Read El miedo a la libertad Online
Authors: Erich Fromm
¿Por qué la actividad espontánea constituye la solución al problema de la libertad? Hemos dicho que la libertad negativa hace del individuo un ser aislado que en su relación con el mundo se siente lejano y temeroso, y cuyo yo es débil y se halla expuesto a continuas amenazas. La actividad espontánea es el único camino por el cual el hombre puede superar el terror de la soledad sin sacrificar la integridad del yo; puesto que en la espontánea realización del yo es donde el individuo vuelve a unirse con el hombre, con la naturaleza, con sí mismo. El amor es el componente fundamental de tal espontaneidad; no ya el amor como disolución del yo en otra persona, no ya el amor como posesión, sino el amor como afirmación espontánea del otro, como unión del individuo con los otros sobre la base de la preservación del yo individual. El carácter dinámico del amor reside en esta misma polaridad: surge de la necesidad de superar la separación, conduce a la unidad... y, a pesar de ello, no tiene por consecuencia la eliminación de la individualidad. El otro componente es el trabajo; no ya el trabajo como actividad compulsiva dirigida a evadir la soledad, no el trabajo como relación con la naturaleza —en parte dominación, en parte adoración y avasallamiento frente a los productos mismos de la actividad humana—, sino el trabajo como creación, en el que el hombre, en el acto de crear, se unifica con la naturaleza. Lo que es verdad para el amor y el trabajo también lo es para toda acción espontánea, ya sea la realización de placeres sensuales o la participación en la vida política de la comunidad. Afirma la individualidad del yo y al mismo tiempo une al individuo con los demás y con la naturaleza. La dicotomía básica inherente a la libertad y el nacimiento de la individualidad y el dolor de la soledad se disuelve en un plano superior por medio de la actividad humana espontánea.
En ella el individuo abraza el mundo. No solamente su yo individual permanece intacto, sino que se vuelve más fuerte y recio. Porque el yo es fuerte en la medida en que es activo. No hay fuerza genuina en la posesión como tal, ni en la de propiedades materiales ni en aquella de cualidades espirituales, como las emociones o los pensamientos. Tampoco la hay en el uso y manipulación de los objetos; lo que usamos no es nuestro por el simple hecho de usarlo. Lo nuestro es solamente aquello con lo que estamos genuinamente relacionados por medio de nuestra actividad creadora, sea el objeto de la relación una persona o una cosa inanimada. Solamente aquellas cualidades que surgen de nuestra actividad espontánea dan fuerza al yo y constituyen, por lo tanto, la base de su integridad. La incapacidad para obrar con espontaneidad, para expresar lo que verdaderamente uno siente y piensa, y la necesidad consecuente de mostrar a los otros y a uno mismo un seudoyó, constituyen la raíz de los sentimientos de inferioridad y debilidad. Seamos o no conscientes de ello, no hay nada que nos avergüence más que el no ser nosotros mismos y, recíprocamente, no existe ninguna cosa que nos proporcione más orgullo y felicidad que pensar, sentir y decir lo que es realmente nuestro.
Todo ello significa que lo importante aquí es la actividad como tal, el proceso y no sus resultados. En nuestra cultura es justamente lo contrario lo que se acentúa más. Producimos no ya para satisfacción propia, sino con el propósito abstracto de vender nuestra mercadería; creemos que podemos lograr cualquier cosa, material o inmaterial, comprándola, y de este modo los objetos llegan a pertenecemos independientemente de todo esfuerzo creador propio. Del mismo modo, consideramos nuestras cualidades personales y el resultado de nuestros esfuerzos como mercancías que pueden ser vendidas a cambio de dinero, prestigio y poder. De este modo, se concede importancia al valor del producto terminado en lugar de atribuírsela a la satisfacción inherente a la actividad creadora. Por ello el hombre malogra el único goce capaz de darle la felicidad verdadera —la experiencia de la actividad del momento presente— y persigue en cambio un fantasma que lo dejará defraudado apenas crea haberlo alcanzado: la felicidad ilusoria que llamamos éxito.
Si el individuo realiza su yo por medio de la actividad espontánea y se relaciona de este modo con el mundo, deja de ser un átomo aislado; él y el mundo se transforman en partes de un todo estructural; disfruta así de un lugar legítimo y con ello desaparecen sus dudas respecto de sí mismo y del significado de su vida. Ellas surgen del estado de separación en que se halla y de la frustración de su vida; cuando logra vivir, no ya de manera compulsiva o automática, sino espontáneamente, entonces sus dudas desaparecen. Es consciente de sí mismo como individuo activo y creador y se da cuenta de que sólo existe un significado de la vida: el acto mismo de vivir.
Si el individuo logra superar la duda básica respecto de sí mismo y de su lugar en la vida, si está relacionado con el mundo comprendiéndolo en el acto de vivir espontáneo, entonces aumentará su fuerza como individuo, así como su seguridad. Esta, sin embargo, difiere de aquella que caracteriza el estado preindividual, del mismo modo como su nueva forma de relacionarse con el mundo es distinta de la de los vínculos primarios. Esa nueva seguridad no se halla arraigada en la protección que el individuo recibe de parte de algún poder superior extraño a él; tampoco es la seguridad en la que resulta eliminado el carácter trágico de la vida. La nueva seguridad es dinámica, no se basa en la protección, sino en la.actividad espontánea del hombre: es la que adquiere en cada instante por medio de tal esfuerzo. Es la seguridad que solamente la libertad puede dar, que no necesita de ilusiones, porque ha eliminado las condiciones que origina tal necesidad.
La libertad positiva, como realización del yo, implica la afirmación plena del carácter único del individuo. Todos los hombres nacen iguales, pero también nacen distintos. La base de esa peculiaridad individual se halla en la constitución hereditaria, fisiológica y mental con la que el hombre entra en la vida, así como en la especial constelación de circunstancias y experiencias que le toca luego enfrentar. Esta base individual de la personalidad es tan distinta en cada persona como lo es su constitución física; no hay dos organismos idénticos. La expansión genuina del yo se realiza siempre sobre esta base individual; es un crecimiento orgánico, el desplegarse de un núcleo que pertenece peculiarmente a una determinada persona y solamente a ella. Por el contrario, el desarrollo del autómata no es de carácter orgánico. El crecimiento de la base de la personalidad se ve obstruido, superponiéndose al yo auténtico un seudoyó formado —como ya se ha visto— por la incorporación de formas extrañas de pensamiento y emoción. El crecimiento orgánico es sólo posible con la condición de que se acuerde un respeto supremo a la peculiaridad del propio yo, así como al de los demás. Este respeto por el carácter único de la personalidad, unido al afán de perfeccionarla, constituye el logro más valioso de la cultura humana y representa justamente lo que hoy se halla en peligro.
El carácter único del yo no contradice de ningún modo el principio de igualdad. La tesis de que todos los hombres nacen iguales implica que todos ellos participan de las mismas cualidades humanas fundamentales, que comparten el destino esencial de todos los seres humanos, que poseen por igual el mismo inalienable derecho a la felicidad y a la libertad. Significa, además, que sus relaciones recíprocas son de solidaridad y no de dominación o sumisión. Lo que el concepto de igualdad no significa es que todos los hombres sean iguales. Tal noción se deriva de la función que los individuos desempeñan actualmente en la vida económica. En la relación que establece entre vendedor y comprador, las referencias concretas de personalidad son eliminadas. En esta situación interesa una sola cosa: que el primero tenga algo por vender y el segundo dinero para comprar. En la vida económica un hombre no es distinto de otro; pero sí lo es como persona real, y cultivar el carácter único de cada cual constituye la esencia de la individualidad.
La libertad positiva implica también el principio de que no existe poder superior al del yo individual; que el hombre representa el centro y el fin de la vida, que el desarrollo y la realización de la individualidad constituyen un fin que no puede ser nunca subordinado a propósitos a los que se atribuyen una dignidad mayor. Esta concepción puede originar serias objeciones. ¿No se postula con ella un egoísmo desenfrenado? ¿No representa la negación de la idea de sacrificio por un ideal? ¿No conducirá su aceptación a la anarquía? Todas estas preguntas ya han sido contestadas, implícita o explícitamente, en la exposición anterior. Sin embargo, son tan importantes para nosotros que es menester realizar otro intento para aclarar aquellas respuestas y eliminar equívocos.
Decir que el hombre no debiera sujetarse a nada superior a él mismo, no implica negar la dignidad de los ideales. Por el contrario, constituye su afirmación más decidida. Esto nos obliga, sin embargo, a realizar un análisis crítico del ideal. Actualmente nos hallamos dispuestos, por lo general, a suponer que constituye un ideal todo propósito que no implique ganancias materiales, cualquier objetivo por el cual estemos dispuestos a sacrificar fines egoístas. Se trata de un concepto puramente psicológico y relativista. Según esta posición subjetivista, un fascista —impulsado por el deseo de subordinarse frente a un poder superior y, al mismo tiempo, por el de dominar a los demás— posee un ideal, del mismo modo como el que lucha por la libertad y la igualdad humanas. Nunca podrá resolverse el problema de los ideales sobre esta base.
Es menester reconocer la diferencia que existe entre los ideales genuinos y los ficticios, distinción tan fundamental como la que se da entre lo verdadero y lo falso. Todos los ideales genuinos tienen esto en común: expresan el deseo de algo que todavía no se ha realizado, pero que es deseable para el desarrollo y la felicidad del individuo. Quizá no siempre sepamos qué es lo más adecuado para ese fin, quizá podamos discrepar acerca de la función de este o aquel ideal para el desarrollo humano, pues no existe ninguna razón en apoyo de un relativismo que nos prohíba conocer qué es lo que favorece o frustra la vida. No siempre estamos seguros acerca de la salubridad de este o aquel alimento, y sin embargo, no concluimos por ello que no existe ningún modo posible de reconocer la existencia del veneno. Análogamente podemos saber, si así lo deseamos, qué cosa representa un tóxico para la vida mental. Sabemos que la pobreza, la intimidación, el aislamiento, están dirigidos contra la vida: que todo lo que sirva a la libertad y desarrolle el valor y la fuerza para ser uno mismo es algo en favor de la vida. Lo que es bueno o malo para el hombre no constituye una cuestión metafísica, sino empírica, y puede ser resuelta analizando la naturaleza del hombre y el efecto que ciertas condiciones ejercen sobre él.
¿Qué pensar entonces de aquellos «ideales» que, como los del fascismo, se dirigen decididamente contra la vida? ¿Cómo podemos comprender el hecho de que haya hombres que los sigan tan fervientemente, como los adeptos de ideales verdaderos siguen los suyos? Ciertas consideraciones psicológicas nos proporcionarán la respuesta a esta pregunta. El fenómeno del masoquismo nos muestra que las personas pueden sentirse impulsadas a experimentar el sufrimiento o la sumisión. No hay duda de que tanto éstos como el suicidio constituyen la antítesis de los objetivos positivos de la vida. Y, sin embargo, se trata de fines que pueden ser experimentados subjetivamente como satisfactorios y atrayentes. Tal atracción hacia lo que es más perjudicial para la vida es el fenómeno que merece con más derecho que todos los demás el nombre de perversión patológica. Muchos psicólogos han supuesto que la experiencia del placer y el rechazo del dolor representan el único principio legitimo que guía la acción humana; pero la psicología dinámica puede demostrar que la experiencia subjetiva del placer no constituye un criterio suficiente para valorar, en función de la felicidad humana, ciertas formas de conducta. Un ejemplo de esto es el fenómeno masoquista. Su análisis muestra que la sensación de placer puede ser el resultado de una perversión patológica, y también que representa una prueba tan poco decisiva con respecto al significado objetivo de la experiencia como el gusto dulce de un veneno para sus efectos sobre el organismo. Llegamos así a definir como ideal verdadero todo propósito que favorezca el desarrollo, la libertad y la felicidad del yo, considerándose, en cambio, ficticios aquellos fines compulsivos e irracionales que, si bien subjetivamente representan experiencias atrayentes (como el impulso a la sumisión), en realidad resultan perjudiciales para la vida. Aceptada esta definición, se deduce que un ideal verdadero no constituye una fuerza oculta, superior al individuo, sino que es la expresión articulada de la suprema afirmación del yo. Todo ideal que se halle en contraste con tal afirmación representa, por ello mismo, no ya un ideal, sino un fin patológico.
Con esto llegamos a otro problema: el del sacrificio. Nuestra definición de la libertad como rechazo de la sumisión a todo poder superior, ¿excluye el sacrificio, incluso el sacrificio de la propia vida? Se trata de un problema que reviste gran importancia actualmente, cuando el fascismo proclama el sacrificio de sí mismo como la más alta de las virtudes y logra impresionar a tanta gente con su carácter idealista. De lo que se ha afirmado hasta ahora surge naturalmente la respuesta a tal pregunta. Hay dos tipos completamente distintos de sacrificio. Uno de los aspectos trágicos de la vida reside en el hecho de que las demandas de nuestro yo físico pueden entrar en conflicto con los propósitos de nuestro yo espiritual, pudiendo vernos así obligados a sacrificar el primero para asegurar la integridad del segundo. Es un sacrificio que no perderá nunca su carácter trágico. La muerte no es jamás dulce, aun cuando se la enfrente en nombre del más alto de los ideales. Es atrozmente amarga, y sin embargo puede constituir la afirmación extrema de nuestra individualidad. Tal sacrificio es fundamentalmente distinto del «sacrificio» que predica el fascismo: no se trata en este caso del más alto precio que pueda ser pagado para afirmar el propio yo, sino de un fin en sí mismo. Este sacrificio masoquista busca el cumplimiento de la vida en su negación misma, en la aniquilación del yo. No es otra cosa que la expresión suprema de los propósitos del fascismo en todos sus aspectos: la destrucción del yo individual y su sumisión a un poder superior. Representa la perversión del sacrificio verdadero, así como el suicidio es la perversión extrema de la vida. El sacrificio genuino supone siempre un ilimitado anhelo de integridad espiritual; el de aquellos que la han perdido tan sólo encubre su bancarrota moral. Queda por contestar una última objeción: si se les permite a los individuos obrar libremente en el sentido de la espontaneidad, si los hombres no reconocen autoridad superior alguna a la de ellos mismos, ¿no surgirá inevitablemente la anarquía? En la medida en que este término se refiere al egoísmo irresponsable y a la destructividad, el factor determinante depende de la noción que se tenga acerca de la naturaleza humana. Yo sólo puedo referirme a lo que se ha señalado en el capítulo concerniente a los mecanismos de evasión, a saber, que el hombre no es ni bueno ni malo, que la vida posee una tendencia inherente al desarrollo, a la expansión, a la expresión de sus potencialidades; que si se frustra la vida, si el individuo se ve aislado, abrumado por las dudas y por sentimientos de soledad e impotencia, entonces surge un impulso de destrucción, un anhelo de sumisión o de poder. Si la libertad humana se establece como libertad positiva, si el hombre puede realizar su yo plenamente y sin limitaciones, habrán desaparecido las causas fundamentales de sus tendencias impulsivas asociales, y tan sólo los individuos anormales o enfermos representarán un peligro. En la historia de la humanidad este tipo de libertad no ha llegado nunca a realizarse, y sin embargo ha constituido un ideal que el hombre no abandonó jamás, aun cuando lo expresara a menudo en formas abstrusas e irracionales. No hay razón para maravillarse de que la historia muestre tanta crueldad y destrucción. Si hay algo que nos puede sorprender —y alentar— es el hecho de que la raza humana, a pesar de lo acontecido, ha mantenido —y desarrollado— aquellas cualidades de dignidad, valor, decencia y bondad que observamos en todo el curso de la historia, y actualmente, en innumerables individuos.