El misterio de Sans-Souci (15 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: El misterio de Sans-Souci
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Bletchley se encogió de hombros y comentó:

—Muy bien. Si no quieren que llamemos a la policía, es lo mejor que se puede hacer.

—No deben llevarnos mucha delantera —observó Tommy, convencido.

—Media hora, según dijo la criada —añadió Tuppence.

—¡Haydock! —exclamó Bletchley—. Haydock es el hombre que puede ayudarnos. Tiene coche. ¿Ha dicho usted que la mujer tiene un aspecto bastante extraño? ¿Es extranjera? Ha debido llamar la atención por ahí y nos será fácil seguirla. Vamos, de prisa. ¿Viene usted, Meadowes?

La señora Sprot se levantó.

—Pero, señora, deje eso para nosotros...

—Yo también voy.

—Bien...

Se rindió no sin que murmurara algo respecto a que todas las hembras de cualquier especie son más implacables que los machos.

3

Después de haberse hecho cargo de la situación con encomiable rapidez, el teniente de navío Haydock iba conduciendo su automóvil. Tommy se sentó a su lado y en la parte de atrás se colocaron Bletchley, la señora Sprot y Tuppence.

No sólo había insistido la señora Sprot en que les acompañara Tuppence, sino que todos consideraron conveniente que lo hiciera, pues era la única que, además de Carl von Deinim, conocía de vista a la misteriosa mujer.

El marino era un buen organizador y un eficiente hombre de acción. En pocos minutos llenó de gasolina el depósito del coche, entregó al mayor Bletchley un mapa del distrito y un plano de Leahampton a gran escala, y con ello estuvo listo para partir.

La señora Sprot había subido otra vez a su habitación para coger el abrigo, según parecía; pero una vez en el coche, cuando bajaban por la carretera, le enseñó a Tuppence algo que llevaba en el bolso. Era una pistola de pequeño calibre.

—La he cogido del dormitorio del mayor Bletchley. Recordé que en cierta ocasión dijo que tenía una.

Tuppence pareció albergar algunas dudas.

—¿No cree usted que...?

La señora Sprot apretó los labios y dijo:

—Puede ser útil.

Tuppence se maravilló de las extrañas fuerzas que la maternidad puede imbuir en una joven ordinaria y corriente. Podía ver en su imaginación a la señora Sprot, una mujer que normalmente se horrorizaría ante un arma de fuego, disparar a sangre fría contra el que hubiera hecho algún daño a su hija.

Siguiendo la dirección del teniente de navío, se dirigieron primero a la estación del ferrocarril. Cerca de veinte minutos antes había salido un tren y era posible que los fugitivos se hubieran ido en él.

En la estación se separaron. El marino se encargó del empleado que revisaba los billetes en la puerta del andén. Tommy se ocupó del que los despachaba y Bletchley de los mozos de estación. Tuppence y la señora Sprot entraron en el tocador de señoras, por si la mujer había pasado por allí para cambiar algún tanto de aspecto antes de subir al tren.

Ninguno de ellos consiguió nada. Ahora era más difícil decidir qué debían hacer. Probablemente, como señaló Haydock, los raptores tenían un coche preparado, y una vez que la mujer consiguió apoderarse de Betty, habían escapado con él. Y era en esto, tal como hizo observar Bletchley una vez más, en lo que la cooperación de la policía era vital. Se necesitaba una organización como aquélla para que se mandaran avisos a toda la región y se vigilaran las carreteras. La señora Sprot se limitó a sacudir la cabeza y apretar firmemente los labios.

—Pongámonos en su lugar —dijo Tuppence—. ¿Dónde podían haber esperado con el coche? En algún sitio cercano a «Sans Souci», pero donde un coche pasara inadvertido. Pensemos, pues. La mujer y Betty bajaron juntas la cuesta. Al final está la explanada. El coche estuvo aguardando allí. Siempre que no se deje solo el coche, se puede parar en tal sitio durante un buen rato. Tenemos, además, el estacionamiento de «James Square», que también está cerca, o cualquiera de las callejuelas que derivan de la explanada.

En aquel momento, un hombre de corta estatura y aspecto tímido, que usaba lentes de pinza, se acercó a ellos y tartamudeó un poco al hablar.

—Perdonen... Es-pe-pero que no se molestarán... pe--pe-pero no pude evitar el oír lo que preguntaba usted a uno de los mozos —se dirigía ahora al mayor Bletchley—. No estaba escuchando, desde luego. Vine a ver qué ocurre con un paquete que tenía que haber recibido hace días. Hay que ver lo que se retrasan ahora en entregarlos. Dicen que deben atender primero a los movimientos de tropas. Pero, en realidad, hay que considerar que se pueden estropear... me refiero, claro, a los paquetes. Y así ha sido como oí... lo que verdaderamente me parece una gran coincidencia...

La señora Sprot se adelantó y cogió al hombrecillo por un brazo.

—¿La ha visto? ¿Ha visto a mi pequeña?

—¡Oh! ¿De veras? ¿Ha dicho usted su pequeña? Ahora caigo en que...

La señora Sprot exclamó:

—¡Dígame!

Y sus dedos apretaron con tal fuerza el brazo del desconocido que le hizo dar un respingo.

Tuppence se apresuró a decir:

—Por favor, cuéntenos lo más rápidamente posible todo lo que haya visto. Le estaremos eternamente agradecidos por ello.

—Bueno... en realidad... desde luego... tal vez no tenga nada que ver. Pero la descripción encaja tan bien... que forzosamente.

Tuppence sintió cómo temblaba la mujer que tenía a su lado, y aun ella misma tuvo que esforzarse para mantener la calma. Conocía la clase de hombre con que estaban tratando. Minucioso, atontado, tímido, incapaz de ir directamente al grano, y menos cuando se le metía prisa.

—Cuéntenos, por favor —volvió a rogar.

—Pues fue solo... Y a propósito; me llamo Robbins. Edward Robbins...

—¿Sí, señor Robbins?

—Vivo en Whiteways, en el camino de Ernest Cliff. Una de esas casas que han hecho nuevas por allí, de las que cuestan muy poco edificar, pero que reúnen todas las comodidades. También se disfruta de una vista estupenda y las dunas están a un tiro de piedra.

Tuppence apaciguó con una mirada al mayor Bletchley, que estaba a punto de estallar, y preguntó:

—¿Y dice usted que vio a la niña que buscamos?

—Sí. Creo que era ella. ¿Dice usted una pequeña con una mujer de aspecto extranjero? Pues fue en la mujer en quien más me fijé. Porque, como saben, en estos días estamos todos con los ojos muy abiertos por si acaso se descubre a uno de esos de la quinta columna. Recomiendan que se vigile con mucha atención, y eso es lo que yo hago. Así es cómo me fijé en la mujer. Me pareció una niñera o una criada. Y ya se sabe que muchos espías se disfrazan así. La mujer tenía un aspecto raro. Subió por el camino y luego se dirigió hacia las dunas. Llevaba una niña de la mano y la pequeña parecía estar cansada y se rezagaba. Eran las siete y media, es decir, una hora en que la mayor parte de los niños están en la cama. Por ello me fijé muy bien en la mujer y creo que eso la aturdió. Corrió camino arriba, tirando de la niña hasta que por fin la tomó en brazos y siguió por la senda que conduce al acantilado. Eso me pareció extraño, ¿saben?, porque por allí no hay ninguna casa. No hay ninguna hasta Whitehaven, que está a unas cinco millas más allá. Es uno de los caminos preferidos por los excursionistas. Pero en este caso me pareció raro. Me pregunté si acaso la mujer no iría a hacer señales. Oye uno tantas cosas acerca de la actividad del enemigo... y ella pareció que perdía la serenidad cuando la miré con tanta fijeza.

El teniente de navío Haydock había subido ya al coche y lo había puesto en marcha.

—¿Ha dicho usted el camino de Ernest Cliff? Está al otro lado del pueblo, ¿no es eso?

—Sí. Cruce toda la explanada y al salir del pueblo siga para arriba...

Los demás habían subido también, sin escuchar ya al señor Robbins.

Tuppence gritó:

—Muchas gracias, señor Robbins.

Y el coche arrancó, dejando al buen señor con la boca abierta mirando cómo se alejaba.

Cruzaron rápidamente el pueblo, evitando más de un accidente por pura suerte más que por pericia del conductor. Pero la fortuna no les abandonó. Al fin salieron a un disperso grupo de edificaciones de no muy atrayente aspecto dada la proximidad de unos gasómetros. Unas cuantas callejuelas subían hacia las colinas, pero acababan de pronto a media ladera de la colina. La tercera de ellas era el camino de Ernest Cliff.

El teniente de navío Haydock dio la vuelta y subió por aquel camino que, poco a poco, terminaba en la desnuda ladera de la colina, por la cual serpenteaba un estrecho sendero.

—Será mejor que bajemos y continuemos a pie —dijo Bletchley.

Pero Haydock opinó:

—Creo que podré conducir el coche hasta arriba. El suelo es bastante firme. Resultará un poco movido, pero me parece que lo lograré.

La señora Sprot exclamó:

—Sí, sí, por favor. Debemos darnos prisa.

El marino murmuró:

—Quiera el cielo que sigamos la pista verdadera. Ese hombrecillo es capaz de haber visto a cualquier otra mujer con una niña.

El coche gimió penosamente al emprender su camino por aquel terreno tan desigual. La pendiente era acentuada, pero la hierba era corta y pegajosa. Llegaron por último al final de la cuesta. Desde allí el panorama se extendía ininterrumpidamente hasta la curva que formaba la bahía de Whitehaven.

Bletchley comentó:

—No es mala la idea. Si es preciso, la mujer puede pasar aquí la noche y marchar mañana a Whitehaven para tomar el tren.

—No se ven por ningún lado —dijo Haydock.

Se había levantado y miraba en todas direcciones con unos prismáticos de campaña que previsoramente trajo consigo. De pronto, su cuerpo se puso tenso al enfocar con los prismáticos dos pequeños puntos que se movían en la distancia.

—Ahí están...

Tomó asiento otra vez tras el volante y el coche salió despedido hacia delante. La caza no duró mucho. Lanzados al aire y baqueteados de un lado para el otro, los ocupantes del automóvil vieron crecer rápidamente aquellas dos pequeñas manchas. Podían ya distinguirse claramente; una figura alta y otra pequeñita; y cuando se acercaron más, una mujer llevando de la mano a una niña. Luego pudieron ver que la niña llevaba un vestido verde. Era Betty.

La señora Sprot lanzó un grito sofocado.

—Vamos, vamos —dijo el mayor Bletchley dándole unos golpecitos afectuosos—. Ya las hemos encontrado. Ya son nuestras.

Prosiguieron la marcha. La mujer a quien perseguían dio de pronto la vuelta y vio que el coche avanzaba hacia ella.

Dio un grito, cogió a la niña en brazos y echó a correr.

Pero no corrió hacia delante, sino en línea oblicua, hacia el borde del acantilado.

El coche, después de avanzar unas cuantas yardas más no pudo seguir más allá, pues el suelo era más desigual y grandes peñascos obstaculizaban su paso. Se detuvo y sus ocupantes saltaron a tierra.

La señora Sprot fue la primera. Corrió desesperadamente detrás de las fugitivas.

Los otros la siguieron.

Cuando llegaron a menos de veinte yardas, la mujer se volvió, acorralada. Estaba justamente al borde del precipicio. Dio un ronco grito y apretó la niña contra su pecho. Haydock exclamó:

—¡Dios mío! Va a lanzar a la niña por el acantilado...

La mujer seguía apretando fuertemente a Betty. Tenía la cara desfigurada con un frenesí de odio. Pronunció con voz ronca unas cuantas palabras, que nadie entendió. Y apretaba a la criatura, mirando de cuando en cuando al precipicio que se abría detrás de ella... a menos de una yarda.

Parecía evidente que amenazaba con arrojar a la niña por el acantilado.

Todos se detuvieron, aterrados y perplejos, incapaces de avanzar por temor a precipitar la catástrofe.

Haydock hurgó en sus bolsillos y sacó un revólver de reglamento.

—Suelte a la niña... o disparo —gritó.

La extranjera rió y apretó todavía más a la chiquilla contra su pecho. Las dos figuras parecían fundirse en una, tan apretadas estaban.

Haydock murmuró:

—No me atrevo a disparar. Podría herir a la niña.

—Esa mujer está loca —dijo Tommy—. Va a saltar de un momento a otro con la chiquilla.

Haydock repitió con desaliento::

—No me atrevo a disparar...

Pero en aquel momento sonó un disparo. La mujer se tambaleó y cayó, apretando todavía entre sus brazos a la niña.

Los hombres echaron a correr. La señora Sprot parecía no poder tenerse en pie. Tenía los ojos dilatados y en su mano llevaba todavía la humeante pistola.

Dio unos cuantos pasos vacilantes hacia delante en dirección a la nena.

Tommy estaba arrodillado junto a los dos cuerpos caídos. Les dio la vuelta suavemente. Se dio cuenta de la extraña y agreste belleza de la cara de la mujer. Los ojos de ésta se abrieron, miraron a Tommy y luego perdieron toda expresión. La extranjera dio un ligero suspiro y expiró. Tenía el corazón limpiamente atravesado por un balazo.

La pequeña Betty, que no había sufrido el menor daño, se escapó corriendo hacia donde su madre había quedado inmóvil, como una estatua.

Y entonces, por fin, la señora Sprot, perdió su aplomo. Lanzó la pistola lejos de sí y se arrodilló, estrechando contra sí a la pequeña.

—No está herida —gritó—. No está herida... ¡Oh, Betty...! ¡Betty...!

Y luego, con un murmullo atemorizado y angustioso, preguntó:

—¿La he... la he... matado?

Tuppence replicó con firmeza:

—No piense ahora en ello... no piense en ello. Piense en Betty. No piense más que en Betty.

La señora Sprot sostuvo a la niña apretada contra ella y empezó a sollozar.

Tuppence se adelantó y fue a reunirse con los hombres.

Haydock murmuró:

—Ha sido un milagro. Yo no habría podido hacer un disparo así. No creo que esa mujer haya manejado nunca una pistola... Fue puro instinto. Un milagro, ni más ni menos.

—¡Gracias a Dios! —dijo Tuppence—. ¡Fue un caso apurado!

Y miró, estremeciéndose, el escarpado precipicio que se abría a sus pies.

Capítulo VIII
1

La encuesta sobre la muerte de la extranjera se celebró unos días después. Hubo que esperar a que la policía identificara a la difunta, que resultó llamarse Vanda Polonska y ser refugiada polaca.

Después de la dramática escena del acantilado, la señora Sprot y Betty, la primera de ellas casi desmayada, habían sido llevadas a «Sans Souci». Una vez allí, a la heroína de aquella noche se le administraron botellas de agua caliente, tazas de té, amplias dosis de curiosidad y, finalmente, una buena copa de coñac a secas.

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