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Authors: Michel Houellebecq

El mapa y el territorio (23 page)

BOOK: El mapa y el territorio
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Llegó alrededor del mediodía al pueblo donde vivía Houellebecq, pero no había nadie en las calles. Por otra parte, ¿alguna vez había alguien en las calles de aquel pueblo? Era una alternancia de casas de piedra caliza, con tejados de tejas antiguas, que debían de ser típicas de la región, y otras entramadas, enjalbegadas, que uno habría esperado encontrar sobre todo en la campiña normanda. La iglesia, de arbotantes cubiertos de hiedra, ostentaba las huellas de una renovación efectuada con ardor; era un hecho palmario que allí no se bromeaba con el patrimonio. Por todas partes había arbustos ornamentales, céspedes; pancartas de madera parda invitaban al visitante a un circuito aventura por los confines de la Puisaye. La sala cultural polivalente anunciaba una exposición permanente de artesanía local. Probablemente allí sólo había segundas residencias desde hacía mucho tiempo.

La casa del escritor estaba situada un poco a las afueras del pueblo; sus indicaciones habían sido excepcionalmente claras cuando consiguió localizarle por teléfono. Le dijo que había dado un largo paseo en compañía de su perro, un largo paseo por el campo helado; estaba encantado de invitarlo a comer.

Jed estacionó delante del pórtico de una vasta construcción de paredes encaladas, en forma de L. Desató el embalaje que contenía el cuadro y luego tiró del pomo del timbre. La puerta se abrió unos segundos más tarde, un perro grande, negro, peludo, se precipitó hacia el pórtico ladrando. El autor de
Las partículas elementales
apareció a su vez, vestido con una cazadora y un pantalón de pana. Jed advirtió al instante que había cambiado. Más robusto, más musculoso, probablemente, caminaba con energía y una sonrisa de bienvenida en los labios. Al mismo tiempo había adelgazado, finas arrugas expresivas le surcaban la cara, y el pelo, muy corto, se le había encanecido. Jed se dijo que era como un animal que se ha revestido con su pelaje de invierno.

Un gran fuego ardía en la chimenea de la sala de estar; se instalaron en sofás de terciopelo verde botella.

—Quedaban algunos muebles originales… He comprado los demás en un chamarilero —dijo Houellebecq. En una mesa baja había dispuesto rodajas de salchichón, aceitunas; descorchó una botella de Chablis.

Jed sacó el retrato del embalaje y lo apoyó contra el respaldo del sofá. Houellebecq le lanzó una mirada un poco distraída y luego recorrió con los ojos la habitación.

—Quedará bien encima de la chimenea, ¿no cree? —preguntó finalmente. Era lo único que parecía interesarle.

Quizá esté bien así, se dijo Jed; a fin de cuentas ¿qué es un cuadro, sino un elemento mobiliario especialmente engorroso? Bebía de su vaso a sorbitos.

—¿Quiere ver la casa? —le propuso Houellebecq.

Jed aceptó, naturalmente. La casa le gustaba, le recordaba un poco la de sus abuelos; la verdad es que todas las casas de campo tradicionales se parecen, más o menos. Aparte de la sala había una cocina grande, prolongada por una trascocina que servía asimismo de leñera y de bodega.

A la derecha se abrían las puertas de dos habitaciones. La primera, desocupada, amueblada en el centro con una cama doble, estrecha y elevada, era glacial. En la segunda había una cama individual, una cama de niño, empotrada en un
cosy-corner
, y un buró de tapa. Jed descifró los títulos de los libros colocados en la estantería del
cosy
, cerca de la cabecera de la cama: Chateaubriand, Vigny, Balzac.

—Sí, yo duermo ahí… —confirmó Houellebecq cuando volvían hacia la sala; se sentaron de nuevo delante del fuego—. En mi antigua cama de niño… Se acaba como se empieza… —añadió con una expresión difícil de interpretar (¿satisfacción?, ¿resignación?, ¿amargura?). A Jed no se le ocurrió ningún comentario idóneo.

Al acabar el tercer vaso de Chablis, le invadió un ligero torpor.

—Pasemos a la mesa… —dijo el escritor—. Ayer preparé un cocido, va a estar más rico. Se recalienta muy bien, el cocido.

El perro les siguió a la cocina, se apelotonó dentro de un cesto grande de tela, suspiró de gusto. El cocido estaba bueno. Un reloj de péndulo emitía un tictac ligero. Por la ventana se divisaban prados cubiertos de nieve, un bosquecillo de árboles negros tapaba el horizonte.

—Ha elegido una vida tranquila… —dijo Jed.

—Nos acercamos al fin; envejecemos tranquilamente.

—¿Ya no escribe?

—A principios de diciembre intenté escribir un poema sobre los pájaros; más o menos cuando usted me invitó a su exposición. Les había comprado un comedero, les puse pedazos de tocino; hacía ya frío, el invierno ha sido precoz. Vinieron en abundancia: pinzones, pardillos, petirrojos… Apreciaron mucho los pedazos de tocino, pero de ahí a escribir un poema… Al final lo escribí sobre mi perro. Era el año de las «p», a mi perro le llamé Platón y terminé el poema; es uno de los mejores poemas nunca escritos sobre la filosofía de Platón, y seguramente también sobre los perros. Será una de mis últimas obras, quizá la última.

En el mismo instante, Platón se removió en su capazo, batió el aire con las patas, soltó un largo gruñido en su sueño y volvió a dormirse.

—Los pájaros no son nada —continuó Houellebecq—, manchitas de color vivas que incuban sus huevos y devoran miles de insectos revoloteando patéticamente de un lado a otro, una vida atareada y estúpida, completamente consagrada a devorar insectos (a veces se dan un modesto festín de larvas), y a la reproducción de su especie. Un perro lleva ya en sí un destino individual y una representación del mundo, pero su drama tiene un aspecto diferenciador, no es histórico y ni siquiera verdaderamente narrativo, y creo que yo he roto un poco con el
mundo como narración
, el mundo de las novelas y las películas, y también con el mundo de la música. Ya sólo me intereso por el
mundo como yuxtaposición
: el de la poesía, el de la pintura. ¿Quiere un poco más de cocido?

Jed declinó el ofrecimiento. Houellebecq sacó de la nevera quesos, un saint-nectaire y un époisses, cortó rebanadas de pan, descorchó otra botella de Chablis.

—Qué amable por su parte haberme traído el cuadro —agregó, al cabo de unos segundos—. Lo miraré a veces, me recordará que por momentos he tenido una vida intensa.

Volvieron a la sala para tomar el café. Houellebecq añadió dos leños al fuego y se marchó a trajinar en la cocina. Jed se enfrascó en el examen de la biblioteca, le sorprendió el escaso número de novelas: clásicos, principalmente.

Había, en cambio, un número asombroso de obras de los reformadores sociales del siglo XIX: los más conocidos, como Marx, Proudhon y Comte, pero también Fourier, Cabet, Saint-Simon, Pierre Leroux, Owen, Carlyle y otros que prácticamente no le decían nada. El autor volvió portando en una bandeja una cafetera, macarrones, una botella de licor de ciruelas.

—Ya sabe lo que afirma Comte —dijo—, que la humanidad se compone más de muertos que de vivos. Pues bien, ahí ando yo ahora, estoy sobre todo en contacto con muertos…

A esto tampoco supo qué responder Jed. Había una edición antigua de
Recuerdos
de Tocqueville sobre la mesa baja.

—Un caso sorprendente, Tocqueville… —siguió el escritor—.
La democracia en América
es una obra maestra, un libro de un inaudito poder visionario, absolutamente innovador en todos los campos; es sin duda el libro político más inteligente que jamás se haya escrito. Y después de haber producido este libro asombroso, en lugar de continuar consagra toda su energía a hacerse elegir diputado en una modesta circunscripción de la Manche y después a asumir responsabilidades en los gobiernos de su época, exactamente igual que un político ordinario. Y sin embargo no había perdido nada de su agudeza, de su facultad de observación…

Hojeó el volumen de
Recuerdos
al mismo tiempo que acariciaba el lomo de Platón, que se había tumbado a sus pies.

—¡Escuche esto, cuando habla de Lamartine! ¡Uf, vaya, vaya, cómo lo pone, a Lamartine!

Leyó, con una voz agradable y bien puntuada:

«No sé si he encontrado, en este mundo de ambiciones egoístas en cuyo seno he vivido, un espíritu más vacío que el suyo de pensamiento sobre el bien público. En ese medio he visto a una multitud de hombres trastornar al país para engrandecerse: es la perversidad corriente; pero él es el único, creo, que siempre me ha parecido dispuesto a desquiciar al mundo para distraerse.»

»Tocqueville no se repone de estar en presencia de un espécimen semejante. Él, por su parte, es un hombre fundamentalmente honesto, que trata de hacer lo que juzga mejor para su país. La ambición, la codicia, las comprende; pero un temperamento así de comediante, una mezcla tal de irresponsabilidad y diletantismo le deja atónito. Escuche esto, a continuación:

«Tampoco he conocido un espíritu menos sincero ni que mostrara por la verdad un desprecio tan grande. Cuando he dicho que la despreciaba me equivoco; no la honraba lo bastante para ocuparse de ella en manera alguna. Al hablar o escribir, se sale de la verdad o vuelve a entrar en ella sin el menor cuidado; le preocupa únicamente un determinado efecto que quiere producir en ese momento…»

Olvidando a su invitado, Houellebecq siguió leyendo para su coleto, y pasaba las páginas con un regocijo creciente.

Jed aguardó, vaciló, después apuró de un trago su vaso de licor de ciruelas, se aclaró la garganta. Houellebecq levantó la mirada hacia él.

—He venido —dijo— a darle el cuadro, desde luego, pero también porque espero un mensaje de usted.

—¿Un mensaje? —La sonrisa del escritor se apagó poco a poco, una tristeza terrosa, mineral, invadió su cara—. La impresión que usted tiene —dijo por fin, con una voz lenta— es de que mi vida se acaba y que estoy decepcionado, ¿no es eso?

—Eh…, sí, más o menos.

—Pues tiene razón: mi vida se acaba y estoy decepcionado. No ha sucedido nada de lo que esperaba en mi juventud. Ha habido momentos interesantes, pero siempre difíciles, siempre arrancados al límite de mis fuerzas, nunca he recibido algo como un don y ahora estoy harto, sólo quisiera que todo termine sin sufrimientos excesivos, sin una enfermedad anuladora, sin dolencias.

—Habla usted como mi padre… —dijo suavemente Jed. Houellebecq se sobresaltó al oír la palabra
padre
, como si el otro hubiese pronunciado una obscenidad, y luego le iluminó el rostro una sonrisa hastiada, cortés pero sin calor. Antes de continuar, Jed engulló tres macarrones seguidos, y a continuación un vaso grande de licor—. Mi padre… —repitió finalmente— me ha hablado de William Morris. Yo quería saber si usted le conoce, lo que piensa de él.

—William Morris… —Su tono era otra vez descomprometido, objetivo—. Es curioso que su padre le haya hablado de él, casi nadie conoce a William Morris.

—Sí, en los medios de arquitectos y artistas que frecuentaba en su juventud.

Houellebecq se levantó, buscó en su biblioteca durante al menos cinco minutos y al final sacó un volumen delgado con la cubierta ajada y amarillenta, ornada con almocárabes de motivos modernistas. Volvió a sentarse, pasó con precaución las páginas manchadas y rígidas: era evidente que el tomo no se había abierto en años.

—Escuche —dijo al fin—, esto sitúa un poco su punto de vista. Está sacado de una conferencia que pronunció en Edimburgo en 1889:

«He aquí en síntesis nuestra posición de artistas: somos los últimos representantes del artesanado al que la producción mercantil ha asestado un golpe fatal.»

»Hacia el final se adhirió al marxismo, pero al principio era distinto, realmente original. Parte del punto de vista del artista cuando produce una obra, e intenta generalizarlo en el conjunto del mundo de la producción: industrial y agrícola. Hoy nos cuesta imaginar la riqueza de la reflexión política de aquella época. Chesterton rindió homenaje a William Morris en
El regreso de don Quijote
. Es una novela curiosa, en la que imagina una revolución basada en el retorno al artesanado y al cristianismo medieval que se extiende poco a poco por las islas británicas, suplantando a los demás movimientos obreros, socialista y marxista, y que conduce al abandono del sistema de producción industrial en favor de comunidades artesanales y agrarias. Algo absolutamente inverosímil, tratado en una atmósfera de hadas, no muy alejado del
Padre Brown
. Creo que Chesterton puso en este libro muchas de sus convicciones personales. Pero hay que decir que William Morris, a juzgar por todo lo que se sabe de él, fue una persona extraordinaria.

Un leño se derrumbó en la chimenea, proyectando un vuelo de carbonillas.

—Debería haber comprado una pantalla —masculló Houellebecq, antes de mojarse los labios con su vaso de licor.

Jed seguía mirándole, inmóvil y atento, se sentía invadido por una tensión nerviosa extraordinaria, incomprensible. Houellebecq le miró con sorpresa y Jed se dio cuenta del hecho embarazoso de que unos temblores convulsivos le agitaban la mano izquierda.

—Perdone —dijo finalmente, distendiéndose en el acto—. Atravieso un período… especial—. William Morris no tuvo una vida muy alegre, según los criterios habituales —prosiguió Houellebecq—. Sin embargo, todos los testimonios nos lo muestran contento, optimista y activo. A los veintitrés años conoció a Jane Burden, que tenía dieciocho y trabajaba de modelo para pintores. Se casó con ella dos años más tarde, él también pensó en dedicarse a la pintura pero renunció, no se sentía con suficiente talento; respetaba la pintura por encima de todo. Se hizo construir una casa con arreglo a sus propios planos en Upton, a la orilla del Támesis, y la decoró él mismo para vivir allí con su mujer y sus dos hijas pequeñas. Según todos los que la conocieron, su mujer poseía una gran belleza; pero no era fiel. Tuvo, en particular, una aventura con Dante Gabriel Rossetti, el jefe de fila del movimiento prerrafaelita. William Morris le admiraba mucho como pintor. Al final Rossetti se fue a vivir con ellos y le usurpó por las buenas el lecho conyugal. Entonces Morris emprendió viajes a Islandia, aprendió la lengua del país, empezó a traducir sagas. Regresó al cabo de unos años y se decidió a pedir una explicación; Rossetti se avino a marcharse, pero algo se había roto y ya no hubo nunca una auténtica intimidad carnal en la pareja. Él ya se había comprometido con varios movimientos sociales, pero abandonó la Social Democratic Federation, que le parecía excesivamente moderada, para fundar la Socialist League, que defendía posiciones abiertamente marxistas, y hasta su muerte se dedicó en cuerpo y alma a la causa comunista, multiplicó los artículos de prensa, las conferencias, los mítines…

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