Read El mensaje que llegó en una botella Online
Authors: Jussi Adler-Olsen
Tags: #Intriga, Policíaco
Una hora más tarde la distribución de tareas hecha por Carl se vio trastornada una vez más. Era el subinspector Lars Bjørn quien llamaba. Uno de sus hombres había bajado al archivo y había oído un intercambio de palabras entre Assad y la nueva. ¿Qué pasaba? ¿Habían encontrado alguna conexión entre los casos de incendio?
Carl explicó en pocas palabras en qué consistía, mientras al otro lado de la línea el zoquete secundaba con un murmullo cada palabra para mostrar que lo seguía.
—Hazme el favor de mandar a Hafez el—Assad a Rødovre para que oriente a Antonsen. Ya seguiremos nosotros con los incendios del centro, pero podéis encargaros del caso antiguo, ya que habéis empezado —propuso el subinspector.
Se acabó la paz.
—Si he de ser sincero, no creo que Assad tenga ganas de hacer eso.
—Pues entonces tendrás que hacerlo tú.
Aquel jodido de Bjørn lo conocía demasiado bien.
—No lo dices, o sea, en serio, ¿verdad, Carl? Estás de coña, ¿no? —aventuró Assad, mostrando unos enormes hoyuelos en la barba de días que desaparecieron enseguida.
—Llévate el coche de servicio, Assad. Cuidado con acelerar en Roskildevej. La Policía de Tráfico ha salido a poner multas hoy.
—A mí si me parece algo, me parece una majadería. O nos encargamos de todos los casos de incendio o no nos encargamos de ninguno —aseveró con énfasis, moviendo la cabeza arriba y abajo.
Carl no reaccionó. Se limitó a tenderle las llaves del coche.
Cuando la retahíla de tacos y juramentos de Assad se desvaneció por fin junto con sus pisotones escaleras arriba, Carl se quedó de mala gana tragándose las serenatas que canturreaba Yrsa en cinco octavas chillonas. Ay, cómo echaba de menos el mutismo más que ocasional de Rose en momentos así. Y ¿qué coño estaría haciendo ahora?
Se levantó con pesadez y salió al pasillo.
Por supuesto. Una vez más estaba allí, mirando el repajolero mensaje de la pared.
—Andas algo retrasada, Yrsa —dijo—. Tryggve Holt nos ha dado su interpretación del mensaje. ¿No crees que es el más indicado para ello? Y ¿no crees que sabemos bastante ya? ¿Qué más puede poner que vaya a ayudarnos en la investigación? Nada, ¿verdad? Entonces entra y haz algo de provecho, algo de lo que hemos visto.
Ella siguió cantando tranquilamente hasta que Carl terminó de hablar.
—Ven, Carl —pidió, llevándolo hasta su reino de los cielos de color rosa.
Lo dejó frente al escritorio de Rose, donde había una copia de la interpretación de Tryggve del mensaje de la botella.
—Mira. En las primeras líneas estamos todos de acuerdo.
SOCORRO
El 16 de fevrero de 1996 nos sequestraron nos llevaron de la parada de autovus de Lautropvang en Ballerup — El hombre mide 1,8. tiene el pelo corto
—¿De acuerdo?
Carl asintió en silencio.
—Después Tryggve propone lo siguiente:
Tiene ojos oscuros pero azules — Tiene una cicatriz en la… derecha…
—Sí, pero seguimos sin saber dónde tiene la cicatriz —intervino Carl—. Tryggve no se había fijado en eso, y tampoco habló con Poul sobre ello. Era el tipo de cosas en que reparaba Poul, dijo Tryggve. Los pequeños defectos de los demás hacían desaparecer quizá los suyos. Pero sigue.
Yrsa asintió con la cabeza.
…conduce una furgoneta azul Papá y mamá le conocen — Freddy y algo con una B— Nos ha amenazado si van a la poli nos matara—
—Sí, todo suena bastante probable.
Carl miró al techo. Había allí arriba otro moscón repulsivo riéndose de él. Lo miró con atención. ¿Llevaba una salpicadura de tippex en un ala? Sacudió la cabeza, confuso. Pues sí, la llevaba. Era la mosca a la que había arrojado el frasco de tippex. ¿Dónde diablos había estado escondida?
—Estamos de acuerdo en que Tryggve estuvo presente durante los hechos, y en que estaba consciente —continuó Yrsa, infatigable—. Esta parte del mensaje versa sobre los rasgos del hombre, y, si lo unimos a la descripción hecha por Tryggve, tendremos una descripción bastante buena. Ahora solo nos falta ver el dibujo que han hecho los suecos.
Señaló las líneas del final.
—No sé qué pensar de las siguientes frases del mensaje. La cuestión es si realmente pone lo que creemos. Léelo en voz alta, Carl.
—¿En voz alta? Léelo tú misma.
¿Qué se había pensado? ¿Que era un artista a las órdenes del rey?
Ella le palmeó el hombro y, para rematar la faena, le dio un pellizco en el brazo.
—Venga, Carl. Así captarás mejor el contenido.
Carl sacudió la cabeza, resignado, y se aclaró la garganta. Aquella bruja estaba loca.
Nos apretó un trapo en la cara primero a mí y luego a mi hermano Fuimos en coche casi 1 hora y estamos junto al agua Hay molinos de viento cerca Aquí uele mal — Daros prisa Mi ermano es Tryggve —13 años y yo soy Poul 18 años
POULHOLT
Yrsa aplaudió la interpretación en silencio, con las puntas de los dedos.
—Magnífico, Carl. Sí, ya sé que Tryggve está seguro de casi todo, pero lo de los molinos ¿no podría ser otra cosa? También alguna de las otras palabras. Imagínate si esos puntos esconden más de lo que podemos adivinar.
—Poul y Tryggve no hablaban en absoluto sobre el ruido, claro que tampoco podían hacerlo con la boca tapada con cinta adhesiva; pero Tryggve recordaba que, de vez en cuando, oían un sonido grave, ronroneante —explicó Carl—. Además, Tryggve dijo que Poul era hábil para esas cosas técnicas y para los sonidos. Pero, en resumidas cuentas, el ruido puede ser de cualquier cosa.
Carl vio ante sí a Tryggve cuando, después de llorar y en silencio, leyó por segunda vez el mensaje de la botella a la luz de la mañana sueca.
—El mensaje impresionó mucho a Tryggve. Dijo varias veces que todo lo escrito era típico de su hermano mayor. Que había una falta absoluta de puntuación, a excepción de algún guion, y que Poul siempre escribía igual que hablaba. Que leer el mensaje era como oírselo decir a él.
Carl dejó escapar la imagen de Tryggve. Cuando se hubiera recuperado de la experiencia tenían que traerlo a Copenhague.
Yrsa arrugó el entrecejo.
—Por cierto, ¿le preguntaste a Tryggve si durante los días que pasaron en la caseta hubo viento? ¿Habéis mirado tú o Assad en el almanaque? ¿Habéis preguntado en el Instituto Meteorológico?
—¿A mediados de febrero? Desde luego que habría viento. Y no hace falta mucho para que los generadores se pongan en marcha.
—De todas formas, ¿habéis preguntado?
—Esa pregunta trasládasela a Pasgård, Yrsa. Es él quien investiga lo de los molinos de viento. En este momento tengo otro trabajo para ti.
Yrsa se sentó en el borde de la mesa.
—Ya sé qué vas a decirme. Que ahora tendré que ser yo quien hable con los grupos de apoyo a los renegados de las sectas religiosas, ¿verdad?
Echó mano del bolso y sacó una bolsa de patatas fritas. Y antes de que Carl pudiera responder, la bolsa estaba abierta y su contenido parcialmente devorado.
Desconcertante de narices.
En cuanto entró en su despacho miró la página web del Instituto Meteorológico y observó que solo había archivos a partir de 1997. Entonces llamó por teléfono, se presentó y formuló una pregunta sencilla, esperando recibir una respuesta igual de sencilla.
—¿Pueden decirme qué tiempo hizo los días posteriores al 16 de febrero de 1996? —preguntó.
Pasados unos segundos llegó la respuesta.
—El 18 de febrero de 1996 se abatió sobre Dinamarca una fuerte tormenta de nieve que dejó el país casi paralizado durante tres o cuatro días. Incluso cerraron la frontera con Alemania por la violencia del embate —dijo la mujer al otro lado de la línea.
—¿De verdad? ¿También el norte de Selandia?
—Todo el país, aunque fue peor en el sur. En el norte, pese a todo, las carreteras estuvieron transitables en amplias zonas.
¿Por qué coño no habían preguntado antes por la meteorología?
—Así que ¿dice que hubo mucho viento?
—Ya lo creo que hubo viento.
—¿Qué pasa con los molinos de viento en esas circunstancias?
La mujer estuvo callada un rato.
—¿Me pregunta si el viento era demasiado fuerte como para generar energía eólica?
—Eh… sí, supongo que me refería a eso. ¿Cree que los generadores estarían parados aquellos días?
—Sí. No soy experta en aerogeneradores, pero sí. Por supuesto que se detuvieron los aerogeneradores aquellos días. De lo contrario se habrían descoyuntado.
Carl sacó un cigarrillo del paquete y dio las gracias. Entonces, ¿qué diablos era lo que oían los chicos desde la caseta de botes? Parte de ello se debería a la tormenta de nieve, claro. Estaban helados dentro de la caseta, pero no podían ver el exterior, así que era una posibilidad. Porque ¿sabían ellos que había tormenta?
Carl buscó el número de móvil de Pasgård y lo tecleó.
—Sí —respondió el hombre. Sonó de lo más desagradable, a pesar de ser una sola palabra. El tipo parecía ser especialista en eso.
—Soy Carl Mørck. ¿Has mirado qué tiempo hizo durante los días en que los chicos estuvieron secuestrados?
—Todavía no. Lo haré ahora.
—No hace falta. Hubo una tormenta de nieve en los tres últimos días de los cinco que estuvieron en cautiverio.
—No me digas.
¿No me digas? Era la típica observación de Pasgård.
—Olvida los molinos de viento, Pasgård. Soplaba demasiado viento.
—Ya, pero hablas de tres de los cinco días. ¿Y los dos primeros?
—Tryggve me dijo que hubo un ronroneo durante los cinco días. Tal vez menos durante los tres últimos. Eso podría explicarse por la tormenta, que amortiguaría el sonido.
—Sí, tal vez.
—Pensaba que debías saberlo.
Carl rio para sus adentros. Seguro que Pasgård estaba mordiéndose los huevos por no haber sido el primero en descubrirlo.
—Tienes que buscar otra fuente sonora que no sean los molinos de viento —continuó—. Pero que sea un ronroneo. Por cierto, ¿qué hay de la escama de pez? ¿Has encontrado algo?
—Paciencia. En este momento está en el Instituto Biológico, para que la analicen al microscopio en la sección de Biología acuática.
—¿Al microscopio?
—Sí, o como diablos lo llamen. De momento sé que es una escama de trucha. La gran cuestión es si se trata de una trucha de mar o de fiordo.
—Supongo que son peces bastante diferentes.
—¿Diferentes? No, no creo. La trucha de fiordo es, por lo visto, una trucha de mar que pasaba de nadar y se quedó donde estaba, en el fiordo.
Uf, pensó Carl. Yrsa, Assad, Rose, Pasgård. Aquello era casi demasiado para un subcomisario de policía.
—Una última cosa, Pasgård: creo que deberías llamar a Tryggve Holt y preguntarle si sabe qué tiempo hizo durante los días en que estuvieron encerrados.
Un segundo después de colgar sonó el teléfono.
—Antonsen —se limitó a decir la voz. Solo el tono bastaba para provocar inquietud.
—Tu ayudante y Samir Ghazi acaban de pelearse en nuestra comisaría. Si no fuera porque somos la Policía, tendríamos que haber llamado al 112. ¿Quieres hacer el favor de venir enseguida y llevarte a ese diablillo repelente?
Las raras veces que se le pedía a Isabel Jønsson que hablara de sus orígenes, siempre decía que había crecido en el país del Tupperware. Educada por unos padres encantadores con un Vauxhall y una casa unifamiliar de ladrillo ocre. Tenían una formación normal, modesta, y sus opiniones pocas veces divergían de las de otros burgueses con maletín. Tuvo una infancia protegida con esmero, libre de bacterias y envasada al vacío. Todos contribuían como podían en la pequeña familia. Nada de poner los codos en la mesa, y las cartas de
bridge
en la cómoda. Sus padres asintieron con la cabeza, le desearon buen provecho y le dieron la mano el día que Isabel aprobó el último curso de secundaria, y su hermano hizo el servicio militar pese a haberse librado por sorteo.
Patrones muy interiorizados que solo dejaba que se llevara el suave viento de su vida cuando, sudando a mares, se abalanzaba a los brazos de algún hombre competente, o en momentos como aquel, en que iba sentada al volante de su Ford Mondeo de 2002 repintado. Se suponía que la velocidad máxima de ese modelo era doscientos cinco, pero el suyo llegaba a los doscientos diez, y dejó que los alcanzara cuando Rakel y ella pasaron a toda pastilla de la nacional 13 a la autopista E-45.
El GPS decía que llegarían a su destino a las 17.30, pero ya se encargaría ella de cambiar el programa.
—Tengo una propuesta —anunció a Rakel, que estaba aferrada a su móvil—. No debes perder la cabeza, ¿me lo prometes?
—Lo intentaré —dijo por toda respuesta.
—Si no lo encontramos, a él o a tus hijos, en la dirección de Ferslev, entonces probablemente no podemos hacer otra cosa que darle lo que ha pedido.
—No, de eso ya hemos hablado.
—A menos que deseemos ganar tiempo.
—¿A qué te refieres?
Isabel no hizo caso a los dedos de dedos corazón tiesos cuando siguió avanzando en medio del tráfico con las luces largas y sin reducir la velocidad.
—A que… a que ahora es cuando no tienes que perder el control. Me refiero a que no sabemos si tus hijos estarán a salvo aunque le demos el dinero. ¿Lo entiendes?
—Yo creo que están a salvo —Rakel recalcó cada palabra—. Si le damos el dinero los soltará. Sabemos demasiado sobre él, no se atrevería.
—Espera, Rakel. Es justo lo que quiero decir. Si entregáis el dinero y recuperáis a vuestros hijos, ¿por qué no ibais a denunciarlo a la Policía? ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Estoy segura de que estará fuera del país a la media hora de recibir el dinero. No le importará lo que vayamos a hacer después.
—¿Tú crees? No es ningún tonto, Rakel. Lo sabes tan bien como yo. Huir del país no es ninguna garantía para él. Ostras, de todas formas detienen a casi todos.
—Pero ¿entonces qué? —preguntó Rakel, removiéndose inquieta en el asiento. Después rogó—: ¿Te importa conducir algo más despacio? Si nos pillan en un control de carretera van a quitarte el carné.
—Qué le vamos a hacer. Si ocurre eso, cogerás tú el volante. Tienes carné de conducir, ¿verdad?
—Sí.
—Vale —dijo Isabel mientras adelantaba por la derecha un BMW cromado lleno de chicos de piel oscura con la visera de la gorra de béisbol hacia atrás. Después continuó—. No hay tiempo que perder, porque lo que digo yo es que no sabemos qué va a hacer si consigue el dinero, y tampoco estamos seguros de lo que pueda hacer si no lo consigue. Por eso debemos ir siempre un paso por delante de él. Somos nosotras las que marcamos el ritmo, no él. ¿Entiendes?