Ella mojó el bajo del vestido en el cuenco de agua que habían puesto a Juguetón y se lavó las heridas. A la luz del fuego, Mati observó que se le crispaba el rostro de dolor.
—¿Te duele mucho? —preguntó.
—Se me pasará. He traído un bálsamo de hierbas. Me vendrá bien.
La contempló mientras ella abría una bolsita que extrajo de su bolsillo y se aplicaba el remedio en cortes y pinchazos.
—¿Le pasa algo a tu calzado? —preguntó él, echando una ojeada a las suaves sandalias de cuero colocadas una al lado de otra en el suelo. Tenían suelas fuertes y parecían cómodas.
—No, las sandalias son buenas. Pero es raro. Mientras andábamos he tenido que detenerme para quitarme las ramitas que se me metían. Supongo que lo habrás notado —se rió—. Era como si la maleza me persiguiera para atizarme.
Se extendió un poco más de bálsamo cuidadosamente sobre las heridas.
—Y me ha atizado con ganas. Me parece que mañana me los vendaré con algo antes de calzarme.
—Buena idea —Mati no demostró la inquietud que sentía. Alimentó el fuego otra vez y arregló las piedras que lo rodeaban para que no escapara del pequeño reducto en que estaba confinado—. Deberíamos dormir ya, para ponernos en marcha temprano.
Poco después, acurrucado en el suelo junto a ella, con Juguetón entre los dos y la manta sobre los tres, Mati escuchó. Oyó la respiración acompasada de Nora; se había dormido de inmediato. Oyó que Juguetón rebullía y daba vueltas en su dormir ligero de cachorro, quizá soñando con que cazaba pájaros y ardillas. Oyó el ulular y el revoloteo de un búho que se lanzaba en picado, y después el brevísimo chillido de un roedor sentenciado y preso en sus garfas.
Procedente de la dirección por la que avanzaban, percibió un ligero rastro del hedor que impregnaba el centro del Bosque. Por los cálculos de Mati, no alcanzarían ese lugar hasta dentro de tres días. Le sorprendió que el olor fétido de la descomposición llegara hasta ellos. Cuando al fin se durmió, sus sueños estuvieron poblados por la conciencia de la podredumbre, por la inminencia de un peligro terrible.
* * *
Muy de mañana, después de desayunar, Nora se envolvió los pies con tela que arrancó de su falda y, cuando los vendajes fueron consistentes y protectores, aflojó las correas de las sandalias y se las calzó, ajustándolas lo mejor posible.
Entonces, agarró el bastón y anduvo un poco alrededor de la hoguera para probar el arreglo.
—Bueno —dijo al cabo de un momento—, es bastante cómodo. No me dará problemas.
Mati, enrollando la manta alrededor de las sobras de comida, le echó un vistazo.
—Si lo de los golpes de los palos y las ramitas pasa otra vez, me lo dices.
Ella asintió.
—¿Listo, Juguetón? —llamó, y el cachorro se separó como una centella de los arbustos en que investigaba una madriguera de roedores. Nora se colocó el hatillo con sus útiles de bordar a la espalda y se dispuso a seguir a Mati.
Mati no se lo podía creer, pero tenía dificultades para encontrar el sendero. Nunca le había pasado. Nora esperó con paciencia, mientras él investigaba varias posibles entradas.
—He pasado un montón de veces por aquí —dijo desconcertado—. Y he dormido en este claro. Y siempre he encontrado el sendero a la primera. Pero hoy…
Retiró algunos arbustos con la mano, escrutando un momento el suelo; luego sacó la navaja de su bolsillo y podó unas ramas.
—Por aquí —indicó—. Aquí está el sendero. No sé a santo de qué, pero los arbustos han crecido y lo ocultaban. ¿Qué raro, verdad? Pasé por aquí hace día y medio. Seguro que no había tanta maleza como ahora.
Retiró las ramas más gruesas para que Nora pudiera pasar, y le alivió ver que sus pasos, a pesar de las heridas de los pies, eran firmes e indoloros.
—Yo puedo retirar cosas con el bastón —dijo ella—. ¿Ves?
Alzó el bastón y lo usó para levantar una trepadora que se extendía entre dos árboles, cruzando el sendero y haciendo de barrera a la altura de sus hombros. Se agacharon a la vez y pasaron por debajo. Pero al momento vieron otras que les impedían avanzar.
—Las cortaré —dijo Mati—. Espera aquí.
Nora se quedó esperando con Juguetón, súbitamente quieto y cauteloso, sentado a sus pies, mientras Mati cortaba una de las lianas que cruzaban a la altura de sus ojos.
—¡Ouch! —dijo con un gesto de dolor. Una savia acida goteó del corte y le quemó los brazos. Fue como si corroyera la fina tela de algodón de sus mangas.
—Procura que no te caiga encima —le advirtió a Nora, y le hizo señas de que avanzara.
Se abrieron camino con precaución por el pasadizo, convertido en un laberinto de enredaderas, con Mati al frente empuñando la navaja. Una y otra vez la savia caía sobre sus brazos hasta que sus mangas se llenaron de agujeros y la carne cubierta por ellas se abrasó. Avanzaban muy despacio, y cuando el sendero se ensanchó al fin y quedó libre de la exuberante vegetación (que ahora, según advirtieron, asombrados, volvía a crecer y bloqueaba de nuevo el tramo que acababan de pasar), se detuvieron para tomarse un descanso. Había empezado a llover. Los árboles eran tan tupidos que el aguacero apenas se notaba, pero el follaje goteaba y les helaba los hombros.
—¿Te queda bálsamo? —preguntó Mati.
Nora lo sacó del bolsillo y se lo dio. Mati se había subido las mangas y examinaba sus brazos. Verdugones inflamados y ampollas supurantes punteaban su piel.
—Es por la savia —le dijo a Nora, mientras se aplicaba el remedio en las lesiones.
—Supongo que como mi chaqueta es más gruesa, me protege. ¿Te duele?
—No, no mucho —pero no era verdad. Mati no quería alarmarla, pero el dolor era atroz, como si sus brazos hubieran sido quemados por el fuego. Tuvo que contener el aliento y morderse la lengua para no gritar al aplicarse el bálsamo.
Por un instante fugaz pensó en usar su don, en convocar el vibrante poder y erradicar la venenosa erupción que azotaba sus brazos. Pero sabía que no debía hacerlo. Le supondría demasiado —supondría, en palabras de Líder, gastar el don— y obstaculizaría su avance. Tenían que seguir adelante. Estaba ocurriendo algo tan terrible en lo que Mati no se atrevía ni a pensar.
Nora no lo sabía. Era la primera vez que hacía este viaje. Se daba cuenta de las dificultades que debían sufrir, pero no de que eran inusuales. Era capaz de reír, inconsciente del increíble dolor que sufría Mati en sus brazos chamuscados y cubiertos de ampollas.
—¡Válgame Dios! —dijo entre risillas—. Cómo me alegro de que mis clemátides no crecieran así. No hubiera podido ni abrir la puerta de mi casa.
Mati se remangó para aplicarse otra vez el ungüento y le devolvió el bálsamo a Nora. Se obligó a sonreír.
Juguetón gimoteaba y temblaba.
—Pobrecito mío —dijo Nora levantándolo—. ¿Daba mucho miedo el sendero? ¿Te ha salpicado la savia? —añadió y se lo entregó a Mati.
Él no vio ninguna herida, pero Juguetón no podía hablar. Lo metió bajo su chaqueta, curvando las torpes patas y el rabo, y el cachorro se acurrucó contra su pecho. Mati sintió el corazoncito latiendo junto al suyo.
—¿Qué es ese olor? —preguntó Nora arrugando la nariz—. Parece abono.
—Hay mucha materia muerta en el centro del Bosque —dijo él.
—¿Y luego huele más?
—Me temo que sí.
—¿Cómo te las arreglas para pasar? ¿Te cubres la nariz y la boca con un pañuelo?
Quería decirle la verdad. «Nunca ha olido así. He pasado por aquí una docena, quizá dos docenas de veces, y nunca ha olido así. Y las enredaderas no estaban ahí. Nunca ha sido así».
En lugar de eso, dijo:
—Es el mejor método, supongo. Y tu bálsamo huele muy bien. Nos pondremos un poco bajo la nariz, para que mitigue la peste.
—Y pasaremos a todo correr —sugirió ella.
—Sí. Pasaremos tan deprisa como podamos.
El dolor lacerante de sus brazos había remitido, y ahora sólo le molestaban y le daban pinchazos.
Pero se sentía débil y febril, como enfermo. Quería pedirle a Nora que se detuvieran a descansar, que extendieran la manta y se echaran un rato. Pero en los viajes anteriores nunca había descansado de día. Y ahora no podían perder tiempo. Tenían que seguir hacia el hedor. Al menos habían dejado atrás las enredaderas, y él no vislumbraba ninguna por delante.
La fría lluvia continuó cayendo. Recordó de improviso cómo se le rizaba el pelo a Jean cuando llovía, cómo le enmarcaba la cara. En contraposición a la nauseabunda pestilencia que aumentaba por momentos, recordó su fragancia cuando le dio el beso de despedida. Hacía tanto, tanto tiempo.
—Vamos —dijo, indicando a Nora que lo siguiera.
* * *
Líder contó al ciego que Mati y Nora habían pasado bien la primera noche y que continuaban el viaje. Lo susurró desde la silla donde descansaba, sin fuerzas para hablar con su firme voz habitual.
—Estupendo —dijo el ciego contento, sin sospechar nada—. ¿Y el cachorro? ¿Cómo está Juguetón? ¿Puedes verlo?
Líder asintió.
—Está bien.
La verdad era que el cachorro estaba en mejores condiciones que el propio Mati, según observó Líder. Y lo mismo pasaba con Nora. Líder notó que Nora había tenido problemas el primer día, cuando el Bosque la hirió. Su don le había dejado entrever los pies cubiertos de sangre. Había visto cómo se aplicaba el bálsamo y se estremecía, y él también se había estremecido. Pero ahora se las apañaba. Después vio, aunque no se lo dijo al ciego, que el Bosque se volvía contra Mati.
Y también vio que aún les faltaba lo peor.
La segunda tarde Mati sufría dolores espantosos, y sabía que pasaría un día más antes de que llegara lo peor. Sus brazos, envenenados por la savia, estaban llenos de pus, débiles, hinchados y ardientes. El sendero había vuelto a espesarse, y los matorrales le arañaban y escarbaban en las quemaduras infectadas haciéndole sentir ganas de gritar.
No podía permitir que Nora siguiera creyendo que se trataba de un viaje normal y corriente. Le contó la verdad.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó ella.
—No lo sé —dijo Mati—. Tal vez dar la vuelta, supongo, pero ya ves que el sendero se ha cerrado de nuevo. No creo que pudiéramos encontrar el camino ni pasar otra vez entre esas enredaderas. Mira mis brazos.
Retiró las destrozadas mangas con cuidado y se los enseñó. Nora dio un grito ahogado. Ya no parecían miembros humanos. Se habían hinchado de tal manera que la propia piel se había rasgado y rezumaba un fluido amarillento.
—Queda poco para llegar al centro —explicó él—, y una vez que lo atravesemos, enfilaremos el sendero de salida. Pero aún tenemos mucho camino por delante y es posible que todo empeore.
Ella le siguió, sin quejarse, porque no había otra opción, pero estaba pálida y atemorizada.
Cuando al fin llegaron a la laguna donde él solía llenar su cantimplora y a veces pescar algún pez, la encontraron estancada. El agua antaño fresca y clara se había vuelto marrón oscura, estaba obstruida por insectos muertos y despedía un olor a alguna clase de inmundicia que Mati no osó imaginar.
Así que además pasarían sed.
La lluvia se detuvo, pero los dejó empapados y helados.
El hedor era mucho, mucho más fuerte.
Nora extendió el ungüento de hierbas sobre sus labios superiores y tapó sus bocas y sus narices con trapos, para mitigarlo. Juguetón, acurrucado, con la cabeza gacha, continuó en la chaqueta de Mati.
De pronto el sendero, el mismo sendero de siempre, terminó abruptamente en una ciénaga que antes no existía. Juncos afilados como cuchillos emergían del brillante cieno. No había modo de rodearla. Mati la miró con fijeza, intentando idear un plan.
—Voy a cortar un trozo largo de liana, Nora, para usarlo como cuerda. Nos ataremos, para que si alguno de nosotros queda atrapado…
Flexionando con dificultad sus brazos grotescamente hinchados, alcanzó un trozo de liana y la cortó.
—Yo la ataré —dijo Nora—. Eso se me da bien. He tejido mucho.
Rodeó con destreza la cintura de Mati y después la suya.
—Mira qué rápido —dijo. Tiró de los nudos, y él observó que había hecho una obra maestra. Había atado a la perfección la liana dejando entre ambos un segmento libre.
—Yo iré primero —dijo Mati— para comprobar el fango. Lo que más me preocupa es que haya…
Nora asintió.
—Ya sé. Hay fangos llamados arenas movedizas.
—Sí. Si empiezo a hundirme, tiras fuerte para ayudarme a salir. Yo haré lo mismo por ti.
Avanzaron por la ciénaga centímetro a centímetro, buscando matorrales donde apoyar los pies, probando la succión cuando no tenían más remedio que meterse en el lodo. Los afiladísimos juncos se hundían sin piedad en sus piernas y los mosquitos se cebaban de su sangre. De vez en cuando tiraban el uno del otro para liberarse de la succión. Las sandalias de Nora, primero una y después otra, fueron absorbidas y desaparecieron.
Milagrosamente los zapatos de Mati siguieron en su sitio, cubiertos de fango resbaladizo así que, cuando logró salir de la ciénaga, parecía calzado con pesadas botas embarradas. Esperó allí, sujetando con fuerza la liana, ayudando a Nora a alcanzar la orilla.
Cuando llegó, Mati se sirvió de la navaja para cortar la enredadera que los unía.
—¡Mira! —dijo señalando sus pies recubiertos de un cieno que ya empezaba a secarse. Por un instante tuvo el desquiciado deseo de reírse de sus estrafalarias botas.
Después se fijó en los pies descalzos de Nora y sintió un escalofrío. Estaban en carne viva, empapados por la sangre de los antiguos cortes, que se habían reabierto, y de las nuevas laceraciones causadas por los aguzados juncos. Mati se arrodilló en la orilla, recogió barro con las manos y cubrió con suavidad los pies y las piernas de la joven para detener la hemorragia y aplacar el dolor con el lodo fresco.
Miró el cielo a través de las tupidas copas de los árboles, tratando de averiguar la hora. Cruzar la ciénaga les había llevado mucho tiempo. Apenas podía mover los brazos, pero aún era capaz de empuñar la navaja. Nora, con pies y piernas enlodados, se arrodilló junto a él, intentando recobrar el aliento. El hedor les dificultaba la respiración, y Mati notó que el perro jadeaba dentro de su chaqueta.
Se obligó a hablar con optimismo.
—Sígueme —dijo—. Creo que el centro está justo delante. Y pronto caerá la noche. Buscaremos un sitio para dormir y mañana recorreremos lo poquito que nos queda. Tu padre te está esperando.