—¡No estás muerta! ¡Entonces vete!
Ahora ya podía dejar la rana en el suelo. La punzada de dolor había disminuido.
—¿Qué ha sido esto? —Mati empezó a hablarle a la rana como si fuera capaz de responderle—. Creí que estabas muerta, pero me equivoqué. Sin embargo vas a perder una pata. Y tus días de dar saltos se habrán acabado. Lo siento.
Se levantó y observó al imperturbable animal, que emitió un sonoro «crrroag».
—Sí, vale. Lo mismo te deseo —Mati dio media vuelta para marcharse.
—Crrroag.
El sonido le obligó a volverse y a arrodillarse de nuevo. Los ojos saltones de la rana, antes vidriosos por la muerte, estaban ahora brillantes y alertas. Miró fijamente a Mati.
—Mira, te voy a poner en aquellos helechos, porque si te quedas en campo abierto, puede llegar otro animal y zamparte. Ahora estás en desventaja, porque no puedes escabullirte dando saltos. Tienes que aprender a esconderte.
Levantó la rana y la llevó a los frondosos helechos.
—Si me hubiera traído la navaja —le dijo— te cortaría esos jirones de piel de los que te cuelga la pata; quizá entonces te curarías más deprisa. Así la vas a estar arrastrado por todos lados y te va a molestar. Pero no puedo hacer nada.
Se inclinó para liberarla, sin dejar de pensar en alguna forma de ayudarla.
—Tal vez pueda cortarla con una piedra afilada. Solo es una minucia de piel y es posible que ni te duela. Quédate aquí —ordenó Mati, y dejó la rana en el suelo junto a los helechos.
«Como si pudiera saltar», pensó.
Regresó a la orilla del arroyo que había cruzado y encontró algo que podía servirle: una lasca de piedra de borde afilado. La llevó al lugar donde yacía la rana, inmovilizada por su herida.
—Bueno —dijo Mati—, no tengas miedo. Voy a estirarte una chispa y después te cortaré con mucho cuidado esta pata muerta. Es lo mejor para ti.
Colocó la rana boca arriba y tiró de la pata desgarrada, para hacer la amputación de la forma más rápida y sencilla posible. Sólo había que cortar unas cuantas hebras de carne.
Pero entonces sintió que una sacudida repentina de energía dolorosa le bajaba por el brazo y se concentraba en las puntas de sus dedos. Mati era incapaz de moverse. Su mano aferró la pata casi arrancada y sintió el latido de su propia sangre en las venas. Su pulso repiqueteaba tanto que podía escucharlo.
Aterrado, Mati contuvo el aliento durante lo que le pareció una eternidad. Entonces todo acabó. Lo que hubiera ocurrido acabó. Vacilante, apartó la mano de la rana herida.
—Crrroag.
—Me voy. No sé lo que ha pasado, pero me voy.
Dejó caer la piedra afilada y trató de levantarse, pero no tenía fuerza en las rodillas, y se sentía mareado y débil. Arrodillado junto a la rana, respiró hondo varias veces, intentando reunir la energía necesaria para salir pitando.
—Crrroag.
—¡Calla ya! ¡No quiero oír eso!
Como si entendiera lo que Mati decía, la rana se dio la vuelta sola, colocándose en posición normal, y se dirigió a los helechos. Pero no iba arrastrando una pata inútil. Las dos se movían, con poca elegancia, cierto, pero avanzaba con las dos. Desapareció en el macizo de helechos agitados por la brisa.
Al cabo de un rato Mati fue capaz de ponerse en pie. Tremendamente cansado, salió del Bosque y fue dando tropezones hasta su casa.
* * *
Ahora, tumbado en la cama, sentía el mismo agotamiento, pero más intenso. Le dolían los brazos. Mati pensó en lo ocurrido. La rana era muy pequeña. Lo último ha sido con dos perros.
Esto era mucho mayor.
«Debo aprender a controlarlo», se dijo Mati.
Entonces, sin previo aviso, rompió a llorar. Mati se enorgullecía de no haber llorado nunca. Pero ahora lloraba a mares, y sintió como si las lágrimas que le corrían por las mejillas le limpiaran, como si su cuerpo necesitara vaciarse.
Por fin, estremeciéndose, exhausto, se enjugó los ojos, se puso de lado y se quedó dormido, a pesar de ser mediodía. El sol estaba en su punto más alto sobre Pueblo. Mati sufrió amorfas pesadillas relacionadas con el dolor; su cuerpo, incluso dormido, estaba en tensión. Entonces sus sueños cambiaron. Sus músculos se relajaron y se serenó. Soñaba ahora con curaciones, con vidas nuevas, con sosiego.
—¡Llegan nuevos! ¡Y entre ellos hay una chica guapa!
Ramón le gritó a Mati, pero sin detenerse. Iba a todo correr, ansioso por alcanzar la plaza de entrada a Pueblo, donde siempre se recibía a los nuevos que llegaban. Había allí, de hecho, un cartel de bienvenida, aunque muchos de los nuevos, como habían descubierto, no sabían leer. Mati fue uno de ellos. La palabra «bienvenida» no significó nada para él cuando llegó.
—La vi pero no sabía leer —le dijo a Veedor en una ocasión—, y tú que sabías leer no pudiste verla.
—Vaya par, ¿no? Por eso nos llevamos tan bien —el ciego se había reído.
—¿Puedo ir yo? Esto casi está.
Cuando Ramón pasó corriendo y les gritó, Mati y el ciego estaban arreglando el huerto, arrancando las últimas vainas de guisantes: hacía tiempo que habían dejado de ser de temporada. El verano acabaría pronto. Tenían que almacenar enseguida los granos y los tubérculos.
—Sí, por supuesto. Yo también voy. Es importante darles la bienvenida.
Se lavaron las manos rápidamente y salieron del huerto; cerrando la cancela tomaron la misma senda por la que había pasado corriendo Ramón. La entrada no estaba lejos, y los nuevos eran albergados allí. En el pasado, solían llegar solos o en parejas, pero ahora casi siempre venían en grupos: familias enteras con aspecto cansado por la enorme distancia recorrida, gentes de rostros desencajados porque dejaban atrás cosas horribles y su huida había sido peligrosa y aterradora. Pero también estaban esperanzados y demostraban un sincero alivio al ser recibidos con sonrisas. La gente de Pueblo se enorgullecía de sí misma en las bienvenidas; muchos dejaban incluso sus trabajos habituales para acercarse y tomar parte en ellas.
Con frecuencia los nuevos no llegaban en buen estado. Se apoyaban en muletas, estaban enfermos; a veces tenían el cuerpo desfigurado por las heridas o porque habían nacido así. Había huérfanos. Todos eran bienvenidos.
Mati se unió al abarrotado semicírculo y sonrió de modo alentador a los nuevos mientras los encargados de recibirlos apuntaban sus nombres, uno por uno, y les asignaban los ayudantes que les conducirían a sus refugios y les echarían una mano para instalarse. Le pareció ver a la chica que Ramón había dicho, una muchacha delgada pero adorable, como de su edad. Tenía la cara sucia y el pelo revuelto. Llevaba de la mano a un niñito con los ojos repletos de mucosidad amarilla; era una dolencia corriente de los nuevos que se curaba enseguida con un preparado de hierbas. Hubiera asegurado que la chica estaba preocupada por el niño, y trató de sonreírle de forma tranquilizadora.
Esta vez había más que de costumbre.
—Es un grupo grande —susurró Mati al ciego.
—Sí, lo oigo. Me pregunto si habrán empezado a escuchar rumores sobre lo de cerrar Pueblo.
Mientras Veedor hablaba, ambos oyeron algo y se volvieron. Aproximándose al comité de bienvenida y al laborioso procesamiento de los nuevos, un pequeño grupo de gente que Mati conocía (con Mentor a la cabeza) gritaba:
—Vamos a cerrar. Vamos a cerrar. Ni uno más. Ni uno más.
El comité de bienvenida no sabía cómo reaccionar. Siguieron sonriendo a los nuevos y adelantándose para estrecharles la mano, pero la algarabía incomodó a todo el mundo.
Por último, apareció Líder entre la confusión. Alguien le había avisado, aparentemente. El gentío le abrió paso y los que gritaban se callaron.
La voz de Líder era, como siempre, serena. Habló en primer lugar a los nuevos, para darles la bienvenida. Acostumbraba a hacerlo en el mismo día, pero unas horas después, cuando habían comido y estaban instalados. Pero hoy, en vez de esperar, los tranquilizó en ese momento con unas palabras:
—Nosotros también hemos sido nuevos alguna vez —dijo con una sonrisa—, excepto los más jóvenes, porque han nacido aquí. Sabemos lo que han sufrido. Nunca más volverán a pasar hambre, nunca más vivirán sometidos a reglas injustas, nunca más serán perseguidos. Nos honra que estén entre nosotros. Bienvenidos a su nuevo hogar. Bienvenidos a Pueblo.
Se volvió a los encargados del recibimiento y dijo:
—Es mejor hacer el procesado después. Están cansados. Que se bañen y coman en sus refugios. Después, que descansen un poco.
Los encargados rodearon a todos los nuevos y se los llevaron.
Líder se dirigió a los restantes.
—Doy las gracias a quienes se han acercado a dar la bienvenida. Es una de las cosas más importantes que hacemos en Pueblo.
»¿Y a los que se oponen? ¿Mentor? ¿A ti y a los demás? —miró al pequeño grupo de disidentes—. Es un derecho, como todo el mundo sabe. El derecho a disentir es una de las libertades que disfrutamos en este lugar.
»Pero la reunión se celebra dentro de cuatro días. Sugiero que en vez de apenar y aterrorizar a los nuevos, que acaban de llegar y están cansados y confusos, esperemos a ver qué se decide en la reunión.
»Incluso aquellos que pretenden cerrar Pueblo a los nuevos… valoran la paz y la gentileza de la que siempre hemos hecho gala. ¿Mentor? Tú pareces dirigir esto. ¿Qué tienes que decir?
Mati se dio la vuelta para mirar a Mentor, el maestro que tanto significaba para él. Mentor se quedó pensativo, y Mati estaba acostumbrado a verle reflexionar profundamente, era parte integrante de su comportamiento en clase. Siempre pensaba mucho las preguntas, incluso las tontas que le hacían los más pequeños.
«Qué raro», pensó Mati. La marca del rostro de Mentor parecía más clara. Normalmente era rojo oscuro. Ahora era rosa, como si se estuviera decolorando. Pero estaban a finales del verano y quizá, decidió Mati, Mentor se había puesto moreno, como él, y eso mitigaba la marca.
A pesar de ocurrírsele aquello, Mati seguía intranquilo. Mentor tenía otra cosa diferente. No hubiera podido decir qué era, con seguridad no. ¿Parecía más alto? Mati pensó que eso sería muy extraño. Pero el maestro siempre caminaba un poco encorvado. Tenía los hombros echados hacia delante. La gente decía que había envejecido mucho después de la muerte de su esposa, siendo Jean una niña. La tristeza fue la causa.
Hoy se mostraba erguido, con los hombros rectos. Por eso parecía más alto, pero no lo era, pensó Mati con alivio. Se trataba sólo de un cambio de postura.
—Sí —dijo Mentor a Líder—, veremos qué se decide en la reunión.
Su voz también era diferente.
Mati vio que Líder advertía algo raro en Mentor: parecía intrigado. Pero la gente ya empezaba a dispersarse, regresaba a sus trabajos. Mati corrió para alcanzar al ciego, que se alejaba por el familiar sendero que conducía a casa.
Detrás de él oyó el anuncio.
—¡Que nadie lo olvide! —voceaba alguien—. ¡Mañana por la noche, Mercado de Canje!
Mercado de Canje. Con sus nuevas preocupaciones, Mati se había olvidado por completo del Mercado de Canje.
Pensaba ir. Decidido.
* * *
El Mercado de Canje era una costumbre muy antigua. Nadie recordaba sus inicios. El ciego decía que la primera vez que oyó mencionarlo fue al llegar a Pueblo, inválido a causa de sus heridas. Tumbado en una cama de la enfermería, con dolores, sin vista, recordando el pasado poco a poco y medio oyendo las conversaciones de la gente amable que lo atendía.
—¿Fuiste al último Mercado de Canje? —oyó que uno preguntaba a otro.
—No, no tengo nada que cambiar. ¿Fuiste tú?
—Fui y miré. No había más que bobadas.
Después lo olvidó. Además no tenía nada para cambiar. No poseía nada. Su ropa desgarrada y ensangrentada se la habían quitado y cambiado por otra. De un cordel anudado al cuello llevaba colgado un amuleto de alguna clase; sabía que era importante, pero no recordaba la razón. Desde luego, no podía cambiarlo por una tontería: era lo único que conservaba de su pasado.
El ciego había descrito todo esto a Mati.
—Después fui, sólo para mirar —le dijo.
Mati se rió de él. Por entonces ya tenían confianza, y podía hacerlo.
—¿Mirar? —dijo, muerto de risa.
El ciego también se rió.
—Yo miro a mi manera —dijo.
—Ya lo sé. Por eso te llaman Veedor. Tú ves más que todos nosotros. ¿Al Mercado de Canje puede ir a mirar cualquiera?
—Por supuesto. Allí no hay secretos. Pero es muy aburrido, Mati. Las mujeres quieren pulseras nuevas y cambian las que llevan por otras. Cosas así.
—¿Entonces, es como el Día del Mercado?
—Eso me pareció. No regresé nunca.
Ahora, al hablar de ello en el día de llegada de los nuevos, el ciego expresó su preocupación:
—Hay un cambio, Mati. He oído hablar a la gente, y presiento cambios. Algo va mal.
—¿Qué dicen?
El ciego estaba sentado con el instrumento en el regazo. Hizo sonar un acorde. Después frunció el ceño.
—No estoy seguro. Ahora es un secreto.
—Yo hice de tripas corazón y le pregunté muy en serio a Ramón qué habían canjeado sus padres por la Máquina de Juegos. Pero no lo sabía. Me contó que no quieren decírselo, que su madre le vuelve la espalda cuando se lo pregunta, como si tuviera algo que ocultar.
—No me gusta nada cómo suena eso.
El ciego rasgueó las cuerdas y tocó dos acordes más.
—¿Tu música? —pregunto Mati riéndose, para suavizar la conversación.
—En el Mercado de Canje está pasando algo —dijo Veedor, ignorando el chiste de Mati.
—Líder dice lo mismo.
—Él debería saberlo. Yo de ti sería precavido, Mati.
La tarde siguiente, mientras preparaban la cena, le dijo al ciego que pensaba ir.
—Sé que piensas que soy demasiado joven, Veedor, pero no lo soy. Ramón va a ir. Y quizá sea importante que yo también vaya. Quizá pueda averiguar lo que está pasando.
Veedor suspiró y asintió.
—Prométeme una cosa —le dijo a Mati.
—Lo prometo.
—No canjees nada. Observa y escucha, pero no hagas ningún canje. Ni aunque sientas la tentación.
—Lo prometo —entonces Mati rió—. ¿Y qué iba a canjear? Si no tengo nada. ¿Qué podría yo dar a cambio de una Máquina de Juegos? ¿Un cachorrito demasiado pequeño como para dejar a su madre? ¿Quién querría eso?