El misterio de la jungla negra (20 page)

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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras, Clásico

BOOK: El misterio de la jungla negra
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Los dos cipayos que estaban emboscados detrás de un matorral se habían puesto en pie con las carabinas en la mano y lanzaban gritos de espanto.

Ante ellos, a doscientos pasos, rugía un gran tigre.

—¡Darma! —gritó Tremal-Naik.

El tigre dio un salto de algunos metros, amenazando con asaltar a los dos cipayos que le apuntaban.

—¡Huye, Darma! —gritó el cazador de serpientes viendo que los otros dos cipayos acudían en ayuda de sus compañeros.

La inteligente fiera dudó, como si comprendiese el peligro que corría su amo, y luego se alejó con la rapidez del rayo.

—Bravo animal —dijo Nagor.

—Sí, bravo y fiel —añadió Tremal-Naik. —Y esta noche nos ayudará a huir.

Apenas había comenzado el día y tenían que esperar pacientemente a que llegase la noche.

Varias veces los cipayos se aproximaron a la puerta intentando forzarla, pero un disparo de revólver bastaba para ponerlos en fuga.

A las ocho se ocultó el sol. Le siguió un breve crepúsculo y luego cayeron rápidamente las tinieblas. La luna no surgiría hasta después de algunas horas.

Hacia las once Tremal-Naik se asomó a la ventana y distinguió confusamente a los dos cipayos. Buscó al tigre, pero no lo vio.

—¿Nos vamos? —preguntó Nagor.

—Sí.

—¿Por dónde?

—Por la ventana. Sólo está a cuatro metros de altura y el suelo no es duro.

—¿Y los cipayos? —preguntó el
thug. —
Apenas hayamos saltado nos dispararán.

—Haremos que descarguen antes sus armas.

—¿Cómo?

—Ahora lo verás.

Tremal-Naik cogió las alfombras, todas las ropas que fue capaz de encontrar, los cabezales del lecho y formó un fantoche de la altura de un hombre.

—¿Estás dispuesto? —preguntó a Nagor.

—Cuando quieras salto por la ventana. ¿Y el sargento?

—Duerme y lo dejaremos dormir. Estáte atento ahora: los dos cipayos están a cincuenta pasos de nosotros. Yo asomo el fantoche. Los dos cipayos lo confundirán indudablemente con uno de nosotros y descargarán sus carabinas.

—Muy bien.

—Aprovecharemos entonces para saltar fuera y escapar.

—Eres valiente y astuto —le admiró Nagor—. Con un hombre semejante se puede lograr todo. ¡Lástima que no seas un
thug
!

—Prepárate para saltar.

Tomó el lazo y asomó el fantoche por la ventana haciendo que se moviera. Los dos cipayos dispararon.

Tremal-Naik y Nagor se precipitaron por la ventana empuñando los revólveres. Cayeron, se levantaron y emprendieron rápida carrera como dos saetas.

Detrás de ellos oyeron a los centinelas dar la alarma; se dispararon algunos tiros de fusil que no dieron en el blanco.

Tremal-Naik entró como una bomba en una empalizada. Un caballo estaba tumbado en tierra. De un puñetazo lo hizo ponerse en pie.

—Sube detrás de mí —gritó el
thug.

Los dos fugitivos saltaron al caballo, apretaron las rodillas, se agarraron a las crines y lanzaron al animal a través de la llanura.

—¿Dónde vamos? —preguntó Nagor.

—A unirnos a Kougli —respondió Tremal-Naik, golpeando los flancos del caballo con la culata del revólver.

—¡Iremos a caer entre los cipayos!

—¿Es que quizás está asediado Kougli?

—Cuando lo dejé había cipayos en el bosque.

—Iremos con cautela. Ten dispuestas las armas.

El caballo, magnífico animal de pelo negro, corría velozmente saltando fosos y matorrales, pese a su doble carga.

Ya había desaparecido el
bungalow
en las tinieblas y aparecía el bosque cuando de una espesura de bambúes gritó una voz:

—¡Eh…! ¡Alto…!

Los dos fugitivos se volvieron, aprestando sus armas.

La luna, que surgía entonces, les mostró una decena de hombres tumbados en tierra que apuntaban con sus carabinas sobre el caballo.

—¡Espoléalo! —gritó Nagor.

Un gran relámpago rompió las tinieblas, seguido por bastantes detonaciones, a las que respondieron los disparos de los revólveres.

El caballo dio un salto adelante, lanzó un relincho sofocado y cayó, arrastrando consigo a quienes lo montaban.

Los cipayos saltaron de la espesura, prorrumpiendo en gritos de alegría, que se cambiaron de improviso en gritos de terror. Una sombra gigantesca había surgido de un grupo de bambúes, emitiendo un ronco rugido. El comandante de los cipayos fue derribado por tierra de un zarpazo.

—¡Darma! —gritó Tremal-Naik, poniéndose en pie prestamente.

—¡El tigre! ¡El tigre! —gritaron los cipayos, huyendo en todas direcciones.

El inteligente animal en unos pocos saltos llegó al lado de su amo.

—Valiente Darma —dijo éste, acariciando afectuosamente a la inteligente fiera. —Tú no me abandonas nunca.

Luego se volvió al
thug:

—El aire que se respira aquí no es bueno para nosotros. Los cipayos no tardarán en volver.

Los dos indios se metieron en el bosque derribando los matorrales que dificultaban su paso y mirando alrededor por temor de caer en alguna emboscada.

Después de media hora de carrera desenfrenada llegaron a la cabaña habitada por los
thugs.

Nagor se detuvo en el exterior con el tigre y Tremal-Naik entró. Kougli estaba tumbado en el suelo, ocupado en descifrar algunas cartas en sánscrito. Apenas lo vio se puso en pie, dirigiéndose hacia él.

—¡Libre! —dijo, sin disimular su sorpresa y su alegría.

—Nos han derrotado: el capitán Macpherson ha dejado el
bungalow
sin que yo lo supiese.

—¿Y adonde ha ido?

—A Calcuta.

—¿Para qué?

Tremal-Naik vaciló un momento.

—¡Habla!

—El capitán se prepara para asaltar el refugio de los
thugs.
Sabe que Raimangal es vuestra sede. Kougli lo miró con terror.

¿Pero quién nos ha traicionado?

¡Yo! —declaró Tremal-Naik.

Al oír estas palabras el estrangulador se arrojó sobre Tremal-Naik empuñando un puñal. El cazador de serpientes le cogió la mano y le torció la muñeca diciendo:

—Lo he hecho involuntariamente. Me habían hecho beber el
youma.

—Cuéntame todo cuanto te ha sucedido —ordenó a Tremal-Naik el jefe de los
thugs.

En pocas palabras Tremal-Naik le relató lo que había ocurrido en el
bungalow.

—Has hecho mucho —dijo Kougli— pero tu misión no ha terminado todavía.

—Ya lo sé —dijo Tremal-Naik suspirando.

—¿Por qué suspiras?

—¿Por qué…? No he venido al mundo para asesinar vilmente a la gente. Es horrible lo que tengo que hacer: ¡es monstruoso…!

Kougli alzó los hombros.

—No sabes lo que es el odio —dijo.

—¡No creas que no lo sé, Kougli! —exclamó Tremal-Naik con acento salvaje—. ¡Si supieras cuánto os odio a todos vosotros…!

—¡Ten cuidado, Tremal-Naik…! ¡Ada está todavía en nuestro poder!

Tremal-Naik apretó los puños espasmódicamente y luego bajó la cabeza.

—Volvamos al capitán —dijo Kougli.

—Ciertamente que elegirá el río para llegar a Raimangal.

—Es probable —dijo Tremal-Naik.

—En Calcuta y en el fuerte William tenemos afiliados en el ejército y en los buques de guerra ingleses. Alguno ocupa una posición brillante.

—¿Y bien?

—Irás al fuerte William y ayudado por nuestros afiliados te embarcarás en su navío.

—¿Yo?

—¿Tienes miedo?

—Tremal-Naik no sabe qué es el miedo. ¿Pero crees que el capitán no me reconocerá?

Una sonrisa se dibujó en los labios de Kougli.

—Un indio puede transformarse en un malayo o en un birmano.

—Es suficiente. ¿Cuándo debo partir?

—En seguida o llegarás demasiado tarde.

—¿Está libre el camino que conduce al río?

—Los cipayos que nos asediaban han sido expulsados del bosque.

Kougli acercó sus dedos a los labios y silbó. Acudió un
thug.

—Que seis hombres de valor probado se preparen para partir.

—Sí —respondió el
thug.

—Vete.

Kougli se quitó de un dedo un anillo de oro de una forma especial, con un pequeño escudo en el que se veía grabada la misteriosa serpiente, y se lo dio a Tremal-Naik.

—Basta que se lo muestres a uno de nuestros afiliados —le dijo, —para que todos los
thugs
de Calcuta se pongan a tu disposición.

Tremal-Naik se lo puso en un dedo de la mano derecha.

—¿Tienes algo más que decirme? —le preguntó.

—¡Que si nos traicionas Ada será quemada viva!

Tremal-Naik le lanzó una mirada torva.

—¡Adiós! —le dijo bruscamente.

Salió y se aproximó a Darma, que lo miraba con inquietud, como si ya adivinase que el amo volvía a abandonarlo.

—Pobre amigo —dijo con voz triste y conmovida. —No temas, que nos volveremos a ver, Darma. Nagor cuidará de ti.

El bote en el que Tremal-Naik se había embarcado durante la noche pasaba a las nueve ante Kiddepur, gran población que surge a la orilla izquierda del Hugli, y pocos minutos más tarde llegaba a la vista de Calcuta, la reina de Bengala, la capital de todas las posesiones inglesas de la India, con su línea imponente de palacios, sus pagodas, sus cúpulas, sus extraños campanarios y sus jardines, y el fuerte William, la mayor y más poderosa fortaleza que tenía la península india, la cual para ser defendida requería por lo menos diez mil hombres.

Tremal-Naik se había puesto en pie, como impulsado por un resorte, y miraba con ojos estupefactos aquella aglomeración extraordinaria de edificios, jardines y embarcaciones.

—¡Qué esplendor…! —murmuró—. Jamás hubiera creído que a tan poca distancia del país de los tigres y de las serpientes pudiera surgir una ciudad tan inmensa.

Se volvió hacia uno de los
thugs,
el más viejo, y le preguntó:

—¿Conoces tú la ciudad?

—Sí, Tremal-Naik —respondió el indio.

—¿Sabes cuál es mi misión?

—Me lo dijo Kougli; matar al capitán para que no vaya a Raimangal.

—¿Dónde estará ese hombre?

—Lo sabremos; por lo menos así lo espero.

—¿No habrá partido?

—No hemos visto descender ningún buque de guerra por el Ganges —respondió el viejo. —Podemos, por consiguiente, estar seguros de que la expedición no ha partido todavía.

—¿Sabes si el capitán tiene alguna villa en Calcuta?

—Posee una en las cercanías del fuerte William.

—¿Se habrá alojado en ella?

—Pronto lo sabremos.

—¿Por quién?

—Por uno de nuestros afiliados que es contramaestre del «Devonshire».

—¿Qué es el «Devonshire»? —preguntó Tremal-Naik.

—Mira, aquella cañonera anclada cerca del fuerte William.

Tremal-Naik miró en la dirección indicada y distinguió, a cincuenta brazas de los macizos muros de la fortaleza, un pequeño buque de vapor, de un desplazamiento de trescientas o cuatrocientas toneladas, bastante bajo de casco y probablemente con poco calado para poder remontar fácilmente los afluentes del Ganges.

Sólo llevaba un mástil, situado hacia proa, y en popa tenía una gran pieza de artillería emplazada en una especie de plataforma.

—Vamos a ver al contramaestre —dijo Tremal-Naik.

—Despacio; es necesaria la mayor prudencia.

—Pero aquí no se nos conoce.

—¿Quién puede asegurarlo? Déjate guiar por mí, que soy uno de los más viejos
thugs.

El
thug
abandonó un momento el remo y se puso en pie mirando atentamente el puente de la cañonera.

Había bastantes marineros en la toldilla, ocupados en limpiar la cubierta y poner en orden los cables y diversos utensilios que había en ella. Entre ellos el viejo
thug
distinguió a un hombre que estaba charlando con un joven cadete.

—Es él —dijo el estrangulador volviéndose hacia Tremal-Naik.

—¿Te ha visto?

—Espera un momento —respondió el
thug
haciéndole una rápida seña.

Acercó las manos a los labios y, formando una especie de altavoz, emitió tres notas estridentes, que parecían producidas por un instrumento de cobre en lugar de por una boca humana.

Casi en seguida se vio al contramaestre volver el rostro hacia el río y luego inclinarse sobre la borda. La chalupa pasaba entonces casi por debajo de la borda de la cañonera.

La mirada del contramaestre se cruzó con la del viejo
thug
y luego se dirigió a otro lugar fingiendo observar un
grab
que descendía por la corriente con las velas desplegadas.

—Dentro de poco Hider estará en tierra —dijo el viejo volviéndose a Tremal-Naik. —Me ha comprendido.

—¿Dónde lo esperaremos?

—En una taberna que es de uno de nuestros afiliados.

La chalupa reanudó su marcha manteniéndose a poca distancia de la orilla y ascendiendo hacia el centro de la capital de Bengala.

Los buques y las barcas aumentaban ocupando toda la anchura del río. Barcos pertenecientes a todas las naciones del globo, unos de vapor y otros de vela, y un número infinito de embarcaciones indias,
grab, paular, banghe
y pinazas, se amontonaban en los muelles, mientras legiones de faquines cargaban y descargaban las mercancías, amontonándolas bajo inmensos cobertizos.

Por el contrario, en las orillas, especialmente en los
ghât,
grandes escalinatas de piedra que descienden hasta el río, se veían multitudes de hombres, mujeres y muchachos que venían a hacer sus abluciones en las sagradas aguas del Ganges.

Cualquiera que sea la estación, el indio no olvida el baño religioso que para él ha llegado a ser hoy absolutamente necesario. Creería que comenzaba mal el día si no se sumergiese en las aguas del Ganges.

La chalupa después de haber pasado en medio de aquel caos de embarcaciones y de bañistas, y ante un número infinito de espléndidas villas, pagodas y jardines, fue a detenerse ante una amplia escalinata que en aquel momento estaba despoblada.

El viejo
thug
hizo seña a sus compañeros para que permaneciesen en guardia en la chalupa y luego dijo a Tremal-Naik:

—Sígueme.

Subieron la escalinata y, atravesando la calle, se adentraron en los espléndidos jardines que embellecen las orillas del río.

Después de un cuarto de hora de marcha se metió en una callejuela fangosa y bastante estrecha y se detuvo ante un tugurio de aspecto miserable, ante el cual, sobre la puerta, colgaba un horrible pez embalsamado, de piel negra, cabeza cuadrada como la de las ranas y provisto de dos membranas paralelas de especial longitud.

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