El misterio de Layton Court (26 page)

Read El misterio de Layton Court Online

Authors: Anthony Berkeley

BOOK: El misterio de Layton Court
13.22Mb size Format: txt, pdf, ePub

Jefferson no estaba solo en el saloncito, cuando volvió Roger. Para su sorpresa, lady Stanworth también se encontraba allí. Se hallaba de espaldas a la ventana y no se volvió al entrar él. Roger cerró con cuidado la puerta a su espalda y miró a Jefferson con aire interrogante.

Dicho caballero no se anduvo por las ramas.

—Lo hemos hablado —dijo secamente— y hemos decidido contarle lo que quiere saber.

Roger apenas pudo contener una exclamación de sorpresa.

¿Por qué habría involucrado Jefferson a lady Stanworth en el asunto? Era evidente que estaba implicada, y mucho. ¿La habría empleado como confidente respecto a la señora Plant? Y, en tal caso, ¿qué era lo que sabía? Probablemente, todo. Roger tuvo el pálpito de que la situación iba a complicarse mucho.

—Me alegro —murmuró casi en tono de disculpa.

Jefferson se estaba comportando muy bien. No sólo no parecía asustado, sino que su actitud ni siquiera era desafiante y parecía más bien de una digna condescendencia.

—Pero antes de responderle, Sheringham —dijo envarado—, me gustaría decirle, tanto en nombre de esta dama como en el mío, que consideramos...

Lady Stanworth se volvió hacia él.

—¡Por favor! —dijo en voz baja—. No creo necesario hablar de eso. Si el señor Sheringham es incapaz de comprender la situación en que nos ha puesto, de nada sirve insistir.

—Desde luego, desde luego —murmuró Roger, todavía en tono de disculpa y sintiéndose claramente humillado. Lady Stanworth era la única persona en el mundo capaz de causar ese efecto en él.

—De acuerdo —concedió Jefferson con una inclinación de cabeza y volviéndose hacia Roger—. ¿Sigue queriendo saber dónde me encontraba la noche en que Stanworth se suicidó?

—La noche que murió Stanworth —le corrigió Roger con una imperceptible sonrisa.

—La noche que murió Stanworth —repitió con impaciencia Jefferson—. Es lo mismo. Como le dije antes, no comprendo por qué ha de interesarle a usted, pero, dadas las circunstancias, hemos decidido contárselo. Al fin y al cabo, no tardará en saberse. Estaba con mi mujer.

—¿Con su mujer? —repitió Roger, incapaz de dar crédito a sus oídos.

—Eso he dicho —replicó con frialdad Jefferson—. Lady Stanworth y yo nos casamos en secreto hace casi seis meses.

26. El señor Grierson prueba suerte

Por un momento, Roger fue incapaz de articular palabra. Aquella revelación era tan inesperada, tan distinta de cualquier cosa que hubiera imaginado, que al principio le cortó literalmente la respiración. Se quedó atónito, mirando fijamente con los ojos a punto de salírsele de las órbitas a aquellas dos personas tan imperturbables que le habían sorprendido de aquel modo.

—¿Es eso lo que quería saber? —preguntó Jefferson con mucha cortesía—. ¿O quiere que se lo confirme mi mujer?

—Oh, no; no es necesario —respondió boquiabierto Roger, haciendo un gran esfuerzo por serenarse—. Quisiera disculparme por la aparente impertinencia de mis preguntas y..., felicitarles, si me lo permiten.

—Muy amable —murmuró Jefferson. Lady Stanworth, más bien lady Jefferson inclinó de forma imperceptible la cabeza.

—Si no me necesitas más, Harry —le dijo a su marido—, tengo un par de cosas que hacer.

—Desde luego —respondió Jefferson abriéndole la puerta.

Ella salió sin mirar siquiera a Roger.

—Oiga, Jefferson —exclamó impulsivamente en cuanto se cerró la puerta—, sé que debe de haberme tomado usted por un terrible entrometido, pero debe creerme si le digo que no le habría presionado a usted de este modo de no haber tenido razones fundadas para hacerlo. Tal como están las cosas, no puedo explicarle cuáles son, pero le aseguro que se trata de algo de la mayor importancia.

—No se preocupe, Sheringham —replicó con hosca amabilidad Jefferson—. Ya supuse que se traería usted algo entre manos. Aunque ha sido un poco violento. Sobre todo habiendo una señora de por medio —añadió vagamente.

—Muy desagradable —concedió Roger—. De hecho, que usted y lady Stanworth se hayan casado es un giro de los acontecimientos que no se me había pasado por la cabeza. En todo caso complica aún más las cosas.

—Un pequeño misterio, ¿eh? —preguntó interesado Jefferson.

—Desde luego —replicó Roger mirando pensativo por la ventana—. Relacionado con Stanworth y... sus actividades, usted ya me entiende —añadió.

—¡Ah! —observó comprensivo Jefferson—. En ese caso, será mejor no hacer más preguntas. No quiero saber nada. Ya he visto a muchos pobres diablos pasar por eso.

—No, pero le diré una cosa —dijo Roger volviéndose de pronto hacia él—. Si pudiera responderme a unas cuantas preguntas más, le quedaría muy agradecido. Sólo como un favor, claro, y, si se niega usted a hacerlo, lo entenderé perfectamente. Pero tal vez pudiese usted ayudarme a aclarar este turbio estado de cosas.

—Si sirve para ayudar a alguien a quien estuviera extorsionando Stanworth, estoy dispuesto a contestar a sus preguntas toda la noche —replicó con vigor Jefferson—. Empiece usted.

—Muchas gracias. Bueno, en primer lugar, ¿querría usted contarme algunos detalles acerca de la relación de su mujer con Stanworth? No conteste si no quiere, pero me alegraría mucho que lo hiciera.

—Pero creí que ya lo sabía.

Roger no creyó necesario explicar que la dama a quien se había referido no era lady Jefferson.

—¡Oh!, lo sé en su mayor parte, o eso creo —dijo con despreocupación, pero me gustaría oírselo contar a usted. Sé que estaba en manos de Stanworth, claro —añadió casi a ciegas—, pero no tengo muy claro por qué.

Jefferson se encogió de hombros.

—En fin, ya que parece saber usted tanto, más vale que se lo cuente a usted todo. Stanworth se enteró de algo sobre el padre de mi mujer. Su hermano estaba enamorado de ella, y Stanworth le dio a elegir entre casarse con él o ver a su padre humillado. Creo que podría haber hecho que metieran al viejo conde entre rejas. Como es natural, escogió casarse con el hermano, que, dicho sea de paso, ignoraba los manejos a que se dedicaba Stanworth, o eso tengo entendido. Era un tipo pusilánime y bastante amable.

—Y, claro, desde entonces Stanworth tuvo poder sobre ella.

Jefferson hizo una mueca.

—Sí —respondió lacónico—. Incluso después de la muerte de su padre, ella no quiso que ningún escándalo afectara a su familia.

—Comprendo —dijo pensativo Roger. Por eso lady Stanworth tenía tan pocos motivos para querer a su cuñado. Y, cuando Jefferson se enamoró de ella, abrazó también su causa. Ciertamente, no le faltaban motivos para librar al mundo de un hombre así. Sin embargo, aunque era posible que Jefferson y su mujer hubiesen inventado una coartada para justificar su paradero esa noche, Roger estaba tan convencido ahora de la inocencia del primero como lo estaba antes de su culpabilidad. La actitud de aquel hombre parecía excluir la idea de cualquier subterfugio. Si hubiese matado a Stanworth, Roger estaba seguro de que a esas alturas lo habría confesado con la mayor sencillez, igual que le había contado la historia de su propia indiscreción. Sin embargo, a pesar de sus convicciones, Roger no era tan idiota como para no plantear las preguntas que se le ocurrían—. ¿Por qué mantuvieron lo de su matrimonio en secreto? —preguntó—. ¿Lo sabía Stanworth?

—No, no lo habría permitido. Le habría parecido que confabulábamos contra él. Quería que estuviésemos separados, por su propio interés.

—¿Oyó usted el disparo que lo mató? —preguntó de pronto Roger.

—No. Fue a eso de las dos ¿no? Yo llevaba dormido dos horas.

—¿De modo que dormía con su mujer, a pesar de la necesidad de guardar el secreto?

—Su doncella estaba enterada. Y yo volvía a mi habitación por la mañana temprano. Era como jugar al escondite, pero no había otra alternativa.

—Así que, por así decirlo, sólo la muerte de Stanworth podría haberles liberado —murmuró Roger—. Muy oportuna, ¿no?

—Mucho —replicó lacónico Jefferson—. Cree usted que yo le obligué a pegarse un tiro, ¿verdad?

—Bueno, yo... —balbució Roger cogido totalmente por sorpresa.

Jefferson esbozó una triste sonrisa.

—Sabía que le rondaba alguna idea absurda por la cabeza. Enseguida he visto adónde quería ir a parar. Puede usted creer que no lo hice. Por la sencilla razón de que nadie, ni ninguna amenaza en este mundo, podrían haberle empujado a hacer algo así. Sólo Dios sabe por qué lo hizo. Es un completo misterio para mí. Totalmente insondable. ¡Aunque doy gracias a Dios de que lo hiciera!

—¿No cree usted que pudieran haberlo... asesinado? —sugirió tímidamente Roger.

—¿Asesinado? ¿Cómo iban a hacerlo? Eso está descartado dadas las circunstancias. Además, él tomaba muchas precauciones. Yo mismo lo habría asesinado cien veces, de no haber sabido que sólo habría servido para complicar las cosas.

—Sí, lo sé. Guardaba las pruebas en sobres dirigidos a las partes interesadas ¿no? Supongo que todo el mundo lo sabía.

—Ya puede decirlo. Nos lo recordaba constantemente. No, Stanworth no temía que lo asesinaran. Aunque Dios sabe que sentí un escalofrío cuando lo vi allí tendido y la caja cerrada.

—Estaba usted tratando de abrirla cuando le interrumpí ayer por la mañana, ¿no?

—Sí, me pescó usted con las manos en la masa —sonrió tristemente Jefferson—. Pero, aunque hubiese encontrado las llaves, no sabía la combinación. Dios, no sabe cuánto me alivió su nota. Lo sabe usted, ¿no?

—¿Recibió una nota por correo antes del almuerzo?

—Exacto. Decía que iba a quitarse la vida. Un asunto muy raro. No acerté a explicármelo. Demasiado bueno para ser cierto. Tengo la sensación de ser un hombre nuevo.

—Supongo que lo mismo le ocurre a otros muchos —apostilló en voz baja Roger—. Mira que chantajear a mujeres..., no tenía muchos reparos, ¿eh?

—Sí, eso creo. Aunque, no crea, nunca estuve enterado del todo. Era muy reservado con esas cosas.

—Y ese mayordomo —aventuró Roger—. Parece un tipo bastante duro de pelar. Imagino que Stanworth lo contrataría como una especie de guardaespaldas.

—Sí, algo parecido. Pero no creo que lo contratara.

—¿Qué quiere decir?

—Que estaba tan contratado como pueda estarlo yo. Es decir, cobrábamos un salario y hacíamos nuestro trabajo, pero no era un empleo que ninguno de los dos pudiéramos rechazar.

Roger soltó un suave silbido.

—¡Ajá! ¿Así que el amigo Graves era otra de sus víctimas? ¿Cuál es su historia?

—No conozco todos los detalles, pero tengo entendido que Stanworth habría podido enviarlo a la horca —respondió fríamente Jefferson—. En lugar de eso, prefirió emplearlo como guardaespaldas, como bien ha dicho.

—Comprendo. Así que Graves tampoco tenía motivos para apreciarle mucho.

—De no ser por lo que sabía que le esperaría después, no le habría dado a Stanworth diez minutos de vida en presencia de Graves.

Roger silbó de nuevo.

—Bueno, muchas gracias, Jefferson. Creo que eso es todo lo que necesitaba saber.

—Si trata usted de dar con alguien capaz de empujarle al suicidio, pierde el tiempo —observó Jefferson—. Era imposible.

—¡Oh!, busco unas cuantas cosas más —sonrió Roger al salir de la habitación.

Corrió escaleras arriba mirando el reloj mientras lo hacía. Eran casi las cuatro menos cinco. Dobló por el pasillo que conducía a la habitación de Alec.

—¿Ya has hecho las maletas? —preguntó asomando la cabeza por la puerta—. Estupendo, acompáñame entonces a mi habitación mientras hago las mías.

—¿Y bien? —inquirió con sarcasmo Alec una vez llegaron al dormitorio de Roger—. ¿Ha escrito Jefferson su confesión?

Roger se detuvo antes de poner la maleta en la silla.

—Alec —dijo en tono solemne—, le debo a nuestro amigo Jefferson una disculpa, aunque no puedo ofrecérsela. Estaba totalmente equivocado con respecto a él, y tú tenías razón. Él no mató a Stanworth. Es muy irritante por su parte que no lo hiciera, teniendo en cuenta lo elegantemente que había resuelto nuestro pequeño misterio, pero los hechos son los hechos.

—¡Bah! —observó Alec—. No diré «ya te lo dije» porque sé que te resultaría muy embarazoso. Pero no me importa decirte que no paro de repetírmelo.

—Sí, y lo más irritante es que estás en tu derecho de hacerlo —respondió Roger metiendo su pijama en la maleta—. Eso es lo que me molesta.

—No obstante, supongo que ya habrás encontrado a alguien que lo sustituya.

—No. ¿No es exasperante? Pero te diré un hecho interesante que he descubierto. El mayordomo tenía tantos motivos como cualquiera, si es que no tenía más, para lamentar el hecho de que Stanworth siguiera contaminando la faz de la tierra.

—¿Ah, sí? Pero, espera, ¿cómo sabes que no fue Jefferson?

Roger se lo explicó.

—Me temo que no puede decirse que sean pruebas irrefutables —concluyó—, pero los grandes detectives estamos por encima de eso. Nosotros estudiamos la psicología y tuve la sensación de que Jefferson estaba diciendo la verdad.

—¡Lady Stanworth! —comentó Alec—. ¡Dios mío!

—Hace falta valor para casarse con una mujer así, ¿verdad? Pero creo que será una esposa excelente; al menos es lo que procede decir en una ocasión como ésta. Pero, en serio, Alec, vuelvo a estar totalmente perplejo. Creo que tendré que pasarte el caso a ti.

—Bien hecho —respondió Alec con inesperadas energías—, yo te diré quién mató a Stanworth.

Roger desistió de sus esfuerzos por cerrar la abultada maleta para mirarlo con sorpresa.

—¿Ah, sí? Adelante, ¿quién fue?

—Alguna de las víctimas a quien estaba extorsionando, claro. Es lo más razonable. Primero buscamos a un misterioso desconocido. Y pensamos que pudiera tratarse de un ladrón. Convierte al ladrón en una víctima del chantajista y ya lo tienes. Y como él mismo se ocupó de quemar las pruebas y no tenemos ni la menor idea de quién estaba en la lista de chantajeados de Stanworth nunca descubriremos quién fue. Está más claro que el agua.

Roger volvió a ocuparse de su irreductible maleta.

—Pero ¿por qué descartamos la idea del robo? —preguntó—. ¿No lo habrás olvidado? Sobre todo por la desaparición de las pisadas. Eso significaba o bien que el asesino vivía en la casa o que tenía un cómplice en ella.

—No estoy de acuerdo contigo. No sabemos cómo o por qué desaparecieron las pisadas. Pudo ser pura casualidad. Tal vez William pasara el rastrillo por el lecho de flores, o alguien las vio y las borró, hay muchas explicaciones posibles.

Other books

While My Pretty One Sleeps by Mary Higgins Clark
A Tale of Two Vampires by Katie MacAlister
The Last Cut by Michael Pearce
Vodka Politics by Mark Lawrence Schrad
Wild Embrace by Nalini Singh
500 Days by Jessica Miller
Dead Ringer by Roy Lewis