El misterio de Sans-Souci (14 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: El misterio de Sans-Souci
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—La niña no tiene todavía tres años —sonrió Tuppence—. No esperará usted que sepa leer a esa edad.

—Bueno. Algo tendrá que hacerse sobre este asunto. Hablaré con la señorita Perenna. Esta mañana, antes de las siete, la chiquilla estaba cantando en la cama. Yo he pasado una mala noche y acababa justamente de dormirme cuando me despertó con sus gritos.

—Es imprescindible que el señor Cayley duerma lo más posible —explicó ansiosamente la señora Cayley—. El médico se lo ordenó así.

—Debiera usted ir a un sanatorio —apuntó Tuppence.

—Mi apreciada señora, esos sitios son ruinosamente caros y, además, no tienen un ambiente adecuado. Existe en ellos una sugestión de enfermedad que produce una reacción desfavorable en mi subconsciente.

—El doctor le recomendó que alternara con gente normal —intervino la señora Cayley, como si quisiera ayudar a su marido—. Que llevara una vida normal. Opinó que vivir en una pensión sería mejor que alquilar una casa amueblada. El señor Cayley, de esa manera, no tendría oportunidad de cavilar y preocuparse, sino que, al contrario, sentiría mayores estímulos al poder cambiar ideas con otra gente.

El método empleado por el señor Cayley para cambiar ideas, por lo que juzgaba Tuppence, se limitaba simplemente a recitar sus propios alifafes y síntomas, y el intercambio consistía en la mucha o poca simpatía con que sus oyentes atendieran la enumeración de aquéllos. Tuppence, diestramente, cambió el tema de la conversación.

—Me agradaría que me contara usted sus propias opiniones sobre la vida en Alemania —rogó—. Me dijo que en estos últimos años había viajado mucho por dicho país. Sería interesante conocer el punto de vista de un experimentado hombre de mundo como usted. Estoy convencida de que es usted de los que, sin dejarse dominar por los prejuicios, pueden proporcionar una visión clara de las condiciones que allí imperan.

La adulación, decía Tuppence, puede hacerse siempre abiertamente cuando se trata de un hombre. El señor Cayley mordió inmediatamente el anzuelo

—Como acaba usted de decir, mi apreciada señora, soy muy capaz de considerarlo todo sin ninguna clase de prejuicios. Pues bien; yo opino que...

Lo que siguió fue un simple monólogo y Tuppence sólo tuvo que intercalar de cuando en cuando algún «Es muy interesante», o «Es usted un observador muy sutil». Por lo demás, escuchó con una atención que no era fingida, pues el señor Cayley se excedía en la exposición de sus opiniones políticas. Pero, de todas formas, expresaba disgusto.

A continuación se sirvió el té, y a poco de empezar llegó la señora Sprot, de regreso de su viaje a Londres.

—Espero que Betty se habrá portado bien y no habrá dado quehacer —exclamó la recién llegada—. ¿Has sido buena, Betty?

A lo cual la chiquilla contestó lacónicamente:

—¡Bah!

Esto, sin embargo, no podía considerarse como una expresión de desagrado por la vuelta de su madre, sino tan sólo como una petición de más compota y moras.

Pero ello ocasionó un profundo cloqueo por parte de la señora O'Rourke y un «Por favor, Betty» con que la madre de la jovencita trató de reprenderla.

La señora Sprot tomó asiento, bebió varias tazas de té y se enfrascó en una vívida descripción de las compras que había realizado en Londres, la gente que iba en el tren, lo que un soldado llegado recientemente de Francia había contado a los que iban en el departamento y lo que una dependienta de un comercio le había dicho acerca de que las medias iban a escasear muy pronto.

La conversación era, ciertamente, normal, y se prolongó después en la terraza, pues había salido el sol y el día quedó despejado.

Betty correteaba alegremente, haciendo misteriosas excursiones a los matorrales, de donde volvía con una hoja de laurel o un puñado de piedrecitas que depositaba en el regazo de alguna de las personas mayores, al tiempo que confusa e ininteligiblemente trataba de explicar lo que representaban.

Por fortuna, la niña necesitaba poca cooperación en dicho juego, pues quedaba satisfecha con que de cuando en cuando le dijeran: «¡Qué bonito! ¿De veras es eso?»

Nunca hubo un atardecer más característico de «Sans Souci», ni más inofensivo. Habladurías, chismes, especulaciones sobre el curso de la guerra. ¿Podría Francia rehacerse? ¿Conseguiría Weygand arreglar las cosas? ¿Qué haría Rusia? ¿Podría Hitler invadir Inglaterra si llegara a intentarlo? ¿Caería París si no se detenía el movimiento envolvente de los alemanes ¿Era verdad que...? Se dice que... Se rumorea que...

Los escándalos políticos y militares se aireaban alegremente.

Tuppence pensó para su capote:

«¿Quién dijo que los parlanchines son un peligro? ¡Tonterías! Son una válvula de escape. La gente disfruta con estos rumores. Les proporciona el estímulo necesario para soportar sus precauciones y ansiedades privadas.»

Ella también contribuyó con una sabrosa información, precedida por «Mi hijo me ha dicho...» y «Esto es completamente reservado, como ustedes comprenderán».

De pronto, la señora Sprot miró sobresaltada su reloj de pulsera.

—¡Dios mío! Son cerca de las siete. Hace ya horas que tenía que haber acostado a esa niña. ¡Betty... Betty!

La chiquilla no había vuelto por la terraza desde hacía bastante rato, aunque nadie se había dado cuenta de su deserción.

La señora Sprot volvió a llamarla con creciente impaciencia :

—¡Bettyyyy! ¿Dónde se habrá metido esa niña?

La señora O'Rourke comentó con su voz profunda:

—Estará haciendo alguna trastada, como si lo viera. Siempre ocurre lo mismo cuando los chicos se están quietos.

—¡Betty! Ven acá.

No hubo contestación y la señora Sprot se levantó impaciente.

—Creo que debo ir inmediatamente a buscarla. ¿Dónde podrá estar?

La señorita Minton sugirió que tal vez estuviera escondida en algún sitio y Tuppence, acordándose de su infancia, recomendó que mirara en la cocina. Pero Betty no apareció ni dentro ni fuera de la casa. Dieron la vuelta al jardín llamándola y registraron todas las habitaciones. No encontraron ni rastro de Betty.

La señora Sprot empezó a sentirse preocupada.

—Es muy traviesa... muy traviesa. ¿Creen que habrá podido salir a la carretera?

Ella y Tuppence salieron por la cancela y miraron arriba y abajo. No se veía a nadie, excepto un chico con una bicicleta de reparto que estaba hablando con la criada de la casa de enfrente.

Siguiendo la indicación de Tuppence, los dos mujeres cruzaron la carretera y la señora Sprot les preguntó si habían visto salir a una niña pequeña. Tanto el chico como la criada sacudieron la cabeza, pero al momento, como si recordara repentinamente algo ella, preguntó:

—¿Una niña con un vestido a cuadros verdes?

La señora Sprot dijo con ansiedad:

—Sí; eso mismo.

—La vi, hará cosa de media hora. Iba para abajo, de la mano de una mujer.

La señora Sprot preguntó asombrada:

—¿Con una mujer? ¿Qué clase de mujer?

La muchacha pareció turbarse ligeramente.

—Pues... una mujer con una pinta muy rara, como digo yo. Es extranjera y viste muy mal. Va sin sombrero y lleva una especie de chal. Su cara tiene un aspecto extraño... sospechoso. Bueno; usted ya me entiende. Estos días la he visto por aquí una o dos veces, y a decir verdad, parece que anda un poco necesitada... —y añadió la frase que, por lo visto, utilizaba cuando no sabia cómo expresarse adecuadamente—: Bueno, usted ya me entiende.

Tuppence recordó inmediatamente la cara que vio aquella misma tarde entre los arbustos, y el presentimiento que había tenido.

Pero nunca pensó que la mujer estuviera relacionada con la chiquilla, ni tampoco podía comprender entonces la razón de ello.

Tuvo poco tiempo para meditar, porque la señora Sprot casi se desplomó sobre ella.

—¡Betty, mi pequeña Betty! La han raptado. ¿Qué aspecto tenía esa mujer? ¿Era una gitana?

Tuppence sacudió enérgicamente la cabeza.

—No; era muy rubia. De cara ancha, pómulos salientes y ojos azules muy separados.

Se dio cuenta de que la señora Sprot la miraba fijamente y se apresuró a explicar:

—La vi esta misma tarde, atisbando desde detrás de los matorrales, al fondo del jardín. Ya en otras ocasiones la había visto rondar por aquí. Carl von Deinim habló con ella hace pocos días. Debe ser la misma mujer.

La criada intervino diciendo:

—Eso es. De pelo rubio. Y de aspecto necesitado, si quiere que le diga la verdad. No entendía nada de lo que se le decía.

—¡Oh, Dios mío! —gimió la señora Sprot—. ¿Qué haré?

Tuppence le rodeó la cintura con un brazo.

—Volvamos a casa. Tómese un poco de coñac y luego llamaremos a la policía. No pasará nada. Pronto la tendremos aquí.

La señora Sprot la siguió dócilmente, murmurando:

—No comprendo cómo Betty pudo marcharse así con una desconocida.

—Es muy pequeña —dijo Tuppence —. A su edad no se siente todavía timidez.

La señora Sprot exclamó débilmente:

—Debe ser alguna de esas terribles alemanas. Matarán a mi Betty.

—No diga tonterías —replicó Tuppence con energía—. No le pasará nada. Yo creo que esa mujer no debe estar bien de la cabeza.

Pero no creía en sus palabras. No creía, ni por un momento, que aquella desharrapada mujer rubia fuera una lunática.

¡Carl! ¿Sabría algo Carl? ¿Tendría algo que ver con aquello?

Unos pocos minutos después estuvo por dudar de ello. Carl von Deinim, como los demás, pareció sorprenderse grandemente ante un acontecimiento tan increíble.

Una vez puestos los hechos de manifiesto, el mayor Bletchley asumió el mando.

—Vamos, vamos, señora —dijo a la desconsolada madre—. Siéntese aquí y beba un poquito de coñac... no le hará daño. Ahora mismo me voy a la estación de policía.

La señora Sprot murmuró:

—Espere un momento... tiene que haber algo.

Subió corriendo la escalera y se dirigió a su dormitorio.

Unos momentos después oyeron sus pasos precipitados por el pasillo. Bajó corriendo la escalera, como una loca, y cogió la mano del mayor Bletchley que se disponía a coger el teléfono.

—No... no —exclamó, casi sin aliento—. No lo haga... no lo haga...

Y sollozando desconsoladamente se dejó caer en una silla.

Los demás la rodearon. Al cabo de unos momentos pareció recobrar un poco la calma e irguiéndose, con la ayuda de la señora Cayley, tendió un papel escrito hacia los otros.

—Lo encontré en el suelo de mi habitación. Estaba enrollado en una piedra que tiraron por la ventana. Miren... miren lo que dice...

Tommy cogió el papel y lo desdobló.

Era una nota escrita con una caligrafía exótica, gruesa y picuda.

«TENEMOS EN SITIO SEGURO A SU HIJA. A SU DEBIDO TIEMPO SE LE DIRÁ LO QUE TIENE QUE HACER. SI ACUDE A LA POLICÍA MATAREMOS A LA NIÑA. NO DIGA NADA Y ESPERE INSTRUCCIONES, SI NO...»

Estaba firmada con una calavera y unos huesos cruzados.

La señora Sprot gimió débilmente:

—Betty... Betty...

Todos hablaron a la vez. «¡Esos indecentes canallas y asesinos!», gruñó la señora O'Rourke. «¡Brutos!», opinó Sheila Perenna. «Fantástico, fantástico..., no creo ni una palabra. Es una broma estúpida», declaró el señor Cayley. «¡Oh, pobrecita!», gimió la señorita Minton. «No lo entiendo. Es increíble», dijo Carl von Deinim. Y por encima de todos los demás, la estentórea voz del mayor Bletchley:

—¡Todo son tonterías estúpidas! ¡Coacción! Debemos informar en seguida a la policía. Ellos aclararán rápidamente este asunto.

Una vez más se dirigió al teléfono. Pero en esta ocasión, un alarido de herida maternidad, lanzado por la señora Sprot, le detuvo.

—Pero, señora —exclamó el mayor—. Tenemos que hacerlo. Se trata tan sólo de una basta treta para impedir que siga usted la pista a esos canallas.

—La matarán.

—Bobadas. No se atreverán.

—No quiero que llame. Soy su madre y tengo derecho a decidir una cosa así.

—Ya lo sé; ya lo sé. Con eso precisamente cuentan ellos... en que usted opine de ese modo. Es muy natural. Pero, créame; crea a un hombre de experiencia. La policía es lo más indicado.

—¡No!

Bletchley miró a su alrededor buscando aliados.

—Meadowes, ¿está de acuerdo conmigo?

Lentamente, Tommy asintió.

—¿Cayley? Oiga, señora Sprot, tanto Meadowes como Cayley están conformes.

Ya señora Sprot replicó con súbita energía:

—¡Hombres! ¡Claro que sí! ¡Pregunte a las mujeres!

Tommy cruzó su mirada con Tuppence y ésta dijo con voz baja y temblorosa:

—Yo... estoy de acuerdo con la señora Sprot.

Y pensó entretanto:

«¡Deborah! ¡Derek! Si se tratara de ellos pensaría como la señora Sprot. Tommy y los otros tienen razón, sin duda, pero de todas formas yo no lo podría hacer. No podría arriesgarme.»

La señora O'Rourke estaba diciendo:

—Ninguna madre se atrevería a eso.

Y la señora Cayley murmuró:

—Yo creo, saben ustedes que... bueno... —y terminó con una serie de incongruencias.

La señorita Minton observó con voz trémula:

—A veces ocurren cosas horribles. No podríamos perdonarnos si algo le pasara a la pequeña.

—Todavía no ha dicho usted nada, señor Von Deinim —comentó de pronto Tuppence.

Carl tenía muy brillantes sus ojos azules. Su cara era una máscara inexpresiva. Con voz lenta y engolada, dijo:

—Soy extranjero. Desconozco la eficiencia de la policía inglesa. No sé si son competentes... ni rápidos.

Alguien entró en el vestíbulo. Era la señora Perenna, cuyas mejillas estaban fuertemente coloreadas. Parecía como si hubiera subido corriendo la cuesta.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó.

Su voz era autoritaria, imperiosa. Su aspecto no era entonces el de una complaciente patrona de casa de huéspedes, sino el de una mujer de fuerte carácter.

Le contaron lo sucedido; una historia confusa relatada por demasiada gente. Pero ella la entendió inmediatamente.

Y una vez que estuvo enterada de todo, el asunto en sí pareció que pasaba a sus manos para que lo juzgara. Era el Tribunal Supremo.

Estudió durante unos momentos la nota amenazadora y luego la devolvió. Cuando habló, lo hizo con palabras secas y de tono autoritario.

—¿La policía? No creo que sea conveniente. No pueden arriesgarse a que cometan una torpeza. Tómense la justicia por su mano. Vayan ustedes a buscar a la niña.

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