El misterio de Wraxford Hall (4 page)

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Authors: John Harwood

Tags: #Intriga

BOOK: El misterio de Wraxford Hall
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—¿No ha venido Alma? —pregunté.

Negó moviendo la cabeza con gesto cansado.

—Pero mamá… ahora ya sabes que está bien en el Cielo; no debes estar triste…

—No puedo estar segura… Tal vez sólo estabas hablando en sueños… ¡Si pudiera oír su voz sólo una vez más…!

La miré con el corazón abatido.

—No sé cómo ocurrió, mamá, pero lo intentaré mañana otra vez —le dije finalmente, y me excusé de inmediato para subir a mi habitación.

Ya podía sentir la negra nube de su dolor elevándose para engullirme, y entonces supe que no podría mantener el engaño yo sola. Y así, a la tarde siguiente, hice acopio de todo mi valor y fui hasta Lamb's Conduit Street, y caminé arriba y abajo por aquella calle hasta que, junto a la tienda de una modista, clavada en la pared, descubrí una placa dorada y desvencijada que decía «Sociedad Espiritista de Holborn». Permanecí durante tanto tiempo allí, dudando, que finalmente la modista salió de la tienda, y cuando le dije que quería ver a la señora Veasey, me señaló otra casa, más abajo, en la misma calle. Allí, una criada que no parecía tener más de diez años me pidió que esperara, y después de unos instantes, una mujer robusta y de pelo gris, vestida completamente de negro, salió a recibirme.

—¿Y en qué puedo ayudarte, querida? —dijo, con un tono que me recordaba un poco al de Annie.

Comencé a explicarle, muy dubitativamente, todo lo referido a mamá y a Alma, después de lo cual ella sugirió que podríamos ir dando un paseo hasta el Foundling Hospital, donde a ella le gustaba sentarse y ver jugar a los niños. Algo que dijo por el camino me hizo preguntarme si ella también habría perdido a un hijo, pero cuando me atreví a preguntárselo, me respondió que no: ella no había tenido hijos. Su marido, un capitán mercante, se había ahogado en las Indias Occidentales hacía casi veinte años.

—Viene a verme algunas veces… —dijo—. Pero a los espíritus no se les puede ordenar nada, ya sabes…

La mujer suspiró, y me dio unas palmaditas en la mano; era una mujer muy maternal, bastante diferente a lo que yo imaginaba que podría ser una médium espiritista. Mientras caminábamos, le dije que papá nos había abandonado, y le conté que nos había prohibido cualquier relación con nada que tuviera algo que ver con el espiritismo, y para cuando nos sentamos junto a la estatua del ángel, yo ya había decidido confiarme a ella completamente, hasta el punto de confesar mi pretensión de invocar el espíritu de Alma.

—Sé que he hecho mal engañándola —dije—, pero mamá ha sido tan desgraciada, y durante tanto tiempo, que si pudiera convencerse de que Alma está segura y feliz en el Cielo, sólo con eso, creo que se podría recuperar…

—No debes reprochártelo, querida. Por lo que me dices, creo que fue el espíritu de tu hermana el que te impelió a hablar; puede que tengas un verdadero don… y aún no lo sepas.

—¿Cómo podría saber si lo tengo?

—Bueno, cuando eso ocurre, una se siente… poseída… A veces es tan fuerte que una cree que se va a quebrar en mil pedazos. Y después, cuando te dejan, te sientes vacía… como si fueras un vaso abandonado… Cuando yo era joven, como tú, me llenaba con su luz… Ahora casi nunca vienen a mí… Pero una nunca lo olvida, querida: eso nunca se olvida.

Me dio unas palmaditas en la mano otra vez y suspiró profundamente, y descubrí que había lágrimas intentando huir de mis ojos.

—Pero si ellos no vienen a usted… —me atreví a decir. La señora Veasey no me contestó inmediatamente. Al otro lado de las verjas, las niñas hospicianas se reunían en el patio en grupos de dos, de tres o de cuatro, o jugaban a la comba; podrían haber sido las mismas niñas que Annie y yo habíamos observado diez años antes.

—Debemos ayudar a que la gente crea —dijo finalmente—, como tu pobre mamá. No hay en Londres un médium que no haya fingido alguna vez y, en todo caso, ¿qué hay de malo en consolar a aquellos que están de luto?

—Y… ¿la gente paga por asistir a sus sesiones de espiritismo?

—Por supuesto que no, querida. Hacemos una pequeña colecta al final, y aquellos que tienen posibilidad de hacer un esfuerzo, dan lo que pueden. Pero no se rechaza a nadie que lo necesite.

—Señora Veasey —dije tras una pausa—: ¿ha visto usted alguna vez… un espíritu?

—No, querida. Al menos, no con estos ojos. El don no me ha llevado por ese camino. Pero hay algo en ti, querida… hay algo en ti… No me sorprendería que tú fueras una elegida.

—Pero yo no quiero ser una elegida —dije—. Sólo quiero que mamá vuelva a ser feliz.

—Ésa es una señal del verdadero don, querida: no desearlo. Y respecto a tu mamá… ¿por qué no la traes mañana a nuestra reunión?

—Mamá nunca sale de casa. Desde hace años —dije—, pero a mí sí me gustaría ir… si puedo.

Y así, la tarde siguiente, a las seis y media, salí de casa: le dije a mamá que me dolía la cabeza y que necesitaba dar un paseo. Ella se había sumido de nuevo en su antiguo dolor desesperado, pero yo no quería arriesgarme a una nueva invocación hasta que no hubiera visto cómo dirigía una sesión la señora Veasey. Corría la primera semana de junio, y aún había luz, pero el frío de la noche se sentía ya en el aire. La puerta de la Sociedad estaba abierta; subí por unas escaleras estrechas, tal y como la señora Veasey me había dicho, y entré en una habitación en penumbra y revestida en madera, con las cortinas de las ventanas ya cerradas. El único mobiliario era una gran mesa circular, alrededor de la cual se sentaban seis personas, incluida la señora Veasey, que estaba situada de espaldas a una pequeña chimenea de carbón. Me recibió cariñosamente, presentándome a la concurrencia e invitándome a sentarme frente a ella, entre un tal señor Ayrton, cuya esposa se encontraba al otro lado, y una mujer de edad madura llamada señorita Rutledge. Había también otra pareja de mediana edad, el señor y la señora Bachelor, y el señor Carmichael, un hombre inmensamente gordo cuyas lorzas desbordaban los límites de su chaleco. Tenía ojos llorosos y amarillentos, y resollaba con dificultad cuando respiraba.

Aquellas personas, por lo que pude saber, eran habituales en las reuniones de la señora Veasey. Algunas más aparecieron durante los siguientes minutos, hasta que se ocupó la última plaza libre en la mesa; entonces, el señor Ayrton se levantó y cerró la puerta. Después, él mismo nos invitó a unir las manos y a cantar «Quédate conmigo, Señor»
[10]
, que fue entonada de un modo bastante discordante, junto con otros himnos religiosos, mientras la señora Veasey se fue hundiendo cada vez más en su sillón y pareció dormitar.

La señora Veasey me había hablado de la posesión de los espíritus, y yo aún estaba asustada ante aquella situación cuando ella comenzó a hablar con la voz ronca de un hombre, que el señor Ayrton reconoció inmediatamente como la voz del capitán Veasey. Los mensajes eran bastante vulgares, pero conmovedores: al señor Carmichael, por ejemplo, le dijo que Lucy le estaba observando, como siempre, y que sus «dificultades actuales» se resolverían por sí mismas muy pronto, con lo cual él dejó escapar un enorme suspiro ahogado, casi un sollozo, e hizo después una reverencia con la cabeza. Todos en la mesa recibieron su mensaje, y observé que todos los asistentes permanecían pendientes de cada palabra de la médium. El mensaje para mí era el siguiente: «Alma dice que has hecho lo correcto», y aunque yo sabía que el trance de la señora Veasey era fingido (de hecho, me pareció que su párpado izquierdo temblaba muy ligeramente mientras hablaba ella… o el capitán), se me hizo un nudo en la garganta.

Había dejado de hablar, y yo pensé que la sesión había concluido, pero entonces sus ojos, que habían permanecido cerrados durante toda la actuación, se abrieron de repente y, aparentemente, se clavaron en algo invisible que estuviera flotando sobre la mesa.

—Alma —dijo la voz áspera del capitán—, Alma hablará a través de Constance.

Todos los asistentes se quedaron boquiabiertos. El vello de la nuca se me erizó. La señora Veasey se incorporó violentamente y pareció que recobraba de pronto la consciencia y comprendía todo lo que la rodeaba.

—Señorita Langton —dijo con voz ronca—, debe hacer lo que le pide: cierre los ojos e invoque la imagen de su hermana.

Había en su voz una suerte de mandato apremiante; no podría decir si ahora estaba fingiendo o no. Cerré los ojos, sintiendo las manos temblorosas de mis compañeros sobre las mías, e intenté fijar mi pensamiento en Alma. Después de unos instantes, percibí una levísima vibración y una especie de zumbido corrió por mis brazos y atravesó mi cuerpo.

—¡Ya siento la fuerza…! —dijo la señora Veasey—. ¿Hay alguien aquí?

«Es sólo un hormigueo… Se me habrán dormido los brazos», me dije a mí misma con temor, deseando que aquella vibración cesara de una vez. Pero me pareció que aquellas palabras brotaban en mi garganta, amenazándome con estrangularme si no las pronunciaba, y para evitar esa sensación, comencé a canturrear con la voz de Alma, tal y como lo había hecho aquella otra tarde, entonando la música de «Todas aquellas cosas brillantes y maravillosas»; lentamente, la tensión se relajó y mis manos dejaron de temblar.

—Alma —dijo la señora Veasey—, dinos por qué has venido.

Ya no había aquella desagradable aspereza en su voz.

—Por mamá —dije con aquella vocecilla.

—¿Tienes un mensaje para tu mamá?

—Díganle a mamá… —me detuve, pensando frenéticamente—. Díganle a mamá… feliz en el Cielo. Díganle a mamá que venga aquí.

—Se lo diremos. Y… ¿te gustaría decirle algo a alguien más?

No contesté, pero volví a mi canturreo, dejando que se desvaneciera gradualmente, y unos instantes después simulé que me despertaba.

Tres días más tarde, mi madre volvió a salir a la calle con ojos soñolientos. Aunque aún no tenía sesenta años, podría haber pasado por mi bisabuela, ataviada con su raído vestido de luto, mortecino y descolorido, aferrada a mi brazo. Su expresión, cuando la miré, era la imagen del desconcierto, pero parecía extrañamente indiferente, y entonces me di cuenta de que no podía ver las cosas que yo le señalaba; sus ojos se habían debilitado tanto que su mundo no alcanzaba ahora más que unos pocos pies a su alrededor.

La señora Veasey me había dicho en privado que estaba segura de que Alma querría hablar nuevamente a través de mí, y lo que sucedió después era la prueba. Yo sentí cómo la mano de mi madre se estremecía en la mía cuando comencé a cantar con la voz de Alma, y aunque hizo más o menos las mismas preguntas, y recibió más o menos las mismas respuestas que le di en el comedor de casa la primera vez, cuando terminó la sesión estaba anegada en lágrimas de felicidad. Nos quedamos durante algún tiempo allí, hablando con el señor y la señora Ayrton, que habían perdido a sus dos hijos por el cólera, y les invité a tomar el té la semana siguiente, pensando que todo iría bien.

Y durante algún tiempo pareció que así sería. Mamá continuó obsesionada con Alma hasta el punto de desentenderse de cualquier otra cosa: se negó a utilizar gafas con la excusa de que no necesitaba ver nada. Yo estaba tan encantada de verla con otras personas que no me importó mucho que todas las conversaciones versaran sobre los parientes muertos en este mundo y los gozosos encuentros en el venidero. La Sociedad se reunía dos veces por semana y, entre una sesión y otra, yo me encontraba con la señora Veasey y me sentaba con ella en un banco frente al Foundling Hospital. Allí me fue instruyendo en las «artes mediúmnicas», siempre con la idea de que nosotras sólo estábamos ayudando a los espíritus en su cometido, y sugiriéndome mensajes que Alma podría dar a otros participantes en las sesiones. Finalmente me di cuenta de que la señora me había elegido como su sucesora, aunque nunca estuve segura de sus razones, como nunca estuve segura de si creía en lo que hacía o no: sospecho que, como yo, ella había sentido destellos de un poder, fugaz e incierto, que se derramaba sobre ella cuando menos lo esperaba.

Insistió en que había una afinidad entre nosotras; pero yo estaba convencida, también, de que además estábamos ligadas por nuestros secretos. Ninguna de las dos podía arriesgarse a desenmascarar a la otra, y en ocasiones me pregunté si no sería ésa la razón por la que me había elegido. También supe que los donativos se incrementaron notablemente a medida que se desarrollaba nuestra colaboración. Todo el dinero, desde luego, quedaba en manos de la señora Veasey, pero aunque la conciencia a menudo me martirizaba, aquella impostura no me parecía del todo malvada, sobre todo… porque lo hacía por mamá.

Nuestra Sociedad estaba lejos de ser fastuosa: se admitían a nobles venidos a menos y a respetables amas de casa, gentes en la periferia de su clase social. La mayoría de los concurrentes, incluida mamá, por supuesto, estaban deseosos —si no decididos— a creer lo que la médium les dijera, y, con la ayuda de la señora Veasey, comencé a ganarme una reputación, la cual me resultaba tan emocionante como inquietante. Confieso que disfrutaba con aquel poder que me confería la capacidad de tener a hombres y mujeres adultos pendientes de mis palabras. Y a veces —aunque nunca estuve completamente segura de ello— sentí que mi trance fingido llegaba a convertirse en un trance real. En esos casos, todos los sonidos me resultaban perfectamente audibles: el crepitar de los carbones en la rejilla de la chimenea, el débil silbido de la respiración asmática del señor Carmichael, e incluso la sangre parecía latir con fuerza en mis oídos, y entonces los sonidos comenzaban a adquirir la forma de palabras, o una especie de apariencia de palabras, como si fuera una conversación que se oye a lo lejos. Y así, cuanto más mentía, menos creía en nada que se pareciera al reino de los espíritus que nosotras invocábamos con semejante convicción.

Yo esperaba que mamá se conformara con los mensajes habituales de Alma, pero a medida que el otoño fue adentrándose y los días se hicieron más cortos, la antigua mirada fantasmal se adueñó otra vez de sus ojos. Me preguntaba cómo podía estar segura de que era Alma quien realmente hablaba en las sesiones. ¿Y por qué yo no podía invocarla en casa? Yo había intentado evitar estas preguntas insistiendo en que desde la primera vez Alma había querido llevarnos al círculo de la señora Veasey, pero mis palabras sonaron vacías incluso a mis propios oídos. Oír la voz de Alma ya no demostraba nada: mi madre quería verla, tocarla, cogerla, y puesto que había sabido por otros asistentes a las sesiones que había médiums que podían conseguir que los espíritus se hicieran visibles, comenzó a pedirme que la llevara a ver a uno de esos médiums. La señora Veasey desaprobaba ese tipo de manifestaciones: el uso del «gabinete», declaró con firmeza, era una señal segura de embuste. Pero éste no era un argumento que pudiera plantearle a mamá. Pensé entonces en idear un mensaje de Alma que hiciera referencia a aquellos versículos bíblicos: «Bienaventurados sean aquellos que no han visto y, aun así, han creído»
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, pero dudé de que aquello pudiera servir para calmar sus deseos. Así que decidí asistir a una sesión de espiritismo en la que los espíritus se manifestaran, con la esperanza de encontrar a alguien que pudiera presentar una Alma convincente ante la mirada mortecina de mi madre.

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