manos en varias ocasiones… de ahí que ordenáramos publicar nuestro anuncio.
Se quedó en silencio durante unos momentos, observando el fuego.
—Usted decía en su carta —añadió— que nació en algún lugar cerca de Cambridge… ¿No sabe exactamente dónde?
—No, señor.
—¿Y no tiene usted un registro de su nacimiento?
—Me temo que no, señor. Quizá pueda estar entre los papeles de mi padre, en casa de mi tía, en Cambridge.
—Es posible que no haya ninguno. No hay ninguna entrada en el registro general de Somerset House… pero en aquella época no era obligatorio notificar los nacimientos al registrador —añadió, advirtiendo un cambio en mi expresión—, así que no debe usted alarmarse por ese detalle.
Se detuvo de nuevo, observándome detenidamente, sin que pareciera que se daba realmente cuenta de que lo estaba haciendo. A pesar de su comentario a propósito de los parecidos —o quizá precisamente por eso—, cualquier cuestión que me planteaba excitaba mis recelos y temores. ¿Sospechaba aquel hombre que yo no era hija de mis padres? ¿Poseía incluso alguna prueba al respecto? ¿Debería revelar yo mis propias sospechas? Podía perder una fortuna por hablar, pero quedarme callada sería seguramente peor… quizá incluso delictivo. Dora interrumpió mis pensamientos cuando llamó a la puerta con la bandeja de té, y durante los siguientes minutos me vi obligada a participar en una conversación breve y nerviosa mientras intentaba decidir qué debía hacer.
—Señor, antes de que prosiga usted —dije tan pronto como la puerta se cerró tras la criada—, creo que debería decirle… algunas veces me he preguntado si yo podría haber sido una niña adoptada… una hospiciana. Mis padres nunca me dijeron nada al respecto, pero si yo fuera adoptada… bueno, eso explicaría ciertas cosas de mi infancia… y si yo no fuera su verdadera hija de sangre, entonces…
Me detuve repentinamente, asustada ante la reacción del señor Montague. El poco color que aún conservaba desapareció de sus facciones; su taza de té tiritó sobre el plato y se vio obligado a dejarlo en la mesa.
—Discúlpeme, señorita Langton… es sólo una indisposición momentánea. ¿Querría usted decirme cómo ha llegado a esa conclusión…? Quiero decir… ¿cómo ha llegado… a considerar esa posibilidad?
Y así, una vez más, me embarqué en la narración de la historia de la muerte de Alma, y del hundimiento de mi madre, mis paseos con Annie hasta el Foundling Hospital y la implacable indiferencia de mi padre, pero no mencioné las sesiones de espiritismo, al tiempo que me preguntaba constantemente qué le habría llamado tanto la atención al señor Montague. Aunque el fuego apenas se mantenía vivo, advertí un tenue brillo de sudor en su frente, que se fue haciendo cada vez más evidente, y, aunque hizo todo lo posible por ocultarlo, se estremecía como si sintiera un profundo dolor. Me hizo varias preguntas, la mayoría de las cuales yo no estaba en disposición de contestar, sobre la vida de mis padres antes de que se casaran —yo ni siquiera sabía dónde ni cómo se conocieron—, sobre la procedencia de los ingresos de mi padre, y si yo recordaba algo de lo ocurrido antes de que nos trasladáramos a Londres.
—No recuerdo nada, señor… nada de lo que pueda estar segura.
—Comprendo… Permítame decirle antes de nada, señorita Langton, que incluso aunque sus sospechas se verificaran, el legado se mantendría. Usted es la hija legítima de su señora madre de acuerdo con la ley, y eso es todo lo que la ley precisa. Además…
—Señor Montague —me atreví a decir, cuando vi que no proseguía inmediatamente—, usted ha hablado de ciertos parecidos, y ha sugerido (o eso he intuido) que sabe algo que está relacionado con mis sospechas respecto a mi nacimiento. ¿No querría usted decirme de qué se trata?
Él se mantuvo en silencio, como si estuviera atrapado en un debate interior, lanzando miradas a mis ojos y al fuego, y volviendo a mirarme. Una pálida luz grisácea entraba oblicuamente por la ventana y algunas gotas de agua veteaban el cristal empañado.
—Señorita Langton —dijo finalmente—, le aseguro que yo no sé nada de su historia, nada que no me haya contado usted misma. Lo que usted ha intuido… sólo es una ridícula fantasía por mi parte. No… el mejor consejo que puedo darle es que venda la propiedad, con los ojos cerrados, que coja lo que le den por ella y deje que el nombre de Wraxford se borre de su memoria.
—Pero… ¿cómo puedo estar segura de lo que me dice? —insistí, animada por las dudas que mostraba—. ¿Cómo puedo estar segura si no me dice lo que sospecha… o si no me dice a quién piensa usted que me parezco?
Sus ademanes mostraron que aquellas preguntas le habían conmocionado más de lo que yo esperaba, y volvió a abismarse en el fulgor de las llamas.
—Le confieso, señorita Langton —dijo finalmente—, que no sé cómo responderle. Permítame algún tiempo para pensarlo… Le escribiré en el curso de la semana.
E inmediatamente después se marchó.
Mi tío, naturalmente, se quedó asombrado ante aquellas noticias, pero el nombre de Wraxford no significaba nada para él, más allá de vagas asociaciones con algún antiguo crimen o escándalo del que había oído hablar.
El tiempo continuó siendo muy desagradable y las calles permanecían constantemente enlodadas, con aguanieve medio helada.
Mientras, para mí las horas transcurrían lentamente, en un interminable carrusel de especulaciones, hasta que una mañana, cuatro días después de la visita del señor Montague, me llegó un grueso paquete muy bien envuelto por correo certificado. Contenía otro paquete, también sellado; una breve carta y un árbol genealógico de los Wraxford, dibujado con la misma letra, pequeña y meticulosa.
20 de enero de 1899
Estimada señorita Langton
:
Me confió usted su secreto, y yo he decidido confiarle el mío. He conservado este paquete desde hace casi veinte años, y no se ha abierto desde entonces. Como usted comprenderá, estoy poniendo mi reputación en sus manos, pero creo que eso ya no debe preocuparme en exceso. Mi salud está muy quebrantada, pronto me retiraré, y si alguien tiene derecho a tener estos papeles, ese alguien es usted. Cuando los haya leído, comprenderá por qué le dije que vendiera la mansión con los ojos cerrados; incéndiela y abrásela hasta los cimientos, y siembre con sal sus tierras si lo desea… ¡pero nunca viva allí!
Sinceramente suyo
,
JOHN MONTAGUE
30 de diciembre de 1870
Finalmente he decidido poner por escrito todo lo que sé de los extraños y terribles acontecimientos acaecidos en Wraxford Hall, con la esperanza de apaciguar mi conciencia, la cual no ha cesado jamás de desazonarme. Es una noche muy apropiada para una decisión semejante, porque hace un frío horrible y el viento ulula por los resquicios de la casa como si no fuera a cesar jamás. Me avergüenza un tanto lo que debo revelar de mi propia historia, pero si deseo que cualquiera pueda comprender por qué actué como lo hice —¿por qué otra cosa iba a embarcarme en esto?—, no debo ocultar nada que tenga alguna relevancia, por muy doloroso que pueda resultar. Confío que mi alma se tranquilizará sabiendo que si el caso se reabre algún día, después de que yo haya muerto, este informe podrá contribuir a desvelar la verdad sobre el misterio de Wraxford Hall.
Me encontré con Magnus Wraxford por vez primera en la primavera de 1866 —yo tenía treinta años—, en calidad de abogado de su tío Cornelius, una responsabilidad que yo había heredado de mi padre. Nuestra oficina era un pequeño negocio familiar establecido en la ciudad de Aldeburgh, y yo había seguido la carrera de mi padre como él había seguido la del suyo. Como todos los chicos de esta parte de Suffolk, yo había oído las leyendas que se contaban de Wraxford Hall, la mansión que se encuentra en el corazón del bosque llamado Monks Wood, a unas siete millas al sur de Aldeburgh en línea recta, pero a bastante más distancia por el camino. El viejo Cornelius Wraxford había vivido allí, en absoluta reclusión, durante tanto tiempo que nadie podía recordar desde cuándo, atendido por un grupo de criados al parecer seleccionados en virtud de sus taciturnas cualidades, al tiempo que la mansión se derrumbaba lentamente a su alrededor y las tierras de la propiedad se echaban a perder. Hasta los cazadores furtivos evitaban aquel lugar, sobre todo porque se decía que en los bosques de Monks Wood —como era de suponer— rondaba el fantasma de un monje… De acuerdo con las leyendas locales, aquel que viera la aparición, moriría antes de un mes. Además, se rumoreaba que Cornelius tenía una jauría de perros tan salvajes que podrían despedazar a un hombre. Algunos decían que aquel viejo avaro guardaba un inmenso tesoro de oro y piedras preciosas; otros sostenían que había vendido su alma al diablo a cambio del don de volar, o por una capa para hacerse invisible, o por algún beneficio diabólico semejante. Además estaba el caso de William Brent, el cazador furtivo, que solía jactarse de que podía cazar tan cerca de la mansión como quisiera sin que los perros del viejo se enteraran, hasta que una noche vio un rostro maligno observándolo desde una ventana del piso superior, y murió al cabo de un mes. De pleuresía, admitámoslo, pero aun así… Mi padre se burlaba de todos esos rumores, pero no podía arrojar luz sobre uno que le afectaba personalmente a él: se había encontrado con Cornelius una sola vez, en la oficina, muchos años antes de que yo naciera. Ya por entonces, decía, Cornelius parecía un anciano: pequeño, encogido y receloso. Desde aquel momento en adelante, todos sus negocios se ventilaron mediante cartas.