—Alfonso se había roto una pierna, así que bajamos a Sevilla, a su casa, donde nos reunimos dirigentes de cada territorio y se manejan cuatro o cinco nombres. En primer lugar Alfonso, pero él dice «yo soy el malo de la película, no puede ser»; en segundo lugar, Borrell, en tercer lugar, Ibarra; y en cuarto lugar ponen mi nombre. Intentamos convencer a Borrell y yo misma me reúno con él, pero me confiesa que no puede soportar que el grupo Prisa se tire contra su honestidad y resuciten la vieja campaña contra él; entonces le sugiero que hable con el grupo Prisa, que vayamos otra gente también para ver si eso se resuelve, y vuelve a quedar conmigo para decirme que ha estado hablando con la gente —yo no sé si esto te lo va a reconocer si hablas con él, pero fue así—, y que no, que iban a ir a por él. Entonces él dice que no. El leonés acababa de ser elegido, por los pelos, secretario general del PSOE. Ahora tenía que pasar el examen de Prisa, la
intélHgentsia
progresista, él «Prisoe», según la contracción gramatical que hizo fortuna.
Antes de sentarse a la mesa, mientras saboreaban el aperitivo, los presentes hicieron bromas amables que el examinando encajó de buen grado. Enseguida se sentaron a la mesa, el invitado entre Polanco, «Jesús del Gran Poder», un apelativo que acuñó el semanario
Él Nuevo Lunes
, y Juan Luís Cebrián, fundador del diario
El País
, académico, consejero delegado de Prisa, etc., el segundo hombre del imperio mediático. En torno a la mesa y al mantel blanco inmaculado rodearon al flamante secretario general del PSOE los muy selectos miembros del sanedrín de la editora: los directores de
El País
y de la SER y la gente que marcaba la línea editorial del periódico, su masa encefálica. Jesús Polanco, como acostumbraba, siempre discreto, permanecía más bien callado, asintiendo a algunas de las fiases que Zapatero se había preparado. Pero Juan Luís Cebrián y Javier Pradera iniciaron desde el principio el tiroteo.
Zapatero no olvidará nunca aquella encerrona, aquel momento en el que se le examinaba con menos consideración que en sus años de estudiante de Derecho en la Universidad de León.
Tuvo que aguantar cómo Cebrián le leía la cartilla y cómo Javier Pradera le explicaba con suficiencia profesoral cómo tenía que gobernar. Le trataron con la amable condescendencia con que tratarían a un becario bienintencionado, pero un poco cerrado de mollera.
El dirigente socialista aguantó impasible, con la mejor de sus sonrisas, durante un tiempo que le pareció interminable, pero, cuando menos lo esperaban sus anfitriones, les reconvino con su habitual calma pero con severo ademán, con la solemnidad que reserva para las grandes ocasiones:
—¿Sabéis lo que os digo?: que vosotros también os tenéis que renovar. Yo acabo de ganar mi congreso, vosotros también tenéis que ganar el vuestro.
Las pequeñas frases resonaron cómo trallazos, como si alguien blasfemara en la catedral. A partir de entonces se erigió una barrera de hielo entre el secretario general del PSOE y el consejero delegado de Prisa y toda su tropa.
Acabado el almuerzo, los comentarios fueron mordaces: aquel muchacho recién llegado de provincias no tenía media hostia ideológica y no podía disimular su extremada debilidad política. No dudaban de sus buenas intenciones, pero «este chico» tenía mucho que aprender, y ellos, la inteligencia nacional, se encargarían de mostrarle lo que vale un peine. José Luís Rodríguez Zapatero también tomó buena nota. Él domaría a aquellos arrogantes, y si no, al tiempo. No se olvidaba de lo que debía a los redactores de a pie de
El País
y de la SER, a los Aizpiolea, Anabel Diez y compañía, que le encumbraron en Nueva Vía y que siempre se portaron bien con él, pero estaba decidido a marcar las distancias con el imperio mediático.
Los mandarines de Prisa no le escribirían el guión. «No mandan en mí como mandaron en Felipe», comentó el presidente a uno de sus ministros. Sin embargo con Jesús Polanco siempre se llevó bien y no dudó en pasar un fin de semana con su familia en la finca que el potentado poseía en Valdemorillo, aunque lo mantuvo en secreto. Pero el «Prisoe» había pasado a la historia, como Felipe González y la vieja guardia.
Pronto dio muestras de ello estableciendo una relación igualitaria con los demás medios, especialmente con la bestia negra de Prisa,
El Mundo
y Pedro J. Ramírez, sin despreciar ni a la mismísima Cope, ni al mismísimo Federico Jiménez Losantos, que en ella predicaba. No iría a degüello contra los de Prisa, pero los trataría como a los demás. Y desde luego no olvidaría la afrenta de Juan Luís Cebrián.
Un año después, el consejero delegado de Prisa se enfurecía por el acercamiento de Zapatero a
El Mundo
. En una entrevista en la revista
El Siglo
, número 481, de 29 de octubre de 2001, decía: «¿Cómo va a poder denunciar [Zapatero] la manipulación y los manejos que desde esa casa [la de
El Mundo
] se ha hecho en los medios públicos y privados si él es encumbrado por ella?».
—Cada vez que Zapatero concedía una entrevista a
El Mundo
—recuerda Óscar Campillo, amigo, paisano y biógrafo del presidente— en Prisa se ponían como fieras, como si fueran los propietarios del presidente. Anda que Prisa no recibe exclusivas todos los días, no hay más que leer las informaciones de Aizpiolea. Es un gran profesional, pero es evidente que a él le filtran muchas cosas con el compromiso de que las presente de determinada manera.
Pero Juan Luís Cebrián tiraba más alto que sobre una mezquina cuestión de exclusivas periodísticas: «Sinceramente no veo al actual Partido Socialista —aseguraba a la revista
El Siglo
en la entrevista antes aludida— defender los valores de regeneración con los que parecían llegar. Los veo muy clientelistas y muy arrogantes. Me preocupa Zapatero cuando dice que no tiene prisa, que es muy joven, porque se le olvida que el interés de sus votantes no es que él sea presidente, sino que refleje sus anhelos, sus proyectos, sus intereses […]. No veo un proyecto político que permita al PSOE recuperar el gobierno a corto plazo. Pero cualquiera se atreve a hacer pronósticos».
No obstante, cuando Zapatero llegó a La Moncloa a la primera, ante la perplejidad de muchos, incluidos los del grupo Prisa, que consideraban al candidato como un error que duraría poco, éstos respiraron aliviados. Si Zapatero les parecía flojito, no olvidaban que José María Aznar había intentado acabar con ellos y meter a Cebrián en la cárcel con aquel vidrioso asunto de los depósitos ingresados por los abonados a Digital Plus, en el que intervendrían como una cruzada contra Prisa la revista
Época
, que entonces dirigía Jaime Campmany, y el juez Javier Gómez de Liaño. Prisa tuvo que modular sus relaciones con el nuevo poder, pues estaban en juego grandes intereses. La editora tenía una reivindicación urgente: una televisión en abierto. Felipe le había regalado al patriarca del acorazado mediático, Jesús Polanco, un acuerdo exclusivo con la Telefónica de Cándido Velázquez para su plataforma digital; el 25 por ciento de las acciones que tenía el patrimonio del Estado en la SER y, por supuesto, la recepción que ningún gobierno le ha negado, desde los de Franco hasta nuestros días, de los libros de texto de Santillana, la editora con la que se inicia el imperio y la joya de la corona. La verdad es que Zapatero tampoco fue remiso en los favores concedidos a Prisa. Consiguió que el Parlamento promulgara una ley que anulaba los efectos de la sentencia del Tribunal Supremo que obligaba a la SER a desprenderse de más de cien emisoras adquiridas de la cadena Antena 3 en razón de la legislación antimonopolio. José María Aznar no ejecutó la sentencia, pero Zapatero la convalidó por medio de una ley ad hoc con la que arreglaba definitivamente el problema.
El problema con
El País
se diluyó, pues Prisa tenía una reivindicación urgente. La gran baza de Zapatero es, obviamente, el poder… el poder de darle la Cuatro; atendió el mayor deseo de la editora, algo que ni Aznar ni Felipe aceptaron: permiso para una tele en abierto. Por otro lado permitió que Prisa se hiciera, a la chita callando, con una nueva cadena en torno a una agrupación voluntaria de emisoras, al estilo de la SER. Me refiero a Localia, que después fracasó y hubo que liquidar con el correspondiente coste económico, pero de eso no se le puede echar la culpa a Zapatero.
Hubo, sin embargo, una petición ante la que éste se cerró en banda: cuando la crisis de Sogecable se agravó, a lo que no fue ajena la decisión de Prisa de promover una opa de exclusión que dejaba fuera del accionariado a su socio más poderoso, Telefónica, un formidable error de gestión, el presidente se negó a presionar a la compañía para que se quedara con Digital Plus a un precio desorbitado. Zapatero tenía buenas razones para ello: No estaba dispuesto a que se le comparara con José María Aznar, que había utilizado la compañía para controlar a los medios. El leonés no perjudicaría a Prisa, pero tampoco estaba dispuesto a ejercer ninguna tropelía a su favor.
Al presidente, César Alierta, le había costado Dios y ayuda convencer al presidente Aznar de que le autorizara para desinvertir su participación en prensa, razonando que al ser una multinacional que cotizaba en las principales bolsas del mundo, difícilmente podía explicar a los accionistas, especialmente a los fondos de inversión que son sus principales inversores, la racionalidad de dicha inversión. Incluso podía ser acusado, él y su consejo de administración, de delito corporativo. Lo que finalmente debió decidir a Aznar a autorizar la marcha atrás en su política de control de medios es que él, que se consideraba un liberal, fuera acusado de presidir una nación donde el «riesgo regulatorio» —léase, «político», el peligro de interferencias gubernamentales en una compañía cotizada en bolsa— fuera alto. Eso son cosas de países tercermundistas y no de países serios como el nuestro.
Ciertamente, Zapatero favoreció a Prisa, cuyos productos leían sus partidarios con fruición, pero también llovieron mercedes y atenciones informativas sobre la competencia, como me decía Oscar Campillo, que nunca ha perdido un privilegiado acceso a Zapatero:
—El presidente quiere hablar con todos los medios y favorecerlos en todo lo posible; él piensa que los medios están para lo que están, para informar e incluso para criticar lo que sea injusto, y sobre todo criticar al gobierno, que le parece muy sano siempre que no recurran al insulto y la calumnia. No es que sea un ingenuo, es que piensa que su generosidad no le planteará problemas, por esa mentalidad suya de que él está uncido con un don providencial que le permite arreglarlo todo, conciliar lo que parece irreconciliable y conseguir el amor de propios y extraños.
El lo que no tolera de nadie, y menos de un medio de difusión, es que le marquen el paso.
El biógrafo autorizado está convencido de que el presidente nunca ha ideado nada para fastidiar a Prisa, ni siquiera para crear un grupo mediático adicto:
—Llegan unos señores, los de Mediapro, le cuentan al presidente un proyecto y él dice «pues, adelante». En cuanto Zapatero reparte juego, los de Prisa se ponen de uñas. Así ocurre desde el principio, cuando repartió «los múltiples». Dio a todo el mundo y Prisa se cabreó porque no quería que se lo diesen a nadie. Y con la TDT de pago ha pasado lo mismo.
Un miembro del equipo de La Moncloa, que no me autoriza a dar su nombre, abunda en el testimonio de Campillo:
—Como recordarás, Zapatero aceptó acudir al programa de Jiménez Losantos en la Cope y luego éste, en su columna del diario
El Mundo
, escribió que había que tener cuidado con él, que era un tipo muy peligroso; y es que el presidente se lo comió vivo. —Y añade, poniendo mucho énfasis en ello—: ¿Qué pasa con Prisa? José Luís aprendió a leer con
El País
, joder, si era su periódico de referencia y escuchaba la SER. Ahora escucha todas las emisoras, hace un
zapping
permanente; pero él dice: «Yo soy el presidente del Gobierno de España y a mí nadie me va a decir, y lo han intentado muchos, lo que tengo que hacer». ¡Ojo!, José Luís habla con
El Mundo
a pesar de las hostias que le dan, habla con todo el mundo. No siente odio a Prisa ni a nadie, simplemente piensa que Prisa se ha equivocado con él. Su error de base es pensar que es poca cosa, un «chichiribaina». Esa ha sido su gran equivocación y la de dudar de su fondo ideológico. Quisieron quebrarlo pensando que no tenía fondo.
Pero Juan Luís Cebrián es un enemigo temible. El 16 de enero de 2007, escribió una «tribuna» en
El País
que tituló: «El equilibrio y el director de orquesta». El artículo arrancaba con un párrafo en el que se menospreciaba la idoneidad presidencial para desempeñar tan alto cargo: Cebrián se valía de una frase del escritor inglés Anthony Burgess que afirmaba que cualquier director puede dirigir una orquesta si la obra es conocida, como la
Quinta
de Beethoven, y los músicos se la saben de memoria.
Cebrián se valía del autor de
La naranja mecánica
para calificar a Zapatero de «aficionado» basándose en unas declaraciones que el presidente había hecho al director de
El País
, Javier Moreno, en las que refería una frase que el presidente dijera a su esposa, Sonsoles Espinosa y que Cebrián resumía así: «No te puedes imaginar la cantidad de cientos de miles de españoles que podrían gobernar».
El párrafo en cuestión era el siguiente:
Usted dijo: «Yo, cada noche le digo a mi esposa: “No te puedes imaginar la cantidad de cientos de miles de españoles que podrían gobernar”». ¿Sigue pensando lo mismo?, pregunta el director de
El País
.
«Absolutamente», responde Zapatero además de dar su explicación sobre la grandeza de la democracia. «Yo no entendí aquella frase desde el punto de vista del derecho, sino de la capacidad», explica Moreno. Este comentario le daba pie al consejero delegado para remachar su idea sobre la limitada capacidad del inquilino de La Moncloa: «La cuestión está en averiguar cuántos de esos muchísimos ciudadanos, con derecho a ser elegidos para tan alta magistratura, son capaces de organizar el equilibrio».
El ilustre articulista se refería a la torpe reacción del jefe del ejecutivo ante el atentado perpetrado por ETA en la Terminal 4 del aeropuerto de Barajas el 30 de diciembre de 2006. El periodista y académico insinuaba que el presidente se había desmoronado en la tribuna y su liderazgo había salido dañado, por lo que urgía restaurarlo «antes de que a alguien se le caiga la batuta de las manos y le saque un ojo a un músico. O a un espectador».