Read El mensaje que llegó en una botella Online
Authors: Jussi Adler-Olsen
Tags: #Intriga, Policíaco
—¿Y si no fuera así?
—Entonces, ¿qué? Da igual, ¿no? Somos nosotras quienes esta noche vamos a plantear un ultimátum, no él. El saco no hace más que corroborar que hemos estado en su escondite, como decimos.
Isabel miró alrededor del edificio destartalado. ¿Quién era aquella persona maliciosa? ¿Por qué hacía aquello? Con su buen aspecto, su magnífica mente y su talento manipulador podría haber llegado muy lejos.
Era muy difícil de comprender.
—¿Vamos? —propuso Isabel—. Mientras tanto tú puedes llamar por teléfono a tu marido y ponerlo al corriente de la situación. Y también podemos decidir qué vamos a escribir en el mensaje que dejaremos en la bolsa.
Rakel sacudió la cabeza.
—No sé. Todo esto me da miedo. Vamos, que estoy de acuerdo en casi todo, pero ¿no va a ser demasiada presión para el secuestrador? ¿No va a darlo todo por perdido y largarse?
Sus labios se estremecieron.
—¿Y qué va a ser de mis hijos? ¿No se vengará con Magdalena y Samuel? Puede que los amenace con acuchillarlos o cualquier otra atrocidad. Se oye cada cosa…
Brotaron lágrimas de sus ojos.
—Y si lo hace, ¿qué vamos a hacer, Isabel? ¿Qué hacemos? ¿Me lo puedes decir?
—¿Qué diablos ha pasado en Rødovre, Assad? En la vida había oído vociferar así a Antonsen.
Assad se removió en el asiento.
—No te preocupes por eso, Carl. No ha sido más que un malentendido.
¿Un malentendido? Entonces, también la Revolución francesa estalló por un malentendido.
—En ese caso, explícame cómo un supuesto malentendido puede dar como resultado que dos hombres adultos rueden por el suelo de una comisaría danesa mientras se castigaban el morro a conciencia.
—Se castigaban el ¿qué…?
—El morro, la cara. Ostras, tío, ya sabrás dónde pegabas a Samir Ghazi, ¿no? Al grano, Assad. Tienes que darme una explicación como es debido. ¿De qué os conocéis?
—No nos conocemos.
—No me vengas con milongas, Assad. No te das de hostias con un desconocido sin más. Si tiene que ver con una reunificación familiar en Dinamarca, con alguna boda forzada o con putas cuestiones de honor, ya puedes ir desembuchando. Esto hay que aclararlo; de lo contrario, no puedes quedarte aquí. Recuerda que el policía es Samir, no tú.
Assad dirigió la vista hacia Carl con expresión herida.
—Puedo irme ahora mismo si es eso, o sea, lo que quieres.
—De verdad que espero por ti que mi vieja amistad con Antonsen le impida tomar esa decisión por mí —anunció Carl, inclinándose sobre la mesa—. Pero Assad, cuando te pregunto sobre algo tienes que responder. Y si no lo haces sabré que hay algo raro. Puede que tan raro que llegue a tener consecuencias para tu estancia en el país, aparte de perder este puto currelo fantástico, si quieres saber mi opinión.
—Así que vas a acosarme —se quejó. Decir que estaba destrozado sería una forma demasiado suave de describir su expresión.
—Samir y tú ¿habéis tenido algún encontronazo antes? ¿En Siria, por ejemplo?
—No, en Siria no. Samir es iraquí.
—O sea, que ¿reconoces que tenéis algún pique? ¿Pese a que no os conocéis?
—Sí, Carl. Por favor, ¿quieres dejar de hacerme preguntas?
—A lo mejor. Pero si no quieres que pida una explicación de esa pelea al propio Samir Ghazi, vas a tener que decirme algo que pueda tranquilizarme. Y en adelante, pase lo que pase, mantente apartado de Samir.
Assad se quedó un rato mirando al frente antes de asentir en silencio.
—Un familiar de Samir murió por mi culpa. No fue queriendo, entonces, de verdad, Carl. Ni siquiera lo supe.
Carl cerró los ojos.
—¿Has cometido algún delito en Dinamarca alguna vez?
—No, te lo seguro, Carl.
—Aseguro, Assad. Me lo aseguras.
—Bueno, pues eso hago.
—Entonces, ¿hace tiempo que sucedió?
—Sí.
Carl asintió con la cabeza. Puede que Assad contara más cosas sobre sí mismo otro día.
—¿Hay alguien que quiera ver esto? —quiso saber Yrsa, que entró sin llamar y por una vez parecía seria, enseñándoles un papel—. Es un fax que han enviado de la Policía sueca hace dos minutos. Así debía de ser el secuestrador.
Dejó el fax frente a ellos. No era un retrato-robot de los que se forman combinando elementos de diversos rostros por ordenador. Este era un retrato de verdad. Estaba muy bien hecho, con sombras y todo. Era un bonito dibujo en colores del rostro de un hombre que, en el mejor de los casos, podría parecer armónico, pero que observado con más detalle también reflejaba falta de armonía.
—Se parece a mi primo —observó Yrsa con sequedad—. Cría cerdos en Randers.
—En mi cabeza no lo veía exactamente así —opinó Assad.
Tampoco Carl. Patillas cortas. Bigote oscuro, pronunciado y bien recortado sobre el labio. Cabello algo más rubio peinado con raya, cejas pobladas, casi juntas, labios normales, algo carnosos.
—No olvidemos que este dibujo puede alejarse bastante de la realidad. Recordad que Tryggve solo tenía trece años cuando ocurrió, y que han pasado otros tantos desde entonces. A eso hay que añadir que el hombre habrá cambiado bastante. Pero ¿qué edad le echaríais vosotros?
Iban a decir algo, pero Carl los interrumpió.
—Fijaos bien. Puede que el bigote lo haga más viejo de lo que es. Y escribid aquí la edad que le echáis.
Arrancó un par de hojas de su bloc y las tendió a sus ayudantes.
—Y pensar que ha matado a Poul —comentó Yrsa—. Es casi como si hubiera matado a alguien que conocemos.
Carl escribió su estimación y recibió la de ellos dos.
En dos de ellas ponía veintisiete, y en la última treinta y dos.
—Nosotros decimos que veintisiete, Assad. ¿Por qué crees tú que es mayor?
—Es por esto, entonces —alegó, poniendo el dedo en una raya perpendicular a la ceja del ojo derecho—. Eso no es una arruga natural.
Señaló su rostro con el dedo, desplegó una sonrisa enorme y señaló sus pronunciadas patas de gallo.
—Mirad. Se extienden, o sea, hasta las mejillas. Y mirad ahora.
Torció las comisuras de los labios hacia abajo y volvió a adoptar el gesto de antes, bajo el interrogatorio de Carl.
—¿No ha aparecido una raya aquí? —preguntó, señalando un punto junto a su ceja.
—Sí, pero no es fácil de ver —declaró Yrsa, mientras imitaba la expresión y se palpaba la zona de la ceja.
—Eso es porque soy un hombre feliz, entonces. Y el asesino, no. Una arruga así es una de dos: o algo con lo que naces, o aparece también porque no eres feliz. Pero tarda tiempo en aparecer. Mi madre no era tan feliz, y aun así no le salió hasta los cincuenta años.
—Puede que tengas razón, puede que no —concedió Carl—. Pero estamos de acuerdo en que puede tener más o menos la edad que nos ha parecido. Era también la que le echaba Tryggve. O sea, que hoy tendría entre cuarenta y cuarenta y cinco, si es que sigue vivo.
—¿No podemos escanear la imagen al ordenador y envejecerlo unos años? —quiso saber Yrsa—. ¿No se puede hacer eso con el ordenador?
—Sí, claro, pero puede tener el efecto contrario y ser más engañosa que antes. Atengámonos a lo que tenemos. Un hombre bastante guapo. Más que medianamente atractivo y bastante masculino. Pero, al mismo tiempo, tiene un estilo algo sobrio y conservador, como el de un oficinista.
—Pues a mí me parece un soldado o un policía —añadió Yrsa.
Carl asintió en silencio. Podía ser cualquier cosa. Así solía ser casi siempre.
Miró al techo, allí estaba la puta mosca otra vez. Tal vez debiera dejar que el Estado invirtiera en un espray matamoscas para la ocasión. Seguro que preferían eso a que le metiera un balazo.
Se sacudió la idea de encima y miró a Yrsa.
—Haz copias y mándalas a todos los distritos policiales. ¿Sabes cómo hacerlo?
Yrsa se encogió de hombros.
—Y déjame ver el texto antes de enviarlo.
—¿Qué texto?
Carl dio un suspiro. Para algunas cosas era fantástica, pero desde luego no era ninguna Rose.
—Tienes que describir el asunto, Yrsa. Decir que sospechamos que esa persona ha cometido un asesinato y que nos gustaría saber si alguien conoce a un hombre con ese aspecto que haya tenido algún encontronazo con la ley.
—¿Adónde nos lleva esto, Carl? ¿Qué relación hay? ¿Se te ocurre algo? —Lars Bjørn arrugó el ceño y empujó la foto de los cuatro hermanos Jankovic hacia el inspector jefe de Homicidios.
—¿Que adónde nos lleva? Nos lleva a que si queréis seguir con vuestros casos de incendios provocados tendréis que buscar en las fichas de delincuentes a serbios con un anillo como el de estas cuatro bolas de grasa. Tal vez encontréis uno así en los archivos daneses, pero yo que vosotros me pondría en contacto con la Policía de Belgrado.
—¿Estás diciendo que los cadáveres que encontramos en los edificios calcinados son serbios relacionados con la familia Jankovic y que los anillos expresan esa relación de pertenencia? —inquirió el inspector jefe.
—Sin duda. Y creo que esos deben de llevar el anillo desde su nacimiento, porque hay malformaciones en el hueso del meñique.
—¿Una hermandad de delincuentes? —concluyó Bjørn.
Carl lo miró con una sonrisa mema. Estaba de lo más despierto para ser lunes.
Marcus Jacobsen, junto a Bjørn, miró con expresión hambrienta su paquete de tabaco, que yacía aplastado en la mesa.
—Sí, hay que ponerse en contacto con nuestros colegas serbios. Si las cosas son como crees, esa gente pertenece a la hermandad casi desde que nace. ¿Sabes quién se encarga de esas actividades de préstamo hoy en día? Los cuatro fundadores ya no viven, por lo que veo.
—Yrsa está en ello. Es una sociedad anónima, pero la mayoría de los accionistas se apellidan Jankovic.
—O sea, una mafia serbia que presta dinero.
—Sí. Sabemos que las empresas incendiadas debieron dinero a la familia en algún momento. Lo que no sabemos es por qué estaban allí los cadáveres. Eso os lo dejamos a vosotros.
Carl sonrió y puso el dibujo sobre la mesa.
—Y aquí está el supuesto autor del asesinato de Poul Holt y el secuestro de su hermano. Un tipo encantador, ¿verdad?
Marcus Jacobsen lo miró como a los demás. Había visto a cantidad de asesinos en su vida.
—Tengo entendido que Pasgård ha hecho un descubrimiento referente al caso —dijo después Jacobsen con sequedad—. Así que al final os ha venido bien un poco de ayuda.
Carl frunció el ceño. ¿De qué coño hablaba el tío?
—¿Qué descubrimiento? —quiso saber.
—Ah, ¿todavía no lo ha comunicado? Seguro que está escribiendo el informe en este momento.
A los veinte segundos Carl estaba en el despacho de Pasgård. Un cuarto sombrío que la foto de su pequeña familia de tres debería haber iluminado, pero que en su lugar recordaba lo poco acogedor que puede ser el cubículo de un funcionario así.
—¿Qué pasa? —preguntó Carl mientras Pasgård tecleaba como loco.
—Tendrás el informe dentro de dos minutos, y yo habré acabado con este caso.
Aquello sonaba efectivo de pelotas, pero aun así el hombre giró la silla después de dos minutos exactos y dijo:
—Mira, puedes leerlo en pantalla antes de que lo imprima. Así puedes corregir algo si crees que no queda claro.
Pasgård y Carl habían entrado en Jefatura por la misma época, pero aunque Carl, en honor a la verdad, nunca intentó agradar a nadie, era a él a quien pasaban la mayoría de los trabajos buenos. Una evidente espina clavada para un lameculos como Pasgård.
Por eso la sonrisa ácida de Pasgård no era más que la manifestación apenas oculta de la inmensa alegría que sentía mientras Carl leía el informe.
Después Carl se volvió hacia él.
—Buen trabajo, Pasgård —dijo sin más.
—Assad, ¿tienes que ir a casa o puedes hacer unas horas extra esta noche? —preguntó. Cien a uno a que no se atrevía a decir que no.
Assad sonrió. Seguro que lo tomó como un regalo. Ahora podrían seguir con el caso. Las discusiones acerca de Samir Ghazi y sobre dónde vivía de verdad Assad tendrían que esperar.
—Ven con nosotros, Yrsa. Te llevamos a casa. Nos pilla de paso.
—¿Pasando por Stenløse? Ni hablar, no os coge de camino. No, iré en tren. Me encanta viajar en tren.
Se abrochó el abrigo y se echó al hombro el bolsito de imitación de piel de cocodrilo. Sin duda, una impedimenta inspirada en viejas películas inglesas, igual que sus zapatos marrones de medio tacón.
—Hoy no irás en tren, Yrsa —dijo Carl—. Quiero daros explicaciones por el camino, si no tenéis inconveniente.
Algo reacia, Yrsa se sentó en el asiento trasero, casi como una reina a la que quisieran contentar con una simple carroza tirada por cuatro caballos. Con las piernas cruzadas y el bolso en el regazo. El olor a perfume se expandió bajo el techo, amarillento por el humo.
—A Pasgård le han contestado de la sección de Biología acuática, y han salido varias cosas interesantes. Para empezar, se ha corroborado que las escamas proceden de un tipo de trucha de fiordo que, como su nombre indica, suele habitar en fiordos, en la frontera entre el agua dulce y el agua salada.
—¿Y la mucosidad? —quiso saber Yrsa.
—Posiblemente se deba a los mejillones o gambas de fiordo. Todavía no están seguros.
Assad asintió con la cabeza en el asiento del copiloto y después miró la primera página del mapa del norte de Selandia. Al rato plantó el dedo en medio del mapa.
—Bueno, yo los veo aquí. Isefjord y el fiordo de Roskilde. ¡Ajá! Pero no sabía que se unían ahí arriba, en Hundested.
—Pero bueno… —se oyó del asiento trasero—. ¿Habéis pensado rastrear los dos fiordos? Que no os pase nada.
—Exacto —confirmó Carl, dirigiéndole una mirada por el retrovisor—. Pero nos hemos aliado con un conocido pescador del lugar que también vive en Stenløse. Assad, seguro que lo recuerdas del caso del doble asesinato de Rørvig. Thomasen. El que conocía al padre de los asesinados.
—Ah, ese. Su nombre empezaba por K. El de la barriga.
—Eso es. Se llamaba Klaes. Klaes Thomasen, de la comisaría de Nykøbing. Tiene un barco amarrado en Frederikssund y conoce los fiordos como la palma de su mano. Nos llevará de paseo. Aún quedan un par de horas para que anochezca.
—¿Iremos en barco, entonces? —preguntó Assad, abatido.
—No queda otro remedio si buscamos una caseta para botes que sobresale en la orilla.