Falkenberg se alzó de hombros.
—Ésa es una decisión que usted tendrá que tomar, señor Hamner. Podría darle mi palabra de que no deseamos hacerles ningún daño a ustedes, pero, ¿de qué le valdría? Me comprometo a cuidarme de su familia, si aún lo desea.
Hubo otro grito que llegaba del Estadio, esta vez más fuerte. Bradford y el teniente coronel Córdova dejaron su mesa, aún hablando en voz baja. La conversación parecía muy animada, con gestos violentos, como si Córdova estuviera tratando de convencer a Bradford de algo. Mientras salían, Bradford lo aceptó.
George les miró salir de la sala. La multitud aulló de nuevo, haciéndole tomar una decisión.
—Esta tarde mandaré a Laura y los chicos a su cuartel.
—Mejor que sea ahora mismo —le dijo con calma Falkenberg.
George frunció el ceño.
—¿Quiere decir que no queda mucho tiempo? Sea lo que sea que tenga usted planeado, habrá de ser rápido. Pero, ¿esta tarde?
John agitó la cabeza.
—Parece usted creer que yo tengo una especie de plan general trazado, señor vicepresidente. No. Lo que le sugiero es que lleve a su familia a nuestro cuartel antes de que me ordenen no ocuparme de su protección, eso es todo. Por lo demás, sólo soy un soldado, en una situación que es política.
—Con el profesor Whitlock que le aconseja —dijo Hamner. Miró fijamente a Falkenberg. Luego dijo—: Con eso le he cazado, ¿no? He visto a Whitlock por ahí, y me he preguntado por qué no iría a ver al presidente. Debe de tener al menos a cincuenta agentes políticos en la Convención, en este mismo momento.
—Parece usted muy observador —comentó Falkenberg.
—Seguro.— Hamner estaba amargado—. ¿Y de qué infiernos me sirve serlo? No entiendo nada de lo que está pasando, y no me fío de nadie. Veo piezas del rompecabezas, pero no las puedo juntar. A veces pienso que debería utilizar la influencia que aún me quede para sacarle a
usted
de escena.
—Lo que usted desee —la sonrisa de Falkenberg era fríamente educada—. ¿A quién sugiere para guardar a su familia después? ¿Al jefe de la Policía? Escuche.
El Estadio rugió de nuevo, con un airado sonido que fue creciendo en volumen.
—Usted gana.—Hamner se alzó de la mesa y caminó lentamente de vuelta a la sala del Consejo. La cabeza le daba vueltas.
Sólo tenía clara una cosa: John Christian Falkenberg controlaba la única fuerza militar en Hadley que podía oponerse a la gente de Bradford… y a los pistoleros del Partido de la Libertad, que desde el principio habían sido los principales enemigos. No puedo olvidarme de ellos porque le esté cogiendo miedo a Ernie, pensó George.
Se alejó de la sala del Consejo y bajó al piso de abajo, al apartamento que le habían asignado. Cuanto antes estuvieran Laura y los niños en el cuartel, mejor se sentiría.
Pero, ¿no la estaré enviando con mis enemigos? ¡Oh, Dios! ¿Puedo fiarme de alguien? Boris había dicho que era un hombre honorable. No dejes de recordar eso, no dejes de recordarlo. Honor. Falkenberg tiene honor y Ernie Bradford no lo tiene.
¿Y yo? ¿Qué es lo que tengo yo, después de haber abandonado el Partido de la Libertad y haber traído a mis técnicos al Partido Progresista? Un título sin significado de vicepresidente segundo, y…
La muchedumbre aulló de nuevo:
—¡TODO EL PODER PARA EL PUEBLO!
George lo oyó y caminó más deprisa.
La sonrisa de Bradford había vuelto. Fue en la primera cosa en que George se fijó, mientras entraba en la sala del Consejo. El hombrecillo estaba en pie junto a la mesa con una sonrisa divertida. Parecía bastante auténtica, y resultaba algo atemorizadora.
—¡Ah, aquí está nuestro noble ministro de la Tecnología y vicepresidente segundo! — dijo Bradford con una mueca burlona—. Justo a tiempo. Señor presidente, esa gente de ahí fuera amenaza la seguridad de la ciudad. Estoy seguro de que les complacerá a todos el saber que he dado pasos para controlar la situación.
—¿Qué es lo que ha hecho? —preguntó George.
La sonrisa de Bradford aún se hizo más amplia:
—En este momento, el coronel Córdova está deteniendo a los líderes de la oposición. Incluyendo, señor presidente, a los jefes de la Asociación de Ingenieros y Técnicos que se les han unido. Esta rebelión estará acabada en menos de una hora.
Hamner miró al otro.
—¡So estúpido! ¡Hará que todos los técnicos de la ciudad se unan a la gente del Partido de la Libertad! ¡Y los técnicos controlan las centrales de energía, que eran la única influencia que teníamos sobre la multitud! ¡Eres un jodido estúpido incompetente!
Bradford habló con exagerada educación:
—Pensé que le complacería, George, el ver acabarse tan fácilmente la rebelión. Naturalmente, he mandado gente a controlar las centrales de energía. ¡Ah, escuchen!
La multitud de fuera ya no estaba cantando. Se oía un hablar confuso, y luego un muro de sonido que se fue haciendo más y más amenazante. No les llegaban sonidos coherentes, sólo los rugidos airados y amenazadores. Luego se produjo una rápida descarga de disparos.
—¡Dios mío! —El presidente Budreau miró con los ojos desorbitados, confuso—. ¿Qué es lo que pasa? ¿A quién están disparando? ¿Es que ha empezado usted una guerra abierta?
—Se necesitan medidas drásticas, señor presidente —dijo Bradford—. ¿Quizá demasiado drásticas para usted?
Agitó la cabeza.
—¡Ha llegado la hora de las medidas duras, señor presidente, y Hadley no puede ser gobernado por hombres sin redaños! ¡Nuestro futuro le pertenece a aquellos que tengan la voluntad de aferrarlo!
George Hamner se volvió hacia la puerta. Antes de que pudiera alcanzarla, Bradford le llamó:
—Por favor, George —su voz estaba llena de preocupación—. Me temo que no puedes irte aún. No sería seguro para ti. Me he tomado la libertad de ordenarles a los hombres del coronel Córdova que, esto… que guarden esta sala, mientras mis tropas restauran el orden.
Una intranquila quietud llenaba el Estadio, y así aguardaron bastante tiempo. Luego se oyeron gritos y nuevos disparos.
Los sonidos se acercaron, como si se produjesen fuera del Estadio, además de dentro. Bradford frunció el entrecejo, pero nadie dijo nada. Esperaron lo que les pareció una eternidad, mientras el tiroteo continuaba. Disparos, gritos, alaridos, sirenas y alarmas… Eso y más, todo en confusión.
La puerta se abrió de golpe y Córdova entró. Ahora llevaba las insignias de coronel. Miró en derredor de la habitación, hasta que halló a Bradford.
—Señor, ¿podría salir un momento, por favor?
—Hará usted su informe ante todo el Consejo —le ordenó el presidente Budreau. Córdova miró a Bradford—. Ahora mismo.
Córdova seguía mirando a Bradford. El vicepresidente asintió con un pequeño gesto.
—Muy bien, señor —aceptó el joven oficial—. Tal como ordenó el vicepresidente, elementos del Cuarto Batallón procedieron hasta el Estadio y detuvieron a unos cincuenta líderes de la llamada Convención Constitucional.
»Nuestro plan era entrar rápidamente y sacar a los detenidos, a través del palco presidencial, para traerlos a palacio. No obstante, cuando intentamos hacer las detenciones, se nos opusieron hombres armados, muchos de ellos con los uniformes de las mesnadas. Nos dijeron que no habría armas en el Estadio, pero esto no era cierto.
»La muchedumbre dominó a mis hombres y liberó a los prisioneros. Cuando intentamos volverlos a capturar, fuimos atacados por la chusma y nos vimos obligados a abrirnos paso, luchando, para salir del Estadio.
—¡Dios mío! —suspiró Budreau—. ¿Cuánta gente ha resultado herida?
—¡Las centrales de energía! ¿Las han ocupado? —quiso saber Hamner.
Córdova puso cara de tristeza.
—No, señor. No dejaron entrar en ellas a mis hombres. Un consejo de técnicos e ingenieros controla las centrales, y amenaza con destruirlas si intentamos entrar por la fuerza. Hemos tratado de aislarlas de todo apoyo del exterior, pero no creo que pueda mantener el orden sólo con mi batallón. Necesitaremos todas las fuerzas de la Guardia Nacional para…
—¡Idiota! —Hamner se apretó la mano izquierda con la derecha e hizo fuerza hasta que le dolió. Un consejo de técnicos. Los conocía a casi todos. Eran sus amigos, o lo habían sido. ¿Alguno de ellos se fiaría ahora de él? Al menos, Bradford no controlaba las centrales de fusión.
—¿Cuál es el estado de cosas actual ahí fuera? —preguntó el presidente Budreau. Aún podían oír disparos por las calles.
—Esto… Hay una multitud que ha levantado barricadas en el mercado, y otra en el teatro frente a palacio, señor. Mis tropas están tratando de desalojarlos —la voz de Córdova sonaba a excusa.
—Tratando. No es probable que lo logren.—Budreau se alzó y fue a la puerta de la antesala—. ¿Coronel Falkenberg?
—¿Sí, señor? —Falkenberg entró en la sala cuando el presidente le hizo un gesto.
—Coronel, ¿conoce usted la situación del exterior?
—Sí, señor presidente.
—¡Maldita sea, hombre! ¿Puede hacer usted algo al respecto?
—¿Qué es lo que el presidente sugiere que haga? —Falkenberg miró a los ministros del Consejo—. Durante tres meses he tratado de mantener el orden en esta ciudad. No pudimos lograrlo ni con la cooperación de los técnicos…
—No fue culpa mía… —empezó a decir Córdova.
—No le he invitado a hablar —los labios de Falkenberg estaban fruncidos en una línea de dureza—. Caballeros, ahora tienen ustedes una rebelión abierta y, al mismo tiempo, han logrado poner en su contra a uno de los bloques más poderosos de su partido. Ya no controlamos ni las centrales de energía ni los centros de producción de alimentos. Así que repito, ¿qué es lo que el presidente sugiere que haga?
Budreau asintió con la cabeza.
—Ésa es una crítica bastante justa.
Fue interrumpido por Bradford:
—¡Eche a esa chusma de las calles! ¡Use a sus preciosas tropas para luchar, que es precisamente para lo que están aquí!
—Desde luego —aceptó Falkenberg—. ¿Firmará el presidente una proclamación de la Ley Marcial?
Budreau asintió a desgana:
—Supongo que tendré que hacerlo.
—Muy bien —dijo Falkenberg.
Hamner alzó la vista repentinamente. ¿Qué era lo que había detectado en la voz y el comportamiento de Falkenberg? ¿Algo importante?
—Es habitual para los políticos meterse en situaciones de las que sólo les pueden sacar los militares. Y también es habitual en ellos el después echarles las culpas a los militares —dijo Falkenberg—. Estoy dispuesto a aceptar la responsabilidad por hacer cumplir la Ley Marcial, pero debo de tener el mando de todas las fuerzas gubernamentales. No intentaré restaurar el orden, mientras algunas de las tropas no respondan a mis órdenes.
—¡No! —Bradford se puso en pie de un salto. La silla cayó al suelo tras él—. ¡Ya veo lo que está haciendo! ¡También está en contra mía! ¡Es por eso por lo que nunca era la hora de actuar, nunca era el momento de que yo fuese presidente! ¡Quiere controlar el planeta para usted mismo! ¡Bueno, pues no se saldrá con la suya, dictador de vía estrecha! ¡Córdova, arreste a ese hombre!
Córdova se lamió los labios y miró a Falkenberg. Ambos militares iban armados. Córdova decidió no correr riesgos:
—¡Teniente Hargreave! —gritó. La puerta de la antesala se abrió un poco más.
Nadie entró.
—¡Hargreave! —gritó de nuevo Córdova. Puso la mano sobre la pistola que llevaba enfundada al cinto—. Está usted bajo arresto, coronel Falkenberg.
—¿Usted cree?
—¡Esto es absurdo! —gritó Budreau—. ¡Coronel Córdova, aparte su mano de esa arma! ¡No consentiré que mi Consejo de Ministros sea convertido en una farsa!
Por un momento no pasó nada, la habitación estaba muy silenciosa y Córdova miró de Budreau a Bradford, preguntándose qué hacer.
Luego Bradford se volvió hacia el presidente:
—¿Tú también, viejo? ¡Detenga también al señor Budreau, coronel Córdova! ¡En cuanto a usted, señor traidor George Hamner, va a tener lo que se merece! Tengo hombres por todo el palacio, sabía que tendría que hacer esto.
—¿Sabías…? ¿Qué significa esto, Ernest? —El presidente Budreau parecía asombrado y su voz sonaba quejumbrosa—. ¿Qué estás haciendo?
—¡Oh, cállate ya, viejo! —resopló Bradford—. ¡Supongo que también tendré que hacerte fusilar a ti!
—Creo que ya hemos oído suficiente —dijo con tono fuerte Falkenberg. Su voz resonó por la sala, a pesar de que no había gritado—: Y me niego a dejarme arrestar.
—¡Matadlo! —gritó Bradford. Metió la mano bajo su túnica.
Córdova desenfundó su pistola. Aún no la había sacado del todo de la pistolera, cuando se oyeron disparos desde la puerta. Sus secos ladridos llenaron la habitación, y los oídos de Hamner retumbaron por la conclusión.
Bradford se giró hacia la puerta con una mirada de sorpresa. Luego, sus ojos se vidriaron y se deslizó hacia el suelo, con su media sonrisa aún en los labios. Se oyeron más disparos y el sonido de armas automáticas, y Córdova fue lanzado contra la pared de la sala del Consejo. Fue suspendido contra ella por las balas que le golpeaban. Brillantes manchas rojas aparecieron sobre su uniforme.
El sargento mayor Calvin entró en la sala con tres Infantes de Marina en traje de combate, cuero sobre las aparatosas armaduras personales. Sus cascos eran opacos a la brillante luz solar, teñida de azul, que penetraba por los ventanales de la cámara.
Falkenberg asintió y enfundó su pistola.
—Para citar al señor Bradford, me tomé la libertad de asegurar los pasillos, señor presidente. Ahora, señor, si quiere usted hacer esa proclamación, me ocuparé de la situación que hay en las calles. ¿Sargento mayor?
—¡Señor!
—¿Tiene usted la proclamación de la Ley Marcial que redactó el capitán Fast?
—Señor. —Calvin sacó un documento enrollado de un bolsillo de su guerrera de cuero. Falkenberg lo tomó y lo alisó en la mesa, frente a Budreau.
—Pero… —el tono del presidente era de desesperanza—. De acuerdo. No es que tengamos muchas posibilidades.
Miró al cadáver de Bradford y sintió un escalofrío.
—Estaba dispuesto a asesinarme —murmuró. El presidente parecía confuso. Habían sucedido muchas cosas, y aún había muchas otras que hacer.
Fuera, los sonidos de la batalla se hacían más fuertes, y la sala del Consejo se llenó con el claro olor cuprífero de la sangre fresca. Budreau atrajo el pergamino hacia sí, le dio una ojeada y luego tomó una pluma de su bolsillo. Garabateó su firma al pie y luego se lo pasó a Hamner para que lo firmase como testigo.