A Manolo le produce una gran satisfacción la oferta, pero, como a pesar de su larga experiencia política sigue conservando admirables dosis de ingenuidad, no se lee la letra pequeña. Y es que Zapatero no sólo le había quitado «ese coñazo de los funcionarios», sino que al mismo tiempo le había arrebatado la potestad de nombrar y controlar a los delegados del Gobierno en las distintas comunidades autónomas, lo que podría haber representado su gran palanca de poder, especialmente en lo que se refiere a seguir manejando las cosas en Andalucía. Cuando se dio cuenta de que le habían birlado ese pequeño detalle, de que los delegados del Gobierno dependerían de la vicepresidenta Teresa Fernández de la Vega, montó en cólera. Había firmado en blanco confiando en la palabra del presidente. Antes, los delegados del Gobierno, los que sucedieron a los gobernadores civiles del franquismo, los nombraba oficialmente el ministro de Administraciones Públicas, de acuerdo con las sugerencias de José Blanco, el secretario de organización.
El procedimiento responde al esquema del antiguo régimen, cuando los gobernadores civiles eran también secretarios generales del Movimiento, de Falange Española y de las JONS. Entonces los nombraban conjuntamente el ministro de la Gobernación y el ministro secretario general del Movimiento. Hoy siguen siendo agentes políticos del territorio y Chaves los pensaba utilizar para seguir teniendo presencia en Andalucía, pues los políticos son muy celosos de mantener un pie en su territorio, que es lo que les da peso, no sólo en su tierra sino también en la política nacional.
En realidad la vicepresidenta, que no tiene agenda territorial, se limita a firmar los nombramientos y es José Blanco quien los selecciona. No obstante Teresa se resiste a desprenderse de cualquier parcela de competencia y siempre le habían interesado los delegados del Gobierno. A las reuniones que Jordi Sevilla convocaba como ministro de Administraciones Publicas solía dejarse caer «la vice» sin previo aviso, como aquel que pasa por allí.
Zapatero le niega al presidente del partido lo que atribuye a quien tiene un cargo teóricamente de menor categoría, a quien hoy ostenta el de vicesecretario general del PSOE. Chaves monta en cólera con sus incondicionales, pero no le dice ni pío al presidente, ni hace la menor crítica en público. Su pequeña venganza es negarse a dejar la secretaría general del partido en Andalucía hasta las elecciones generales en 2012, generando una guerra con Griñán, su sucesor, que pretende serlo antes de las municipales para intervenir en el nombramiento de los alcaldes. Para ello es necesario un congreso extraordinario cuya fecha de celebración aún no está fijada cuando escribo estas líneas.
José Blanco piensa que el mejor candidato es José Antonio Griñán y que a Manolo Chaves hay que darle por amortizado; apuesta porque Andalucía tenga una sucesión ordenada y lo que quiere es que haya un congreso extraordinario que elija a Griñán para después de la presidencia española de la Unión Europea, porque para el ordinario falta mucho tiempo; no se celebrará hasta 2012 o 2013. Mar Moreno se ha quemado antes de tiempo. A lo mejor es el futuro, a lo mejor en el congreso extraordinario hay que hacer un
ticket
de Griñán como primero y Mar de segunda, pero el candidato siguiente tiene que ser Griñán. El leonés tiene un sentido del compromiso bastante leve, un tanto flácido. Las comparaciones, por odiosas que resulten, son inevitables. Felipe González, hasta cuando se equivocaba, trataba de hacer verdad lo que había dicho, aunque hay que atribuirlo más al pecado de soberbia que a virtud.
Una persona que conserva un alto cargo lo corrobora: —Hay gente que le pregunta: ¿hacemos esto o lo otro?— José Luís contesta siempre:
«Sí, sí…». Y como te lo creas vas dado. José Luís ha superado aquella posición tomista que sostenía que algo puede ser y no ser al mismo tiempo.
Zapatero puede engañar a media humanidad, pero no es un mentiroso compulsivo, ni lo hace porque disfrute engañando. Sólo miente cuando lo considera necesario. No es el resultado de su creencia, de inspiración maquiavélica, nunca confesada, pero compartida por la generalidad de los políticos, de que el fin justifica los medios. Su mentira no siempre es trascendente, por razones de Estado o para evitar lo que pudiera mermar su poder absoluto; con frecuencia es de tono menor; a veces la utiliza simplemente porque le da corte decir la verdad, por comodidad, por quitarse de encima a un pesado que le abruma con su problema.
La clave de este recurso suyo, del que se vale con tanta frecuencia, es lo que he dicho antes: simplemente no da demasiado valor a su palabra. La mentira es para él un pecado venial que se purga con un avemaría, con una palmadita en el hombro o con un guiño de ojos.
¿Es Zapatero rencoroso? Un ex ministro que habla a condición de que no ponga nada en su boca se expresa, en compensación, a tumba abierta:
—Sí, puedo decir que es rencoroso. Ni olvida ni perdona. Es un
killer
, pero no más que lo han sido los otros presidentes. Es un
killer
que no desperdicia una sola bala. Si no es necesario matarte no te mata. Por placer no lo hace, pero no deja ninguna afrenta sin castigo. La verdad es que sin instinto asesino no se alcanza el poder. Es muy conocida la primera parte de una frase pronunciada por Lord Acton: «El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente», pero no lo es tanto lo que dice a continuación, que es la explicación de por qué dice lo anterior: «Porque las personas importantes son siempre malas personas».
Alguien que le conoce bien me confía:
—La verdad es que José Luís siempre ha sido un poco raro; muy callado, estereotipo de gallego, no sabes si va o viene. No es un hombre que genere empatías, a diferencia de Felipe, que tampoco es que te hiciera mucho caso y con quien podías estar en desacuerdo en muchas cosas, pero que te hacía sentirte importante, que se tomaba la molestia de seducirte. El día que ZP caiga nadie va a llorar con él, te lo aseguro. Juan José Laborda, que le conoce desde 1985, cuando era secretario general del PSOE en Castilla y León y José Luís Rodríguez Zapatero secretario general del partido en León, matiza el testimonio anterior:
«Consigue respeto pero no afecto». Laborda, retirado de la política activa tras sufrir un ictus cerebral, sostiene que los hombres que llegan muy alto en política son «malas personas». Lo dan las exigencias del poder y el poder mismo. Pero insiste en señalar que no es un juicio personal sobre un personaje con quien ha discrepado en algunos puntos, pero de quien tiene una buena opinión.
No comulga con el juicio que hiciera de él, como conté en la introducción su compañero Aniceto Melcón, histórico alcalde de Benavides de Órbigo, fallecido recientemente: «Ni una mala palabra, ni una buena acción».
Lo cierto es que la imagen de Zapatero, como indicaba al principio, se ha ido deslizando desde la del buen muchacho a la del falso bueno. Cándido Méndez, secretario general de UGT, amigo y aliado del presidente opina lo contrario:
—No es un falso bueno. Yo invertiría los términos: parece malo pero es un falso malo. No es un bueno malo, es un malo bueno. Es un lobo con corazón de cordero.
La verdad es que tiene gestos humanos en los que probablemente no todo responda al cálculo político. Aunque a veces sí. José Luís padece una imposibilidad metafísica para no hacer política hasta en los momentos más delicados en la vida de sus amigos o correligionarios. Era el día del entierro en Zamora de la madre de Demetrio Madrid. Zapatero llama a éste para darle el pésame y acto seguido le pregunta si está con él Jaime González, un buen amigo de León, que había sido vicepresidente de la Junta de Castilla y León cuando la presidía Demetrio. Este le pasa el teléfono a González y el presidente le pregunta, de sopetón:
—¿Oye, Jaime, quién puede ser el secretario general de Castilla y León?, porque estamos muy jodidos.
Su amigo González, que hoy ocupa el puesto de consejero de la Comisión Nacional de la Energía, le recomienda —según me comenta un testigo de la conversación— a Óscar López, un segoviano instalado en Madrid, a la vera de Pepe Blanco. Óscar es diputado por aquella provincia, amigo de Teresa Fernández de la Vega, que también fue diputada por la misma circunscripción. Y en efecto, ése es el puesto que hoy desempeña Óscar, un socialista emergente.
Pero sus amigos me dan cuenta de numerosos rasgos de humanidad que no buscan rentabilidad alguna. Visitas a humildes correligionarios enfermos, como la que hizo tras una agotadora sesión en el Parlamento en el debate del estado de la nación. Cuando su amigo Javier de Paz sufrió una enfermedad que realmente era grave —lo digo porque De Paz es un hipocondríaco profundo—, José Luís estuvo siempre pendiente de los menores detalles de su dolencia. Pero en la segunda legislatura, el presidente ha reducido prácticamente a cero las salidas de La Moncloa, ni para visitar a los enfermos, ni para acudir a un entierro o, en el plano más lúdico, para acudir a casa de un amigo, con la excepción de alguna comida en casa de: Cándido Méndez, en el barrio de Vicálvaro, o el cumpleaños de Javier de Paz. Ya no acude ni al cine, que le gusta mucho, ni a un concierto. Está encerrado en el palacio con el síndrome que han sufrido todos los presidentes.
Entre las aficiones del presidente no está la música. En eso se parece a muchos hombres públicos de vida trepidante como el Rey, González o Aznar, o del ámbito privado como Emilio Botín. El Rey sólo asiste a los conciertos, con los que tanto disfruta la Reina, cuando es absolutamente imprescindible. El caso de Botín es también notorio y se dice que se busca obligaciones perentorias cuando su esposa, Paloma O'Shea, protectora de las artes, preside algún acto musical. De forma similar, José Luís recogía a Sonsoles, su novia, a la puerta del coro renunciando al disfrute de su voz de soprano, aunque tuviera que esperarla sometido al frío de León, a la lluvia, la nieve y el granizo.
Al líder socialista le gusta el fútbol y el baloncesto, deportes que practicó con asiduidad en su juventud y ocasionalmente en los últimos años. De hecho, en junio de 2001 tuvo que guardar unos días de reposo a consecuencia de una rotura fibrilar en una pierna, que se produjo jugando al fútbol con unos amigos. Ahora se limita a hacer
footing
, cuando le es posible, por el recinto monclovita, acompañado de su primo Vidal Zapatero, de su periodista Julián Lacalle o de su amigo Javier de Paz. Lee más ensayos que obra narrativa; es, desde siempre, un aficionado de Borges; en este género ha mostrado su preferencia por sus compatriotas leoneses; ha presentado
La gran bruma
, de Juan Pedro Aparicio, y en abril de 2006 presentó el libro de cuentos
Las nubes pueden ser gemelas
, de su profesor José Manuel Otero Lastres, que, aunque gallego de origen, enseñaba en la Universidad de León. Otero recuerda que en esta presentación permaneció desde las siete de la tarde hasta las diez de la noche:
—Ese día tenía una cena con el Rey y los de protocolo me urgían para que concluyera el acto, pero José Luís zanjó el asunto diciendo: «Yo sé cuándo me tengo que ir» y pidió otra copa. En ese acto dijo que de mí había aprendido a ser persona. Yo, como profesor, si es eso es lo que le he transmitido, me siento muy orgulloso.
Coincidió Zapatero con el premiado Julio Llamazares en la presentación del libro de Secundino Serrano,
Maquis. Historia de la guerrilla antifranquista
. No obstante, no hay forma de discernir si estas presencias responden a sus aficiones literarias o son simples actos de propaganda.
Zapatero está convencido de que la suerte le acompaña. A Felipe González le preguntaron en una entrevista en televisión cuál era la principal virtud del nuevo presidente y, después de meditarlo un poco, sólo se le ocurrió decir: «Que tiene suerte». Cuando, en sus tiempos de diputado por León, venía a Madrid se instalaba en el hotel del Prado, próximo a la cámara, donde hacen descuento a los parlamentarios. Pero ahora no hay forma de encontrar una habitación en este moderno hotel, porque, como iba Zapatero, los diputados socialistas piensan que da buena suerte.
En opinión del profesor Otero:
—José Luís es terriblemente terco, lo que puede ser una virtud o un defecto. Decide una cosa y no hay quien le mueva de ahí. Puede ser consecuencia de una convicción, pero si es un error es horroroso, porque hay que enmendarlo cuanto antes. Si él persiste es porque cree que no es un error.
Si en la leyenda felipista consta la excursión de la tortilla como el símbolo del arranque en la carrera al poder de los sevillanos, en la zapaterista desempeña un papel similar el «pacto de la mantecada» de junio de 1987, por el que José Luís Rodríguez Zapatero alcanzó la secretaría provincial del partido, de la que nunca lograron desalojarle, a pesar de todos los intentos desplegados por unos compañeros vehementes, pero muy inferiores en mañas, ardides y combinaciones. Lo de la mantecada no viene porque José Luís y sus amigos compartieran en aquella ocasión decisiva el famoso dulce, a modo de iniciación de una nueva época, sino porque la conspiración tuvo lugar en el hotel Gaudí de Astorga, una ciudad que tiene la fama de hacer el mejor bizcocho del mundo. En ese distinguido hotel, situado frente a la catedral proyectada por el famoso arquitecto catalán, el joven diputado leonés consiguió enhebrar un pacto que burlaba lo que había acordado, unas horas antes en Ponferrada, para situar en la secretaría provincial del PSOE a Pedro Vizcay. Casi todos los firmantes del pacto fueron eliminados posteriormente por el Maquiavelo leonés.
En torno a la tortilla, Felipe González se juramentó con sus apóstoles a desplazar a los socialistas históricos para hacerse con las siglas del partido e iniciar la larga marcha hacia La Moncloa. En Astorga Zapatero deja ver su propio estilo: él alcanzará el mando sin apenas apóstoles fijos, pactando con quien fuera menester, hasta con el diablo, sin que la palabra dada le condicione, ni limite sus combinaciones. José Luís se había mantenido en el poder leonés siempre en el filo de la navaja, a base de un habilidoso manejo de los pactos que respetaba mientras le fueran útiles; a veces por la diferencia de un solo voto, en alguna ocasión con conflictos sonoros, con gritos, zarandeos y peleas en las acreditaciones de los compromisarios. En una de aquellas tumultuosas asambleas se produjo hasta un disparo de pistola. El estudio de su época leonesa, que se extendió durante década y medía de trepidante actividad e intrigas sin fin, es sumamente útil para entender su estilo de gobernante y por ello he dedicado un capítulo a la misma. De allí proceden algunas de sus habilidades, como el uso desenfrenado de los pactos, para bien y para mal, y ciertos vicios como el de enfrentar a unos compañeros con otros, imprescindible entonces para sobrevivir, pero perniciosos cuando uno dirige el gobierno de la nación. Consta también su firme negativa a optar por cargos locales para no mancharse con fracasos, aunque ello perjudicase a su partido, que estimaba que él era el mejor candidato.